355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Sophie Kinsella » Una chica años veinte » Текст книги (страница 18)
Una chica años veinte
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:35

Текст книги "Una chica años veinte"


Автор книги: Sophie Kinsella



сообщить о нарушении

Текущая страница: 18 (всего у книги 26 страниц)

Capítulo 19

Es domingo por la mañana y todavía echo chispas. Contra mí misma. ¿Cómo puedo ser tan pazguata?

El viernes estaba atónita y dejé que Natalie se hiciera con las riendas. No le planté cara. No le puse los puntos sobre las íes. Aunque me zumbaban en la cabeza como moscas atrapadas.

Sé lo que debería haber dicho. Tendría que haberle espetado: «No puedes presentarte aquí como si no hubiera pasado nada.» Y también: «¿Qué tal una disculpa por dejarnos en la estacada?» Y: «¡No te atrevas a ponerte medallas a cuenta de Clare Fortescue, porque ha sido todo mérito mío!» E incluso: «Así que te despidieron, ¿eh? ¿Cuándo pensabas decírmelo?»

Pero no lo hice. Me quedé boquiabierta y le dije débilmente:

– ¡Anda, Natalie! ¿Cómo es que.. . ? Pero.. .

Y ella se embarcó en un largo relato: que si el tipo de Goa resultó ser un gilipollas infiel, que si una no puede permanecer inactiva mucho tiempo sin volverse loca, que si había decidido darme una sorpresa.. . ¿Es que no suspiraba de alivio por su regreso?

– Natalie -empecé-, esto ha resultado muy estresante sin ti.. .

– Bienvenida al mundo de los negocios -dijo guiñándome un ojo-. El estrés va incluido en el sueldo.

– Pero ¡te largaste por las buenas! ¡Sin previo aviso! Tuvimos que sacar todas las castañas del fuego.. .

– Lara. -Alzó una mano, pidiendo calma-. Sí, ya lo sé, ha sido muy duro. Pero ahora ya está. Y además no importa: si resulta que se han producido cagadas en mi ausencia, yo las arreglaré. ¿Graham? -dijo al teléfono-. Natalie Masser.

Y siguió así toda la tarde, saltando de una llamada a otra, de modo que no pude volver a meter baza. Cuando se fue a última hora, seguía pegada al móvil y sólo nos dirigió un gesto distraído.

En fin, que ha vuelto. Se comporta como si fuera la reina y no hubiera hecho nada malo, y como si tuviéramos que darle las gracias por haber regresado.

Si vuelve a guiñarme un ojo la estrangulo.

Me hago una coleta, todavía muy baja de moral. Hoy no pienso matarme demasiado. Para hacer turismo no hace falta un vestido de época. Y Sadie cree que salgo con Josh, así que por una vez no me atosiga.

Le echo una ojeada furtiva mientras me pongo colorete. No me gusta mentirle, pero ella no debería haber sido tan odiosa.

– No quiero que vengas -le advierto otra vez-. Ni se te ocurra.

– ¡No iría aunque me lo pidieses! ¿Crees que me apetece seguiros a ti y esa marioneta? No; me quedo a ver la televisión. Están dando un ciclo de Fred Astaire. Edna y yo pasaremos juntas un día delicioso.

– Muy bien. Dale recuerdos -digo, sarcástica.

Sadie ha encontrado a una viejecita llamada Edna que vive cerca y que no hace otra cosa que mirar películas en blanco y negro. Así que ahora la mayoría de los días se va a su casa y se sienta a su lado en el sofá delante de la tele. El único problema surge cuando llaman por teléfono y su amiga se pone a charlar en mitad de la película. Sadie se ha acostumbrado a gritarle al oído: «¡Cállate ya! ¡Cuelga de una vez!» Edna se pone muy nerviosa y a veces cuelga a media frase.

Pobre.

Termino de ponerme colorete y me miro en el espejo. Vaqueros negros ceñidos, zapatillas de ballet plateadas, una camiseta y una chaqueta de cuero. Maquillaje normal del siglo XXI. Ed no me reconocerá. Debería ponerme una pluma en el pelo para que sepa que soy yo.

La idea me provoca una risotada y Sadie me echa un vistazo con aire suspicaz.

– ¿De qué te ríes? -Me examina de arriba abajo-. ¿Piensas salir así? Nunca había visto un conjunto tan soso. Josh se morirá de aburrimiento. Si es que no te mueres de aburrimiento tú antes.

