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Una chica años veinte
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Автор книги: Sophie Kinsella



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Sophie Kinsella

Una chica años veinte

A Susan Kamil, que me dio hace años la inspiración

para esta novela al decirme:

«Deberías escribir una historia de fantasmas.»

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a quienes con tanta gentileza me han ayudado a documentarme para este libro: Olivia y Julián Pinkney, Robert Beck y Tim Moreton.

Mi inmenso agradecimiento, como siempre, a Linda Evans, Laura Sherlock y todo el maravilloso equipo de Transworld. Y, naturalmente, a Araminta Whitley, Harry Man, Nicki Kennedy, Sam Edenborough, Valerie Hoskins y Rebecca Watson, así como a mis chicos y al clan familiar al completo.


* * *

Capítulo 1

Lo de mentirles a tus padres es muy sencillo: debes hacerlo para protegerlos. Es por su propio bien. Pongamos a mis padres como ejemplo. Si supieran la verdad lisa y llana sobre: a) mis finanzas, b) mi vida amorosa, c) las cañerías de casa y d) el impuesto municipal, les daría un ataque cardíaco y el médico diría: «¿Habían sufrido alguna conmoción últimamente?», y la culpa sería mía. Así pues, en los diez minutos que llevan en mi apartamento les he contado las siguientes mentiras:

1. L amp;N Selección de Ejecutivos empezará pronto a obtener beneficios, estoy segurísima.

2. Natalie es una socia fantástica y fue una idea genial dejar mi trabajo para convertirnos las dos en cazatalentos.

3. Por supuesto que no sólo vivo a base de pizza, yogures de cereza y vodka.

4. Sí, ya sabía que a las multas de aparcamiento les suman intereses. Claro que lo sabía.

5. Sí, miré el DVD de Charles Dickens que me regalaron en Navidad: era una pasada, sobre todo aquella dama con sombrero. Eso, Peggotty. No recordaba el nombre.

6. Precisamente tenía intención de comprar un detector de humos este fin de semana. Qué coincidencia que también ellos lo hayan pensado.

7. Sí, será estupendo ver otra vez a toda la familia.

Siete mentiras. Sin incluir las que he dicho sobre el conjuntito que lleva mamá. Y ni siquiera hemos mencionado el Tema.

Mientras salgo de mi habitación con un vestido negro y me pongo rímel a toda prisa, veo que mamá está mirando la factura atrasada del teléfono que reposaba en la repisa de la chimenea.

– No te preocupes -me apresuro a decirle-, la pagaré enseguida.

– Es que si no lo haces te cortarán la línea y luego tardarán siglos en volver a instalártela. Y la cobertura del móvil es muy irregular en esta zona. ¿Y si hubiese una emergencia? ¿Qué harías entonces?

Se le ha arrugado la frente de pura angustia. Es como si todas esas desgracias fuesen inminentes; como si una mujer se hubiera puesto de parto en la habitación y las aguas de la riada estuvieran ya a la altura de la ventana… ¿Cómo vamos a contactar con el helicóptero? ¿Cómo?

– Pues no lo había pensado, mamá. Pero pagaré la factura, te lo prometo.

Mi madre siempre ha sido aprensiva. Cuando le sale esa sonrisa tensa y una mirada ausente y aterrorizada, ya sabes que en su cabeza se está desplegando un escenario apocalíptico. Tenía esa cara todo el tiempo durante mi discurso de despedida en el colegio, y luego me confesó que había reparado de repente en la araña que colgaba del techo con una raquítica cadena y se había obsesionado pensando en lo que pasaría si se caía en la cabeza de las chicas, haciéndose añicos.

Ahora se estira su traje chaqueta negro, que lleva hombreras y unos extraños botones metálicos y parece agobiarla un poco. Recuerdo que lo llevaba hace unos diez años, cuando le dio por presentarse a entrevistas de trabajo y tuve que enseñarle los rudimentos de informática: por ejemplo, cómo se usa un ratón. Acabó trabajando en una organización benéfica infantil, que, por suerte, no requiere un atuendo formal.

