Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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Capítulo 24
Es enorme. Radiante. Mil veces mejor que el de la casa parroquial.
Llevo sentada dos horas delante del retrato genuino. No puedo moverme de aquí. Con la frente despejada y sus aterciopelados ojos verde oscuro, Sadie contempla la sala desde el cuadro como la diosa más bella que hayas visto jamás. El uso que Cecil Malory hace de la luz en su piel es magistral. Lo sé porque he oído a una profesora de arte explicárselo a sus alumnos hace media hora. Luego todos se han acercado para distinguir el retrato en miniatura de la cuenta del collar.
Desde que estoy aquí, casi un centenar de visitantes se han parado a contemplarla, suspirando de placer, sonriéndose unos a otros. O simplemente tomando asiento para observarla, absortos.
– ¿No es maravillosa? -me dice una mujer morena con un impermeable, sentándose a mi lado-. Es mi retrato preferido de todo el museo.
– Y el mío -coincido.
– Me pregunto qué estará pensando.
– Yo creo que está enamorada. -Examino otra vez los ojos relucientes de Sadie y el rubor de sus mejillas-. Y me parece que es feliz. Feliz de verdad.
– Seguramente.
Guardamos silencio, disfrutando del retrato.
– Tiene algo muy positivo, ¿no cree? -dice la mujer-. Vengo con frecuencia a mirarla a la hora del almuerzo. Me levanta el ánimo. En casa también tengo un póster de ella. Me lo regaló mi hija. Pero el original es insuperable, ¿verdad?
Se me hace un nudo en la garganta, pero consigo sonreír.
– Sí. El original es insuperable.
Mientras hablo, una familia japonesa se acerca al cuadro. La madre le señala el collar a su hija. Las dos suspiran, felices, y luego adoptan una pose idéntica, los brazos cruzados y la cabeza ladeada, y se quedan mirándola.
Sadie adorada por toda esta gente. Decenas, cientos, miles de personas. Y ella no tiene ni idea.
La he llamado hasta quedarme ronca, una y otra vez, asomada a la ventana, a lo largo de la calle. Pero no me oye. O no quiere oírme. Me pongo de pie bruscamente y miro el reloj. Debo irme. Ya son las cinco. Tengo una cita con Malcolm Gledhill, el director de la colección.
Me dirijo al vestíbulo, le doy mi nombre a la recepcionista y aguardo entre una manada de escolares franceses. Al cabo, oigo una voz a mi espalda.
– ¿Señorita Lington?
Al volverme, veo a un hombre con camisa morada. Tiene ojillos brillantes, una barba castaña y unos mechones de pelo alborotados. Parece Papá Noel antes de envejecer y me resulta simpático en el acto.
– Hola. Sí, soy Lara Lington.
– Malcolm Gledhill. -Me sonríe-. Acompáñeme por aquí.
Me guía por una puerta disimulada detrás del mostrador de recepción, y luego por unas escaleras hasta un despacho que abarca toda una esquina desde la que se domina el Támesis. Hay postales y reproducciones de cuadros por todas partes: colgadas de las paredes, apoyadas contra los libros de las estanterías y adornando su enorme ordenador.
– Bueno. -Me tiende una taza de té y toma asiento-. Creo que ha venido a verme por La chica del collar, ¿no? -Me observa con cautela-. No acabé de entender en su mensaje cuál era la cuestión. Pero sí que era muy.. . ¿urgente?
Vale, quizá le mandé un mensaje algo exagerado. No quería verme obligada a contarle toda la historia a un recepcionista cualquiera, de manera que me limité a decir que tenía que ver con La chica del collar y que era un asunto de vida o muerte, una cuestión de Estado, de seguridad nacional.
En fin. Para el mundo del arte, probablemente sí es todas esas cosas.
– Bastante urgente -asiento-. Y lo primero que quiero decir es que no era una simple «chica». Era mi tía abuela. Mire.
Busco en el bolso y saco la fotografía de Sadie en la residencia, con el collar puesto.
– Observe el collar -añado al dársela.
Sabía que me gustaba el tal Malcolm Gledhill, porque reacciona exactamente como cabía esperar. Los ojos se le salen de las órbitas y se pone rojo de pura excitación. Me mira fijamente y vuelve a examinar la foto. Estudia el collar que lleva Sadie. Luego carraspea ruidosamente, como temiendo haber delatado demasiado su interés.
