Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
сообщить о нарушении
Текущая страница: 5 (всего у книги 26 страниц)
– No es que sea muy guapo, ¿no? Quiero champán -añade en tono imperioso. Los ojos se le iluminan mirando mi copa.
No le hagas caso. Es una alucinación. Sólo existe en tu mente.
– ¿Lara? ¿Te encuentras bien?
– Perdona, Clive. -Me vuelvo precipitadamente-. Es que me he distraído con… el carrito de los quesos. ¡Parecen tan deliciosos!
Ay, Dios, no le ha hecho gracia. Tengo que encarrilar las cosas, deprisa.
– La pregunta que debes hacerte, Clive -me inclino hacia delante con decisión-, es ésta: «¿Volverá a presentarse una oportunidad semejante?» Es una ocasión única para trabajar con una gran marca, para utilizar tu probado talento y tus envidiables dotes de liderazgo…
– ¡Quiero champán!
Para mi horror, Sadie se ha plantado a mi lado y hace ademán de coger mi copa, aunque su mano la atraviesa sin moverla siquiera.
– ¡Córcholis! ¡No consigo cogerla! -Hace un nuevo intento, y otro más, y luego me mira enfurruñada-. ¡Qué fastidio!
– ¡Basta! -siseo.
– ¿Cómo? -Clive arquea sus espesas cejas.
– ¡No es a ti, Clive! Es que se me ha atascado algo en la garganta… -Cojo mi copa y bebo un trago de agua.
– ¿Has encontrado ya mi collar? -pregunta Sadie con tono acusador.
– No -murmuro detrás de la copa-. ¡Lárgate!
– ¿Y qué haces aquí sentada? ¿Por qué no estás buscándolo?
– ¡Clive! -Intento concentrarme otra vez en él-. Perdona. ¿Qué estaba diciendo?
– Mis envidiables dotes de liderazgo -repite sin esbozar siquiera una sonrisa.
– ¡Exacto! ¡Tus envidiables dotes de liderazgo! Eh… Así que la cuestión es…
– ¿No has buscado por ninguna parte? -Sadie acerca la cabeza a la mía-. ¿Te tiene sin cuidado encontrarlo?
– Así que… lo que trato de decir es… -Reúno toda mi fuerza de voluntad para no ahuyentarla de un manotazo-. En mi opinión, este trabajo sería un magnífico paso estratégico, un trampolín perfecto para tu futuro profesional, y además…
– ¡Debes encontrar mi collar! ¡Es importante! ¡Muy, muy…!
– Además, sé que los beneficios del generoso acuerdo…
– ¡Para de desdeñarme! -Sadie ha pegado prácticamente la cara a la mía-. ¡Para de hablar! ¡Para de…!
– ¡¡¡Cierra el pico y déjame en paz!!!
Mierda.
¿Eso ha salido de mi boca?
Por la expresión anonadada con que Clive abre sus ojos de rana, deduzco que sí. En dos mesas cercanas la conversación se ha interrumpido en seco, y nuestro engreído camarero también ha hecho una pausa para mirar. El murmullo de cubiertos parece haberse extinguido. Hasta las langostas se han apostado en un extremo del acuario para no perderse el espectáculo.
– ¡Clive! -Suelto una risa estrangulada-. No pretendía… obviamente, no hablaba contigo…
– Lara. -Me lanza una mirada hostil-. Ten por favor la cortesía de decirme la verdad.
Las mejillas me arden del sofoco.
– Sólo estaba… -Me aclaro la garganta. ¿Qué puedo decir?
«Estaba hablando conmigo misma.» No.
«Estaba hablando con una visión.» No.
– No soy idiota -me corta, desdeñoso-. No es la primera vez que me pasa.
– Ah, ¿no? -Lo miro, perpleja.
– He tenido que soportarlo en reuniones de alto nivel, en almuerzos con directores… Pasa en todas partes. Las BlackBerry ya eran una lata, pero estos aparatos de manos libres son una auténtica amenaza. ¿Sabes cuántos accidentes de tráfico provoca la gente como tú?
Manos libres… ¿Se refiere a…?
¡Cree que estaba al teléfono!
– Yo no… -empiezo por inercia, pero me detengo. Estar hablando por teléfono es la opción menos demencial. Será mejor que me aferré a ella.
– Pero esto ya es lo último -dice amenazador y resoplando de furia-. Atender una llamada durante un almuerzo personalizado. Confiando en que no me daría cuenta. ¡Es una falta de respeto inaudita, joder!