Ja, ja, muy graciosa. Aunque quizá tenga algo de razón. Quizá me he vestido de un modo demasiado informal.

Me sorprendo a mí misma tomando uno de mis collares de los años veinte y colgándomelo del cuello. Las cuentas de plata y azabache caen en hileras y tintinean cuando me muevo, y al punto me siento una pizca más interesante. Más glamurosa.

Me repaso otra vez los labios con un color más oscuro, dándoles una silueta más parecida al estilo años veinte. Recojo el bolsito, también de época, de cuero plateado, y me echo un último vistazo ante el espejo.

– ¡Mucho mejor! -dice Sadie-. ¿Qué tal un sombrerito?

– No, gracias. -Pongo los ojos en blanco.

– En tu lugar, yo llevaría sombrero -insiste.

– Ya, pero yo no quiero parecerme a ti. -Me echo el pelo atrás y sonrío-. Quiero parecerme a mí.

Le propuse a empezar nuestro tour en la Torre de Londres y, en cuanto salgo del metro al aire fresco de la orilla del río, me siento instantáneamente animada. Olvídate de Natalie. Olvídate de Josh. Olvídate del collar y mira todo esto. ¡Es fantástico! Antiguas almenas de piedra elevándose hacia el cielo azul, como lo han hecho durante siglos. Alabarderos de la Guardia, que parecen salidos de un cuento de hadas, paseándose con sus uniformes rojos y azules.

Son estos lugares los que te hacen sentir orgullosa de ser una londinense de pura cepa. ¿Cómo es posible que Ed no se haya molestado en venir al menos aquí? Es.. . no sé, una de las maravillas del mundo.

Ahora que caigo, no estoy segura de si he visitado la Torre de Londres. O sea, entrar y verla por dentro. Pero, bueno, eso es distinto. Yo vivo aquí, no estoy obligada.

– ¡Lara! ¡Por aquí!

Ed está en la cola para sacar las entradas. Va con tejanos y una camiseta gris. No se ha afeitado, lo cual resulta interesante. Ya lo tenía catalogado como esa clase de hombre que va impecable incluso los fines de semana. Cuando me acerco, me da un repaso con una leve sonrisa.

– Así que a veces llevas ropa del siglo veintiuno.. .

– Muy raramente -digo, devolviéndole la sonrisa.

– Estaba convencido de que ibas a presentarte con otro vestido años veinte. De hecho, he encontrado un accesorio para mí. Para no desentonar.

Se mete la mano en el bolsillo y saca un estuche rectangular de plata medio deformado. Lo abre y veo una baraja de cartas.

– ¡Chulísimo! -digo, impresionada-. ¿De dónde lo has sacado?

– De una subasta de eBay. -Se encoge de hombros-. Siempre llevo encima un juego de naipes. Éste es de mil novecientos veinticinco -añade, mostrándome un sello diminuto.

No deja de conmoverme un poco que haya hecho semejante esfuerzo.

– Me encanta. -En ese momento llegamos a la taquilla-. Dos adultos, por favor. De esto me encargo yo -añado cuando hace ademán de sacar la cartera-. Para algo soy la anfitriona.

Compro las entradas, y una guía titulada Londres histórico, y luego me detengo un momento frente a la Torre.

– Bueno, este edificio que tienes delante es la Torre de Londres -empiezo con el tonillo de un guía turístico-. Uno de nuestros monumentos más antiguos e importantes. Una de las muchas maravillas de esta ciudad. Es un crimen venir a Londres y no interesarse por nuestro increíble patrimonio -le advierto con una mirada severa-. Un crimen propio de personas estrechas de miras. En América, además, no tenéis nada parecido.

– Cierto. -Observa la Torre con aire contrito-. Es espectacular.

– ¿A que sí? -digo, orgullosa.

Hay momentos en los que ser inglesa resulta ideal, y la lección de historia y castillos antiguos es uno de esos momentos.

– ¿Cuándo fue construido? -pregunta Ed.

– Hummm.. . -Miro alrededor, buscando alguna placa, pero no hay ninguna. Maldita sea. Debería haber una. No puedo ponerme a buscarlo en el libro. Al menos, mientras él me mira expectante-. Pues en.. . -me vuelvo un poquito y mascullo unas sílabas borrosas– en el siglo.. .

– ¿Cuál?