A nadie de mi familia le sienta bien el negro. Papá lleva un traje de una tela negra sosísima que le desdibuja las facciones. No obstante, es bastante guapo en su estilo delgado y discreto. Tiene el pelo castaño y ralo, mientras que el de mamá es rubio y ralo, como el mío. A los dos se los ve estupendos cuando están relajados y en su territorio; por ejemplo, cuando estamos todos en Cornualles, en la desvencijada embarcación de papá, abrigados con forros polares y comiendo empanadas. O cuando ambos tocan en la orquesta de aficionados local, que es donde se conocieron. Pero hoy nadie está relajado.

– ¿Lista? -me pregunta mamá, mirándome de arriba abajo. Me he puesto medias, pero sigo descalza-. ¿Y los zapatos, cariño?

Me desplomo en el sofá.

– ¿De veras tengo que ir?

– ¡Lara! ¡Era tu tía abuela! Tenía ciento cinco años, ¿sabes?

Me ha dicho que mi tía abuela tenía ciento cinco años unas ciento cinco veces. Lo hace porque es lo único que sabe de ella, seguro.

– ¿Y qué? Yo no la conocía. Ninguno de nosotros la conoció. Es absurdo. ¿Por qué hemos de arrastrarnos hasta Potters Bar por una vieja decrépita que ni siquiera llegamos a conocer? -replico, hundiendo la cabeza entre los hombros. Me siento como una cría enfurruñada de tres años, no como una mujer hecha y derecha de veintisiete que ya posee su propia empresa.

– El tío Bill y los demás asistirán -tercia papá-. Y si ellos pueden hacer ese esfuerzo…

– ¡Es una reunión familiar! -añade mamá en tono animoso.

Hundo aún más la cabeza. Las reuniones familiares me provocan alergia. A veces pienso que nos iría todo mejor si fuésemos semillas de diente de león, por ejemplo, sin familia ni historia: simplemente flotando por el mundo, cada uno encerrado en su pelusilla.

– No será muy largo -insiste mamá para engatusarme.

– Sí que lo será. -Miro la alfombra fijamente-. Y todos me preguntarán… cosas.

– No, qué va -salta ella, y le echa una mirada a papá buscando su apoyo-. Nadie mencionará siquiera… esas cosas.

Hay un silencio. El Tema se cierne amenazador en el aire. Es como si todos evitáramos mirarlo. Al final, papá se lanza.

– ¡Bueno! Y hablando de… cosas. -Titubea-. ¿Tú, así en general… estás bien?

Mamá, aunque simula repasarse el peinado, escucha con todas las alarmas puestas.

– Bueno, ya sabes -respondo tras una pausa-. Estoy bien. O sea, tampoco cabe esperar que me recupere sin más…

– ¡No, claro! -dice él, batiéndose en retirada. Aunque todavía hace otro intento-. Pero… ¿estás animada?

Asiento.

– ¡Estupendo! -exclama mamá, aliviada-. Ya sabía yo que acabarías superando… esas cosas.

Mis padres ya nunca dicen «Josh» en voz alta, porque yo me deshacía en sollozos e hipidos en cuanto oía su nombre. Durante un tiempo, mamá se refería a él como «el que no debe ser nombrado». Ahora sólo dice «esas cosas».

– ¿No has estado… en contacto con él? -pregunta papá, mirando a cualquier lado menos a mí, mientras mamá bucea en su bolso.

Otro eufemismo. Lo que quiere decir en realidad es: «¿Le has mandado más mensajes obsesivos?»

– No -respondo, sonrojándome-. No lo he hecho, ¿vale?

Es muy injusto por su parte sacarlo a colación. En realidad, todo se ha exagerado mucho. Sólo le envié a Josh algunos mensajes de texto. Tres al día, vamos; poquísimos. Y no eran obsesivos, sino sinceros y espontáneos, que es como se supone que has de actuar en una relación.

Quiero decir: no puedes desconectar así como así tus sentimientos, simplemente porque la otra persona lo haya hecho, ¿no? No puedes decir: «¡Ah, vale! O sea, que el plan es que no nos veamos nunca más, que no volvamos a hacer el amor ni nos comuniquemos de ninguna manera. ¡Qué idea más guay, Josh! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?»

Y lo que pasa entonces es que tú pones por escrito tus sentimientos, sencillamente porque quieres compartirlos y, al cabo de medio minuto, tu ex novio ha cambiado de número y ha ido a contárselo a tus padres. ¡Menudo chivato!