– Perdona -digo humildemente-. Lo… lo voy a apagar. -Me llevo una mano a la oreja y simulo desconectar el auricular.
– Pero… ¿dónde lo tienes? -Arruga el ceño-. No veo nada.
– Es diminuto. Muy discreto.
– ¿El nuevo Nokia?
Me mira la oreja más de cerca. Mierda.
– Eh, bueno, de hecho… lo llevo incrustado en los pendientes. -Espero sonar convincente-. Tecnología punta. Escucha, Clive, lamentó mucho haberme distraído. Yo… no he valorado la situación como correspondía. Pero soy totalmente sincera en lo que se refiere al puesto en Leonidas Sports. O sea, que si me permites resumir lo que estaba diciendo…
– Debes de estar de broma.
– Pero…
– ¿Crees que voy a hacer negocios contigo después de esto? -Deja escapar una risa breve y nada divertida-. Eres tan poco profesional como tu socia, que ya es decir. -Para mi horror, echa la silla hacia atrás y se pone en pie-. Pensaba darte una oportunidad, pero olvídalo.
– ¡No, espera! ¡Por favor! -suplico presa del pánico.
Pero él ya se aleja con paso raudo entre las mesas, cuyos ocupantes lo miran boquiabiertos.
Siento frío y calor al mismo tiempo mientras contemplo la silla vacía. Tomo la copa de champán con mano temblorosa y bebo tres largos tragos. No hay más que hablar. La he cagado. Mi gran esperanza, malograda.
De todos modos, ¿qué pretendía decir con eso de que soy «tan poco profesional como mi socia»? ¿Habrá oído algo de la espantada de Natalie? ¿Lo sabrá ya todo el mundo?
– ¿Va a volver el caballero? -El camarero me saca de mi trance acercándose con una fuente de madera donde hay un plato cubierto con una campana plateada.
– No lo creo -digo, roja de humillación y con la vista clavada en el mantel.
– ¿Me llevo su comida a la cocina?
– ¿He de pagarla, de todos modos?
– Lamentablemente, sí, señora. -Me dedica una sonrisa condescendiente-. Puesto que ya se ha hecho el pedido y todo se cocina con ingredientes frescos…
– Entonces lo tomaré yo.
– ¿Todo? -se asombra.
– Sí. -Alzo la barbilla, desafiante-. ¿Por qué no? Ya que voy a pagarlo, primero me lo comeré.
– Muy bien. -Baja la cabeza, deposita ante mí la fuente y saca el cubreplato-. Media docena de ostras frescas en hielo picado.
No he comido ostras en mi vida. Siempre he encontrado repulsivo su aspecto. Vistas de cerca, todavía parecen más asquerosas. Pero no voy a reconocerlo.
– Gracias -digo secamente.
El camarero se retira y me quedo mirando las seis ostras. Estoy decidida a soportar este absurdo almuerzo hasta el final. Pero noto una tensión peculiar en los pómulos; si no me contuviera, el labio inferior me temblaría.
– ¡Ostras! ¡Adoro las ostras! -Para mi incredulidad, Sadie aparece otra vez ante mí, se desploma lánguidamente en la silla vacía de Clive y dice, mirando alrededor-: Este sitio es divertido. ¿Tiene cabaret?
– No te oigo -murmuro, feroz-. No te veo. No existes. Voy a ir al médico para conseguir una medicina y librarme de ti.
– ¿Adónde ha ido tu amante?
– No era mi amante -le espeto bajando la voz-. Estaba intentando hacer negocios con él y la cosa se ha estropeado por tu culpa. Lo has echado todo a perder. Todo.
– Ah. -Arquea las cejas sin el menor arrepentimiento-. No veo cómo puedo haberlo hecho si no existo.
– Pues lo has hecho. Y ahora estoy aquí acorralada, ante estas absurdas ostras que ni me gustan ni puedo permitirme, y ni siquiera sé cómo se comen…
– ¡Es muy fácil comerse una ostra!
– Qué va.
En la mesa contigua, una rubia con un vestido estampado le da un codazo a una de sus emperifolladas acompañantes mientras me señala con disimulo. Estoy hablando sola. Debo de parecer una chiflada. Cojo un panecillo y empiezo a untarlo de mantequilla sin mirar a Sadie.
– Disculpe. -La rubia se inclina hacia mí con una sonrisa-. No he podido evitar oírla. No quisiera interrumpir, pero… ¿ha dicho que lleva un teléfono incrustado en un pendiente?