– Se remonta al período.. . -carraspeo– Tudor.. . quiero decir, Estuardo.

– ¿Te refieres a la época de los normandos?

– Exacto, a eso me refería. -Le lanzo una mirada suspicaz. ¿Y él cómo lo sabía? ¿Habrá estado empollando?-. Bueno, es por allí. -Lo guío hacia una muralla, pero él me tira del brazo.

– Creo que la entrada es por el otro lado, por el río.

Dios mío. Obviamente, es de esos hombres que se empeñan en tomar las riendas como sea. Seguro que nunca pide indicaciones por la calle.

– Escucha, Ed -le digo con amabilidad-. Tú eres americano y nunca habías estado aquí. ¿Quién tiene más posibilidades de saber dónde está la entrada, tú o yo?

En ese momento, un alabardero se detiene a nuestro lado con una sonrisa. Se la devuelvo y me dispongo a preguntarle por dónde se entra, pero él se dirige jovialmente a Ed.

– Buenos días, señor Harrison. ¿De nuevo por aquí?

¿Cómo? ¿Ahora resulta que conoce a los alabarderos?

No acierto a decir nada mientras Ed le estrecha la mano.

– Me alegro de verlo, Jacob. Le presento a Lara.

– Ah.. . hola -digo débilmente.

¿Qué sucederá a continuación? ¿Aparecerá la reina y nos invitará a tomar el té?

– Vale -farfullo en cuanto el alabardero sigue su camino-. Explícame qué es esto.

Ed suelta una carcajada.

– ¡Cuenta! -le exijo.

Él levanta las manos en señal de disculpa.

– Está bien, confesaré. Vine el viernes. Era una salida de trabajo para fomentar el espíritu de equipo. Pudimos charlar con algunos alabarderos y resultó fascinante. -Hace una pausa y añade con una mueca-. Así fue como supe que la construcción de la Torre se inició en mil setenta y ocho. Durante el reinado de Guillermo el Conquistador. Y la entrada es por allí.

– ¡Podrías habérmelo dicho! -refunfuño.

– Perdona. Estabas tan entusiasmada con hacer de guía.. . Pero podemos ir a otro sitio. Tú esto ya debes de tenerlo muy visto. A ver. -Coge la guía y se pone a ojear el índice.

Jugueteo con las entradas, indecisa, mientras un grupo de colegiales se toman fotos unos a otros. Tiene razón, claro. Ya vio la Torre el viernes. ¿Para qué vamos a recorrerla otra vez?

Aunque, por otro lado, ya tenemos las entradas. Y parece tan increíble.. . Quiero verla.

– Podríamos ir directamente a la catedral de San Pablo -dice, estudiando el mapa del metro-. Queda bastante cerca.. .

– Yo quiero ver las joyas de la Corona -murmuro.

– ¿Cómo dices?

– Que quiero ver las joyas de la Corona. Ya que estamos aquí.

– ¿Me estás diciendo que nunca las has visto? -Me mira con incredulidad-. ¿Nunca has visto las joyas de la Corona?

– ¡Yo vivo en Londres! -alego-. Es distinto. Puedo verlas cuando quiera, cuando surja una ocasión. Sólo que.. . la ocasión nunca había surgido.

– ¿No es un poco estrecho de miras por tu parte, Lara? -Ahora disfruta de lo lindo-. ¿Cómo es que no te interesa el patrimonio de tu gran ciudad? ¿No te parece un crimen ignorar estos monumentos únicos?

– ¡Basta! -Me he puesto roja como un tomate.

Él sonríe.

– Venga. Voy a mostrarte las maravillosas joyas de la Corona de tu propio país. Son increíbles. Conozco todos los detalles. ¿Sabías que las más antiguas datan de la Restauración?

– ¿De veras?

– Ya lo creo -dice, guiándome entre la multitud-. La corona imperial contiene un diamante enorme, tallado a partir del célebre diamante Cullinan, el más grande que se ha extraído nunca.

– Vaya -digo con educación. Parece que se aprendió todo el rollo de memoria.

– Ajá -asiente-. Al menos, es lo que creía todo el mundo hasta mil novecientos noventa y siete, cuando se descubrió que era falsificado.

– ¿En serio? -Me detengo en seco-. ¿Es una falsificación?

Le asoma una sonrisa por la comisura de los labios.

– Sólo quería comprobar si atendías.

