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Una chica años veinte
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:35

Текст книги "Una chica años veinte"


Автор книги: Sophie Kinsella



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– ¿Lara?

– Estoy bien -logro decir al fin, con voz ronca-. Perfectamente. Pero debo marcharme. -Empiezo a alejarme con piernas temblorosas-. Muchas gracias. Adiós.

Cuando he cruzado el sendero y salgo a la acera, saco el móvil y marco el número del inspector James, jadeando de pánico. No debería haber acusado a nadie de asesinato. Nunca volveré a hacerlo. Voy a confesarlo todo y a desdecirme de mi declaración…

Una seca voz femenina interrumpe mis pensamientos.

– Oficina del inspector James.

– Hola. -Procuro aparentar tranquilidad-. Soy Lara Lington. ¿Podría hablar con el inspector James o la agente Davies?

– Me temo que están los dos de servicio. ¿Quiere dejarme un mensaje? Si es urgente…

– Sí, es muy urgente. Tiene que ver con un caso de asesinato. ¿Podría decirle al inspector que he tenido una… iluminación repentina?

– Una iluminación -repite. Obviamente, anotándolo.

– Sí. Sobre mi declaración. Una iluminación crucial.

– Tal vez debería hablar personalmente con él…

– ¡No! ¡Esto no puede esperar! Tiene que decirle que no fueron las enfermeras las que mataron a mi tía abuela. Ellas no han hecho nada, son maravillosas. Todo fue un terrible error y… la cuestión es…

Me dispongo a confesar que me lo inventé todo, cuando una idea espantosa me detiene en seco. No puedo confesarlo todo. No puedo reconocer que me lo inventé porque acabarán de inmediato el funeral. Recuerdo el grito angustiado de Sadie durante el oficio y siento un escalofrío. No puedo permitirlo.

– ¿Sí? -dice la mujer, en tono paciente.

– Eh… ah… la cuestión es…

Mi mente se lanza a una serie de dobles saltos mortales en busca de una solución que me permita a la vez ser honrada y ganar un poco de tiempo. Pero no encuentro ninguna. No la hay. Y esta mujer se va a hartar de esperar y va a colgar… Debo decir algo…

Necesito una pista falsa. Sólo para distraerlos un poco. Mientras encuentro el collar.

– Fue otra persona -le suelto-. Un hombre. Me equivoqué el otro día, pero era la voz de ese hombre la que oí en el pub. Llevaba una perilla trenzada -improviso-. Y tenía una cicatriz en la mejilla. Ahora lo recuerdo con toda claridad.

Nunca encontrarán a un hombre con una perilla trenzada y una cicatriz en la mejilla. En ese sentido no hay problema.

– Un hombre con una perilla trenzada… -Parece esforzarse en seguirme.

– Y una cicatriz.

– Perdón, ¿qué se supone que ha hecho ese hombre?

– ¡Asesinar a mi tía abuela! Firmé una declaración, pero me equivoqué. O sea, que si pudiera anularla…

La mujer hace una pausa y dice:

– Señorita, aquí no anulamos ninguna declaración. Creo que el inspector James querrá hablar con usted personalmente.

Ay, Dios. Pero yo no quiero hablar con él.

– De acuerdo, no hay problema. Pero que le quede claro que no fueron las enfermeras. ¿No podría dejarle un post-it o algo así? «Las enfermeras no fueron.»

– Las enfermeras no fueron -repite con desconfianza.

– Exacto. En mayúsculas. Y déjelo en su mesa.

La mujer hace otra pausa, todavía más prolongada.

– ¿Podría repetirme su nombre?

– Lara Lington. Él sabe quién soy.

– No lo dudo. Bien, señorita Lington, estoy segura de que el inspector James se pondrá en contacto con usted.

Cuelgo y echo a andar calle abajo. Todavía me flaquean las piernas. Me parece que lo he conseguido, más o menos. Pero, francamente, estoy de los nervios.

Dos horas después, más que de los nervios, estoy exhausta.

He empezado a adquirir una nueva visión (por no decir que he empezado a hartarme) del pueblo británico. Puede parecer muy sencillo llamar a unas cuantas personas y preguntarles si han comprado un collar. Puede parecerlo hasta que lo intentas.

Tengo la sensación de que podría escribir un libro sobre la naturaleza humana. Se titularía: «La gente no tiene nada de servicial.» Para empezar, quieren saber cómo has conseguido su nombre y su número de teléfono. Luego, en cuanto sacas a relucir la palabra «rifa», quieren saber qué han ganado y llaman a gritos a su marido: «¡Darren, hemos ganado la rifa!» Y cuando te apresuras a decir que no han ganado nada, se ponen suspicaces.

Si te interesas entonces por lo que compraron en el mercadillo, todavía se muestran más recelosos. Se convencen de que quieres venderles algo, o robarles por telepatía el número de su tarjeta de crédito. En la tercera llamada, se oía al fondo la voz de un tipo diciendo:

– Ya me lo habían advertido. Te llaman y te mantienen un rato al teléfono. Es una estafa por Internet. Cuelga, Tina.

«¿Cómo quieres que sea un timo por Internet, so idiota? -quise gritar-. ¡No estamos en Internet!»

Hasta ahora sólo he encontrado a una mujer dispuesta a ayudar: Eileen Roberts. Pesadísima, la verdad, porque me ha tenido al teléfono diez minutos contándome todo lo que compró en el mercadillo y diciéndome que vaya lástima lo del collar, ¿no he pensado en encargar uno igual?, hay una tienda maravillosa de cuentas de cristal en Bromley…

Arggg.

Me froto la oreja, roja de tanto apretarla contra el auricular, y cuento los nombres que he ido tachando en la lista. Veintitrés. Me quedan cuarenta y cuatro. Esto ha sido una ocurrencia absurda. Nunca encontraré ese collar. Doblo la lista y la guardo en el bolso. Mañana llamaré al resto. Quizá.

Voy a la cocina y me sirvo una copa de vino. Estoy metiendo una lasaña en el horno cuando oigo su voz detrás:

– ¿Has encontrado mi collar?

Del sobresalto, me golpeo la frente contra la puerta del horno. Levanto la vista. Sadie está en el alféizar de la ventana abierta.

– ¡Avisa cuando vayas a aparecer! -exclamo-. Y de todas formas, ¿dónde te habías metido? ¿Por qué me has dejado sola?

– Aquel sitio huele a muerto -replica alzando la barbilla-. Está lleno de viejos. He tenido que irme.

Habla a la ligera, pero me doy cuenta de que no soportaba volver allí. Por eso ha desaparecido tanto rato.

– Tú eras vieja -le recuerdo-. La más vieja del lugar. Mira, aquí estás. -Saco del bolsillo de la chaqueta la foto en que aparece arrugadita y con el pelo blanco.

La veo estremecerse, pero enseguida le echa un vistazo despectivo.

– ¡Ésa no soy yo!

– ¡Ya lo creo! Me la ha dado una enfermera de la residencia. Me ha dicho que la tomaron cuando cumpliste los ciento cinco. ¡Deberías sentirte orgullosa! ¡Recibiste un telegrama de la reina!

– Quiero decir que no soy yo, que nunca me he sentido así. Nadie se siente de ese modo por dentro. Así es como me sentía. -Estira los brazos-. Así: una veinteañera. Toda mi vida. El exterior es… un simple revestimiento.

– Bueno, en cualquier caso podrías haberme advertido que te ibas. ¡Me has dejado sola!

– ¿Has conseguido el collar? ¿Lo tienes? -Se le ilumina la cara de esperanza y yo no puedo evitar una mueca.

– Lo lamento. Tenían una caja con tus cosas, pero el collar de la libélula no estaba dentro. Nadie sabe adónde ha ido a parar. Lo siento mucho, Sadie.

Me preparo para el berrinche, para el grito del alma en pena… pero no llega. Se limita a parpadear suavemente, como si le hubiesen quitado las pilas.

– Pero sigo intentándolo -añado-. Estoy llamando a todas las personas que fueron al mercadillo, por si alguna lo compró. Me he pasado la tarde al teléfono. Y ha sido bastante pesado. De hecho, agotador.

A estas alturas espero un poco de gratitud de su parte. Unas frasecitas sobre lo lista que soy y lo agradecida que está por mis esfuerzos. Pero ella suspira con impaciencia y atraviesa flotando la pared.

«De nada», digo con los labios.

Vuelvo a la sala, y estoy haciendo zapping cuando se materializa de nuevo. Ahora de excelente humor.

– ¡Vives con una gente rarísima! Arriba hay un hombre tumbado sobre una máquina, soltando gruñidos.

– ¿Cómo? -La miro, alucinada-. ¡Sadie, no puedes espiar a mis vecinos!

– ¿Qué significa «menea las ancas»? -dice, sin hacerme caso-. Lo cantaba la chica de la radio. Me ha sonado a chino.

– Quiere decir… baila. Suéltate.

– Pero ¿por qué «las ancas»? ¿Quiere decir que agites un zapato?

– ¡No, por favor! Las ancas son… -Me levanto y me doy una palmada en el trasero-. Has de bailar así. -Hago unos movimientos de street dance y ella se desternilla.

– ¡Parece que tengas convulsiones! ¡Eso no es bailar!

– Es baile moderno. -Le lanzo una mirada hostil y me siento. Soy un poquito susceptible con mi manera de bailar.

Bebo un sorbo de vino y la observo con aire crítico. Ahora se ha puesto a ver la tele, un episodio de EastEnders, con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué es esto?

– EastEnders. Un serial de televisión.

– ¿Por qué parecen tan enfadados?

– No lo sé. Siempre están igual. -Bebo otro trago. No puedo creer que esté hablando de EastEnders y de «menear las ancas» con mi difunta tía abuela. ¿No deberíamos hablar de algo más trascendente?

– Escucha, Sadie… ¿qué eres exactamente? -le pregunto, y apago la tele.

– ¿Cómo que qué soy? -Parece ofenderse-. Una chica. Igual que tú.

– Una chica muerta. O sea, que no exactamente igual que yo.

– No hace falta que me lo recuerdes -replica, glacial.

La observo mientras se coloca en el borde del sofá, tratando de parecer natural, aunque la gravedad no exista para ella.

– ¿No tendrás algún poder especial, como un superhéroe? ¿Puedes sacar fuego por los dedos? ¿O estirarte como un chicle hasta hacerte delgadísima?

– No. Y además, ya estoy delgada.

– ¿Tienes un enemigo mortal? ¿Como Buffy?

– ¿Quién es Buffy?

– La cazavampiros -le explico-. Sale en la tele. Lucha contra demonios y vampiros…

– No seas absurda -me corta-. Los vampiros no existen.

– Ni los fantasmas -replico-. ¡Y no es absurdo! ¿Es que no te enteras de nada? La mayoría de los fantasmas regresan para combatir a las fuerzas oscuras del mal, o para guiar hacia la luz a la gente. Cosas así. Hacen algo positivo. No se limitan a sentarse a mirar la tele.

Sadie se encoge de hombros, como diciendo: «¿Y a mí qué?»

Bebo un sorbo de vino y reflexiono. Evidentemente, no está aquí para salvar al mundo de las fuerzas oscuras. Tal vez venga a arrojar alguna luz sobre la situación de la humanidad o el sentido de la vida. Quizá pueda aprender algo de ella.

– Así que viviste durante todo el siglo veinte -le digo-. Es asombroso. ¿Qué tal era… eh… Winston Churchill? ¿Y JFK? ¿Tú crees que de verdad lo mató Lee Harvey Oswald?

Sadie me mira como si fuese idiota.

– ¿Cómo voy a saberlo?

– Pues muy sencillo, ¡porque formas parte de la historia! ¿Cómo eran las cosas durante la Segunda Guerra Mundial? -Para mi sorpresa, me mira con cara inexpresiva-. ¿Es que no lo recuerdas?

– Claro que lo recuerdo -dice, recobrando la compostura-. Era todo triste y frío, y mataban a mis amigos. Prefiero no pensar en ello. -Ha respondido secamente, pero su vacilación inicial me ha picado la curiosidad.

