Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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Capítulo 10
Si me ve alguien, me muero. Me muero de verdad.
Al bajar del taxi, echo una mirada rápida a ambos lados de la calle. Nadie a la vista, gracias a Dios. En mi vida he tenido una pinta más ridícula. Esto es lo que pasa cuando le permites supervisar tu aspecto al fantasma de tu tía abuela.
Llevo puesto el vestidito de la tienda, aunque apenas he logrado subirme la cremallera. Está claro que en los años veinte no tenían mucho interés en las tetas. Mis pies están embutidos en las zapatillas de baile. Seis largos collares de cuentas tintinean alrededor de mi cuello. Una cinta negra con cuentas de azabache me ciñe la cabeza, y de esa cinta sobresale una pluma.
¡Una pluma!
Llevo el pelo modelado con ondas y rizos de aire anticuado, una tortura que ha durado dos interminables horas de plancha. Al terminar, Sadie se empeñó en aplicarle una extraña pomada que encontró también en la tienda de época, y ahora me noto el pelo duro como una piedra.
En cuanto a mi maquillaje.. . ¿De veras creían en los años veinte que esto era un look guay? Tengo la cara cubierta de polvos claros, con un punto de colorete en cada mejilla. Los ojos perfilados con gruesos trazos negros. Los párpados embadurnados con una pasta verde chillona que venía en el estuche de baquelita. Todavía no sé qué llevo exactamente en las pestañas: un pegajoso mejunje negro que Sadie llama Cosmetique. Ha hecho que lo hirviera en un cazo y luego he tenido que untármelo.
Y eso que tengo en casa un rímel de Lancôme nuevo. Impermeable, con fibras flexibles, etc. Pero a Sadie la tenía sin cuidado. Estaba demasiado emocionada jugando con estos maquillajes prehistóricos, contándome que ella y Bunty se arreglaban juntas cuando había una fiesta, que se depilaban las cejas mutuamente y daban de vez en cuando un traguito a su petaca.
– Déjame verte -me dice en la acera, examinándome de arriba abajo. Lleva un vestido dorado y guantes hasta el codo-. Tienes que repasarte los labios.
No vale la pena sugerir en lugar de eso un toquecito de brillo de labios Mac. Con un suspiro, busco en el bolso el frasco de pringue rojo y me aplico aún más color en el exagerado arco de Cupido que llevo pintado.
Dos chicas que pasan por mi lado se dan codazos y me miran con sonrisa intrigada. Obviamente, creen que voy a una fiesta de disfraces y que aspiro a ganar el premio al conjunto más osado.
– ¡Estás divina! -dice Sadie abrazándose-. Sólo necesitas un pitillo. -Se pone a mirar a ambos lados de la calle-. ¿Dónde hay un estanco? Ay, deberíamos haberte comprado una preciosa boquilla.. .
– Yo no fumo -la interrumpo-. Y además, está prohibido fumar en lugares públicos. Es la ley.
– ¡Qué ley más ridícula! ¿Y si quieres montar una fiesta de fumadores?
– ¡No montamos fiestas de fumadores! ¡Fumar provoca cáncer! ¡Es perjudicial!
Sadie chasquea la lengua.
– Está bien, vamos.
Camino hacia el cartel del Crowe Bar, aunque apenas puedo moverme con mis zapatillas de época. Al llegar a la puerta, advierto que ha desaparecido. ¿Dónde se ha metido?
– ¿Sadie? -Escudriño toda la calle. Si me ha dejado en la estacada, la asesino.. .
– ¡Ya ha llegado! -Reaparece de golpe, más ansiosa que antes-. Está de muerte.
Se me encoge el corazón. Aún tenía la esperanza de que me diera plantón.
– ¿Qué tal estoy? -Se alisa el pelo y siento una punzada de compasión por ella. No puede ser muy divertido acudir a una cita siendo invisible.
– ¡Fantástica! -la tranquilizo-. Si él pudiera verte, pensaría que eres una bomba.
– ¿Qué quieres decir?
– Que eres muy sexy. Muy guapa. Una bomba sexual. Es lo que decimos ahora.
– Ah, muy bien. -Mira nerviosamente la puerta y luego a mí-. Antes de entrar, recuérdalo: ésta es mi cita.
– Ya -le digo con paciencia-. Me lo has repetido toda la tarde.
– Quiero decir que seas.. . yo. -Me mira fijamente-. Haz lo que yo te diga; di lo que yo te diga. Así me sentiré como si realmente fuera yo la que habla con él. ¿Entiendes?