Vemos las joyas de la Corona, vemos los cuervos y vemos la Torre Blanca y la Torre Sangrienta. En fin, todas las torres. Ed se empeña en seguir la guía y en leer todas las historias relacionadas con ellas mientras hacemos el recorrido. Algunas son ciertas, otras son invenciones baratas y otras.. . no estoy muy segura. Él lee imperturbable todo el rato, sólo con un ligero brillo en los ojos, y no sé a qué carta quedarme, la verdad.

Cuando terminamos la visita guiada por un alabardero, me hierve la cabeza con visiones de traidores y torturas. Creo que no quiero volver a escuchar ninguna anécdota más sobre lo que sucede cuando la ejecución sale espantosamente mal y hay que repetirla una y otra vez.. . Paseamos por los patios, dejamos atrás a dos tipos con atuendos medievales que escriben con útiles de la época (supongo) y entramos en una sala con troneras y con una chimenea enorme.

– Vale, sabelotodo. ¿Qué me dices de ese armario? -Señalo al azar una puertita de aspecto inocuo empotrada en la pared-. ¿Era ahí donde Walter Raleigh cultivaba patatas, o qué?

– Veamos. -Ed consulta la guía-. Ah, sí. Ahí guardaba sus pelucas el séptimo duque de Marmaduke. Un personaje histórico interesante. Decapitó a muchas de sus esposas. A otras las congeló con técnicas criogénicas. También inventó la versión medieval de la máquina de hacer palomitas de maíz.

– ¿De veras? -Adopto un tono serio.

– Sin duda habrás estudiado la fiebre de las palomitas que se desató en mil quinientos ochenta y tres. -Mira la guía guiñando los ojos-. Por lo visto, en lugar de Mucho ruido y pocas nueces, Shakespeare estuvo a punto de titular su obra «Vaya ruido y qué pocas palomitas».

Estamos mirando aún la puertita de roble cuando se nos une una pareja de ancianos con impermeables.

– Es un armario para las pelucas -le susurra Ed a la mujer, que pone cara interesada-. El maestro peluquero estaba obligado a vivir encerrado ahí dentro con las pelucas.

– ¿De verdad? -dice boquiabierta-. ¡Qué espanto!

– No tanto -observa Ed con toda seriedad-. El maestro peluquero era un hombre muy menudo. -Se lo muestra con las manos-. Diminuto. La palabra «peluca», de hecho, deriva originalmente de la frase «hombre diminuto en un armario».

– ¿De verdad? -La pobre mujer parece perpleja.

Le doy un codazo a Ed.

– Que vaya bien el tour -les dice, encantador, y seguimos adelante.

– ¡Tienes una vena malévola! -le digo en cuanto nos alejamos.

Reflexiona y luego me dedica una sonrisa desarmante.

– Quizá sí. Cuando tengo hambre. ¿Quieres comer? ¿O visitamos primero el Museo de los Fusileros?

Me quedo pensativa, como sopesando ambas opciones. Vamos, no hay ninguna persona más interesada que yo en nuestro patrimonio cultural. Pero lo que pasa con las rutas turísticas es que, al cabo de un rato, empiezan a pesarte los pies y las bellezas del recorrido se convierten en una borrosa secuencia de muros y peldaños de piedra y de historias de cabezas cortadas y clavadas en una pica.

– Podemos comer algo -digo con falsa indiferencia-. Si ya has tenido bastante por ahora.

Ed me mira con un brillo astuto en los ojos. Intuyo que sabe perfectamente lo que estoy pensando.

– Soy americano -dice, imperturbable– y tengo una capacidad de concentración algo limitada. Quizá será mejor almorzar.

Entramos en un café donde sirven cosas como sopa de cebolla georgiana y guisado de jabalí salvaje. Se empeña en pagar él, ya que yo he comprado las entradas, y nos sentamos en un rincón junto a la ventana.

– Bueno, ¿qué más quieres ver de Londres? -le pregunto-. ¿Qué más había en tu lista?

Ed parpadea y advierto de golpe que no tendría que haberlo formulado así. Su lista de monumentos debe de ser todavía un punto doloroso.

– Perdona -digo torpemente-. No pretendía recordarte que.. .

– No, no importa. -Mira el bocado que tiene en el tenedor, como pensando si llevárselo a la boca o no-. ¿Sabes una cosa? Tenías razón en lo que me dijiste el otro día. Estas cosas ocurren y uno ha de seguir adelante. Me gusta el símil de tu padre, la escalera mecánica. He estado dándole vueltas desde que hablamos. Hacia arriba y hacia delante -dice, y se lleva el tenedor a la boca.