Le sostengo la mirada mientras me devano los sesos para encontrar otra respuesta que no sea «sí».
– Sí -digo por fin.
La mujer se tapa la boca con una mano.
– Increíble. ¿Cómo funciona?
– Tiene un… chip especial. De última generación. Japonés.
– He de conseguir uno. -Observa maravillada mis pendientes de Claire’s Accessories (5,99 libras)-. ¿Dónde los venden?
– Éste es un prototipo. Estarán a la venta en un año.
– Bueno, ¿y usted cómo lo ha conseguido? -Me lanza una mirada agresiva.
– Bueno… es que conozco a unos japoneses. Lo siento.
– ¿Puedo verlo? -Extiende la mano-. ¿Le importaría quitárselo un momento para mostrármelo?
– Es que… ahora mismo me está entrando una llamada. Noto la vibración.
– Yo no veo nada. -Escruta mi oreja con aire incrédulo.
– Es muy sutil -digo a la desesperada-. Microvibraciones. Eh… ¿qué tal, Matt? Sí, puedo hablar.
Le hago gestos de disculpa a la mujer, que vuelve a su comida de mala gana. Veo que me señala y les habla de mí a sus amigas.
– Pero ¿qué dices? -Sadie me mira con desdén-. ¿Cómo va a haber un teléfono en un pendiente? Parece un acertijo.
– No lo sé. No empieces a darme la lata tú también. -Pincho una ostra sin ningún entusiasmo.
– ¿De veras no sabes cómo se comen las ostras?
– Nunca las he comido.
Sadie menea la cabeza.
– Coge el tenedor. El de marisco. ¡Venga! -Le lanzo una mirada suspicaz, pero obedezco-. Has de desprenderla por todos lados, asegurarte de que está despegada del caparazón… Ahora échale un chorrito de limón y tómala. Así. -Hace el gesto para mostrármelo y yo la imito-. Echa la cabeza atrás y trágatela. Toda. ¡Como vaciando la copa de un trago!
Es como tragarse un trozo gelatinoso de mar. Me las arreglo para sorberlo todo ruidosamente, tomo la copa y bebo un buen trago de champán.
– ¿Has visto? -Sadie me mira con gula-. ¿A que es deliciosa?
– Pse, está bien -digo a regañadientes.
Dejo la copa y la observo en silencio. Está repantigada en la silla como si fuera la dueña del local: con un brazo extendido a un lado y el bolsito colgado de la muñeca con su cadenita de cuentas.
Es un producto de mi fantasía, me digo. Una invención de mi subconsciente. Aunque… mi subconsciente no sabe cómo se come una ostra, ¿no?
– ¿Qué pasa? -dice, adelantando la barbilla-. ¿Por qué me miras así?
Mi cerebro se aproxima muy lentamente a una conclusión. A la única posible.
– Eres un fantasma, ¿no? -digo por fin-. No eres una alucinación, sino un fantasma de verdad, vivito y coleando.
Ella se encoge de hombros, como si no le interesara el tema.
– ¿No es cierto?
Tampoco ahora responde. Tiene la cabeza ladeada y se mira las uñas. Quizá no quiera ser un fantasma. Bueno, pues mala suerte. Porque lo es.
– Eres un fantasma. Estoy segura. ¿Y yo qué soy, entonces? ¿Una médium?
Un hormigueo me recorre la cabeza mientras digiero esta revelación. Siento escalofríos. Puedo hablar con los muertos. Yo, Lara Lington. Siempre he sabido que era distinta.
Imagínate todas las implicaciones. ¡Piensa en lo que significa! Quizá empiece a hablar con otros fantasmas. Con montones de ellos. Dios mío, ¡podría tener mi propio programa en la tele! ¡Hacer giras por todo el mundo! ¡Ser famosa! Tengo una repentina visión de mí misma en un plato, atrayendo espíritus y almas en pena mientras el público observa con ojos desorbitados. Con un arranque de excitación, me inclino sobre la mesa.
– ¿Conoces a otras personas muertas? ¿Puedes presentármelas?
– No. -Sadie se cruza de brazos y pone morritos-. A ninguna.
– ¿Has conocido a Marilyn? ¿Y a Elvis? ¿O… a la princesa Diana? ¿Es simpática? ¿Y a Mozart? -Casi me marean las posibilidades que se despliegan en mi imaginación-. Es alucinante. Tienes que describírmelo. Contarme cómo son las cosas… ahí.