– ¡No te preocupes! Lo he captado. Tú me apuntas el texto y yo lo recito. Prometido.
– Vamos, pues.
Empujo las pesadas puertas de vidrio esmerilado y entro en un vestíbulo muy chic con paneles de ante y una tenue iluminación. Hay otra doble puerta a través de la cual veo el bar. Al cruzarla, me veo reflejada en un espejo tintado y noto un espasmo de consternación.
Por algún motivo, aquí me siento mil veces más ridícula que en casa. Mis collares tintinean a cada paso como un sonajero. La pluma se balancea sobre mi tocado. Parezco una ilustración de los años veinte. Y me encuentro en un bar minimalista lleno de gente guay con ropa discreta de Helmut Lang.
Avanzo envarada y muerta de timidez hasta que de pronto veo a Ed, sentado a diez metros, con un traje convencional, bebiendo lo que tiene toda la pinta de ser un gin-tonic. Levanta la vista, echa una ojeada distraída y vuelve a mirarme.
– ¿Has visto? -clama Sadie, triunfal-. Se ha quedado hipnotizado sólo de verte.
Hipnotizado, ya lo creo. Con la boca abierta y la cara pálida.
Lenta, muy lentamente, como abriéndose paso por un cenagal tóxico, se pone de pie y se acerca. Veo a los camareros dándose codazos mientras paso por delante de la barra y oigo en una mesa vecina una risa ahogada.
– ¡Sonríele! -me grita Sadie al oído-. Camina hacia él moviendo los hombros y dile: «Hola, papaíto.»
¿Papaíto?
Esta cita no es mía, me recuerdo febrilmente. Yo sólo interpreto un papel.
– ¡Hola, papaíto! -digo en tono jovial.
– Hola -responde débilmente-. Estás.. . -Mueve las manos impotente, sin encontrar las palabras.
Todas las conversaciones se han interrumpido. El bar entero nos observa. Genial.
– ¡Di algo! -Sadie da saltitos excitada, sin advertir nuestra incomodidad-. Di: «Tú también estás hecho un galán, amiguito.» Y juguetea con el collar.
– Tú también estás hecho un galán, amiguito. -Lo miro con un rictus forzado, sacudiendo los collares con tanto brío que me doy con las cuentas en un ojo.
Ay. Me he hecho daño.
– Bueno. -Ed apenas puede hablar del sofoco-. ¿Te apetece.. . tomar algo? ¿Una copa de champán?
– Pide una cucharilla de cóctel -me apunta Sadie-. ¡Y sonríe! ¡No te has reído ni una vez!
– ¿Qué tal una cucharilla de cóctel? -Suelto una aguda risita-. ¡Adoro las varillas de cóctel!
– ¿Una cucharilla de cóctel? -Ed frunce el entrecejo-. ¿Para qué?
¿Quién coño sabe para qué? Le echo una mirada a Sadie.
– Di: «¡Para sacar las burbujas, querido!»
– ¡Para sacar las burbujas, querido! -Suelto mi risita de nuevo y por si acaso le doy otro meneo a los collares.
Ed pone cara de tierra-trágame. No me extraña.
– ¿Por qué no te sientas? -musita con voz estrangulada-. Yo traeré las bebidas.
Me acerco a su mesa y cojo por el respaldo una silla tapizada de ante.
– Siéntate así -me ordena Sadie, adoptando una pose afectada, con las manos en una rodilla. La imito lo mejor que puedo-. ¡Abre más los ojos!
Luego mira alrededor, examinando a la gente que hay en las mesas y la barra. Los murmullos se han reanudado y se oye una suave melodía de fondo.
– ¿No ha llegado la banda? ¿Cuándo empieza el baile?
– No hay ninguna banda -cuchicheo-. No hay baile. Este bar no es de ese estilo.
– ¿Que no hay baile? -replica ansiosa-. ¡Pero si hay que bailar! ¡Es lo más importante! ¿No tienen música más movida? ¿Algo más animado?
– No lo sé. Pregúntaselo a ése -digo, sarcástica, señalándole al barman.
Ed aparece justo entonces con una copa de champán y otro gin-tonic. Juraría que triple. Se sienta al otro lado de la mesa, me tiende la copa y levanta su vaso.
– Salud.