– ¿Me está diciendo -pregunta al fin– que esta anciana de aquí es la «Mabel» del cuadro?
Debo acabar de una vez con esta tontería de Mabel.
– No se llamaba Mabel. Ella aborrecía ese nombre. Se llamaba Sadie. Sadie Lancaster. Vivía en Archbury y era amante de Stephen Nettleton. Ella fue el motivo de que lo enviaran a Francia.
Se hace un silencio. Sólo se oye el resoplido de Malcolm Gledhill. Sus mejillas parecen dos globos desinflados.
– ¿Tiene pruebas de ello? -dice por fin-. ¿Algún documento, alguna fotografía antigua?
– Lleva puesto el collar, ¿no? -Siento una punzada de frustración-. Lo conservó toda la vida. ¿Qué más pruebas necesita?
– ¿Existe aún el collar? ¿Lo tiene usted? ¿Ella vive todavía? -En cuanto se le ocurre la idea, los ojos vuelven a desorbitársele-. Porque eso sí sería.. .
– Acaba de morir, por desgracia -lo interrumpo antes de que se emocione más-. Y no tengo el collar. Pero estoy intentando encontrarlo.
Malcolm Gledhill saca un pañuelo de cachemir y se seca la frente perlada de sudor.
– Obviamente, en un caso como éste, debe llevarse a cabo una cuidadosa investigación antes de alcanzar una conclusión definitiva.. .
– Es ella -digo con firmeza.
– Así pues, si me lo permite, la remitiré a nuestro equipo de investigación. Ellos analizarán su testimonio con sumo detenimiento y examinarán las pruebas disponibles.
Hay que seguir los pasos oficiales, lo comprendo.
– Hablaré con ellos encantada -digo con educación-. Y sé que me darán la razón. Es ella.
De pronto, entre las postales apoyadas en su ordenador veo La chica del collar. La tomo y la pongo al lado de la foto que le sacaron a Sadie en la residencia. Los dos las observamos en silencio. Ojos radiantes y orgullosos en la primera; ojos cansados y caídos en la otra. Y el collar reluciente vinculando como un talismán ambas imágenes.
– ¿Cuándo murió su tía abuela? -pregunta en voz baja.
– Hace pocas semanas. Pero vivía en una residencia desde los años ochenta y no tenía mucho contacto con el mundo exterior. Nunca se enteró de que Stephen Nettleton se había hecho famoso. Nunca supo que ella misma era famosa. Se consideraba una persona insignificante. Y precisamente por eso quiero que el mundo conozca su nombre.
Gledhill asiente.
– Bueno, si nuestro equipo de investigación llega a la certeza de que era la modelo del retrato.. . entonces, créame, el mundo sabrá de ella. Hace poco llevamos a cabo un estudio, y resulta que La chica del collar es el retrato más popular del museo. Hay un proyecto para darle más protagonismo. La consideramos un bien muy valioso.
– ¿De veras? -Me sonrojo de orgullo-. A ella le habría encantado saberlo.
– ¿Me permite que llame a un colega para que vea la fotografía? -Sus ojos se iluminan-. Es un estudioso de Malory y su testimonio le interesará mucho.
– Espere -replico, alzando una mano-. Antes de llamar a nadie, hay otro asunto del que debo hablar con usted. Quisiera saber cómo consiguieron el cuadro inicialmente. Porque pertenecía a Sadie, era suyo. ¿Cómo llegó a ustedes?
Él se pone un poco tenso.
– Ya suponía que esta cuestión surgiría tarde o temprano. Después de su llamada, busqué el expediente del cuadro y examiné los detalles de la adquisición. -Abre una carpeta que ha tenido delante desde el principio y despliega una hoja-. Nos lo vendieron en los años ochenta.
¿Que se lo vendieron? ¿Quién podría haberlo vendido?
– Pero si se perdió en un incendio.. . Nadie sabía dónde estaba. ¿Quién demonios se lo vendió?
– Me temo.. . -Hace una pausa-. Me temo que el vendedor exigió en su momento que todos los detalles de la transacción se mantuvieran en secreto.
– ¿En secreto? -Lo miro ceñuda-. Pero si el cuadro era de Sadie. Se lo dio Stephen. La persona que se hizo con él, fuese quien fuese, no tenía derecho a venderlo. ¡Deberían comprobar estas cosas!