– ¿En serio? -Me siento conmovida. Tengo que explicárselo enseguida a papá.

– Mmm-hmm. -Mastica un momento y luego me mira, inquisitivo-. Me dijiste que tú también habías pasado por una ruptura. ¿Cuándo fue?

El viernes. Hace menos de veinticuatro horas. Sólo de pensarlo me entran ganas de cerrar los ojos y empezar a gemir.

– Hace un tiempo. -Me encojo de hombros-. Se llamaba Josh.

– ¿Y qué pasó? Si no te molesta que pregunte.

– No, claro que no. Fue.. . me di cuenta.. . no éramos.. . -Me detengo con un suspiro y levanto la vista-. ¿Alguna vez te has sentido muy, muy idiota?

– Nunca. -Niega con la cabeza, muy serio-. Aunque de vez en cuando sí me siento muy, muy, muy idiota.

No puedo evitar una sonrisa. Hablar con Ed ayuda a ver las cosas en su justa medida. No soy la única persona del mundo que se siente estúpida. Al menos Josh no me engañó. Al menos no he acabado abandonada en una ciudad extraña.

– Oye, hagamos algo que no estuviera en tu lista -le digo impulsivamente-. Vamos a ver alguna cosa que no hubieras planeado. ¿Hay alguna?

Ed parte un trozo de pan mientras lo piensa.

– Corinne no quería subir al London Eye -dice por fin-. Le dan miedo las alturas y, además, le parecía una tontería.

Ya sabía yo que no me gustaba esa mujer. ¿Cómo puede pensar alguien que el London Eye, esa noria maravillosa, es una tontería?

– Pues al London Eye -decido-. Y después podemos hacer una parada en la Antigua Taberna Starbucks. Una costumbre inglesa muy pintoresca.

Aguardo a que se ría del chiste, pero él se limita a estudiarme mientras mordisquea el pan.

– Starbucks. Interesante. ¿No vas a Lingtons Café?

Ah, vale. Lo ha averiguado.

– A veces. Depende. -Me encojo de hombros-. Así que.. . ya sabes que es de mi tío.

– Ya te lo dije, pregunté por ahí sobre ti.

Se lo ve impasible. No ha hecho lo que suele hacer la mayoría de la gente cuando descubre lo de tío Bill, o sea, exclamar: «¡Oh, increíble! ¿Qué tal es en persona?»

Ed está metido en negocios de alto nivel, se me ocurre. Debe de haberse cruzado con él de un modo u otro.

– ¿Y qué piensas de mi tío? -le pregunto.

– Lingtons es una empresa de éxito. Muy rentable. Muy eficiente.

Está eludiendo la pregunta.

– ¿Y a Bill? -insisto-. ¿Has llegado a conocerlo?

– Sí. -Bebe un trago de vino-. Y me parece que toda su campaña Dos Pequeñas Monedas es una chorrada y una burda manipulación. Lo siento.

Nunca había oído a nadie hablar con tanto descaro del tío Bill, al menos en mis propias narices. Resulta refrescante.

– No lo sientas -respondo-. Dime lo que piensas.

– Bien. Pienso que tu tío es único, no hay otro como él. Y estoy seguro de que a su éxito contribuyeron diversos factores. Pero no es eso lo que él vende. Él pretende venderte un mensaje distinto: «¡Es fácil! ¡Hazte millonario como yo!» -Habla secamente, casi con irritación-. Los únicos que asistirán a esos seminarios son tipos fantasiosos que se engañan a sí mismos. Y el único que ganará dinero con ellos será tu tío. Lo que hace es explotar a un montón de desgraciados, de gente desesperada. Bueno.. . es sólo una opinión.

En cuanto lo dice, comprendo que tiene razón. Yo vi la clase de gente que iba al seminario Dos Pequeñas Monedas. Algunos habían venido de muy lejos. Algunos parecían desesperados de verdad. Y el seminario no era barato precisamente.

– Una vez asistí a una sesión de sus seminarios -reconozco-. Sólo para ver de qué iba.

– Ah, ¿sí? ¿Y? ¿Hiciste fortuna de inmediato?

– ¡Por supuesto! ¿No has visto antes mi limusina?

– Oh, ¿era tuya? Creía que te movías en helicóptero.