– ¿Te acuerdas de toda tu vida? -le pregunto con cautela. Debe de tener recuerdos que abarcan más de un siglo. ¿Cómo demonios se las arregla para manejarlos?

– Me parece todo como… como un sueño -murmura casi para sí-. Algunas partes son muy borrosas. -Se retuerce la falda, abstraída-. Recuerdo lo que me hace falta recordar -dice al fin.

– Eliges qué recordar.

– Yo no he dicho eso. -Sus ojos destellan con una emoción insondable y enseguida elude mi mirada, dando por terminada la conversación. Se coloca frente a la repisa de la chimenea y examina una foto mía. Es la típica foto para turistas del museo de Madame Tussauds y yo aparezco sonriendo junto a la figura de cera de Brad Pitt.

– ¿Éste es tu amante?

– Ojalá -replico con sorna.

– ¿No tienes amante? -Lo dice con tal compasión que me enfado un poco.

– Tenía un novio llamado Josh hasta hace unas semanas. Pero se ha terminado. Así que… ahora mismo estoy soltera.

Me mira con expectación.

– ¿Y por qué no buscas otro amante?

– ¡Porque no me da la gana! ¡Todavía no estoy preparada!

– ¿Por qué? -Parece perpleja.

– ¡Porque estaba enamorada de él! ¡Y ha sido todo muy traumático! ¡Era mi alma gemela, congeniábamos a la perfección!

– ¿Y por qué decidió romper, entonces?

– No lo sé. ¡No lo sé y punto! Aunque tengo una teoría… -Se me quiebra la voz. Aún me resulta doloroso hablar de Josh. Pero, por otra parte, no deja de ser un alivio disponer de una persona nueva con la que desahogarse-. Vale, está bien. A ver qué opinas tú. -Me descalzo, me siento con las piernas cruzadas en el sofá y me inclino hacia ella-. Estábamos juntos y todo iba de maravilla…

– ¿Es guapo?

– ¡Claro que es guapo! -Saco el móvil, busco la foto en que sale más favorecido y se la enseño-. Aquí lo tienes.

– Hummm. -Mueve la cabeza, en plan «así, así».

¿Hummm? ¿Es lo único que se le ocurre? Josh está buenísimo, se mire como se mire, y no porque lo diga yo.

– Nos conocimos en una fiesta al aire libre, junto a una hoguera. Es publicista de una empresa informática. -Voy pasando fotos en la pantalla, para que se empape bien-. Conectamos en el acto, ¿sabes? Nos pasábamos la noche hablando.

– ¡Qué aburrimiento! -Arruga la nariz-. Prefiero pasármela jugando a la ruleta.

– Estábamos conociéndonos -le digo-. Como todo el mundo en una relación.

– ¿Salíais a bailar?

– A veces. Pero ésa no era la cuestión. La cuestión es que formábamos la pareja ideal. Hablábamos de todo. Estábamos totalmente entregados el uno al otro. Yo, la verdad, creía que era el hombre de mi vida. Pero entonces… -Hago una pausa al recorrer otra vez mentalmente ese camino doloroso-. Bueno, pasaron dos cosas. La primera fue un día, cuando… cometí una equivocación. Pasamos por una joyería y le dije: «Ése es el anillo que podrías comprarme.» O sea, era broma. Pero creo que se asustó. Luego, un par de semanas más tarde, uno de sus amigos rompió una relación de muchos años. Fue como si la onda expansiva afectara a todo el grupo. La cuestión del compromiso los golpeó en la cara y ninguno supo cómo hacerle frente, así que salieron todos corriendo. Entonces Josh empezó a… echarse atrás. Y de repente rompió conmigo y se negó a hablar del asunto siquiera.

Cierro los ojos a medida que los recuerdos empiezan a aflorar. Fue un golpe tremendo. Me plantó por e-mail. ¡Por e-mail!

– La cuestión es que todavía le importo. -Me muerdo el labio-. Es decir, ¡el hecho de que se niegue a hablar lo demuestra! Está muerto de miedo, o huyendo, o hay otro motivo que desconozco… Pero me siento muy impotente. -Los ojos se me humedecen-. ¿Cómo se supone que voy a arreglarlo si ni siquiera quiere hablar? ¿Cómo voy a mejorar las cosas entre nosotros si no sé lo que piensa? Bueno, ¿tú qué crees?

Se hace un silencio. Levanto la vista y la veo con los ojos cerrados, tarareando en voz baja.

– ¿Sadie? ¡Sadie!

– Ay. -Parpadea-. Perdona, tengo tendencia a sumirme en un trance cuando la gente se pone a soltar una monserga.

¿Una monserga?

– ¡No estaba soltando ninguna monserga! -exclamo-. ¡Te estaba hablando de mi relación!

Me observa.

– Eres terriblemente seria, ¿no?

– Qué va. ¿Por qué lo dices?

– Cuando yo tenía tu edad, si un chico se portaba mal, lo que hacías era simplemente borrar su nombre de tu carnet de baile.

– Sí, ya. -Procuro no sonar muy condescendiente-. Esto es un poco más serio que un carnet de baile. Nosotros hacíamos algo más que bailar.

– A mi mejor amiga, Bunty, un chico que se llamaba Christopher la trató de mala manera una noche de Fin de Año. En un taxi, ¿sabes? -Abre mucho los ojos-. Pero ella lloró un ratito, se empolvó la nariz y… ¡al ataque! Antes de Pascua ya estaba prometida.

– ¿Al ataque? -No puedo reprimir un tonillo despectivo-. ¿Ésa es tu actitud ante los hombres? ¿Al ataque y ya está?

– ¿Qué tiene de malo?

– ¿Y qué me dices de una relación armónica y equilibrada? ¿Qué me dices del compromiso?

Sadie me mira sin entender.

– ¿De qué compromiso hablas? Para mí verse en un compromiso es otra cosa. Nada agradable, por cierto.

Hago un esfuerzo para no perder la paciencia.

– Escucha, ¿tú nunca te casaste?

Se encoge de hombros.

– Estuve casada una temporada. Discutíamos demasiado. Era agotador, y una empieza a preguntarse qué habrá visto en ese tipo al principio. Así que lo dejé. Me marché de viaje. A Oriente. Fue en mil novecientos treinta y tres. Él pidió el divorcio durante la guerra. Me acusó de adulterio -añade como si tal cosa-. Pero todo el mundo estaba entonces demasiado ocupado para pensar en un escándalo.

Suena el timbre del horno en la cocina, avisando de que la lasaña está lista. Me levanto medio atontada. Me hierve en la cabeza todo lo que acabo de descubrir. Sadie se divorció. Se dedicó a divertirse. Se fue a «Oriente» (a saber qué es eso).

– ¿Te refieres a Asia? -Saco la lasaña del horno y me sirvo un poco de ensalada en el plato-. Porque es así como lo decimos ahora. Y, por cierto, nosotros trabajamos nuestras relaciones.

– ¿Trabajáis? -Sadie aparece a mi lado, arrugando la nariz-. No suena nada divertido. Quizá por eso acabasteis rompiendo.

– ¡Qué va! -Me entran ganas de darle una bofetada. Es insoportable, no entiende nada.

– «Cuenta con nosotros» -lee en el envase de la lasaña-. ¿Qué significa?

– Que tiene bajo contenido en grasas -explico malhumorada, esperando el consabido discursito que mamá suele soltarme sobre las comidas de régimen: que si estoy perfecta, que si las chicas de hoy estamos demasiado obsesionadas con el peso…

– Ah, sigues una dieta. -Se le ilumina la expresión-. Deberías hacer la dieta Hollywood. Sólo comes pomelo, café y un huevo duro al día. Y muchos cigarrillos. Yo la hice un mes y perdí un montón de kilos. Una chica de mi pueblo juraba que tomaba píldoras de la solitaria -añade con aire evocador-. Pero se negaba a decirnos de dónde las sacaba.

La miro, medio asqueada.

– ¿Del gusano de la solitaria?

– Se traga toda la comida que tienes dentro, ¿comprendes? Un método fantástico.

Me siento y miro la lasaña, pero he perdido el apetito. En parte por esa visión de gusanos que se me acaba de alojar en la cabeza. Y en parte porque hacía mucho que no hablaba tan abiertamente de Josh. Me siento molesta y frustrada.

– Si pudiera hablar con él… -Pincho un trozo de pepino y lo miro tristemente-. Si pudiera meterme en su cabeza. Pero él no se pone al teléfono, se niega a verme…

– ¿Todavía quieres hablar más? -se asombra-. ¿Cómo vas a olvidarlo si no paras de hablar de él? Querida, cuando las cosas salen mal, lo que has de hacer es esto -me explica con aire de entendida-: levantas la barbilla, despliegas tu sonrisa más encantadora, te preparas un cóctel y sales a divertirte.

– No es tan sencillo -replico con fastidio-. Y no quiero olvidarlo. Algunas tenemos corazón, ¿sabes? Algunas no renunciamos al amor verdadero. Algunas…

Ha cerrado los ojos y tararea otra vez en voz baja.

Por lo visto, tenía que tocarme a mí el fantasma más estrafalario del mundo. Me chilla al oído, me hace comentarios indignantes, espía a mis vecinos… Tomo un bocado de lasaña y mastico con enojo. Me gustaría saber qué más habrá visto en los apartamentos de mis vecinos. Quizá podría pedirle que espiara al tipo de arriba cuando se pone a armar follón, a ver qué hace exactamente…

Un momento.

Oh, Dios mío.

Casi me atraganto con la comida. Una nueva idea destella de pronto en mi mente. Un plan absolutamente genial. El plan que lo resolverá todo.

Sadie podría espiar a Josh.

Podría entrar en su apartamento, escuchar sus conversaciones, averiguar todo lo que piensa y luego contármelo. Y yo lograría comprender cuál es el problema entre nosotros y le pondría solución…

Ésta es la respuesta. Eso es. Por eso me ha sido enviada.

– ¡Sadie! -Me pongo de pie de un salto, impulsada por una descarga de adrenalina-. ¡Ya lo entiendo! ¡Ya sé por qué estás aquí! ¡Es para que Josh y yo volvamos a unirnos!

– Qué va -replica-. Es para recuperar mi collar.

– No es posible que estés aquí por un collar de pacotilla. ¡Quizá la verdadera razón es que debes ayudarme! ¡Por eso has sido enviada!

– ¡Yo no he sido enviada! -Parece ofendida-. ¡Y mi collar no es de pacotilla! ¡Y no quiero ayudarte! ¡Eres tú la que tiene que ayudarme a mí!

– ¿Eso quién lo ha dicho? Apuesto a que eres mi ángel de la guarda. -Voy entusiasmándome a medida que lo digo-. Apuesto a que has sido enviada a la tierra para demostrarme que la vida, en realidad, es maravillosa. Como en aquella película.

Me observa un instante y luego echa un vistazo a la cocina.

– No creo que tu vida sea maravillosa -dice-. Me parece más bien gris. Y tu corte de pelo es espantoso.

La miro, enfurecida.

– ¡Y tú eres un ángel de la guarda de pacotilla!

– ¡No soy tu ángel de la guarda!

– ¿Cómo lo sabes? -Me llevo una mano al pecho-. Tengo una poderosa intuición sobrenatural de que estás aquí para ayudarme a volver con Josh. Los espíritus me lo dicen.

– Pues yo tengo la poderosa sensación de que no he venido a arreglar tu asunto con Josh. Los espíritus me lo dicen.

Qué caradura. ¿Qué sabrá ella de espíritus? ¿Acaso es ella la que puede ver fantasmas?

– Yo estoy viva -le espeto-, así que mando yo. Y digo que debes ayudarme. Si no, quizá no tenga tiempo de buscar tu collar.

No pretendía exponerlo tan brutalmente, pero me ha obligado con su actitud egoísta. Debería querer ayudar a su sobrina nieta.

Sus ojos centellean de rabia, pero sabe que no tiene alternativa.

– Muy bien -cede por fin. Sus esbeltos hombros se agitan con un suspiro de resignación-. Es una idea repulsiva, pero me temo que no tengo elección. ¿Qué quieres que haga?


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