– Lara, ya sé que estabas dolida en lo más hondo y que lo has pasado muy mal. -Papá se aclara la garganta-. Pero han pasado casi dos meses. Tienes que mirar hacia delante, cariño. Conocer a otros jóvenes, salir y divertirte…

Ay, Dios, no estoy preparada para otra de sus charlas sobre la cantidad de hombres que caerán rendidos a los pies de una belleza como yo. O sea, para empezar no hay hombres de verdad, eso lo sabe todo el mundo. Y una chica de metro cincuenta y pico con la nariz chata y paliducha tampoco es lo que se dice una belleza irresistible.

Vale, sí, ya sé que doy el pego a veces. Tengo la cara en forma de corazón, unos ojos verdes bien separados y algunas pecas alrededor de la nariz. Y para acabar de rematarlo, unos labios llenos y sensuales que no tiene nadie más en la familia. Pero, en fin, no soy una supermodelo.

– ¿Eso fue lo que hiciste cuando mamá y tú rompisteis aquella vez en Polzeath? ¿Salir y conocer a otra gente?

No he podido resistir la tentación, aunque esa historia ya esté muy trillada. Papá suspira y le lanza una mirada a mamá.

– No deberíamos habérselo contado nunca -murmura ella, restregándose la frente-. Ni siquiera mencionárselo.

– Porque si lo hubierais hecho -continúo, implacable-, no os habríais reconciliado, ¿cierto? Papá jamás te habría dicho que él era el arco de tu violín y no os habríais casado.

Esa frase del arco y el violín se ha convertido en un clásico del folclore familiar. He oído la historia un millón de veces. Papá llegó a casa de mamá todo sudado, porque había ido en bicicleta; ella había estado llorando, pero simuló que era un resfriado. La abuela les preparó un té con mantecados. (No sé por qué los mantecados son tan importantes, pero siempre salen en el relato.)

– Lara, cariño -suspira mamá-. Eso fue muy distinto. Llevábamos juntos tres años, estábamos prometidos…

– ¡Claro! Ya sé que era distinto. Lo único que digo es que la gente a veces se reconcilia. A veces pasa.

Se hace un silencio.

– Siempre has sido una romántica, Lara… -empieza papá.

– ¡No soy una romántica! -exclamo como si fuera el peor insulto del mundo. Miro fijamente la alfombra y restriego el pelo con las puntas de los pies, pero los veo de reojo, cada uno diciéndole al otro con los labios que intervenga y diga algo. Mamá niega con la cabeza y lo apunta con un dedo, como diciendo: «¡Habla tú!»

– Cuando rompes con alguien -empieza él otra vez-, es fácil mirar atrás y creer que la vida sería perfecta si volvieras con esa persona. Pero…

Ahora va a decirme que la vida es como una escalera mecánica. He de cortarlo. Rápido.

– Escucha, papá. -No sé cómo, pero consigo adoptar mi tono más sereno-. No has entendido nada. Lo que pretendo no es volver con Josh. -Procuro decirlo como si eso fuera ridículo-. Lo que yo quería era un final. Quiero decir: él cortó sin previo aviso, sin hablar, sin discutir. Nunca me respondió. Es como… un trato que no llegas a cerrar. Como leer una novela de Agatha Christie y quedarse sin saber quién era el asesino. -Bingo. Ahora lo entenderán de una vez.

– Bueno -dice él-, entiendo tu frustración…

– Era lo único que quería -replico del modo más convincente-. Entender qué pensaba Josh. Hablar las cosas. Comunicarnos como dos seres civilizados.

«Y volver con él -añade mi mente, como una flecha silenciosa y certera-. Porque sé que sigue queriéndome. Aunque nadie más me crea.»

Pero no tiene sentido decírselo a mis padres. Nunca lo comprenderían. ¿Cómo podrían entenderlo? Ellos no se hacen una idea de cómo éramos Josh y yo como pareja, de cómo encajábamos a la perfección. No comprenden hasta qué punto es evidente que él tomó una decisión precipitada, que emprendió la típica huida masculina basada en algún motivo imaginario, y que si yo consiguiera hablar con él podría arreglar las cosas y acabaríamos otra vez juntos.

En ocasiones tengo la sensación de que les llevo kilómetros de ventaja. Así debió de sentirse Einstein cuando sus amigos no dejaban de repetirle: «El universo es recto, Albert, haznos caso», mientras él decía para sus adentros: «Yo sé que es curvo y un día os lo demostraré.»

Otra vez están hablando con los labios. Debo tranquilizarlos.

– No debéis preocuparos -les digo-. Porque yo ya he pasado a otra cosa. Bueno, vale, no he pasado del todo -me corrijo al ver su expresión escéptica-, pero sí he aceptado que Josh no quiere hablar. He asumido que eso no va a suceder. He aprendido mucho sobre mí misma y… ahora estoy en un buen momento. De veras.

Me pego una sonrisa postiza en la cara. Me da la sensación de estar cantando el mantra de un disparatado culto religioso. Debería llevar túnica y tocar la pandereta. «Hare hare… ya he pasado a otra cosa… Hare hare… estoy en un buen momento…»

Ambos se miran. No sé si me creen, pero al menos he encontrado un modo de que dejemos de una vez esta conversación peliaguda.

– ¡Así me gusta! -dice papá, aliviado-. Muy bien, Lara; sabía que lo lograrías. Y ahora puedes centrarte en la empresa que has montado con Natalie. Que obviamente va de maravilla…

Mi sonrisa se vuelve aún más beatífica.

– Por supuesto. -«Hare hare… mi negocio va de perlas… Hare hare… no es ningún desastre aunque lo parezca…»

– Me alegra tanto que lo hayas superado… -Mamá se acerca y me besa en la cabeza-. Y ahora será mejor que nos pongamos en marcha. Busca unos zapatos negros, anda.

Me pongo de pie dando un suspiro y me arrastro hasta mi habitación. Hace un día precioso y soleado y yo he de pasármelo en una espantosa ceremonia familiar provocada por la muerte de una desconocida de ciento cinco años. A veces la vida es un asco.

Cuando nos detenemos en el lúgubre aparcamiento del tanatorio de Potters Bar, me fijo en un corrillo agolpado junto a una puerta lateral. Distingo el destello de una cámara de televisión y veo un micrófono sobrevolando las cabezas.

– ¿Qué pasa? -Me asomo por la ventanilla-. ¿Tendrá que ver con el tío Bill?

– Seguramente -asiente papá.

– Creo que están haciendo un documental sobre él -interviene mamá-. Por su libro. Me lo comentó Trudy.

Esto es lo que pasa cuando hay una celebridad en la familia. Te acostumbras a estar rodeada de cámaras. Y también a que, cuando te presentas, la gente te pregunte: «¿Lington? No tendrás alguna relación con Lingtons Café, ¿no? ¡Ja, ja!» Se quedan de una pieza cuando respondes que sí.

Mi tío Bill es el Bill Lington que creó de la nada Lingtons Café a los veintiséis años, una cadena de cafés que se ha convertido en un imperio internacional. Su rostro aparece impreso en todas las tazas, lo cual lo ha vuelto más famoso que los Beatles. Lo reconocerías en el acto si lo vieras. Y ahora está todavía más en el candelero porque su autobiografía, Dos pequeñas monedas, salió el mes pasado y se ha convertido en un best seller. Puede que Pierce Brosnan interprete su papel en la película.

Desde luego, la he leído de cabo a rabo. Es la historia de cuando estaba sin blanca y se gastó sus últimos peniques en una taza de café: tenía un sabor tan asqueroso que se le ocurrió montar una cafetería. Abrió una, luego fundó una cadena y ahora es prácticamente el amo del mundo. Lo han apodado «el Alquimista» y, según aseguraba un artículo el año pasado, toda la gente del mundo de los negocios querría conocer el secreto de su éxito.

Por eso empezó sus seminarios Dos Pequeñas Monedas. Hace unos meses, yo misma asistí en secreto a uno de ellos. Por si podía pillar alguna pista para dirigir una nueva empresa. Había doscientas personas, todas absorbiendo cada una de sus palabras, y al final teníamos que lanzar dos monedas al aire y decir: «Éste es el comienzo.» Una situación completamente falsa y más bien embarazosa, aunque la gente que me rodeaba parecía en estado de trance. Yo escuché con mucha atención y sin perderme un ripio, y todavía no entiendo cómo lo consiguió.

Quiero decir: tenía veintiséis años cuando ganó su primer millón. ¡Veintiséis! Abrió un negocio y se convirtió en un triunfador en el acto. Mientras que yo abrí mi empresa hace seis meses y sólo me he convertido en una chiflada en el acto.

– ¡Quizá Natalie y tú también escribáis un día un libro sobre vuestro negocio! -dice mamá, como si pudiera leerme el pensamiento.

– El éxito está a la vuelta de la esquina -añade papá con buena fe.

– ¡Mirad, una ardilla! -Me apresuro a señalarla por la ventanilla. Mis padres se han mostrado tan animosos con mi nuevo trabajo que no puedo contarles la verdad. Prefiero cambiar de tema cada vez que lo sacan a relucir.

Bueno, para ser exactos, no es que mamá se mostrara muy animosa al principio. De hecho, podría afirmarse sin faltar a la verdad que cuando anuncié que dejaba mi trabajo de marketing y que iba a invertir todos mis ahorros en abrir una empresa de cazatalentos (aunque en mi vida había hecho nada parecido ni sabía nada al respecto), a ella se le fundieron de golpe todos los circuitos.

Pero se calmó cuando le expliqué que iba a asociarme con mi mejor amiga, Natalie; que ella era una alta ejecutiva de cazatalentos, que se pondría al frente del negocio al principio y que yo me ocuparía de la parte administrativa y el marketing, mientras aprendía a cazar talentos por mí misma. Añadí que ya teníamos varios contratos en ciernes y que pagaríamos el crédito del banco en un abrir y cerrar de ojos.

Parecía un plan genial. Era un plan genial. Hasta que Natalie se fue de vacaciones hace un mes, se enamoró de un ligón playero de Goa y una semana después me envió un mensaje para anunciarme que no sabía exactamente cuándo volvería, pero que todos los asuntos pendientes estaban en el ordenador y que no tendría problemas en coger las riendas, que el surf allá en Goa era fabuloso, que yo también debería hacer una escapada, muchos besos, Natalie.

Nunca volveré a meterme en negocios con Natalie. ¡Uff!

– ¿Este trasto está apagado? -pregunta mamá, apretando botones en su móvil sin saber muy bien lo que hace-. Sólo faltaría que se pusiera a sonar durante el servicio.

– Déjame ver. -Papá se detiene en una plaza de aparcamiento, apaga el motor y coge el teléfono-. Debes ponerlo en modo silencioso.

– ¡No! -exclama mamá, alarmada-. Quiero apagarlo. El modo silencioso podría fallar.

– Bueno, ya está. -Papá pulsa el botón lateral-. Apagado. -Se lo devuelve a mamá, que lo examina con inquietud.

– ¿Y si se enciende solo dentro del bolso? -Nos mira con aprensión-. Le pasó a Mary, la del club náutico, ¿no lo sabíais? El cacharro cobró vida en su bolso y empezó a sonar justo cuando estaba de jurado en un tribunal. Dicen que debió de darle un golpe, o que lo tocó sin querer…

Ha empezado a alzar la voz, casi le falta el aliento. Ahora es cuando mi hermana Tonya perdería la paciencia y le soltaría: «¡No seas idiota, mamá! ¡No va a encenderse solo!»

– Mami. -Se lo quito de las manos con delicadeza-. ¿Qué tal si lo dejamos en el coche?

– Tienes razón. -Parece relajarse un poco-. Sí, buena idea. Lo dejaré en la guantera.

Miro a papá, que me devuelve una sonrisa de complicidad. Pobre mamá, con todas esas ideas absurdas circulando en la cabeza… Necesita con urgencia ver las cosas en su justa proporción.

Al acercarnos al tanatorio oigo el peculiar acento del tío Bill. Nos abrimos paso entre la pequeña aglomeración y ahí está, con su chaqueta de cuero, su bronceado permanente y su pelo esponjoso. Todo el mundo sabe que tío Bill está obsesionado con su pelo. Lo tiene espeso, exuberante y negro azabache, y si algún periódico se atreve a insinuar que se lo tiñe, amenaza con ponerle una demanda.

– La familia es lo primero -está diciéndole a un entrevistador con tejanos-. La familia es la roca en que todos nos apoyamos. Si he de modificar mi agenda por un funeral familiar, lo hago sin vacilar.

Percibo la oleada de admiración que sacude a todos los presentes. Una chica que sujeta un vaso de plástico de Lingtons parece fuera de sí y le susurra a su amiga: «¡Es él, es él!»

– Si pudiéramos dejarlo aquí… -Es uno de sus ayudantes, dirigiéndose al periodista-. Bill tiene que entrar en el tanatorio. Gracias, chicos. Sólo unos cuantos autógrafos -añade mirando a los curiosos.

Esperamos en un lado con paciencia hasta que todos consiguen que el tío Bill les firme con un rotulador sus vasos de café y sus recordatorios del funeral. La cámara no deja de filmar. Al fin, cuando todos se alejan, él se acerca a nosotros.

– Qué tal, Michael. Me alegro de verte. -Le estrecha la mano a papá, pero de inmediato se vuelve hacia su asistente-. ¿Tienes a Steve al teléfono?

El ayudante se apresura a tenderle un móvil.

– Hola, Bill. -Papá siempre lo trata con toda cortesía-. Ha pasado bastante tiempo desde la última vez. ¿Cómo te va todo? Felicidades por tu libro.

– ¡Gracias por el ejemplar dedicado! -añade mamá.

Bill nos hace un gesto rápido y dice por el móvil:

– Steve, recibí tu correo.

Mis padres se miran. Evidentemente, la plática familiar ha concluido.

– Entremos a averiguar dónde es exactamente -susurra mamá-. ¿Vienes, Lara?

– Me quedo aquí un segundo -respondo en un impulso-. Nos vemos dentro.

Aguardo a que desaparezcan y me acerco al tío Bill. Se me acaba de ocurrir un plan diabólico. En su seminario, él aseguraba que la clave del éxito para un empresario consiste en pillar las oportunidades al vuelo. Bueno, pues yo soy una empresaria, ¿no? Y esto es una oportunidad, ¿verdad?

Espero hasta que parece terminar su conversación y le digo con voz titubeante:

– Hola, tío Bill. ¿Podría hablar contigo un momento?

– Espera -dice alzando una mano y poniéndose su BlackBerry en el oído-. Qué tal, Paulo. ¿Qué pasa? -Se vuelve hacia mí y me hace una seña, como dándome la entrada.

– ¿Sabías que ahora soy cazatalentos? -digo con una sonrisa nerviosa-. Me he asociado con una amiga. Nos llamamos L amp;N Selección de Ejecutivos. ¿Puedo hablarte un momento de nuestra empresa?

Él me examina, ceñudo.

– Espera un momento, Paulo -dice.

¡Hala! ¡Ha dejado la llamada en espera! ¡Por mí!

– Estamos especializadas en buscar personas motivadas y altamente cualificadas para ocupar cargos directivos de primera línea -le comento, tratando de no aturullarme-. ¿Sería posible que hablara con alguien de tu departamento de recursos humanos para explicarle cuáles son nuestros servicios y quizá encontrar alguna forma de colaborar…?

– Lara. -Levanta la mano-. ¿Qué dirías si te pusiera en contacto con mi jefa de recursos humanos y le dijera: «Es mi sobrina, dale una oportunidad»?

Siento una descarga de placer. Quiero cantar el Aleluya. La apuesta ha valido la pena.

– Diría que muchísimas gracias, tío Bill -respondo, procurando mantener el tipo-. Lo haría lo mejor posible, trabajaría las veinticuatro horas, incluidos sábados y domingos, y te estaría inmensamente…

– No -me corta-. Lo que pasaría es que te perderías el respeto a ti misma.

– ¿Có… cómo? -farfullo desconcertada.

– Te digo que no. -Me lanza una sonrisa deslumbrante-. Y estoy haciéndote un favor, Lara. Si lo logras por tus propios medios, te sentirás mucho mejor. Sentirás que te lo has ganado.

– Vale. -Trago saliva; la cara me arde de humillación-. O sea, yo quiero ganármelo. Quiero trabajar duro. Sólo pensaba que tal vez…

– Si yo he podido con un par de monedas, también podrás tú, Lara. -Me sostiene la mirada-. Cree en ti misma. Cree en tu sueño. Toma.

No, por favor.

Se ha llevado la mano al bolsillo y ahora me tiende dos monedas de diez peniques.

– Éstas son tus dos pequeñas monedas. -Me dirige una mirada penetrante y positiva, la misma que exhibe en el anuncio de la tele-. Cierra los ojos, Lara. Siéntelo. Créelo. Di: «Éste es el comienzo.»

– Éste es el comienzo -musito, muerta de vergüenza-. Gracias.

Él asiente y luego retoma su llamada.

– Paulo, perdona la interrupción.

Me alejo, todavía abochornada. Para esto sirve pillar la ocasión al vuelo. Para esto sirve buscar contactos. Lo único que deseo ahora es que este absurdo funeral acabe cuanto antes y volver a casa.