– ¡Chin chin! -Le dedico una sonrisa deslumbrante, remuevo el champán con una varilla de plástico y doy un sorbo. Levanto la vista, buscando la aprobación de Sadie, pero ha desaparecido. La busco disimuladamente con el rabillo del ojo y la veo detrás de la barra, gritándole al oído al barman.
Ay, Dios. ¿Qué desastre va a provocar ahora?
– Hummm.. . ¿este sitio te quedaba muy lejos?
La voz de Ed me arranca de mi estupor. Acaba de hacerme una pregunta. Y Sadie no está aquí para apuntarme. Fantástico. Voy a tener que darle conversación.
– Eh.. . no, no tanto. Vivo en Kilburn.
– Ah. En Kilburn. -Asiente varias veces, como si le hubiese dicho algo muy profundo.
Mientras me devano los sesos buscando algo que decir, lo repaso de arriba abajo. Una chaqueta gris marengo muy chula, lo reconozco. Es más alto de lo que recordaba, y se le adivina un torso más firme bajo la camisa de marca. Una sombra de barba; la misma V en el entrecejo que me llamó la atención en las oficinas.. . Por el amor de Dios, es sábado y tiene una cita, pero se lo ve tan serio como si estuviera en una reunión en la que todo el mundo va a ser despedido.
Siento una oleada de irritación. Al menos podría simular que se lo está pasando bien.
– ¡Bueno, Ed! -Hago un esfuerzo heroico y le sonrío-. Por tu acento deduzco que eres estadounidense.
– Exacto. -Asiente, pero no añade nada más.
– ¿Cuánto llevas aquí?
– Cinco meses.
– ¿Te gusta Londres?
– No he visto gran cosa.
– ¡Ah, pues deberías! Deberías ir al London Eye, a Covent Garden, y luego tomar una embarcación hasta Greenwich.. .
– Quizá. -Me dirige una tensa sonrisa y echa un trago-. Estoy muy ocupado con mi trabajo.
Es lo más patético que he oído en mi vida. ¿Cómo puedes instalarte en una ciudad y no molestarte en conocerla? Ya sabía yo que no me gustaba este tipo. Veo a Sadie a mi lado, enfurruñada y de brazos cruzados.
– El barman es muy testarudo -masculla-. Ve y dile que cambie la música.
¿Está chalada? Le lanzo con disimulo una mirada asesina y me vuelvo hacia Ed con una sonrisa.
– Y tú, Lara, ¿a qué te dedicas? -Parece que ha comprendido por fin que debe participar en la conversación.
– Soy cazatalentos.
Se pone en guardia en el acto.
– No serás de Sturgis Curtis, ¿no?
– No; tengo mi propia empresa, L amp;N Selección de Ejecutivos.
– Ah, bien. Espero no haberte ofendido.
– ¿Qué tiene de malo Sturgis Curtis?
– Son unos buitres del demonio. -Pone tal expresión de horror que me entran ganas de reírme-. Me atosigan todos los días. ¿Quiero tal puesto? ¿Me interesa tal trabajo? Utilizan un montón de trucos para saltarse a mi secretaria.. . O sea, son buenos. -Se estremece-. Incluso me han invitado a su mesa en la cena de Business People.
– ¡Hala! -No puedo disimularlo: estoy impresionada. Nunca he asistido a la cena de Business People, pero he visto reportajes en la revista. Se celebra siempre en un gran hotel de Londres y es un verdadero despliegue de glamur-. ¿Piensas ir?
– He de hablar en la ceremonia.
¡Dios mío! Este tipo debe de ser importante de verdad. No tenía ni idea, intento echarle una mirada significativa a Sadie, pero ha vuelto a desaparecer.
– ¿Y tú? ¿Vas a ir?
– Eh.. . este año no -digo, dando a entender que es sólo algo circunstancial-. Mi empresa no ha podido reservar mesa este año.
Son mesas para doce personas y cuestan cinco mil libras, y en L amp;N Selección de Ejecutivos somos sólo dos y debemos de tener esas cinco mil libras.. . en números rojos.
– Ah -murmura, bajando la cabeza.
– Aunque el año que viene sí, seguro -me apresuro a añadir-. Probablemente reservaremos dos mesas. Para hacerlo como es debido, ya me entiendes. Ya nos habremos expandido para entonces.. . -Decido callarme. No sé por qué me esfuerzo en impresionar a este tipo. Es obvio que mi cháchara no le interesa.