– ¿Dónde?
– Ahí… Ya me entiendes.
– No he ido a ninguna parte. -Me mira con ceño-. No he conocido a nadie. Me despierto y es como si estuviera en un sueño. Un sueño espantoso. Porque yo sólo quiero mi collar, pero ¡la única persona que me entiende se niega a ayudarme! -Me lanza una mirada tan acusadora que consigue indignarme.
– Bueno, si no te hubieras presentado y lo hubieras estropeado todo, esa persona tal vez tendría ganas de ayudarte. ¿No se te ha ocurrido pensarlo?
– ¡Yo no he estropeado nada!
– ¡Cómo que no!
– Te he enseñado a comer ostras, ¿no?
– ¡No necesitaba aprender a comerme una ostra asquerosa! Lo que quería era que mi candidato no se retirara.
Por un instante, parece acorralada. Pero enseguida alza la barbilla otra vez.
– No sabía que era tu candidato. Pensaba que era tu amante.
– Bueno, pues ahora mi empresa está hundida. Y yo no puedo permitirme esta comida absurda. Un desastre completo. Y todo por tu culpa.
Cojo otra ostra, malhumorada, y empiezo a sacarla con el tenedor. Le echo un vistazo a Sadie. Todos sus ánimos parecen haberse evaporado. Ahora se abraza las rodillas con ese aire alicaído de flor marchita. Me mira a los ojos y baja otra vez la cabeza.
– Lo siento mucho -susurra-. Te pido perdón por haberte causado tantos problemas. Si pudiera comunicarme con otra persona, te aseguro que lo haría.
Ahora soy yo la que se siente mal, claro.
– Mira -le digo-, no es que no quiera ayudarte…
– Es mi último deseo. -Sadie me mira con sus ojos oscuros y aterciopelados y con un triste mohín en los labios-. Es mi único deseo. No quiero nada más, no te pediré ninguna otra cosa. Sólo mi collar. Sin él no puedo descansar. No puedo…
Se interrumpe y mira para otro lado, como incapaz de terminar la frase; o como si no quisiera terminarla.
Pisamos un terreno delicado. Pero estoy demasiado intrigada para dejarlo pasar.
– Cuando dices que «no puedes descansar» sin tu collar -intento aventurarme con delicadeza-, ¿te refieres a sentarte y relajarte? ¿O a «descansar» en el sentido de irte…? -Veo su expresión glacial y me corrijo-. O sea, al otro mun… quiero decir, de pasar a mejor… de alcanzar la otra… -Me restriego la nariz, sofocada.
Por Dios, esto es un campo minado. ¿Cómo debería decirlo? ¿Cuál es la expresión políticamente correcta?
– O sea -intento una aproximación distinta-, ¿cómo funciona exactamente?
– ¡No sé cómo funciona! No me han dado un folleto de instrucciones, ¿sabes? -dice en tono cáustico, pero detecto un destello de inseguridad en sus ojos-. Yo no quiero estar aquí. Me he encontrado aquí. Y lo único que sé es que he de recuperar mi collar. Sólo eso. Y que necesito tu ayuda.
Se hace un silencio. Me trago otra ostra, la cabeza llena de pensamientos incómodos. Es mi tía abuela. Y es su último deseo. Debería esforzarme en satisfacerla. Aunque parezca absurdo e imposible.
– Sadie -digo suspirando-, si encuentro tu collar, ¿te irás y me dejarás en paz?
– Sí.
– ¿Para siempre?
– Sí. -Sus ojos han empezado a brillar de nuevo.
Cruzo los brazos con severidad.
– Si busco tu collar con todas mis fuerzas, pero no puedo encontrarlo porque se perdió hace tropecientos años o porque (más probable aún) nunca existió, ¿te irás igualmente?
Se produce una pausa. Sadie parece enfurruñada.
– Existió -dice.
– ¿Te irás igualmente? -insisto-. Porque yo no pienso pasarme todo el verano embarcada en una absurda búsqueda del tesoro…
Me mira ceñuda, sin duda pensando en una réplica para desarmarme. Pero no la encuentra.
– Muy bien -acepta al fin.
– De acuerdo. Trato hecho. -Alzo mi copa-. Por el éxito de nuestra búsqueda.
– ¡Venga! ¡Empieza a buscar! -Vuelve la cabeza a ambos lados con impaciencia, como si fuéramos a empezar aquí mismo, en el restaurante.
– ¡No podemos buscar al tuntún! Debemos actuar metódicamente. -Hurgo en el bolso, saco el dibujo y lo despliego sobre la mesa-. Muy bien. Haz memoria. ¿Cuándo fue la última vez que lo llevaste?
Capítulo 5
El hogar de ancianos Fairside está en una calle arbolada de aspecto residencial. Es un edificio de doble fachada, todo de ladrillo rojo, con visillos en las ventanas.
Lo examino desde la acera de enfrente y miro a Sadie, que me ha seguido en silencio desde la estación de Potters Bar. Ha venido conmigo en tren, pero apenas la he visto, porque se ha pasado todo el rato revoloteando por el vagón, mirando a la gente, surgiendo del suelo de repente para enseguida desaparecer de nuevo.
– Así que es aquí donde vivías -digo con una vivacidad que suena algo falsa-. ¡Es muy bonito! Y con un jardín encantador -añado, señalando un par de arbustos birriosos.
Sadie no contesta. La observo y percibo una sombra de tensión en su pálido rostro. Debe de resultarle extraño volver aquí. Me pregunto hasta qué punto recuerda el lugar.
– Oye, ¿cuántos años tienes? -le digo con curiosidad-. Bueno, ya sé que tienes ciento cinco. Pero quiero decir ahora. Tal como eres… en este momento.
Sadie parece desconcertada. Se mira los brazos, examina su vestido y palpa, pensativa, la tela.
– Veintitrés -dice al fin-. Sí, creo que veintitrés.
Hago un rápido cálculo mental. Murió a los ciento cinco, lo cual significa que…
– Tenías veintitrés en mil novecientos veintisiete.
– ¡Exacto! -Su expresión se anima-. El día de mi cumpleaños mis amigas se quedaron a dormir en casa. Bebimos gin fizz toda la noche y bailamos hasta el alba… ¡Ay, cómo añoro esas fiestas! -Se abraza a sí misma-. ¿Vosotras también os pasáis toda la noche de juerga?
Me pregunto si un ligue de una noche entrará en la misma categoría de juerga…
– No sé si es exactamente lo mismo… -Me interrumpo al ver la cara de una mujer que me observa desde la ventana más alta-. Anda, vamos allá.
Cruzo deprisa la calle, subo por el sendero hasta la enorme puerta principal y pulso el botón del interfono.
– ¿Hola? -digo-. No, no tenía cita.
Se oye girar la llave en la cerradura y se abre la puerta. Una enfermera de uniforme azul me recibe con una ancha sonrisa. Es una mujer de treinta y pocos años, con el pelo recogido y una cara rolliza y lechosa.
– ¿Qué desea?
– Bueno, verá, me llamo Lara y he venido a causa de una… antigua residente. -Le echo un vistazo a Sadie.
Ha desaparecido.
Escruto el jardín de una ojeada, pero se ha esfumado del todo. Maldita sea, me ha dejado en la estacada.
– ¿Una antigua residente? -apunta la enfermera.
– Sí… Sadie Lancaster.
– ¡Sadie! -Su expresión se ablanda en el acto-. ¡Pase! Yo soy Ginny, la enfermera jefe.
La sigo por un vestíbulo cubierto de linóleo. Huele a cera de abeja y desinfectante. Todo está en silencio, aparte del chirrido de las suelas de goma de la enfermera y el sonido lejano de un televisor. Por una puerta vislumbro a dos ancianas sentadas, con mantitas de ganchillo en las rodillas.
A decir verdad, nunca he conocido a una persona mayor. Muy, muy mayor, quiero decir.
– ¡Hola! -Saludo nerviosamente con la mano a una señora de pelo blanco cuando pasamos por su lado. Su rostro se contrae en una mueca de angustia. La he pifiado-. Perdone -le digo en voz baja-. No pretendía…
Enseguida se le acerca otra enfermera y yo me apresuro a seguir a Ginny. Espero que no se haya dado cuenta.
– ¿Es usted de la familia? -me pregunta, haciéndome pasar a una salita.
– Soy la sobrina nieta.
– ¡Estupendo! -exclama, encendiendo el calentador de agua-. ¿Una taza de té? Estábamos esperando que llamase alguien. No ha venido nadie a recoger sus cosas.
– Para eso venía. -Titubeo y decido lanzarme-. Estoy buscando un collar que creo que perteneció a Sadie. Un collar de cuentas de cristal, con una libélula montada sobre diamantes de imitación. -Sonrío como disculpándome-. Sé que no es fácil y supongo que usted ni siquiera…
– Ya sé a cuál se refiere.
– ¿Qué? -La miro como una tonta-. ¿Quiere decir que… existe?
– Sadie tenía algunas cosas preciosas. -Sonríe-. Pero ésa era su preferida. Siempre se ponía ese collar.
– ¡Vaya! -Trago saliva, sin perder la compostura-. ¿Podría verlo?
– Estará en la caja -dice-. Debo pedirle que rellene primero un impreso… ¿Lleva algún documento que la identifique?
– Claro. -Hurgo en el bolso con el corazón a cien. No puedo creer que haya sido tan fácil.
Mientras relleno los datos del formulario, sigo echando vistazos alrededor, pero Sadie no aparece por ningún lado. ¿Dónde se ha metido? ¡Se está perdiendo el gran momento!
– Aquí está. -Le entrego la hoja a Ginny-. Entonces, ¿puedo llevarme la caja? Soy prácticamente el pariente más cercano.
– Los abogados nos dijeron que sus parientes más cercanos no tenían interés en recoger sus efectos personales. Sus sobrinos, ¿no? Nunca los vimos por aquí.
– Ah. -Me sonrojo-. Mi padre y mi tío.
– Los hemos conservado por si cambiaban de opinión. -Ginny abre una puerta batiente-. Pero no veo impedimento para que se los lleve usted. -Se encoge de hombros-. No es gran cosa, la verdad. Aparte de esas pocas alhajas… -Se detiene ante un tablón de anuncios y señala una foto con gesto cariñoso-. ¡Aquí está! ¡Ésta es nuestra Sadie!
Es la misma anciana arrugadita de la otra foto. Aparece envuelta en un chal rosa de encaje y lleva una cinta en su pelo de algodón de azúcar. Noto un pequeño nudo en la garganta mientras examino la foto. No consigo relacionar esa cara diminuta y cubierta de arrugas con el perfil elegante y orgulloso de Sadie.
– Ésta es de cuando cumplió los ciento cinco -dice Ginny, señalando otra fotografía-. Ha sido nuestra residente más longeva, ¿sabe? Recibió un telegrama de la reina.
En la foto, Sadie está detrás de un pastel de cumpleaños y las enfermeras se apiñan alrededor con tazas de té, amplias sonrisas y sombreritos de fiesta. Mientras las contemplo, siento cada vez más vergüenza. ¿Cómo no estábamos allí? ¿Por qué no la rodeábamos nosotros: mamá, papá y yo, y todos los demás?
– Ojalá hubiese asistido. -Me muerdo el labio-. Quiero decir… yo no sabía…
– No es fácil. -Ginny me sonríe sin ningún reproche, cosa que me hace sentir peor-. No se preocupe. Ella era bastante feliz. Y estoy segura de que le habrán dado una magnífica despedida.
Me acuerdo del miserable funeral en aquella sala vacía y me siento peor todavía.
– Sí, más o menos… ¡Eh! -Un detalle de la fotografía me ha llamado la atención-. ¡Un momento! ¿Es ése?
– Sí, el collar de la libélula -asiente Ginny-. Puede quedarse la foto si quiere.
La saco del tablón, mareada de incredulidad. Aquí está. Perfectamente a la vista, destacado sobre los pliegues del chal de mi tía abuela. Ahí están las cuentas de cristal. Y ahí la libélula con diamantes de imitación incrustados. Tal como lo describió. ¡Es real!
– Lamento que ninguna de nosotras pudiese asistir al funeral. -Ginny suspira mientras avanzamos por el pasillo-. Hemos tenido muchos problemas de personal esta semana. Pero hicimos un brindis por ella durante la cena… ¡Aquí las tenemos! Las cosas de Sadie.
Hemos llegado a un reducido almacén lleno de estantes polvorientos y me entrega una caja de zapatos. Contiene un antiguo cepillo para el pelo con mango de metal y un par de periódicos viejos. Vislumbro el brillo de un montón de cuentas de cristal arrolladas en el fondo de la caja.
– ¿Nada más? -Estoy desconcertada.
– No hemos guardado sus ropas -dice Ginny con un gesto de disculpa-. No eran suyas realmente, por así decirlo. Me refiero a que no las eligió ella.
– ¿Y qué hay de las cosas de su vida anterior? Los muebles, por ejemplo, o los objetos de recuerdo…
Se encoge de hombros.
– Lo lamento. Sólo llevo aquí cinco años y Sadie era residente desde hacía mucho tiempo. Imagino que las cosas se fueron estropeando o perdiendo, y que no fueron reemplazadas…
– Ya. -Tratando de ocultar mi consternación, empiezo a sacar las escasas pertenencias que han sobrevivido. ¿Una persona vive ciento cinco años y sólo queda esto, una caja de zapatos?
Al hundir la mano en el amasijo de collares y broches del fondo, siento una creciente excitación. Desenredo con cuidado las sartas de cuentas, buscando unas de cristal amarillo, y el destello de los diamantes y el fulgor de la libélula…
No está aquí.
Sin hacer caso de mi repentino presentimiento, sacudo el enredo de collares y los extiendo ante mí. Hay trece en total. Pero ninguno es el que busco.
– Ginny, no encuentro el collar de la libélula.
– ¡Ay, Dios! -Se asoma por encima de mi hombro-. Tendría que estar ahí. -Levanta otro collar, hecho de diminutas cuentas moradas, y sonríe con cariño-. Éste era otro de sus favoritos…
– Yo buscaba el de la libélula. -No puedo ocultar mi agitación-. ¿Podría estar en otro sitio?
Ginny me mira perpleja.
– ¡Qué raro! Vamos a hablar con Harriet. Ella se encargó de limpiarlo todo.
La sigo por el pasillo y cruzamos una puerta marcada con el rótulo «Personal», que da a una salita muy acogedora. Hay tres enfermeras sentadas en unos sillones floreados del año de Maricastaña, tomando una taza de té.
– Harriet -le dice Ginny a una chica con gafas y mofletes rosados-. Ésta es Lara, la sobrina nieta de Sadie. Quiere recuperar aquel collar precioso de la libélula que llevaba siempre. ¿Tú lo has visto?
Ay, Dios. ¿Por qué habrá tenido que explicarlo así? Parezco una persona horrible y avariciosa.
– No es para mí -digo-. Es… por una buena causa.
– No está en la caja de Sadie -le explica Ginny-. ¿Tienes idea de dónde podría estar?
– ¿Que no está? -Harriet parece sorprendida-. Bueno, tal vez no estaba en la habitación. Ahora que lo dices, no recuerdo haberlo visto. Lo siento, ya sé que debería haber hecho un inventario. Pero esa habitación la limpiamos muy deprisa -se justifica-. Hemos estado muy agobiadas…
– ¿Se les ocurre adónde puede haber ido a parar? -Las miro con impotencia-. ¿No podrían haberlo guardado en alguna parte? ¿O habérselo dado a otro residente?
– ¡El mercadillo benéfico! -dice de pronto una enfermera morena y delgada sentada en el rincón-. Quizá se vendió en el mercadillo por error.
– ¿Qué mercadillo?
– Una recolecta de fondos que organizamos hace dos semanas. Todos los residentes y sus familias donaron cosas. Había un puesto de curiosidades con un montón de baratijas.
– No. -Meneo la cabeza-. Sadie nunca habría donado su collar. Era demasiado especial para ella.
– Ya. -La enfermera se encoge de hombros-. Pero fueron pasando de habitación en habitación y había cajas por todas partes. Quizá lo cogieron por error.
Lo dice con tanta indiferencia que me enfurezco en nombre de Sadie.
– Pero ¡un error así no debería producirse! Las pertenencias personales tendrían que estar a salvo. ¡Un collar no puede desaparecer sin más!
– Tenemos una caja fuerte en la bodega -interviene Ginny, inquieta-. Siempre pedimos a los residentes que guarden allí cualquier objeto de valor. Anillos de diamantes y cosas así. Si era tan valioso, debería haber estado bajo llave…
– No es que fuese tan valioso, no lo creo. Pero era… importante. -Me siento, rascándome la frente, y trato de poner en orden las ideas-. ¿Sería posible encontrarlo? ¿Saben quién participó en el mercadillo? -Se miran con aire dubitativo-. No me lo digan. No tienen ni idea.
– ¡Claro que sí! -La enfermera morena deja de golpe su taza de té-. ¿Tenemos aún la lista de la rifa?
– ¡La lista de la rifa! -exclama Ginny, animándose-. ¡Claro! Todos los que vinieron compraron un número de la rifa -me explica-. Me dejaron sus nombres y direcciones por si ganaban. El primer premio era una botella de Baileys -añade con orgullo-. Y también teníamos un juego de jabones y perfumes de Yardley…
– ¿Todavía tiene la lista? -la interrumpo-. ¿Podría dármela?
Cinco minutos después, tengo en las manos una lista fotocopiada de cuatro páginas con nombres y direcciones. Sesenta y siete en total.
Sesenta y siete posibilidades.
No, eso es mucho decir. Sesenta y siete remotas posibilidades.
– Bueno, muchas gracias. -Sonrío, decidida a no desmoralizarme-. Hablaré con toda esta gente. Y si por casualidad llegaran a encontrarlo…
– ¡Desde luego! Nos mantendremos alerta, ¿verdad, chicas? -dice Ginny, mirando a las demás.
Las tres asienten.
La sigo otra vez por el pasillo. Cuando ya estamos cerca de la puerta, se detiene.
– Lara, tenemos un libro de visitas. No sé si tal vez le gustaría firmar.
– Ah -vacilo torpemente-. Bueno… sí, ¿por qué no?
Ginny saca un libro enorme encuadernado en rojo y empieza a pasar páginas.
– Todos los residentes cuentan con su propia página. Sadie nunca tuvo muchas firmas, la verdad. Pero, ya que ha venido, sería bonito que firmase, aunque ella ya no esté… -Se sonroja levemente-. ¿Le parece una tontería?
– No, no. Es muy delicado por su parte. -Siento un remordimiento renovado-. Tendríamos que haberla visitado más.
– Es por aquí… -Va pasando páginas de color crema-. ¡Ah, mire! ¡Sí tuvo un visitante este año! Hace pocas semanas. Yo estaba de vacaciones, no me había enterado.
– Charles Reece -leo, mientras estampo un «Lara Lington» bien grande en mitad de la página, para compensar la falta de más firmas-. ¿Quién es?
– No lo sé. -Se encoge de hombros.
Charles Reece. Contemplo la firma, intrigada. Quizá fuera un amigo de la infancia. O su amante. ¡Dios mío, claro! Quizá se trate de un viejecito encantador con bastón, que vino a acariciarle la mano una vez más a su querida Sadie. Y que ni siquiera sabe que ha muerto porque nadie lo invitó al funeral…
Somos una familia de pena, la verdad.
– ¿No dejó ningún dato para contactar con él? -pregunto, levantando la vista-. ¿Era muy viejo?
– Podría preguntar a las chicas… -Coge otra vez el libro y su rostro se ilumina al leer mi apellido-. ¡Lington! ¿Alguna relación con Lingtons Café?
Ay, Dios. Hoy no me veo capaz de soportarlo.
– No. -Sonrío débilmente-. Es sólo una coincidencia.
– Bueno, ha sido un placer conocer a la sobrina nieta de Sadie. -Llegamos a la puerta principal y me da un caluroso abrazo-. ¿Sabes, Lara? Me parece ver en ti algo de ella. Compartís el mismo brío. Y diría que también la misma bondad.
Cuanto más amable se muestra, peor me siento. De buena no tengo nada. Es decir, basta con mirarme. Nunca vine a visitar a mi tía abuela. No participo en carreras benéficas en bicicleta. Vale, sí, compro el periódico de los pobres de vez en cuando, pero no cuando tengo un capuchino en la mano y me cuesta alcanzar el monedero…
– Ginny. -Una enfermera pelirroja le hace señas-. ¿Podemos hablar un momento? -Se la lleva aparte.
Sólo oigo alguna que otra palabra.
– … extraño… policía.
– ¿Policía? -Ginny abre unos ojos como platos.
– … no sé… número…
Ginny coge un pequeño papel y se da la vuelta sonriendo hacia mí. Me las arreglo para esbozar una sonrisa, aunque estoy paralizada de miedo.
La policía. Lo había olvidado.
Les dije que Sadie había sido asesinada por el personal de la residencia: estas enfermeras encantadoras e intachables. ¿Por qué dije una cosa así? ¿En qué estaría pensando?
Toda la culpa la tiene Sadie. No. La tengo yo. Debería haber mantenido la boca cerrada.
– ¿Lara? -Ginny me escruta, alarmada-. ¿Te encuentras bien?
Van a acusarla de homicidio y no tiene ni idea. Todo por mi culpa. Voy a arruinar sus carreras, la residencia será clausurada y los ancianos no tendrán adonde ir…