Rodeo el edificio, cruzo las puertas de cristal del tanatorio y entro en un vestíbulo con sillas tapizadas, fotografías de aves y ambiente reposado. No hay nadie a la vista, ni siquiera en el mostrador de recepción.

Oigo un cántico detrás de una puerta de madera clara. Joder, ya han empezado. Voy a perdérmelo. Abro la puerta a toda prisa y, en efecto, hay hileras de bancos llenos de gente. La sala está tan abarrotada que los de detrás han de hacerse a un lado para dejarme pasar. Me quedo en un discreto rincón.

Mientras miro alrededor tratando de localizar a mis padres, me siento abrumada por la cantidad de gente que hay. Y por las flores. Los laterales están ocupados de arriba abajo por preciosos arreglos florales de color blanco y crema. Oigo una voz femenina cantando Pie Jesu, pero la gente que tengo delante me impide ver nada. Muy cerca, una pareja gimotea y a una niña le resbalan lágrimas por las mejillas. Me siento un poco culpable. Toda esta gente ha venido por mi tía abuela y yo ni siquiera llegué a conocerla.

Tampoco envié flores, ahora caigo en la cuenta, menuda vergüenza. ¿Debería haber mandado una tarjeta o algo así? Dios, espero que mis padres se hayan encargado de todo.

La música es tan sugerente y la atmósfera tan emotiva que no puedo impedir que los ojos se me humedezcan. A mi lado, una anciana con un sombrero negro de terciopelo me mira y chasquea la lengua con simpatía.

– ¿No tienes pañuelo, querida? -me susurra.

– No.

Abre su enorme y anticuado bolso de charol. Me llega un inesperado olor a alcanfor y atisbo dentro varios pares de gafas, pastillas de menta, horquillas para el pelo, una caja etiquetada como «Cordel» y medio paquete de galletas digestivas.

– Siempre hay que llevar pañuelos en un funeral. -Me ofrece uno.

– Gracias. -Me trago las lágrimas y cojo uno-. Muy amable. Soy la sobrina nieta.

Ella asiente con aire compasivo.

– Qué momento terrible. ¿Cómo lo lleva la familia?

– Eh… bueno… -Doblo el pañuelito sin saber qué decir. No puedo soltarle: «A nadie le importa mucho; de hecho, el tío Bill sigue ahí fuera con su BlackBerry»-. En momentos así hemos de apoyarnos mutuamente -improviso por fin.

– Así es. -La anciana asiente con seriedad, como si le hubiera dicho algo muy profundo y no una frase sacada de una postal de Hallmark-. Hemos de apoyarnos unos a otros. -Me estrecha la mano-. Me encantaría charlar contigo, querida, cuando te venga bien. Es un honor para mí conocer a cualquier pariente de Bert.

– Gracias… -empiezo, pero me detengo. ¿Bert? Mi tía no se llamaba Bert, estoy segura. Mejor dicho, me consta: se llamaba Sadie.

– ¿Sabes?, te pareces mucho a él. -La mujer me examina con atención.

Mierda. Me he equivocado de funeral.

– Yo diría que la frente… Y tienes su nariz. ¿Nunca te lo han dicho, querida?

– Sí, a veces -respondo a tontas y a locas-. Pero ahora tengo que… Gracias por el pañuelo… -Y empiezo a abrirme paso otra vez hacia la puerta.

– Es la sobrina nieta de Bert -oigo que informa la ancianita a mi espalda-. Está muy afectada, pobrecilla.

Me abalanzo sobre la puerta y salgo al vestíbulo, donde mamá y papá están en compañía de una mujer de pelo gris y con un montón de recordatorios en la mano.

– ¡Lara! ¿Dónde te habías metido? -Mamá mira la puerta, perpleja-. ¿Qué hacías ahí dentro?

– ¿Estaba en el funeral del señor Cox? -pregunta la mujer de cabello gris.

– Me he perdido. No sabía adónde tenía que ir. Deberían poner un cartel en cada puerta.

Ella alza una mano y señala un rótulo de plástico que hay justo encima del dintel: «Bertram Cox. 13.30.»

Maldición. ¿Cómo no lo he visto?

– Bueno… -Procuro recobrar la compostura-. Vamos. Tenemos que conseguir asiento.


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