Mientras remuevo el champán otra vez, caigo en la cuenta de que la música ha parado. Me vuelvo hacia el barman y lo veo junto al reproductor de CD, seguramente debatiéndose entre sus propios deseos y los chillidos con que Sadie le taladra el tímpano. ¿Qué se propone esta demente?
El barman acaba rindiéndose, claro. Saca un disco, lo introduce en el aparato y, en unos instantes, una música chirriante y anticuada, estilo Cole Porter, inunda el local. Sadie se desliza por detrás de Ed con una sonrisa satisfecha.
– ¡Al fin! Sabía que ese hombre tendría por ahí algo adecuado. Y ahora, ¡sácala a bailar! -le ordena a Ed-. ¡Sácala a bailar! ¡Vamos, vamos!
Oh, Dios.
«Resiste -le digo mentalmente-. No la escuches. Sé fuerte.» Le estoy enviando mi señal telepática más intensa, pero no sirve de nada. A medida que Sadie le aúlla al oído, en la cara del pobre hombre se va dibujando una expresión confusa. Tiene toda la pinta de una persona que no quiere vomitar, que de veras no quiere, pero no tiene otro remedio que hacerlo.
– Lara. -Se aclara la garganta y se pasa las manos por la cara-. ¿Te gustaría.. . bailar?
Si lo rechazo, Sadie se ensañará conmigo, lo sé. Bueno, es lo que ella quería, para eso hemos venido. Para que pudiera bailar con Ed.
– Vale.
Sin creer lo que estoy haciendo, dejo la copa, me pongo de pie y sigo a Ed hasta un trecho minúsculo de espacio libre junto a la barra. Se da media vuelta y nos miramos a los ojos, ambos paralizados por la enormidad de lo que vamos a hacer.
Éste no es un sitio para bailar. De ninguna manera. No estamos en una pista. No es un club, es un bar. Aquí nadie baila. La chirriante música de jazz sigue sonando en los altavoces y un tipo canturrea sobre su increíble felicidad. No tiene ritmo ni nada. Es imposible que bailemos esto.
– ¡Bailad! -Sadie revolotea alrededor de nosotros, como un torbellino de impaciencia-. ¡Bailad juntos! ¡Bailad!
Con una expresión desesperada, Ed empieza a moverse torpemente a izquierda y derecha, tratando de seguir la música. Parece tan desdichado que me pongo a imitar sus movimientos, sólo para que se sienta mejor. En mi vida he visto un modo de bailar menos convincente.
Todo el mundo se vuelve para mirarnos. Mi vestido se agita grotescamente y mis collares tintinean a locas. Ed tiene la vista perdida, como si estuviera sufriendo una experiencia extracorpórea.
– Disculpen -dice un camarero, mientras pasa entre los dos con una bandeja de aperitivos chinos.
No sólo no estamos en una pista de baile, sino que ésta es una zona de paso y estorbamos a todo el mundo. Creo que es la experiencia más atroz de mi vida.
– ¡Baila bien! -Sadie me observa con horror-. ¡Eso no es bailar!
¿Qué espera, que nos marquemos un vals?
– ¡Parece que os estéis moviendo por un barrizal! ¡Así es como se baila!
Se arranca a bailar en plan charlestón, años veinte, agitando manos, rodillas y codos. Tiene una expresión beatífica y la oigo tararear la melodía. Al menos, alguien se divierte.
Mientras la contemplo, se aproxima contoneándose a Ed y le pone una mano en cada hombro. Luego le acaricia una mejilla con adoración.
– ¿No es maravilloso?
Le pasa las manos por el pecho, rodeándole la cintura y rozándole la espalda.
– Pero ¿es que puedes sentirlo? -murmuro incrédula.
Sadie retrocede, como si la hubiera pillado in fraganti.
– Ésa no es la cuestión -replica-. Ni es cosa tuya.
Ya. O sea, que no puede. Cualquier cosa le vale, me imagino. Pero ¿tiene que hacerlo en mi presencia?
– ¡Sadie! -la advierto cuando sus manos descienden un poco más.
– Perdona, ¿qué decías? -Con visible esfuerzo, Ed me presta atención. Todavía sigue moviéndose a izquierda y derecha, ignorando que una chica de los años veinte está pasándole las manos vorazmente por todo el cuerpo.
– He dicho.. . que paremos. -Procuro no mirar a Sadie, que está tratando de mordisquearle la oreja.
– ¡No! -protesta ella-. ¡Más!