Reímos. No entiendo cómo lo llamé el Americano Ceñudo. Tampoco frunce tanto el ceño. Y cuando lo hace, suele ser para decir algo divertido. Me sirve más vino y yo me echo atrás, disfrutando de la vista de la Torre, del agradable calorcillo que me da el vino y de la perspectiva de lo que aún queda del día.

– ¿Por qué llevas siempre una baraja encima? -le digo-. ¿Pasas todo el tiempo jugando al solitario o qué?

– Al póquer. Si encuentro a alguien con quien jugar. Tú servirías -añade.

– ¡Qué va! Soy un desastre apostando.. . -Me detengo al ver que menea la cabeza.

– La cuestión en el póquer no es apostar. Es saber captar a la persona que tienes delante. Tus poderes orientales para leer el pensamiento te serían muy útiles.

– Ya. -Me sonrojo levemente-. Bueno, mis poderes parecen haberme abandonado.

Ed alza una ceja.

– ¿No me engaña, Gran Lara?

– ¡No! -Me echo a reír-. ¡De veras me han abandonado! Ahora no paso de ser una principiante.

– Muy bien. -Baraja con destreza-. Lo único que necesitas saber es si los demás jugadores tienen buenas o malas cartas. Así de simple. O sea, que miras las caras de tus oponentes y te preguntas: «¿Tienen algo?» Ése es el juego.

– ¿Tienen algo? -repito-. ¿Y cómo lo adivinas?

Ed se sirve tres cartas y las mira. Luego levanta la vista.

– ¿Buenas o malas?

Ay, Dios. No tengo ni idea. Me mira imperturbable. Examino su frente relajada, las arruguitas en torno a los párpados y su barba incipiente, buscando algún indicio. Hay un brillo en sus ojos, pero podría significar cualquier cosa.

– No lo sé -admito-. Yo diría que.. . ¿buenas?

Ed parece divertido.

– Esos poderes orientales te han abandonado de verdad. Son malísimas. -Me muestra tres cartas muy bajas-. Ahora tú.

Mezcla las cartas otra vez, sirve tres y me observa mientras las recojo. Tres de tréboles, cuatro de corazones y as de rombos. Las estudio bien y levanto finalmente la vista con mi expresión más inescrutable.

– Relájate -dice Ed-. No te rías.

Claro, en cuanto lo dice, noto un cosquilleo en los labios.

– Tienes una cara de póquer terrible -dice-. ¿Lo sabías?

– ¡Me estás distrayendo! -Frunzo los labios un poco, para librarme de la risita-. Muy bien, ¿qué tengo?

Ed fija sus ojos castaños en los míos. Permanecemos inmóviles y en silencio, mirándonos. Tras unos segundos, noto una extraña sensación en el estómago. Esto resulta un poco raro. Demasiado íntimo. Como si estuviera dejándole ver más de lo debido. Fingiendo una tos, rompo el hechizo y desvío la mirada. Bebo un trago de vino; Ed hace otro tanto.

– Tienes una carta alta, seguramente un as -dice sin inmutarse-. Y dos cartas bajas.

– ¡Dios mío! -Las pongo sobre la mesa-. ¿Cómo lo has sabido?

– Los ojos se te han desorbitado en cuanto has visto el as. -Ed parece divertido-. Ha sido evidente. Tipo: «¡Bingo! ¡Vaya carta!» Luego has mirado a derecha e izquierda, como temiendo haberte delatado. Y finalmente has tapado el as con la mano y me has lanzado una mirada asesina. -Se le escapa la risa-. Recuérdame que no deje en tus manos ningún secreto de Estado.

Alucino. Y yo que me creía la dama inescrutable.

– Pero ahora en serio -dice mientras baraja otra vez-. Tu truco para leer el pensamiento.. . se basa en el análisis de los rasgos de comportamiento, ¿verdad?

– Eh.. . exacto -digo con cautela.

– Pero ese conocimiento no puede haberte abandonado. O lo tienes o no lo tienes. Así pues, ¿qué pasa? ¿Hay gato encerrado?

Me mira fijamente, aguardando una respuesta. Me siento algo desconcertada. No estoy acostumbrada a una atención tan sostenida. Si fuera Josh, me resultaría fácil quitármelo de encima. Josh siempre se lo toma todo al pie de la letra. Él habría dicho: «Vale, nena» y habría cambiado de tema sin cuestionar mis palabras ni analizarlas.. .