– Las comprobamos -responde a la defensiva-. La procedencia se consideró correcta en su momento. El museo hizo todo lo que estaba en su mano para verificar que quien lo ofrecía tenía derecho a venderlo. De hecho, se firmo un documento en que éste daba todas las garantías necesarias.
Sus ojos descienden una y otra vez al papel que sostiene. Debe de estar viendo ahora mismo el nombre del vendedor. Esto es exasperante.
– Bueno, dijera lo que dijese esa persona, mentía. -Lo miro furibunda-. ¿Y sabe qué? Yo pago mis impuestos y contribuyo a financiarlos. Y por lo tanto exijo saber quién les vendió el cuadro. Ahora mismo.
– Me temo que se equivoca -replica suavemente-. Nuestro museo no es de titularidad pública y usted no es propietaria del mismo. Créame, a mí me gustaría aclarar este asunto tanto como a usted. Pero debo respetar nuestro acuerdo de confidencialidad. Tengo las manos atadas.
– ¿Y si vengo con abogados y la policía? -Pongo las manos en jarras-. ¿Y si denuncio que el cuadro ha sido robado y lo obligo a revelar el nombre?
Malcolm Gledhill alza sus espesas cejas.
– Obviamente, si hubiera una investigación policial, colaboraríamos totalmente.
– Bien, perfecto. Pues la habrá. Tengo amigos en la policía, ¿sabe? -añado con aire enigmático-. El inspector James estará muy interesado en toda esta historia. Ese cuadro era de Sadie y ahora es de mi padre y mi tío. Y no vamos a quedarnos de brazos cruzados -me altero. Pienso llegar hasta el fondo de este asunto. Los cuadros no aparecen por arte de magia.
– Comprendo su inquietud. -Titubea-. Créame, el museo se toma muy en serio la legitimidad de la propiedad de las obras expuestas.
No se atreve a mirarme a los ojos. Los suyos vuelan una y otra vez al documento que tiene delante. El nombre está ahí. Lo sé. Podría abalanzarme y arrebatárselo.. .
No, mejor no.
– Bueno, gracias por su tiempo -digo con formalidad-. Volveré a ponerme en contacto con usted.
– Por supuesto. -Cierra la carpeta-. Antes de que se vaya, ¿me permite que llame a mi colega, Jeremy Mustoe? Tendrá mucho interés en conocerla y en ver la fotografía de su tía abuela.. .
Instantes más tarde, un tipo flacucho con los puños de la camisa gastados y una nuez de Adán prominente, se inclina sobre la foto murmurando «¡Extraordinario!» una y otra vez.
– Ha sido extremadamente difícil descubrir datos nuevos sobre esta pintura -dice Jeremy Mustoe, levantando la vista-. Hay muy pocos archivos y fotografías de la época, y cuando los investigadores acudieron a su pueblo natal, ya habían pasado casi dos generaciones y nadie recordaba nada. Naturalmente, se daba por supuesto que la modelo se llamaba Mabel.. . -Arruga el entrecejo-. A principios de los noventa se publicó una tesis según la cual la modelo de Malory era una doncella de la casa y los padres se habrían opuesto a la relación por motivos de clase, lo que los indujo a enviarlo a Francia.
Me entran ganas de reírme. Alguien se inventó una versión equivocada y tuvo el descaro de llamarla «tesis».
– Había una Mabel, sí -explico con paciencia-, pero ella no fue la modelo. Stephen llamaba «Mabel» a Sadie para tomarle el pelo. Eran amantes -añado-. Por eso lo enviaron a Francia.
– ¿De veras? -Jeremy Mustoe me mira con renovado interés-. Entonces.. . ¿su tía abuela sería la «Mabel» de las cartas?
– ¡Las cartas! -exclama Malcolm Gledhill-. ¡Claro! Se me habían olvidado. ¡Hace tanto tiempo que las examiné!
– ¿Cartas? -Los miro-. ¿Qué cartas?
– En nuestro archivo conservamos un fajo de cartas escritas por Malory -explica Mustoe-. Son de los pocos documentos que se rescataron después de su muerte. No está claro si llegó a enviarlas o no, pero es seguro que una de ellas fue remitida y devuelta. Por desgracia, la dirección está tachada con tinta azul oscuro y, pese a toda la tecnología actual, no hemos podido.. .
– Perdone que le interrumpa -salto, procurando disimular mi agitación-. ¿Podría verlas?
Una hora después, cuando salgo del museo, la cabeza me da vueltas. Si cierro los ojos, lo único que veo es esa escritura descolorida y enloquecida que llena montones de cuartillas.
No he leído todas las cartas. Resultan demasiado íntimas y, además, sólo he tenido unos minutos para examinarlas. Pero sí he leído lo suficiente para estar segura. Él la amaba, incluso después de marcharse a Francia, incluso después de enterarse de que se había casado con otro.
Sadie se pasó toda su vida aguardando la respuesta a una pregunta. Y ahora sé que él también. Y aunque la historia ocurrió hace más de setenta años y ya no se puede hacer nada, me siento llena de tristeza e indignación. Fue todo tan injusto, tan fatídico.. . Tendrían que haber acabado juntos. Es evidente que alguien interceptó las cartas para que Sadie no las recibiera. Seguramente esos malvados padres Victorianos que tenía.
Así que ella esperó sin tener ni idea de la verdad, creyendo que había sido utilizada. Demasiado orgullosa para seguir a Stephen y averiguarlo por sí misma, aceptó la propuesta de matrimonio del tipo del chaleco como un estúpido gesto de despecho. Quizá esperaba que Stephen apareciera en la iglesia. Incluso mientras se vestía para la boda, debía de de albergar esperanzas, seguro. Y él la decepcionó.
No puedo soportarlo. Quisiera retroceder en el tiempo y solucionarlo todo. Si al menos Sadie no se hubiera casado con el tipo del chaleco. Y si Stephen no se hubiera ido a Francia. Y si sus padres no los hubieran sorprendido in fraganti. Y si.. .
Basta de «y si». No tiene sentido. Él lleva muerto mucho tiempo y ella ha fallecido. Fin de la historia.
Una riada de gente pasa por mi lado hacia la estación de metro de Waterloo, pero yo no me siento con fuerzas para volver a mi apartamento. Necesito respirar aire fresco, tomar un poco de distancia. Me abro paso entre un grupo de turistas y empiezo a cruzar el puente de Waterloo. La última vez que pasé por aquí, el cielo estaba nublado, Sadie se había subido al parapeto y yo gritaba desesperada.
Pero esta tarde hay un aire templado y agradable. El Támesis está todo azul y apenas se ve algún que otro trazo de espuma. Pasa una embarcación de recreo lentamente y un par de turistas saludan con la mano hacia el London Eye.
Me detengo en el mismo punto que la otra vez y miro en dirección al Big Ben, sin ver nada. Mi mente sigue en el pasado. Continúo viendo la letra irregular de Stephen, escuchando sus frases anticuadas. Lo imagino sentado en lo alto de un acantilado francés, escribiéndole a Sadie. Incluso me llegan retazos de un charlestón interpretado por una banda de la época.. .
Alto ahí.
Sí hay una banda tocando música de los años veinte.
De pronto, reparo en la escena que se desarrolla un poco más abajo, a un centenar de metros. En Jubilee Gardens, una multitud ocupa el gran recuadro de césped. Han levantado un quiosco de música y un grupo interpreta jazz. La gente está bailando. ¡Claro, el festival de jazz! El que anunciaban aquel día. Todavía tengo la entrada en el monedero.
Contemplo el espectáculo. Suena música de charlestón. Hay chicas vestidas de época bailando en el escenario, creando un remolino de flecos y collares. Distingo el movimiento de los pies, el balanceo de las plumas de sus tocados. Y súbitamente, entre la multitud veo.. . me parece distinguir.. .
No.
Me quedo paralizada. Y enseguida, sin permitirme un pensamiento, sin dejar que asome siquiera una brizna de esperanza, doy media vuelta, echo a andar con calma por el puente y bajo las escaleras. Me obligo a no apresurarme ni a correr. Camino dejándome llevar por la música, casi sin aliento, con los puños apretados.
Encima del quiosco cuelga una pancarta y racimos de globos plateados, y ahora un trompetista de chaleco reluciente se ha puesto de pie y toca un solo vertiginoso. La gente se agolpa alrededor, mirando a los bailarines del escenario, y una parte del público baila también en la pista montada sobre la hierba: algunos con tejanos y camisetas, otros con atuendos estilo años veinte. Todo el mundo los señala con admiración, pero para mí son meros disfraces. Incluso los vestidos de las chicas del estrado son simples imitaciones, con plumas falsas y perlas de plástico y zapatos modernos y maquillaje del siglo XXI. No se parecen en nada a los auténticos. No se parecen en nada a las chicas años veinte. No se.. .
Me paro en seco, con el corazón en la boca. No, no me equivocaba.
Está junto al escenario, bailando como una posesa. Lleva un vestido amarillo pálido, con una cinta a juego ciñendo su pelo oscuro. Parece más que nunca un espectro. Tiene la cabeza echada atrás y los ojos cerrados, como aislándose del mundo. La gente que baila la atraviesa, la pisotea y le da codazos, pero ella no parece notarlo siquiera.
Dios sabe qué habrá estado haciendo estos últimos días.
Mientras la contemplo, desaparece detrás de dos chicas con chaqueta tejana que no paran de reírse. Siento un espasmo de pánico. No puedo perderla otra vez, después de todo lo que he pasado.
– ¡Sadie! -Empiezo a abrirme paso entre la gente-. ¡Sadie! ¡Soy yo, Lara!
La vislumbro un momento. Mira alrededor con unos ojos como platos. Me ha oído.
– ¡Sadie! ¡Aquí! -Agito los brazos frenéticamente y varias personas se vuelven para ver a quién le estoy gritando.
Ella me ve por fin y se queda paralizada. Su expresión resulta insondable y, al acercarme, experimento una aprensión repentina. En cierto modo, mi manera de verla ha cambiado en los últimos días. Sadie no es una chica cualquiera, ni únicamente mi ángel de la guarda, si es que lo fue alguna vez. Es un personaje de la historia del arte. Es famosa. Y ni siquiera lo sabe.
– Sadie.. . -Trago saliva. No sé por dónde empezar-. Perdona. Te he buscado por todas partes.. .
– ¡Pues no debes de haberte esmerado mucho! -Está contemplando a los músicos y parece indiferente a mi aparición.
A mi pesar, empieza a crecerme una indignación bien conocida.
– ¡Ya lo creo que sí! ¡Llevo días buscándote, por si te interesa saberlo! ¡Llamándote a gritos, mirando por los rincones! ¡No sabes todo lo que he pasado!
– Sí que lo sé. Vi cómo te echaban de aquel cine -dice con una sonrisa socarrona-. Fue divertidísimo.
– ¿Estabas allí? -me sorprendo-. ¿Y por qué no respondiste?
– Aún seguía enfadada. -Alza la barbilla con orgullo-. No tenía por qué responder.
Típico de ella. Debería haber deducido que me guardaría rencor durante días.
– Di vueltas por todas partes. Y también hice un viaje muy revelador. Tengo que contártelo.
Estoy buscando la manera de aproximarme con tacto al asunto de Archbury, Stephen y el cuadro, cuando ella me suelta:
– Te he echado de menos.
Me llevo tal sorpresa que no sé cómo reaccionar. Siento un picor repentino en la nariz y empiezo a rascarme torpemente.
– Y yo. También yo te he echado de menos. -Extiendo impulsivamente los brazos para abrazarla y sólo entonces recuerdo que no es posible. Los dejo caer otra vez-. Escucha, Sadie, tengo algo que contarte.
– ¡Y yo también! Sabía que vendrías aquí. Te estaba esperando.
Por lo visto se cree una divinidad omnipotente.
– No podías saberlo -replico-. Ni siquiera yo lo sabía. Andaba casualmente por la zona, oí la música y me acerqué.. .
– Yo lo sabía -insiste-. Y si no hubieras aparecido, pensaba ir a buscarte para obligarte a venir. ¿Y sabes por qué? -Sus ojos centellean mientras escudriña la multitud.
– Sadie, escúchame, por favor. Tengo algo muy importante que decirte. Vayamos a un sitio más tranquilo para que puedas escucharme con calma. Es posible que te lleves una impresión.. .
– ¡Pues yo tengo algo muy importante que mostrarte! -Ni siquiera me escucha-. ¡Allí! -Señala-. ¡Allí! ¡Mira!
Sigo su mirada, entornando los ojos.. . y el corazón me da un vuelco.
Ed.
Está junto a la pista con un vaso de plástico en la mano. Observa a la banda y se mueve al ritmo de la música, aunque aparenta hacerlo por obligación. Se lo ve tan poco entusiasmado que me reiría si no fuera porque deseo encogerme y desaparecer.
– Sadie. -Me llevo las manos a la cabeza-. ¿Qué has hecho?
– Venga, habla con él. -Me hace un gesto enérgico.
– No -digo horrorizada-. No seas tonta.
– ¡Vamos!
– No puedo hablar con él. Me detesta. -Me escondo detrás de un grupo antes de que él pueda divisarme. Sólo de verlo me vienen recuerdos que preferiría olvidar-. ¿Por qué lo has hecho venir? -mascullo-. ¿Qué pretendías conseguir?
– Me sentía culpable. -Me lanza una mirada acusadora, como sí yo fuese la responsable-. No me gusta sentirme así. Tenía que hacer algo.
– O sea, que fuiste a buscarlo y te pusiste a gritarle. -Muevo la cabeza, incrédula.
Lo que me faltaba. Está claro que lo ha traído a rastras y bajo coacción. Seguramente Ed tenía planeada una velada tranquila en casa y, en cambio, ahora se encuentra en medio de un estúpido festival de jazz, solo entre un montón de parejas que bailan alegremente. Lo más probable es que esté pasando la peor noche de su vida. Y Sadie pretende que vaya a hablar con él.
– Pero creía que él era tuyo. Creía que yo lo había estropeado todo.. . ¿Qué ha pasado desde entonces?
Se estremece levemente, pero mantiene la cabeza alta. Mira a Ed entre la multitud con un brillo anhelante en los ojos. Es sólo un momento; enseguida se da la vuelta.
– No es mi tipo, a fin de cuentas -dice secamente-. Está demasiado.. . vivo. Como tú. Así que encajáis a la perfección. ¡Anda, muévete! Pídele que baile contigo.
Intenta empujarme hacia Ed otra vez.
– Sadie, Sadie, te agradezco tu empeño. Pero yo no puedo arreglar las cosas con él sin más. No es momento ni lugar para eso. Y ahora, ¿podemos ir a hablar a otro lado?
– ¡Pues claro que es el momento y el lugar! -replica-. ¡Por eso está aquí! ¡Y por eso tú estás aquí!
– ¡Yo no estoy aquí por eso! -Empiezo a perder los estribos. Ojalá pudiera sacudirla por los hombros-. ¿Es que no me escuchas? ¡Tengo que hablar contigo! ¡Hay novedades muy importantes! Haz el favor de prestar atención. Olvídate de Ed y de mí. ¡Tiene que ver contigo! ¡Con Stephen! ¡Con tu pasado! ¡He descubierto lo que ocurrió! ¡He encontrado el cuadro!
Advierto demasiado tarde que los músicos han hecho un alto. Todo el mundo ha dejado de bailar y un tipo está pronunciando un discurso en el escenario. O al menos lo intenta, porque la multitud se ha vuelto para verme gritar al vacío como una loca.
– Perdón. -Trago saliva-. No pretendía interrumpir. Continúe, por favor. -Casi sin atreverme, me vuelvo hacia donde estaba Ed con la esperanza de que se haya ido. Pero no tengo esa suerte. Sigue ahí: mirándome fijamente como todo el mundo.
Tierra, trágame. La piel empieza a picarme de un modo mortificante mientras él se abre paso hacia mí. No sonríe. ¿Me habrá oído pronunciar su nombre?
– ¿Has encontrado el cuadro? -A Sadie sólo le sale un murmullo ahogado y me mira con expresión desorbitada-. ¿El cuadro de Stephen?
– Sí -murmuro tapándome la boca con la mano-. Tienes que verlo, es increíble.. .
– Lara. -Ed aparece a mi lado.
Me asalta toda clase de sentimientos encontrados.
– Ah. Hummm.. . hola -acierto a decir.
– ¿Dónde está? -Sadie intenta tirarme del brazo-. ¿Dónde?
Ed parece tan incómodo como yo. Tiene las manos en los bolsillos y el ceño habitual.
– Así que has venido. -Me mira a los ojos un instante-. No sabía si te decidirías.
– Pues.. . -Carraspeo-. He pensado.. . ya me entiendes.
Intento decir algo coherente, pero me resulta casi imposible con Sadie revoloteando alrededor.
– ¿Qué has descubierto? -Ahora se ha puesto delante de mí y habla con voz aguda y perentoria. Como si hubiera despertado bruscamente y comprendido que tal vez tengo algo de auténtica importancia para ella-. ¡Dímelo! ¡Dímelo!
– Ya te lo diré. ¡Espera! -le respondo con disimulo, hablando entre dientes. Pero Ed es avispado. No se le escapa una.
– ¿Decirme, qué? -pregunta, observándome con recelo.
– Hummm.. .
– ¡Dímelo! -exige Sadie.
Vale. No aguanto más. Tengo a Sadie y a Ed prácticamente encima, ambos mirándome con expectación. Mis ojos corren enloquecidos del uno al otro. En cualquier momento, Ed va a llegar a la conclusión de que estoy loca de verdad y se largará.
– ¿Lara? -Ed se acerca un poco más-. ¿Estás bien?
– Sí. O sea, no. Es decir.. . -Inspiro hondo-. Quería decirte que lamento haber abandonado nuestra cita tan precipitadamente. Lamento que creyeras que era todo una argucia para venderte un nuevo puesto. No fue así. Y espero que me creas.
– ¡Deja de hablar con él! -chilla Sadie hecha un basilisco, pero yo no muevo una ceja.
Ed me clava su mirada sombría; no puedo apartar los ojos de los suyos.
– Te creo -dice-. Y también yo debo disculparme. Reaccioné de una manera exagerada. No te ofrecí ninguna oportunidad y después lo lamenté. Me di cuenta de que había echado a perder.. . una amistad que era.. .
– ¿Qué?
– Una buena amistad. -Tiene una expresión inquisitiva-. Creo que había algo estupendo entre nosotros, ¿no?
Es el momento de asentir y decir que sí. Pero no quiero que quede en eso. No me conformo con una buena amistad. Quiero recuperar aquella sensación, cuando me estrechó entre sus brazos y me besó. Lo deseo. Ésa es la verdad.
– ¿Quieres que sea sólo.. . tu amiga? -Me cuesta decirlo, pero veo un cambio en su rostro.
– ¡Basta! ¡Contéstame a mí! -Sadie se revuelve y le grita a Ed al oído-: ¡Deja de hablar con Lara! ¡Desaparece! ¡Largo, venga!
Por un instante percibo aquella mirada abstraída. La ha oído. Pero no se mueve del sitio. Sus ojos se entornan en una cálida y tierna sonrisa.
– ¿Quieres saber la verdad? Creo que eres mi ángel de la guarda.
– ¿Que soy.. . ? -Intento reír, pero no lo consigo.
– ¿Sabes lo que es que alguien aterrice en tu vida sin previo aviso? -Sacude la cabeza-. Cuando apareciste en la oficina reaccioné con un «¿y ésta de dónde sale?», pero me zarandeaste de arriba abajo. Me devolviste a la vida cuando estaba hundido en un limbo. Eras justo lo que necesitaba. -Titubea y añade-: Eres justo lo que necesito. -Habla en voz baja y ronca, y su mirada me provoca un hormigueo por todo el cuerpo.
– Bueno, yo también te necesito. -Tengo un nudo en la garganta-. Así que estamos igual.
– No, no es cierto. -Sonríe con tristeza-. Tú estás bien.
– Vale -vacilo-. Quizá no te necesito. Pero.. . te deseo.
Un momento de silencio. Tiene los ojos fijos en los míos. El corazón me palpita enloquecido. Seguro que él también lo oye.
– ¡Lárgate, Ed, no seas pesado! -le grita Sadie al oído-. ¡Déjalo para después!
Él parpadea y yo tengo un presentimiento siniestro. Si Sadie me estropea esto.. . yo.. . yo.. .
– ¡Vete! -le grita sin parar-. ¡Dile que la llamas después! ¡Fuera! ¡Vuelve a tu casa!
Me asalta una rabia ciega. «¡Para ya! -ansió espetarle-. ¡Déjalo en paz!» Pero me siento impotente. No me queda otro remedio que contemplar cómo a Ed se le ponen los ojos vidriosos mientras percibe los gritos de Sadie. Es como lo de Josh. Mi bendita tía abuela ha vuelto a estropearlo todo.
– ¿Sabes?, a veces uno oye una voz interior -dice Ed de repente, como si se le acabara de ocurrir-. Como.. . un instinto.
– Ya -asiento, abatida-. Oyes una voz y tiene un mensaje. Te dice que te vayas. Lo comprendo.
– Me está diciendo lo contrario. -Se acerca y me toma por los hombros-. Me dice que no te deje escapar. Me dice que eres lo mejor que me ha pasado y que esta vez me esmere en no perderlo.
Y antes de que pueda respirar siquiera, se inclina y me besa. Sus brazos me rodean con decisión y seguridad.
No puedo creerlo. No se marcha. No le hace caso a Sadie. Sea cual sea la voz que oiga en su interior, no es la de ella.. .
Finalmente, se separa y sonríe mientras me aparta de la cara un mechón de pelo. Le devuelvo la sonrisa, aún sin aliento, reprimiendo la tentación de seguir besándolo.
– ¿Te apetece bailar, chica años veinte? -me dice.
Sí, quiero bailar. Y algo más que bailar. Quiero pasar toda la velada y toda la noche con él.
Echo un vistazo a Sadie, que se ha apartado un poco y se mira los zapatos cabizbaja, retorciéndose las manos como una adolescente. Levanta la vista fugazmente y se encoge de hombros, admitiendo la derrota.
– Baila con él -dice-. No pasa nada. Esperaré.
Lleva años y años esperando averiguar la verdad sobre Stephen. Y está dispuesta a aguardar un poco más para que su sobrina nieta baile con Ed.
Siento una punzada en el corazón. Cuánto me gustaría abrazarla.
– No. -Muevo la cabeza-. Es tu turno. Ed.. . -digo, inspirando hondo-. He de hablarte de mi tía abuela. Murió hace poco.
– Ah, vaya. No lo sabía. -Parece sorprendido-. ¿Quieres que lo hablemos mientras cenamos?
– No. Necesito hablarlo ahora mismo. -Lo arrastro hacia el borde de la pista, lejos de los músicos-. Es muy importante. Se llamaba Sadie y estaba enamorada de un tal Stephen en los años veinte. Creía que él era un cerdo que la había utilizado y luego olvidado. Pero él la amaba. Me consta que la amaba. Incluso después de irse a Francia, siguió amándola, siempre. -Las palabras me salen a borbotones. Miro a Sadie. He de hacerle llegar mi mensaje. Tiene que creerme.
– ¿Cómo lo sabes? -Alza la barbilla, más altiva que nunca, pero le tiembla voz-. ¿De qué estás hablando?
– Lo sé porque él le escribió un montón de cartas desde Francia -digo a Ed-. Y porque él se retrató en el collar. Y porque nunca pintó otro retrato. La gente le suplicaba, pero él siempre respondía: J’ai peint celui que j’ai voulu peindre. Y cuando ves el cuadro, comprendes por qué. ¿Cómo iba a querer pintar a nadie después de Sadie? -Se me forma un nudo en la garganta-. Ella era la chica más preciosa que hayas visto. Radiante. Y llevaba ese collar.. . Cuando ves el collar en el cuadro todo encaja. Sí, él la amaba. Aunque ella haya pasado toda la vida sin saberlo. Aunque haya vivido ciento cinco años sin recibir una respuesta. -Me seco una lágrima de la mejilla.
Ed se ha quedado desconcertado. No me extraña. Hace un minuto estábamos besándonos y ahora lo abrumo con un culebrón familiar.
– ¿Dónde has visto el cuadro? ¿Dónde está? -Sadie se acerca, pálida, temblando de pies a cabeza-. Se había perdido. Se quemó en el incendio.
– ¿Y conocías mucho a tu tía abuela? -Ed recupera el habla.
– No la conocí en vida. Pero tras su muerte fui a Archbury, donde ella se había criado. Él era un pintor famoso -digo, volviéndome hacia ella-. Stephen es un pintor famoso.
– ¿Famoso? -Sadie se queda boquiabierta.
– Hay un museo dedicado a él. Se hacía llamar Cecil Malory. Lo descubrieron muchos años después de su muerte. Y el retrato también se ha hecho famoso. Consiguieron salvarlo y está en una galería de arte, y le encanta a todo el mundo.. . Tienes que verlo. Tienes que verlo.