– Excelente idea -dice Ed en el acto, y se dirige hacia la mesa.
– ¿Ed? ¿Ed Harrison? -Una mujer rubia se interpone en nuestro camino. Lleva pantalones beige y una blusa blanca, y tiene una expresión de incrédulo regocijo. Detrás de ella, hay una mesa con varios ejecutivos trajeados que nos escrutan con avidez-. ¡Ya me parecía que eras tú! ¿Estabas.. . bailando?
Ed repasa las caras de la mesa y salta a la vista que su pesadilla acaba de quintuplicarse. Casi lo compadezco.
– Eh.. . sí, en efecto -musita, como si tampoco él pudiera creérselo-. Bailando. -Enseguida parece volver en sí-. Lara, ¿conoces a Genevieve Bailey, de DFT? Genevieve, Lara. ¿Qué tal, Bill, Mike, Sarah.. . ? -saluda a los de la mesa.
– Un vestido adorable -comenta ella, echándome una ojeada condescendiente-. Veo que te va el look de los veinte.
– Es una pieza original.
– ¡No lo dudo!
Le devuelvo la sonrisa, pero me ha tocado en lo más vivo. Lo último que quiero es dejarme ver como parte de una colección de «muñequitas» de época del Daily Mail. Sobre todo, delante de una colección de ejecutivos de alto nivel.
– Voy a repasarme el maquillaje -digo con una sonrisa forzada-. Vuelvo en un minuto.
En el baño, humedezco un pañuelo de papel y me froto la cara frenéticamente. Pero no hay manera de que salga nada.
– ¿Qué haces? -Sadie aparece a mi espalda-. ¡Vas a arruinar el maquillaje!
– Sólo intento rebajar un poco el color-replico sin dejar de frotarme.
– Pero ese colorete no se va. Es indeleble. Dura días. Y el pintalabios también.
¿Indeleble?
– ¿Dónde aprendiste a bailar? -Se coloca ante mí.
– En ninguna parte. No se trata de aprender, sino de pillar la onda.
– Pues bailas fatal.
– Ya, y tú estás pasada de vueltas -replico, picada-. ¡Parecía que querías echarle un polvo ahí en medio!
– ¿Echarle un polvo? -repite-. ¿Qué quieres decir?
– Bueno.. . ya me entiendes. -Me siento incómoda. No estoy segura de que me apetezca hablar del tema con mi tía abuela.
– ¿Qué? -se impacienta-. ¿Qué significa?
– Pues.. . es como cuando alguien se queda a dormir en tu casa. Pero sin pijama.
– Ah, ya. -Lo ha entendido-. ¿A eso lo llamas «echar un polvo»?
– A veces. -Me encojo de hombros.
– ¡Qué expresión tan rara! Nosotros lo llamábamos sexo.
– Bueno -digo, desconcertada-. Nosotros también.. .
– O darle de comer al ganso.
¿Darle de comer al ganso? ¿Y tiene el valor de decirme que «echar un polvo» es raro?
– Bueno, como quieras. -Me quito un zapato y me masajeo los dedos doloridos-. Parecías querer montártelo en medio del bar.
Sadie suelta una risita y se arregla la cinta de la cabeza al tiempo que se mira en el espejo.
– Debes reconocer que es guapo.
– En apariencia, quizá -admito de mala gana-. Pero no tiene personalidad.
– ¡Ya lo creo que la tiene!
¿Cómo va a saberlo ella? ¡Soy yo la que ha tenido que darle conversación, joder!
– Qué va. Lleva meses en Londres y ni siquiera se ha molestado en darse una vuelta. -Vuelvo a ponerme el zapato con una mueca-. ¿No te parece que se ha ser muy estrecho de miras? ¿Qué clase de persona no mostraría interés en una de las ciudades más importantes del mundo? -Me indigno-. No se merece vivir aquí.
Como londinense que soy, me lo he tomado de un modo personal. Levanto la vista para ver qué piensa, pero Sadie está tarareando con los ojos cerrados. Ni me escucha.
– ¿Crees que yo le gustaría? -Ahora sí abre los ojos-. Si pudiese verme y bailar conmigo.. .
Veo un brillo tan esperanzado en su rostro que mi indignación se evapora. Soy una idiota. ¿Qué más da cómo sea el tipo? No tiene nada que ver conmigo. Ésta es la noche de Sadie.
– Claro -digo-. Le encantarías.
– Yo también lo creo. Tienes el tocado torcido.