«Porque Josh nunca estuvo tan interesado en mí.»

Este pensamiento me golpea como un chorro de agua fría. Un descubrimiento definitivo y mortificante que resuena en mi interior con la peculiar vibración de la verdad. Durante todo el tiempo que estuvimos juntos, Josh nunca me desafió ni me hizo pasar un mal trago. Apenas recordaba los detalles menores de mi vida. Yo pensaba que era un pasota, un tipo tranquilo y despreocupado. Y me encantaba que fuera así, lo veía como algo positivo. Pero ahora lo comprendo mejor. La verdad es que se comportaba así porque yo no le importaba. O no lo suficiente.

Me siento como si saliera al fin de un sueño. Estaba tan ocupada persiguiéndolo, me sentía tan desesperada y tan segura de mí misma que no me detuve a examinar de cerca lo que perseguía con tanto ahínco. Nunca me pregunté si él era de verdad lo que yo necesitaba. He sido una idiota integral.

Levanto la vista y me encuentro con la mirada inteligente de Ed, que sigue escrutándome con atención. Y el hecho de que él, una persona que apenas conozco, quiera saber más de mí me produce, mal que me pese, una repentina embriaguez. Lo percibo en su expresión: no pregunta por preguntar. Realmente quiere saber la verdad.

Sólo que no puedo contársela. Obviamente.

– Es.. . bastante difícil de explicar. Bastante.. . complicado. -Apuro mi copa, me meto en la boca el último trocito de pastel y le dedico una sonrisa luminosa para distraer su atención-. Anda, vamos al London Eye.

Cuando llegamos al South Bank, nos encontramos con todo el jaleo de un domingo a mediodía: montones de turistas, músicos callejeros, puestos de libros usados y esas estatuas vivientes que siempre me impresionan. La gigantesca noria gira lentamente. Veo a la gente que llena las cabinas transparentes y nos mira desde lo alto. Me siento bastante excitada, la verdad. Sólo había subido una vez al London Eye y fue en una fiesta de trabajo con un montón de personas borrachas e insoportables.

Un grupo de jazz toca un rag de los años veinte ante un corrillo de espectadores y, mientras pasamos, Ed da un par de pasos de charlestón y yo agito las cuentas del collar ante sus ojos.

– Muy bien -dice un tipo con barba y bombín, acercándose con un cuenco para las monedas-. ¿Les interesa el jazz?

– Más o menos -contesto, buscando unos peniques.

– Nos interesan los años veinte -dice Ed y me guiña un ojo-. Sólo los veinte, ¿verdad, Lara?

– Hemos organizado para la semana que viene una velada de jazz clásico al aire libre en los Jubilee Gardens -nos informa el tipo-. ¿Quieren entradas? Un diez por ciento de descuento si las compran ahora.

– Claro -dice Ed, mirándome-. ¿Por qué no?

Le paga al tipo, coge las entradas y seguimos adelante.

– Bueno -dice al cabo-. Podríamos ir juntos a esa velada de jazz.. . Si te apetece.

– Vale. Genial. Me gusta la idea.

Me da una entrada y me la guardo en el bolso con cierta torpeza. Camino en silencio, tratando de comprender lo que acaba de ocurrir. ¿Me ha pedido una cita? ¿O es sólo un añadido de nuestra ruta turística? ¿O qué? ¿Qué estamos haciendo?

Deduzco que él debe de estar pensando algo parecido, porque cuando nos ponemos en la cola para subir al London Eye, me mira bruscamente con expresión inquisitiva.

– Oye, Lara, dime una cosa.

– Vale. -Me pongo nerviosa en el acto. Va a preguntarme otra vez por mis poderes.

– ¿Por qué irrumpiste en la oficina? -Arruga la frente, medio divertido-. ¿Por qué me pediste una cita?

Esto es mil veces peor. ¿Qué puedo decir?

– Es.. . una buena pregunta. Y yo.. . tengo otra para ti. ¿Por qué aceptaste? Podrías haberla rechazado.

– Ya lo sé. ¿Quieres saber la verdad? Tengo un recuerdo borroso. No consigo descifrar lo que pensé. Una chica desconocida entra en la oficina. Y acto seguido tengo una cita con ella. -Vuelve a concentrarse en mí con renovados bríos-. Venga. Debías de tener un motivo. ¿Me habías visto por allí o algo parecido?

