Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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Capítulo 6
No me sentía tan animada desde hace semanas. Qué digo, meses. Son las ocho de la mañana, ¡y me siento como una persona nueva! En vez de despertarme deprimida con una foto de Josh manchada de lágrimas en la mano, una botella de vodka en el suelo y un disco de Alanis Morrisette sonando una y otra vez…
Bueno, vale. Eso fue una sola vez.
Pero en fin, ¡no hay más que verme! Llena de energía. Renovada. Un poco de lápiz de ojos, un top nuevecito a rayas y… lista para afrontar el nuevo día: para espiar a Josh y recuperarlo. Incluso he pedido un taxi por teléfono para agilizar la cosa.
Entro en la cocina y me encuentro a Sadie sentada en la mesa con un vestido nuevo. Éste es malva, con piezas de tul y los hombros un poco caídos.
– ¡Vaya, chica! ¿Cómo es que tienes tantos conjuntos?
– ¿No es espléndido? -se ufana-.Y es muy fácil, ¿sabes? Me imagino con un vestido determinado y, en el acto, aparezco vestida con él.
– ¿Éste era uno de tus preferidos?
– No, este vestido era de una chica que se llamaba Cecily. -Se alisa un poco la falda-. Siempre se lo envidié.
– ¿Le has birlado el conjunto a otra chica? -Se me escapa una risita-. ¿Se lo has robado?
– No lo he robado -replica fríamente-, no seas absurda.
– ¿Cómo puedes saberlo? -No puedo resistir la tentación de seguir provocándola-. ¿Y si ella también es un fantasma y quería ponérselo hoy? ¿Cómo sabes que no está sentada en un rincón llorando a lágrima viva?
– No es así como funciona.
– ¿Cómo sabes qué funciona y qué…? -Se me ocurre una idea genial-. ¡Oye, ya lo tengo! Sólo tienes que imaginarte el collar. Visualízalo en tu mente y lo recuperarás. Venga, cierra los ojos, concéntrate…
– ¿Siempre eres tan lerda? Ya lo he probado. Intenté imaginarme con mi capa de piel de conejo y mis zapatos de baile, pero no hubo manera… No sé por qué.
– Quizá sólo puedas llevar ropa fantasma -digo tras una breve reflexión-. Ropas que también estén muertas, que han quedado hechas trizas o destruidas, o lo que sea.
Miramos el vestido malva. Resulta triste imaginárselo convertido en jirones. Preferiría no haberlo dicho.
– Bueno, ¿lista? -cambio de tema-. Si vamos temprano podremos pillar a Josh antes de que vaya al trabajo. -Saco de la nevera un yogur y lo engullo con rápidas cucharadas. Sólo la idea de estar cerca de Josh me pone de un humor efervescente. De hecho, ni siquiera puedo terminarme el yogur, tan excitada estoy. Lo meto en la nevera y tiro la cucharilla en el fregadero.
– Anda, vamos.
Cojo el cepillo del pelo, que está siempre en el cuenco de la fruta, y me doy un par de toques. Luego recojo las llaves y me vuelvo hacia Sadie, que está examinándome.
– ¡Cielos!, tienes los brazos rechonchos -dice-. No me había fijado.
– ¡Qué dices! Son puro músculo. -Tenso el bíceps y ella retrocede con una mueca.
– Peor aún. -Observa con complacencia los suyos, tan pálidos y delgados-. Yo era famosa por mis brazos.
– Ya, bueno. Hoy en día valoramos un poquito de definición -la informo-. Acudimos al gimnasio. ¿Estás preparada? El taxi debe de estar a punto de llegar. -Suena el interfono y respondo-. Hola, bajo ahora mismo…
– ¿Lara? -Una voz conocida y amortiguada-. Cariño, soy papá. Y mamá. Nos hemos pasado un momento para ver si estabas bien. Hemos pensado que te pillaríamos antes de salir.
Miro el telefonillo, incrédula. ¿Mis padres? ¡Justamente ahora! ¿Y qué es eso de «pasarse un momento»? Ellos nunca se pasan un momento.
– ¡Ah… estupendo! -Procuro sonar alegre-. ¡Enseguida bajo!
Salgo del edificio y me los encuentro en la acera. Mamá lleva una maceta con una planta; papá, una bolsa de productos dietéticos Holland amp; Barrett. Cuchichean. En cuanto me ven, se acercan con una sonrisa forzada, como si yo fuese una enferma mental.
– Lara, cariño. -Papá parece preocupado-. No has respondido a mis llamadas ni a los mensajes de texto. Empezábamos a preocuparnos.
– Ah, ya. Perdonad. He estado un poco liada.
– ¿Qué ocurrió en la comisaría, cariño? -pregunta mamá, tratando de aparentar tranquilidad.
– Todo bien. Presté declaración.
– Ay, Michael. -Mamá se lleva las manos a la boca.
– Pero entonces… ¿crees de verdad que tu tía abuela fue asesinada?
– Mira, papá, tampoco es para tanto -intento tranquilizarlo-. No os preocupéis por mí.
Mamá intenta serenarse.
– Aquí hay vitaminas -dice, y empieza a hurgar en la bolsa de Holland amp; Barrett-. Le he preguntado a la dependienta sobre problemas de comporta… -Se interrumpe-. Y aceite de lavanda… y una planta que también ayuda a rebajar la tensión… Podrías hablar con ella, ¿sabes? -Intenta entregarme el tiesto, pero lo rechazo con impaciencia.
– ¡No quiero una planta! Se me olvidará regarla y se marchitará.
– Tampoco es imprescindible -dice papá con calma, echándole una mirada a mamá-. Pero es evidente que has pasado una gran tensión entre tu nueva empresa y lo de Josh…
Ya cambiarán de estribillo, ya descubrirán quién tenía razón cuando Josh y yo volvamos a estar juntos y nos casemos. Sólo que ahora no puedo decírselo, naturalmente.
– Papá -le digo con una sonrisa paciente-. Ya te lo dije: ni siquiera me acuerdo de Josh. Yo he seguido adelante. Eres tú el que siempre saca el tema.
¡Ja! Buena jugada. Estoy a punto de añadir que quizá sea él quien está obsesionado con Josh, cuando se detiene un taxi a nuestro lado y el conductor se asoma por la ventanilla.
– ¿Taxi para Bickenhall Mansions, treinta y dos?
Maldita sea. Bueno, simularé que no lo he oído.
Mamá y papá se miran.
– ¿No es ahí donde vive Josh? -dice ella con cautela.
– No me acuerdo -replico sin darle importancia-. Pero debe de ser para otra persona…
– ¿Taxi para Bickenhall Mansions? -El hombre se asoma aún más y levanta la voz-. ¿Lara Lington? ¿No ha pedido un taxi?
Cabrón.
– ¿Para qué quieres ir a casa de Josh? -Mamá se angustia.
– Pero ¡si es un error! ¡Debe de ser un taxi que pedí hace meses! Siempre tardan un montón. ¡Oiga, ya está bien! ¡Llega con seis meses de retraso! ¡Lárguese!
El conductor me mira pasmado y acaba arrancando entre maldiciones.
Se hace un espeso silencio. Papá tiene una expresión tan diáfana que resulta entrañable: quiere creerme, y sin embargo las pruebas me incriminan.
– Lara, ¿me juras que ese taxi no era para ti?
– Te lo juro. Por… la tía Sadie.
Oigo un gritito sofocado y, en efecto, la aludida me mira ceñuda.
– ¡No se me ha ocurrido otra cosa! -digo a la defensiva.
Sadie no me hace caso y se pone delante de papá.
– ¡Sois unos idiotas! -lo increpa-. Aún está colada por Josh. Quiere espiarlo. Y me obliga a hacerle el trabajo sucio.
– ¡Cierra el pico, chivata!
– ¿Cómo? -Papá se queda patitieso.
– Nada. -Carraspeo-. Nada. Todo bien.
– Estás loca. -Sadie me da la espalda.
– ¡Al menos yo no voy apareciéndome a la gente!
– ¿Quién se aparece? -Papá se esfuerza en seguirme-. Lara, ¿qué demonios…?
– Perdona. -Le sonrío-. Estaba pensando en voz alta. De hecho, pensaba en la pobre tía Sadie. -Suelto un suspiro compasivo-. Tenía unos bracitos esqueléticos.
– ¡No son esqueléticos!
– Seguramente creía que resultaban atractivos. ¡Qué engañada estaba, la pobre! -Suelto una risita-. ¿A quién podrían gustarle semejantes escobillas?
– ¿Y a quien le gustan esas morcillas?
– ¡No son morcillas!
– Lara… -balbucea papá-. ¿De qué morcillas hablas?
Mamá parece a punto de llorar. Todavía sostiene el tiesto. Y un libro titulado: Vida sin estrés: tú puedes.
– Bueno, debo irme al trabajo. -Le doy un abrazo-. Ha sido genial veros. Me leeré este libro y tomaré vitaminas. Hasta pronto, papá. -Lo abrazo también-. ¡No os preocupéis!
Me alejo presurosa, enviándoles un beso sobre la marcha, y al llegar a la esquina les digo adiós con la mano. Siguen allí, plantados como figuras de cera.
Me dan pena, la verdad. Tendría que comprarles una caja de bombones.
Veinte minutos después me encuentro frente al edificio de Josh. Hiervo de excitación. Todo va según el plan. He localizado su ventana y le he explicado a Sadie la distribución del piso. Ahora es cosa suya.
– Venga -le digo-, atraviesa las paredes. ¡Esto es una pasada!
– No me hace falta atravesar paredes -refunfuña-. Me basta con imaginarme dentro del apartamento.
– Vale, adelante. Y buena suerte. Intenta averiguar todo lo que puedas. ¡Y ve con cuidado!
Sadie desaparece y yo estiro el cuello para escrutar la ventana, pero no veo nada. La impaciencia me marea. Esto es lo más cerca que he estado de Josh en muchas semanas. Está ahí, ahora mismo. Y Sadie puede espiarlo a sus anchas. Recabará toda la información y entonces…
– El señorito no se encuentra en sus aposentos -me informa, reapareciendo de golpe.
Doy un respingo.
– ¿Cómo que no? ¿Y dónde está, pues? Él no se marcha a trabajar hasta las nueve.
– Y a mí qué me cuentas…
– ¿Qué aspecto tiene el apartamento? -Me muero por conocer cualquier detalle-. ¿Está hecho un desbarajuste? O sea, ¿con cajas de pizza y latas de cerveza tiradas por todas partes? ¿Como si se hubiera abandonado? ¿Como si ya no le importase nada?
– Está muy ordenado. Y en la cocina hay un montón de fruta -añade-. Me he fijado en eso.
– Ah. Así que se está cuidando. -Hundo la cabeza entre los hombros, un poco desanimada. No es que desee que Josh esté hecho una piltrafa y al borde del colapso, pero… en fin, ya me entiendes. Sería halagador.
– Vámonos -dice Sadie, y suelta un bostezo-. Ya he tenido suficiente.
– ¡Ni hablar! ¡Entra otra vez! ¡Busca alguna pista! Por ejemplo… ¿Hay alguna fotografía mía?
– No. Ninguna foto. Ni una.
– Ni siquiera has mirado -replico-. Busca en su escritorio. Quizá tenga una carta a medio a escribir para mí o algo así, ¡Venga! -Trato de empujarla hacia el edificio, pero mis manos se hunden en su cuerpo como si nada-. ¡Agg! -Retrocedo con aprensión.
– ¡No hagas eso!
– ¿Te he hecho daño? -Me miro las manos, como si realmente las hubiera hundido en sus entrañas.
– No exactamente -refunfuña-. Pero no es agradable notar que alguien anda hurgándome por dentro.
Se esfuma otra vez. Procuro aplacar mi agitación y aguardar con paciencia. Pero me resulta insoportable estar aquí plantada. Si fuese yo la que buscara, encontraría algo, seguro. Por ejemplo, un diario con todos sus pensamientos. O un correo no enviado. Hasta una poesía. Imagínate.
Sin poder evitarlo, me entrego a la fantasía y veo a Sadie encontrando un poema escrito en un papel arrugado. Algo simple y directo, como el propio Josh.
Todo fue un error Dios mío, te echo de menos, Lara. Adoro tu…
No se me ocurre nada que rime con Lara.
– ¡Despierta!
Abro los ojos, sobresaltada.
– ¿Has visto algo?
– Pues esta vez sí -dice en tono triunfal-. Una cosa interesante y muy significativa.
– Ay, Dios. ¿Qué? -Apenas puedo respirar mientras las posibilidades más tentadoras desfilan por mi cabeza: una foto mía debajo de la almohada, una entrada de su diario donde se muestra decidido a ponerse en contacto conmigo…
– Ha quedado para comer con una chica el sábado.
– ¿Qué? -Todas mis fantasías se disuelven en el acto. La miro acongojada-. ¿Cómo que ha quedado con…?
– Hay una nota en la cocina. «12.30: almuerzo con Marie.»
No conozco a ninguna Marie. Josh tampoco.
– ¿Quién es Marie? ¿Quién?
Se encoge de hombros.
– ¿Su nueva novia, quizá?
– ¡Qué tontería! ¡Él no tiene novia! ¡No podría! ¡Me dijo que no había nadie más! Me dijo… -Me callo de repente, tengo palpitaciones. No se me había ocurrido que Josh pudiera estar saliendo con otra chica. Es algo inconcebible.
En su e-mail de ruptura me decía que no iba a apresurarse a meterse en nada nuevo, que necesitaba tiempo «para pensar y replanteárselo todo». Bueno, no es que haya pensado mucho, ¿no? Si yo tuviera que replantearme toda mi vida, necesitaría mucho más que seis semanas. Necesitaría… un año. Al menos. O tal vez dos. O tres.
Pensar y practicar el sexo viene a ser lo mismo para los chicos. Creen que basta con veinte minutos. Y luego ya está, no hace falta hablar más. No tienen ni idea.
– ¿Ponía dónde van a comer?
Sadie asiente.
– En Bistro Martin.
– ¿Bistro Martin? -Me va a dar algo-. Pero ¡allí tuvimos nuestra primera cita! ¡Siempre íbamos! -Piensa llevar a una chica al Bistro Martin. A una chica llamada Marie-. Entra otra vez -ordeno, señalando el edificio-. ¡Busca por todas partes! ¡Tienes que encontrar más datos!
– No pienso volver. Ya he averiguado lo que querías saber.
En realidad, tiene razón.
– Es cierto. -Me vuelvo bruscamente y me alejo del edificio presa de tal agitación que casi me llevo por delante a un anciano-. Sí, tienes razón. Ahora sé en qué restaurante estarán y a qué hora. Iré allí y lo veré con mis propios ojos…
– ¡No! -Sadie se planta delante de mí-. ¡No era eso lo que quería decir! No pretenderás ir a espiarlos…
– No me queda otro remedio. Si no, ¿cómo voy a averiguar si Marie es su novia?
– Pero es que nadie se pone a averiguar cosas así. Has de decir: «¡Adiós muy buenas!», comprarte un vestido y buscarte otro amante. O varios.
– No quiero amantes -me obstino-. Quiero a Josh.
– Pues no puede ser. ¡Ríndete a la evidencia!
Estoy harta de que la gente me diga lo mismo. Mis padres, Natalie, aquella ancianita con la que hablé una vez en el autobús…
– ¿Por qué debería rendirme? -Las palabras me salen a borbotones-. ¿Por qué todo el mundo se empeña en decirme lo mismo? ¿Qué hay de malo en mantener un único objetivo? En cualquier otro terreno se estimula la perseverancia. ¡Incluso se recompensa! Vamos, nadie le dijo a Edison que dejara por imposibles las bombillas y se rindiera, ¿verdad? ¡Tampoco le dijeron a Scott que se olvidara del Polo Sur! No le dijeron: «No importa, Scotty, hay otros desiertos nevados por ahí.» Y él siguió intentándolo. Se negó a rendirse, a pesar de lo duras que se pusieron las cosas. ¡Y lo consiguió!
Me siento conmovida cuando termino, pero Sadie me mira como si fuese una cretina.
– ¡Scott no lo consiguió! -me dice-. Murió congelado.
La miro con ceño. Algunas personas son tan negativas…
– Bueno, aun así. -Giro sobre los talones y echo a andar con aire desafiante-. Pienso ir a ese almuerzo.
– No hay nada peor que irle detrás a un chico cuando el affaire ha terminado -dice con desdén. Yo continúo andando con paso ligero y sonoro taconeo, pero ella no tiene ningún problema para seguir mi ritmo-. En mi pueblo había una chica llamada Polly que era una pegajosa horrible. Estaba convencida de que un tal Desmond seguía enamorado de ella y lo perseguía por todas partes. Así que le gastamos una broma. Le dijimos que Desmond estaba en el jardín, oculto tras unos arbustos porque le daba vergüenza hablar con ella. Cuando Polly salió, uno de los chicos empezó a leer una carta de amor que habíamos escrito, ¿entiendes? Todo el mundo estaba detrás los arbustos, mondándose.
Aunque me resisto un poco, la anécdota despierta mi interés.
– Pero ¿la voz del otro chico no sonaba distinta?
– Él le dijo que la tenía agarrotada por los nervios. Que ante su sola presencia se ponía a temblar como una hoja. Polly respondió que lo comprendía porque a ella las piernas le flaqueaban como si fueran de gelatina. -Le entra la risa tonta-. Después de aquello, la llamamos Gelatina durante años.
– ¡Qué malas! ¿Y ella no descubrió que era una broma?
– Sólo cuando todos los arbustos empezaron a moverse. Entonces mi amiga Bunty se tiró al césped, muerta de risa, y la diversión se acabó. Pobre Polly. -Suelta una risotada-. Estaba rabiosa. No nos habló en todo el verano.
– ¡No me extraña! Fuisteis muy crueles. Además, ¿y si su affaire no estaba muerto del todo? Quizá arruinasteis un amor verdadero.
– ¡Amor verdadero! -se mofa-. ¡Qué anticuada!
– ¿Anticuada?
– Te pareces a mi abuela, con sus canciones de amor y aquellos suspiros. Incluso llevas en el bolso un retrato en miniatura de tu amado. ¡No lo niegues! ¡Te he visto mirándolo!
Necesito unos segundos para deducir a qué se refiere.
– No es un retrato en miniatura. Se llama teléfono móvil.
– Como se llame. Todavía sigues mirándolo y poniendo ojitos de cordero degollado, y luego sacas tus sales de esa botellita…
– Son Flores de Bach -le espeto. Por Dios que está sacándome de mis casillas-. Así que no crees en el amor, ¿es eso? ¿Nunca estuviste enamorada? ¿Ni siquiera cuando te casaste?
Un cartero que pasa por mi lado me mira extrañado y yo me apresuro a llevarme la mano a la oreja, como para ajustar un auricular. Debería empezar a llevar uno para disimular.
Sadie no ha respondido a mi pregunta. Así que cuando llegamos a la estación del metro, me paro en seco y la observo con curiosidad.
– ¿De veras nunca te enamoraste?
Un breve silencio. Ella abre los brazos con un tintineo de pulseras y echa la cabeza atrás.
– Yo me lo pasé bien. Era lo que me importaba. La diversión, las aventurillas, el chisporroteo…
– ¿Qué chisporroteo?
– Así lo llamábamos Bunty y yo. -Sus labios se curvan en una sonrisa evocadora-. Empieza como un escalofrío cuando ves a cierto hombre por primera vez. Y luego él te mira a los ojos y el escalofrío te recorre la espalda y se convierte en un chisporroteo en el estómago. Y piensas: «Quiero bailar con él.»
– ¿Y después?
– Bailas, te tomas unos cócteles, flirteas… -Los ojos le brillan.
– ¿Y? -«¿Te lo tiras?», quiero preguntarle, pero no estoy segura de que sea la pregunta adecuada para tu tía abuela de ciento cinco años. Entonces me acuerdo de la visita que tuvo en la residencia-. Ya -alzo las cejas-, tú dirás lo que quieras, pero yo sé que sí hubo alguien especial en tu vida.
– ¿Qué quieres decir? ¿De qué me estás hablando?
– De un caballero llamado… Charles Reece.
Esperaba que se sonrojara o soltara un gritito, pero me mira con aire inexpresivo.
– No sé quién es.
– ¡Sí, mujer! ¡Charles Reece! Fue a verte a la residencia. Hace pocas semanas.
Sadie menea la cabeza.
– No lo recuerdo. -El brillo de sus ojos parece apagarse cuando añade-: No recuerdo gran cosa de ese lugar.
– Ya… Habías sufrido un derrame años atrás.
– Eso ya lo sé -replica airada.
Dios mío, ¿por qué es tan susceptible? Yo no tengo la culpa. De repente, mi móvil vibra. Lo saco del bolsillo. Es Kate.
– Hola, Kate.
– ¿Lara? Oye, quería saber si piensas venir hoy al despacho. -Y como si temiera molestarme con la pregunta, añade-: Vamos, que no hay problema, todo va bien…
Vaya por Dios. Estaba tan absorta con lo de Josh que se me ha ido el santo al cielo.
– Voy de camino. Estaba haciendo… ya sabes, un poco de investigación desde casa. ¿Alguna llamada?
– Sólo Shireen. Quería saber qué ha pasado con el asunto de su perro. Parecía muy contrariada, incluso ha hablado de renunciar al puesto.
Joder. No me acordaba del maldito chucho.
– ¿Podrías llamarla y decirle que estoy en ello, que tendrá noticias mías muy pronto? Gracias, Kate.
Cuelgo y me masajeo las sienes un momento. Qué desastre. Aquí estoy, en la calle, espiando a mi ex y olvidándome de mi empresa en crisis. He de replantearme mis prioridades. Darme cuenta de lo que es importante de verdad.
Dejaré lo de Josh para el fin de semana.
– Hemos de irnos. -Me apresuro hacia el metro-. Tengo un problema.
– ¿Con otro hombre? -dice Sadie, flotando a mi lado.
– No; con un perro.
– ¿Un perro?
– Bueno, es mi cliente. -Bajo deprisa las escaleras-. Quiere llevarse el perro al trabajo y le han dicho que no está permitido. Pero ella cree que hay un chucho en el edificio.
– ¿Por qué?
– Porque lo ha oído ladrar más de una vez. Pero bueno, ¿qué puedo hacer yo? -Ahora casi hablo conmigo misma-. Estoy en un atolladero. Los de recursos humanos niegan que haya algún perro y no hay manera de demostrar que mienten. Y tampoco puedo ir al edificio y registrar cada despacho…
Me paro en seco. Sadie se ha plantado delante de mí.
– Quizá tú no -dice con ojos chispeantes-. Pero yo sí.
Capítulo 7
Macrosant se encuentra en un enorme edificio de Kingsway que cuenta con una gran escalinata, un globo terráqueo de acero y grandes ventanales de cristal. Desde el Costa Coffee de enfrente tengo una visión estupenda.
– Cualquier cosa perruna -le digo a Sadie, parapetada tras el Evening Standard-. Un ladrido, una cesta debajo de una mesa, algún juguete para perros… -Bebo un sorbo de mi capuchino-. Yo espero aquí.
El edificio es tan grande que tal vez me pase esperando un buen rato. Hojeo el periódico y mordisqueo un brownie de chocolate. Acabo de pedir otro capuchino cuando Sadie se materializa a mi lado con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Parece radiante de felicidad. Saco el móvil, le sonrío a la chica de la mesa vecina y finjo marcar un número.
– ¿Y bien? -digo al teléfono-. ¿Has encontrado el perro?
– Ah, eso -dice, como si lo hubiera olvidado-. Sí, hay un perro, pero adivina lo que…
– ¿Dónde? -la corto, excitada-. ¿Dónde está el perro?
– Arriba. En una cesta, debajo de una mesa. Es el pekinés más gracioso…
– ¿Puedes conseguirme un nombre? ¿Y el número de la oficina o algo así? ¡Gracias!
Se volatiliza otra vez y yo sigo bebiendo mi capuchino. ¡Shireen tenía razón! ¡Jean me ha mentido! Que se prepare cuando hable con ella. Voy a exigirle una disculpa en toda regla y derecho de entrada para Flash sin restricciones. Y tal vez incluso una cesta de regalo, como reparación simbólica…
Miro por la ventana y diviso a Sadie, que se acerca por la acera con indolencia. Me da un poco de rabia, la verdad. No parece tener ninguna prisa. ¿No se da cuenta de lo importante que es esto?
Ya tengo preparado el móvil cuando entra.
– ¿Qué tal? -le digo-. ¿Has vuelto a encontrar el perro?
– Sí. Está en la planta catorce, despacho catorce dieciséis; la dueña se llama Jane Frenshew. Y yo acabo de conocer -añade, soñadora– a un hombre delicioso.
– ¿Cómo que has.. . ? -replico mientras lo anoto todo en un papel-. Tú no puedes conocer a un hombre, estás muerta. A menos que.. . -Levanto la vista-. ¡No me lo digas! ¿Has conocido a otro fantasma?
– No es un fantasma. -Menea la cabeza con impaciencia-. Pero es divino. Estaba hablando en una de las salas que he cruzado. Igualito que Rodolfo Valentino.
– ¿Quién?
– ¡El actor de cine! Alto, moreno, apuesto. Un chisporroteo instantáneo.
– Suena prometedor.
– Y tiene la estatura perfecta -prosigue, balanceando las piernas en un taburete-. Me he puesto a su lado para comparar nuestras estaturas. Podría apoyar la cabeza en su hombro si bailáramos juntos.
– Fantástico. -Cierro el móvil, cojo el bolso y me levanto-. Bueno, debo volver al despacho y arreglar este asunto.
Salgo de la cafetería y me dirijo hacia la estación de metro, pero Sadie me cierra el paso.
– Tiene que ser mío.
– ¿El qué?
– Ese hombre que acabo de conocer. Lo he notado aquí.. . El chisporroteo. -Se toca el estómago, liso como una tabla-. Tengo que bailar con él.
¿Me está tomando el pelo?
– Sería bonito -intento aplacarla-. Pero yo debo ir al despacho.. . -Hago ademán de moverme, pero ella interpone un brazo.
– ¿Sabes cuánto hace que no bailo? -me suelta en un repentino arrebato-. ¿Cuánto hace que no.. . muevo las ancas, como tú dices? ¡Todos estos años, atrapada en el cuerpo de una anciana! En un sitio sin música y sin vida.. .
Siento un espasmo de culpa al recordar su fotografía, una Sadie arrugada y viejecita, con su chal rosado.
– Vale -le digo-. De acuerdo. Bailaremos en casa. Pondremos música, atenuaremos las luces y montaremos una fiestecita.. .
– ¡Yo no quiero bailar en casa con música de la radio! -me espeta-. ¡Quiero salir con un hombre y divertirme!
– ¿Qué pretendes? ¿Tener una cita? -digo incrédula, y su mirada se ilumina.
– ¡Exacto! Una cita. Con él -añade, señalando el edificio.
¿Es que no ha entendido aún qué significa ser un fantasma?
– Sadie.. . tú estás muerta.
– ¡Ya! -se irrita-. No hace falta que me lo recuerdes a cada momento.
– No puedes tener una cita, lo siento. Así son las cosas. -Me encojo de hombros y echo a andar.
Dos segundos después, se pone otra vez delante con la mandíbula apretada.
– Pídeselo tú.
– ¿Qué?
– No puedo hacerlo sola. Necesito una celestina. Si consigues la cita y salís juntos, yo también podré salir con él. Y si vais a bailar, también yo bailaré con él.
Habla en serio. Poco me falta para estallar en carcajadas.
– ¿Quieres que tenga una cita con un tipo al que no conozco, para que puedas bailar con él?
– Sólo quiero una última dosis de diversión con un hombre atractivo, ahora que aún puedo. -Baja la cabeza y esboza un triste mohín-. Una última vuelta por la pista de baile -añade con voz lastimera-. Es mi último deseo. Mis últimas voluntades.
– ¡De eso nada! ¡Tú ya expresaste tu último deseo! Era buscar el collar, ¿recuerdas?
Por un instante, parece atrapada.
– Pues éste es mi otro último deseo -dice por fin.
– Escucha, Sadie. -Procuro mostrarme razonable-. No puedo pedirle una cita por las buenas a un desconocido. Tendrás que olvidarte de este capricho. Lo lamento.
Me mira con una expresión tan herida y temblorosa que me pregunto si la he ofendido.
– Me estás diciendo que no -balbucea-. Me estás rechazando.. . Un último deseo inocente. Una petición insignificante.
– Escucha.. .
– Me he pasado años en la residencia. Sin visitas, sin diversiones, sin vida de ninguna clase. Sólo vejez, soledad y tristeza.. .
Ay, Dios. No puede hacerme esto. No es justo.
– Cada Navidad, sola. Sin recibir ninguna visita, sin un regalo.. .
– No fue culpa mía -aduzco débilmente, pero ella no parece escucharme.
– Y ahora que vislumbro una rodajita de felicidad, un bocado de placer, mi propia sobrina nieta, insensible y egoísta.. .
– ¡Vale! -exclamo, rascándome la frente-. ¡Vale! ¡Lo que tú digas! ¡Está bien! Lo haré.
Al fin y al cabo, todos los que me conocen ya están convencidos de que estoy como una cabra. Pedirle una cita a un desconocido no cambiará las cosas. De hecho, a mi padre le encantará la idea.
– ¡Eres un ángel! -dice con súbito entusiasmo. Se pone a dar vueltas en la acera y los tules de su vestido ondean-. Te enseñaré dónde está. ¡Vamos!
La sigo por la escalinata y entro en un amplio vestíbulo de dos niveles. Si voy a hacerlo, será mejor que sea enseguida, antes de que me arrepienta.
– Bueno, ¿dónde está? -Abarco con la mirada el vestíbulo cubierto de mármol.
– ¡Arriba! ¡Vamos! -Es como un cachorro tirando de la correa.
– ¡No puedo entrar así como así en un edificio de oficinas! -susurro-. Necesito un plan, una excusa.. . Ajá.
Veo en una esquina un panel con el rótulo: «Seminario de Estrategia Global.» Dos chicas de aire aburrido se hallan tras una mesa con las placas de identificación. Creo que servirá.
– Hola. -Me acerco con paso enérgico-. Perdón. Llego tarde.
– No hay problema. Acaban de empezar. -Una de las chicas se pone en pie con la lista en la mano; la otra se dedica a mirar las musarañas-. ¿Tu nombre es.. . ?
– Sarah Connoy -digo, tomando una placa al azar-. Gracias. Será mejor que me apresure.. .
Me dirijo deprisa al mostrador de seguridad, le muestro al guardia la placa sin detenerme y enfilo un amplio corredor con las paredes cubiertas de cuadros de aspecto carísimo. No tengo ni idea de dónde estoy. El edificio alberga veinte empresas distintas y la única que he visitado es Macrosant, que ocupa de la planta 11 a la 17.
– ¿En qué planta está el tipo? -le susurro a Sadie.
– En la veinte.
Llego a los ascensores y saludo con toda seriedad a las personas que aguardan. Cuando me bajo en la planta 20, me encuentro en otra zona de recepción grandiosa. A cinco metros hay un mostrador de granito atendido por una mujer de traje chaqueta gris y aire intimidante. Una placa en la pared reza: «Turner Murray Consulting.»
¡Vaya! Estos tipos de Turner Murray son los genios que se dedican a asesorar a las grandes empresas. No conozco al jefe, pero debe de ser un pez muy gordo.
– ¡Vamos! -Sadie se acerca bailoteando alegremente a una puerta con panel de seguridad. Un par de hombres trajeados pasan por mi lado y uno de ellos me mira con curiosidad. Saco el móvil, me lo pongo en la oreja para evitar cualquier conversación y los sigo. Al llegar a la puerta, uno de ellos introduce un código en el panel.
– Gracias. -Le hago un gesto muy serio y entro tras ellos-. Gavin, ya te dije que las cifras de Europa que me habías pasado no cuadran -digo al teléfono.
El tipo más alto vacila, como si fuera a darme el alto. Mierda. Acelero, paso por su lado y los dejo atrás.
– Tengo una reunión en dos minutos, Gavin -digo-. Quiero ya esas cifras revisadas en mi BlackBerry. Ahora tengo que dejarte. He de analizar.. . los porcentajes.
Hay un servicio de señoras a mano izquierda. Me apresuro a entrar y me encierro en un cubículo de mármol.
– ¿Qué haces? -dice Sadie, materializándose a mi lado.
Dios, ¿es que no sabe respetar la intimidad más elemental?
– ¿Qué crees que hago? -susurro-. Hay que esperar un poco.
Aguanto sentada tres minutos y luego salgo. Los dos tipos ya no están. El pasillo permanece vacío y silencioso. Es un largo trecho de moqueta gris con algún que otro dispensador de agua y puertas a cada lado. Oigo un murmullo amortiguado de conversaciones y algún que otro sonido de ordenadores.
– Bueno, ¿dónde es?
– Humm. -Sadie mira indecisa alrededor-. Una de estas puertas.. .
Avanza por el pasillo y la sigo con cautela. Esto es surrealista. ¿Se puede saber qué hago, colándome en unas oficinas en busca de un desconocido?
– Sí. ¡Aquí! -Sadie reaparece a mi lado, sonrojada de emoción-. Tiene los ojos más penetrantes que he visto. De puro escalofrío. -Me señala una puerta de madera maciza.
«Oficina 2012», pone el rótulo. No hay ventanas ni paneles de cristal, así que no veo el interior.
– ¿Estás segura?
– ¡Acabo de entrar! ¡Está ahí! ¡Pídeselo! -Trata de empujarme con las manos.
– ¡Espera! -digo, retrocediendo unos pasos. Necesito pensar. No puedo entrar a lo loco. He de preparar un plan.
1. Llamar y entrar en el despacho de un desconocido.
2. Decirle hola de un modo natural y agradable.
3. Pedirle una cita.
4. Morirme de vergüenza mientras él llama a Seguridad.
5. Largarme a toda prisa.
6. No dar mi nombre en ninguna circunstancia. Así podré huir y borrarlo todo de mi mente y nadie se enterará nunca de que era yo. Quizá él mismo llegue a creer que ha sido una alucinación transitoria.
Todo el proceso durará treinta segundos como máximo y luego Sadie dejará de darme la lata. Vale, vamos allá.
Me acerco a la puerta. Mi corazón se ha puesto al galope, pero no hago caso. Inspiro hondo, alzo la mano y llamo suavemente.