Me lo arreglo un poco y examino mi reflejo, malhumorada.
– Qué pinta más ridícula -resoplo.
– Estás divina. Eres la chica más mona del local. Aparte de mí -añade tan fresca.
– ¿Adivinas lo estúpida que me siento? -Me froto otra vez las mejillas-. No, claro. A ti sólo te importa tu cita.
– Te diré una cosa -murmura, observándome en el espejo-: tienes labios de estrella de cine. En mi época, todas las chicas se morían por tener unos labios así. Podrías haber hecho películas.
– Sí, vale -digo, poniendo los ojos en blanco.
– Mírate, boba. ¡Pareces una heroína de película!
Me echo otro vistazo de mala gana, tratando de imaginarme en blanco y negro, atada a la vía de un tren mientras suena un piano amenazador. De hecho, tiene razón. Podría dar el pego.
– ¡Se lo ruego, señor, perdóneme la vida! -declamo, adoptando una pose desamparada y pestañeando ante el espejo.
– ¡Sí! Habrías sido una diosa de la gran pantalla.
Me mira a los ojos y le sonrío sin poder evitarlo. Ésta ha sido la cita más estúpida y estrafalaria de mi vida, pero su buen humor resulta contagioso.
Cuando volvemos al bar, veo que Ed continúa charlando con Genevieve, que está elegantemente apoyada en una silla, en una pose «informal» pensada sin duda para exhibir su esbelta figura. Pero compruebo a simple vista que Ed ni siquiera se ha dado cuenta, cosa que me inspira cierta simpatía hacia él.
Sadie también los ha visto. Intenta quitarla de en medio a codazos y le grita «¡Largo de aquí!», pero Genevieve no hace caso. Debe de estar hecha de un material muy duro.
– Lara -me dice con una sonrisa falsa-. Perdona. ¡No pretendía interrumpir tu velada íntima con Ed!
– Tranquila. -Le devuelvo la sonrisa postiza.
– ¿Os conocéis desde hace mucho? -pregunta, gesticulando con su elegante manga de seda.
– No, no hace mucho.
– ¿Y cómo os conocisteis?
Le echo una mirada a Ed. Se lo ve tan incómodo que me entran ganas de reírme.
– Fue en la oficina, ¿no? -digo para echarle una mano.
– Sí. En la oficina -asiente, aliviado.
– ¡Bueno! -Genevieve se ríe con esa clase de gorjeo estridente que se te escapa cuando estás mosqueada-. ¡Eres una caja de sorpresas, Ed! ¡No sabía que tuvieras novia!
Él y yo nos miramos una fracción de segundo. Veo que la idea le hace tanta ilusión como a mí.
– No es mi novia -dice-. O sea, no.. .
– No soy su novia -me apresuro a confirmar-. Sólo somos.. . Es una simple coincidencia.. .
– Sólo estábamos tomando una copa -aclara Ed.
– Probablemente no volveremos a vernos.
– Probablemente -asevera él-. Seguro que no.
Los dos asentimos, totalmente de acuerdo. De hecho, me parece que estamos en sintonía por primera vez.
– Ya veo. -Genevieve se ha quedado pasmada.
Ed me dedica la sonrisa más cálida de la noche.
– Voy a traerte otra copa, Lara.
– No, ya voy yo -respondo con otra sonrisa radiante. No hay nada como saber que sólo estarás diez minutos más con alguien que no te apetece para que te inspire una generosidad repentina.
– ¿Qué quieres decir? -chilla Sadie, y al volverme veo que se acerca hecha un basilisco-. ¡Nada de coincidencias! ¡Es una cita! ¡Me hiciste una promesa!
¡Qué cara más dura! ¿No podría decir: «Gracias por disfrazarte y ponerte en ridículo»?
– ¡He mantenido mi promesa! -mascullo entre dientes mientras voy hacia la barra-. ¡He cumplido mi parte del trato!
– ¡No, ni hablar! ¡Ni siquiera has bailado con él como es debido! ¡Te has limitado a arrastrarte de aquí para allá de un modo penoso!
– Mala suerte. -Saco el móvil y simulo contestar a una llamada-. Me dijiste que querías una cita. Ya te la he conseguido. Punto y final. Una copa de champán y un gin-tonic, por favor -le digo al camarero.
Busco el monedero en el bolso mientras Sadie permanece en silencio, lo cual seguramente augura un numerito de alma en pena. Pero, cuando levanto la vista, se ha ido. Me doy la vuelta y la veo pegada a Ed otra vez. Le está chillando al oído. Por Dios, ¿qué demonios hace?
Pago las copas y me apresuro a volver. Ed parece ido. Tiene otra vez esa mirada vidriosa. Genevieve está contándole una anécdota de un viaje a Antigua y ni siquiera parece haber advertido su expresión ausente. O quizá cree que lo tiene extasiado.
– ¡Y entonces vi el sujetador de mi biquini! -estalla con su gorjeo estridente-. ¡En el mar! ¡Nunca he pasado un bochorno igual!
– Toma, Ed -digo, tendiéndole el gin-tonic.
– Ah. Gracias. -Parece que vuelve en sí.
– ¡Hazlo! -Sadie se abalanza sobre él y le chilla al oído-: ¡Pídeselo! ¡¡¡Ahora!!!
¿Pedirme? ¿El qué? Espero que no sea otra cita. Ni hablar, por mucho que Sadie insista.. .
– Lara. -Ed me mira con un esfuerzo brutal y con la frente más arrugada que nunca-. ¿Te gustaría acompañarme a la cena de Business People?
No. No puede ser.
Miro a Sadie con ojos desorbitados. Ella me observa con los brazos cruzados y expresión triunfal.
– No tienes que aceptar por mí -se ufana-. Tú decides. Con toda libertad.
Ajá. Es más lista de lo que creía. Ni siquiera había reparado en que escuchaba nuestra conversación.
Claro, sabe que no puedo rechazar una invitación a esa cena. Es una velada importantísima a la que asisten grandes personajes del mundo de los negocios. Podré charlar con mucha gente, hacer contactos.. . Es una oportunidad única. No puedo decir que no.
La muy descarada.
– Sí -respondo rígidamente-. Gracias, Ed. Eres muy amable. Me encantaría.
– Magnífico. Perfecto. Te enviaré los detalles.
Hablamos como si estuviéramos leyendo un guión. Genevieve nos mira a uno y otro, estupefacta.
– Entonces.. . sí sois pareja -dice.
– ¡No! -respondemos al unísono.
– Ni hablar -añado para recalcarlo-. Ni hablar. O sea.. . nunca. Ni en un millón de años. -Bebo un sorbito de champán y le echo un vistazo a Ed. ¿Son imaginaciones mías o parece un poquito molesto?
Aguanto otros veinte minutos escuchando a Genevieve, que no cesa de alardear de todos los viajes que ha hecho en su vida. Ed mira por fin mi copa vacía y me dice:
– No quisiera entretenerte.
«No quisiera entretenerte.. . » Menos mal que no me va este tipo. Si eso no es una manera cifrada de decir: «No te aguanto ni un minuto más», no sé qué demonios será.
– Seguro que tienes planes para cenar -añade educadamente.
– Pues sí -me apresuro a responder-. Resulta que sí. Ya lo creo. Planes para cenar. -Hago la pantomima de mirar el reloj-. ¡Cielos, es tardísimo! He de irme ya mismo. Mis amigos me estarán esperando. -Resisto la tentación de añadir: «En Lyle Place, con champagne gran reserva.»
– Bueno, yo también tengo planes. Quizá deberíamos.. .
Ha hecho planes para cenar. Pues claro. Seguro que tiene en su agenda un montón de citas de mucha más categoría.
– Sí, vamos. Ha sido.. . divertido.
Nos ponemos de pie, nos despedimos de la gente de la mesa con un gesto general y salimos del bar.
– Bueno.. . -titubea-. Gracias por.. . -Hace ademán de inclinarse para darme un beso en la mejilla, pero se arrepiente y me tiende la mano-. ¡Ha sido estupendo! Te llamaré para lo de la cena.
Su expresión es tan transparente que casi resulta conmovedor. Ya se está preguntando por qué demonios se habrá metido en semejante berenjenal. Pero, claro, me ha invitado delante de un montón de gente y no puede echarse atrás.
– Bueno.. . Yo me voy por allí -añade.
– Yo, por allá -respondo-. Gracias otra vez. Adiós. -Me vuelvo y echo a caminar calle abajo.
Menudo fiasco, por Dios.
– ¿Por qué te vas a casa tan temprano? -protesta Sadie-. ¡Deberías haberle propuesto ir a un club!
– He hecho planes para cenar, ¿recuerdas? Y él también. -Me paro en seco. Tenía tantas ganas de perderlo de vista que voy en una dirección equivocada. Me doy media vuelta y oteo la calle; ni rastro de Ed. Debe de haber salido corriendo tan rápido como yo.
A estas alturas de la noche, estoy muerta de hambre y empiezo a compadecerme un poco. Tendría que haber hecho de verdad planes para cenar. Entro en un Pret A Manger y examino las hileras de sándwiches. Me decido por una empanada de pollo, un zumo y un brownie de chocolate. Vamos a tirar la casa por la ventana.
Estoy a punto de coger también un zumo de frutas cuando oigo una voz familiar entre el murmullo de la clientela.
– Pete. Qué tal, tío. ¿Cómo te va?
Sadie y yo nos miramos, alucinadas.
¿Ed?
Retrocedo instintivamente para ocultarme detrás de un expositor de patatas dietéticas. Recorro con la mirada las colas que hay frente al mostrador y me detengo en un abrigo de aspecto caro. Sí, es él. Comprando un sándwich y hablando por el móvil. ¿Éstos eran sus planes para cenar?
– No tenía ningún plan -murmuro-. ¡Ha mentido!
– Tú también.
– Ya, pero.. . -Me siento un poco indignada, aunque no sé por qué.
– Qué bien. ¿Cómo está mamá? -Es su voz, no hay duda.
Echo un vistazo alrededor, buscando una ruta de huida. Pero aquí hay espejos enormes por todas partes. Es muy probable que me vea. Tendré que esperar hasta que se haya ido.
– Dile que leí la carta del abogado. No creo que tengan argumentos suficientes. Le enviaré un correo más tarde. -Escucha un momento y luego añade-: No es ninguna molestia, Pete; lo hago en cinco minutos.. . -Otro silencio, esta vez más largo-. Me lo estoy pasando bien. Es fantástico. Es.. . -Suspira; al volver a hablar suena algo cansado-. Bueno, es lo que es, ya sabes. Y hoy he pasado una velada más bien rara.
Aprieto con fuerza la botella de zumo. ¿Va a hablar de mí?
– Acabo de perder un buen rato de mi vida con la mujer más odiosa del mundo.
¡¿Qué?! ¡Yo no soy odiosa! Vale, sí, voy vestida de un modo algo peculiar, pero.. .
– Quizá la conozcas. Genevieve Bailey. De la DFT. No, no era una cita. Ha sido.. . -titubea– una situación extraña.
Estoy tan ocupada tratando de fundirme con el expositor de patatas dietéticas que he dejado de observarlo. Y de golpe advierto que acaba de pagar y sale del local con una bolsa. Ay, Dios, va a pasar por mi lado, apenas a unos centímetros.. . No mires, por favor.. .
Maldición.
Como si captase mis pensamientos, echa un vistazo a la derecha y tropieza con mi mirada. Parece sorprendido, pero no avergonzado.
– Hasta luego, tío -dice, y cierra el móvil-. Qué tal.
– Ah, hola. -Intento aparentar indiferencia, como si fuera de lo más normal que me sorprenda agazapada aquí, con una empanada y un zumo en la mano-. Qué curioso.. . eh.. . verte por aquí. Es que.. . mis planes para cenar se han torcido. -Carraspeo-. En el último momento. Mis amigos me han llamado para anularlo, así que he entrado a comprar algo. Aquí las empanadas son buenísimas.. .
Hago un esfuerzo para dejar de farfullar. ¿Por qué tengo que sentirme incómoda, al fin y al cabo? ¿Por qué no se siente incómodo él? ¿Acaso no lo he pillado también?
– Pensaba que tenías planes -le digo arqueando las cejas-. ¿Qué ha pasado? ¿También te los han anulado? ¿O es una cena tan sofisticada que te da miedo acabar con hambre? -Echo un vistazo a su bolsa con una sonrisita y aguardo a que se sonroje.
Ni siquiera parpadea.
– Éste era mi plan. Comprar algo de comida y terminar un trabajo. Salgo mañana a primera hora para Ámsterdam. Voy a dar una conferencia.
– Ah -musito.
Él sigue imperturbable. Me temo que dice la verdad. Maldita sea.
– Ya -digo-. Bueno.. .
Hay una pausa incómoda; luego me hace un gesto educado.
– Buenas noches.
Sale de Pret A Manger y lo observo alejarse, con la sensación de haber quedado fatal.
Josh nunca me habría hecho sentir así. Ya sabía que no me gustaba este tipo.