Hay una brizna de esperanza en su voz. Como si esperase oír algo que le alegre el día. Siento una punzada de culpa. No tiene ni idea de que ha sido utilizado.

– Fue.. . una apuesta con una amiga. -Desvío la mirada-. No sé por qué lo hice.

– Entiendo. -Parece tan relajado como antes-. Así que fui una apuesta al azar. No les sonará muy bien a nuestros nietecitos. Les contaré que te enviaron unos extraterrestres. Después de explicarles lo de las pelucas del duque de Marmaduke.

Ya sé que bromea y que todo es en plan de guasa, pero al levantar la vista lo veo en su cara. Percibo la calidez de su expresión. Se está enamorando de mí. No, borra eso: cree que se está enamorando de mí. Pero es todo mentira. Un error. Es otro espectáculo de marionetas. Ha sido manipulado por Sadie igual que Josh. Nada de esto es real. No significa nada.. .

De pronto, me siento absurdamente disgustada. Toda la culpa es de mi tía abuela. No hace más que crear problemas allí donde va. Ed es un tipo estupendo, realmente estupendo, y ya lo ha pasado bastante mal, pero ella le ha puesto la cabeza del revés. No es justo.. .

– Ed. -Trago saliva.

– ¿Sí?

Ay, Dios. ¿Qué digo? «Tú no has estado saliendo conmigo, sino con el fantasma de mi tía abuela. Ella ha manipulado tu mente, es como una dosis de LSD, aunque sin el subidón.. . »

– Quizá creas que te gusto. Pero no es verdad.

– Sí, me gustas. -Se ríe-. Me gustas mucho.

– No. -Hago un esfuerzo-. Tú no piensas por ti mismo. Quiero decir.. . esto no es real.

– A mí me lo parece.

– Lo sé, pero.. . No lo entiendes.. . -Me siento impotente. Hay un silencio y su expresión cambia.

– Ah, ya veo.

– ¿Qué ves?

– Lara, no hace falta que trates de suavizarlo. -Su sonrisa se vuelve irónica-. Si ya has tenido bastante, dilo. Puedo pasarme una tarde solo sin problemas. Ha sido divertido y te agradezco el tiempo que me has dedicado, muchas gracias.. .

– ¡No, no es eso! ¡Para! ¡Me lo estoy pasando muy bien! Y quiero subir al London Eye.

Me mira fijamente, como si tuviera un detector de mentiras en los ojos.

– Bueno, yo también -admite al fin.

– Vale.. . estupendo.

Estamos tan absortos que no advertimos el hueco que se ha formado en la cola delante de nosotros.

– ¡Venga, tortolitos! -nos apremia un tipo-. ¡Vuestro turno!

– ¡Oh! -Despierto bruscamente-. ¡Rápido!

Lo cojo de la mano y corremos hacia la enorme cápsula oval. Ésta se aproxima lentamente a la plataforma y la gente sube entre risas y grititos. Subimos, todavía cogidos de la mano, y nos sonreímos. Toda la incomodidad se ha disipado.

– Bueno, señor Harrison -recupero mi tono de guía turística-. Ahora sí verá Londres de verdad.

Es impresionante. O sea, realmente impresionante.

Hemos estado arriba de todo y contemplado la ciudad entera a nuestros pies, como si la guía de calles hubiera cobrado vida. Hemos visto infinidad de figuras diminutas que pululaban como hormiguitas y subían y bajaban de coches y autobuses liliputienses. Le he señalado a Ed la catedral de San Pablo, el palacio de Buckingham y el Big Ben (estas cosas sí las conozco). Ahora me he apropiado de la guía Londres histórico. No hay ninguna sección sobre el London Eye, pero yo simulo leer sus datos básicos y me los voy inventando sobre la marcha.

– Cada cápsula está hecha del titanio transparente obtenido de fundir centenares de gafas -informo a Ed-. Si se sumerge en el agua, se convierte automáticamente en un submarino en perfectas condiciones operativas.

– Es lo mínimo que cabía esperar. -Asiente, mirando a través del cristal.

– Cada cápsula podría resistir bajo el agua trece horas.. . -Advierto que no me está escuchando-. ¿Ed?

Se vuelve hacia mí. A su espalda, la panorámica de Londres se va aproximando lentamente. Mientras estábamos arriba, el sol ha quedado oculto tras un montón de nubes grises que están agrupándose sobre nuestras cabezas.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю