Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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Capítulo 23
Bueno, éste es el último sitio donde la busco. Su última oportunidad. Y espero que agradezca el esfuerzo que he hecho.
He tardado una hora en llegar a Saint Albans en tren y otros veinte minutos en taxi hasta Archbury. Y ahora estoy aquí, en la plaza de un pueblecito que tiene un pub, una parada de autobús y una extraña iglesia de aire moderno. Supongo que resultaría bastante pintoresco si no pasaran camiones continuamente haciendo un ruido de mil demonios, y si no se pelearan con tanta furia los tres adolescentes que aguardan bajo la marquesina del autobús. Pensaba que en el campo la vida era más tranquila.
Me apresuro a alejarme antes de que alguno de ellos saque algún arma y me acerco al césped de la plaza. Hay un tablón con un plano del pueblo y enseguida localizo Archbury Glose, una calle cerrada al tránsito. En eso acabó convertida Archbury House después del incendio. Si Sadie ha vuelto a casa, es ahí donde estará.
En unos minutos diviso la verja de hierro forjado con el rótulo «Archbury Close». Hay seis casitas de ladrillo, cada una con un pequeño sendero y un garaje. Cuesta imaginar que tiempo atrás había aquí una sola mansión preciosa rodeada de jardines.
Aunque temó llamar la atención, me pongo a merodear entre las casas y atisbar por las ventanas, cruzando los senderos de gravilla y murmurando: «¿Sadie?»
Debería haberle preguntado más cosas sobre su hogar. Tal vez tenía un árbol favorito o algo así. Un rincón preferido del jardín que ahora se ha convertido quizá en un lavadero.
No parece haber nadie a la vista, así que al cabo de un rato me animo a levantar un poco la voz:
– ¿Sadie? ¿Estás aquí? ¿Sadie?
– ¡Disculpe! -Noto un golpecito en la espalda y doy un brinco del susto. Al darme la vuelta me encuentro con una mujer de pelo gris que me mira recelosa. Lleva una camisa floreada, pantalones color canela y zapatos de goma.
– Yo soy Sadie. ¿Qué quiere?
– Eh.. .
– ¿Ha venido por lo del alcantarillado?
– Eh.. . pues no. Buscaba a otra Sadie.
– ¿Qué Sadie? -Entórnalos ojos-. Soy la única en esta calle. Sadie Williams. En el número cuatro.
– Ya. La Sadie que yo busco.. . es una perrita. Se me ha escapado y estaba buscándola. Pero supongo que se habrá ido por otro lado. Perdone las molestias.. .
Echo a andar, pero Sadie Williams me agarra del hombro con una fuerza sorprendente.
– ¿Ha dejado un perro suelto por esta calle? ¿Cómo se le ocurre? Aquí están prohibidos los perros, ¿no lo sabe?
– Bueno.. . perdone. No lo sabía. De todos modos, estoy segura de que ha escapado en otra dirección.
Intento zafarme de su garra.
– Probablemente está oculta entre los arbustos, ¡esperando para atacar! -Sadie Williams me mira ceñuda-. Los perros son animales peligrosos, ¿no lo sabía? Hay niños pequeños aquí. ¡Son ustedes unos irresponsables!
– ¡No soy ninguna irresponsable! Es una perrita muy cariñosa. No se me ocurriría dejar suelto un perro peligroso.
– Todos los perros son salvajes.
– ¡No, señora! -Basta, Lara. Estás hablando de una perra imaginaria-. Y además -añado cuando logro desasirme por fin-, estoy segura de que no está aquí, porque habría venido al oírme. Es muy obediente. De hecho, ganó un premio nacional. Así que será mejor que siga buscándola.
Y echo a caminar a toda prisa hacia la verja. Desde luego, Sadie no está aquí. Habría aparecido para contemplar el espectáculo.
– ¿De qué raza es? -me grita Sadie Williams-. ¿Qué clase de perro estamos buscando?
Ay, Dios.
– ¡Un pitbull! -grito por encima del hombro-. Pero es muy cariñosa, ya se lo he dicho.
Sin mirar atrás, cruzo la verja y vuelvo sobre mis pasos. De poco me ha servido mi brillante idea. Vaya pérdida de tiempo.
Me dejo caer en un banco y saco una barrita de chocolate. Ha sido una idiotez venir aquí. En cuanto me la coma, cojo un taxi y me vuelvo a Londres. No pensaré más en Sadie, y por supuesto no seguiré buscándola. Ya le he dedicado bastante tiempo. Quiero decir, ¿por qué habría de pensar en ella? Apuesto a que ella no piensa en mí.
Me termino el chocolate y me dispongo a marcar el número del radio taxi. Ya es hora de sacarme esta historia de la cabeza y de empezar una nueva vida libre de fantasmas.
Sin embargo.. .
Ay, Dios. Me vienen imágenes de la cara desolada de Sadie en el puente de Waterloo. Y oigo su voz lastimera: «Te importa un bledo lo que me pase.. . A nadie le importo.» Si me doy por vencida después de sólo tres días, tácitamente le daré la razón.
Me siento terriblemente frustrada: por ella, por mí misma, por toda la situación. Estrujo el envoltorio del chocolate y lo lanzo a la papelera. ¿Qué se supone que debo hacer? He buscado, buscado y buscado. Si hubiera venido cuando la llamé.. . Si me hubiera escuchado y no hubiera sido tan terca.. .
Un momento. Se me ocurre otra idea. Al fin y al cabo, tengo poderes, ¿no? Quizá debería usarlos. Invocarla para que venga del inframundo. O de Harrods. O de dondequiera que esté.
Vale. El último intento. Esta vez lo digo en serio.
Me levanto y me aproximo al pequeño estanque de la plaza. Estoy segura de que los estanques son puntos espirituales. Más que los bancos, en todo caso. En el centro hay un surtidor de piedra cubierto de musgo, y yo imagino a Sadie bailando alrededor, salpicando y dando grititos, hace muchísimos años, mientras un policía trata de arrastrarla fuera.
– Espíritus. -Extiendo los brazos con cautela. Una serie de ondas recorre la superficie del agua, aunque quizá sea el viento. No tengo ni idea de cómo se hace esto. Iré improvisando sobre la marcha-. Soy yo, Lara -salmodio con una voz sepulcral-. Amiga de los espíritus. Al menos, de un espíritu -me corrijo. No me gustaría que se me apareciera Enrique VIII-. Busco a.. . Sadie Lancaster -digo en tono trascendente.
Se hace un silencio, sólo turbado por el graznido de los patos. Quizá «buscar» no sea lo bastante enfático.
– Invoco a Sadie Lancaster -rectifico-. De las profundidades del mundo de los espíritus, la convoco con mi llamada. Yo, Lara Lington, la de los poderes sobrenaturales. Escuchad mi voz. Atended mi llamada. Espíritus, os lo suplico. -Me pongo a hacer aspavientos-. Si conocéis a Sadie, enviádmela. Enviádmela ahora.
Nada. Ni una voz, ni una visión, ni una sombra.
– ¡Muy bien! -Bajo los brazos-. ¡No vengas! No me importa. Tengo cosas mejores que hacer que quedarme aquí comunicándome con el inframundo. ¡Que te zurzan!
Me dejo caer en el banco y saco el móvil. Marco el número del radio taxi que me ha traído hasta aquí y pido que vengan a buscarme.
Ya está bien, qué caramba. Me largo.
La operadora me dice que el taxista me recogerá en diez minutos delante de la iglesia. Voy hacia allí, preguntándome si habrá una máquina de café en el vestíbulo. Pero está cerrada a cal y canto. Saco otra vez el móvil por si tengo algún mensaje, cuando algo me llama la atención. Un rótulo en una cerca: «Antigua Casa Parroquial.»
Supongo que aquí vivía en tiempos el párroco. Lo cual significa.. . que aquí vivía Stephen. Era el hijo de párroco, ¿no?
Miro más allá de la cerca con curiosidad. Es un viejo caserón gris con un sendero de grava y varios coches aparcados a un lado. Hay gente en la puerta, media docena de personas a punto de entrar. Los dueños deben de estar en casa.
El jardín se halla invadido de rododendros y árboles. Un sendero rodea la casa. Al fondo distingo un viejo cobertizo. Me gustaría saber si era allí donde Stephen pintaba. No me cuesta imaginarme a Sadie deslizándose por el sendero con los zapatos en la mano y los ojos brillantes al claro de luna.
El sitio rezuma una atmósfera especial, con ese viejo muro de piedra y la hierba crecida y la sombras del jardín. No parece que hayan introducido nada moderno. Aún conserva un aire intemporal. Me pregunto.. .
No. Para. Ya he arrojado la toalla, ¿no?
Pero tal vez.. .
No, no se habría metido ahí. Imposible. Es demasiado orgullosa. Ella misma dijo que nunca se comportaría como una pegajosa. Ni en un millón de años se dedicaría a merodear por la casa de un antiguo novio. Sobre todo, del antiguo novio que le rompió el corazón y que ni siquiera le escribió una carta. Es una idea absurda.
Pero mi mano ya está alzando el pestillo.
Éste es el último sitio donde busco. El último. En serio.
Me deslizo por el sendero mientras trato de inventarme una excusa. Nada de perros extraviados. ¿Qué tal si estoy haciendo un estudio sobre antiguas casas parroquiales, yo, una estudiante de arquitectura? Sí, eso. Mi tesina versa sobre «los edificios religiosos y las familias que los habitaban». En Birkbeck.
No, mejor Harvard.
Me acerco a la entrada y ya me dispongo a llamar al timbre cuando veo que la puerta está sólo ajustada. Entro con cautela y me encuentro en un vestíbulo con paredes revestidas de madera y parquet antiguo. Para mi sorpresa, tras una mesa cubierta de libros y folletos hay una mujer de pelo corto y pardusco, vestida con un grueso jersey escocés.
– Hola. -Sonríe como si mi presencia no la sorprendiera-. ¿Ha venido a hacer el tour?
¿El tour?
¡Todavía mejor! Podré deambular por la casa sin necesidad de excusas. No sabía que las casas parroquiales cobraran entrada hoy en día, aunque supongo que es lógico.
– Pues sí, por favor. ¿Cuánto es?
– Cinco libras.
¿Cinco libras? ¿Por ver una casa parroquial? Joder.
– Aquí tiene una guía. -Me da un folleto, pero ni siquiera lo miro. No es la casa lo que me interesa precisamente.
Me alejo de la mujer, entro en una sala llena de alfombras y sofás anticuados y echo un vistazo alrededor.
– ¿Sadie? -cuchicheo-. Sadie, ¿estás aquí?
– Aquí es donde Malory pasaba las veladas. -Doy un respingo. Vaya, la mujer me ha seguido.
– Ah, ya. -A saber quién demonios es Malory-. Precioso. Voy a ver esta parte.. . -Entro en el comedor adyacente, que parece el escenario para una película de época-. ¿Sadie?
– Éste era el comedor familiar.. .
Por el amor de Dios. Una debería tener derecho a hacer el tour sin que la sigan. Me acerco a la ventana y contemplo el jardín, por donde deambula la gente que he visto antes. Ni rastro de Sadie.
Ha sido una idea estúpida. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de merodear por la casa del tipo que le rompió el corazón? Doy media vuelta para marcharme y tropiezo con la mujer, que estaba justo a mi espalda.
– Supongo que es usted una admiradora de su obra -dice con una sonrisa.
¿Obra? ¿De quién?
– Eh.. . sí. Claro. Una gran admiradora. Grandísima. -Echo una ojeada al folleto que tengo en la mano. «Bienvenido a la casa de Cecil Malory», reza el título, y debajo se ve un cuadro de unos acantilados.
Cecil Malory. Un artista famoso. Vamos, no como Picasso, pero he oído hablar de él. Se me despierta un leve interés.
– Entonces, ¿se supone que Cecil Malory vivió aquí?
– Naturalmente. -Parece asombrada por la pregunta-. Por eso la casa fue restaurada y convertida en museo. Vivió aquí hasta mil novecientos veintisiete.
¿Hasta 1927? Ahora sí que estoy interesada de verdad. Si vivía aquí en 1927, seguro que Sadie lo conocía. Debían de pertenecer a la misma pandilla.
– ¿Era amiga del hijo del vicario? Un chico llamado Stephen Nettleton.
– Querida.. . -Me mira perpleja-. Sin duda ya sabe usted que Stephen Nettleton era Cecil Malory. Él nunca empleó su apellido como pintor.
¿Stephen era Cecil Malory?
¿Stephen es.. . Cecil Malory?
Me quedo patitiesa.
– Luego cambió de apellido legalmente -prosigue-. Fue una especie de protesta contra sus padres, según se cree. Después de trasladarse a Francia.. .
Sólo la escucho a medias. La cabeza me da vueltas. Stephen se convirtió en un pintor famoso. Esto no tiene sentido. Sadie nunca me ha dicho que fuera famoso. Ella habría alardeado de un modo insoportable.. . ¿O quizá no lo sabía?
– .. . y no llegaron a reconciliarse antes de su trágica muerte en plena juventud -concluye la mujer con una nota solemne. Luego sonríe-. ¿Le gustaría ver las habitaciones?
– No. Eh.. . Perdón. -Me froto la frente-. Estoy un poco confusa. Steph.. . quiero decir Cecil Malory.. . era amigo de mi tía abuela, ¿sabe? Ella vivió en este pueblo y lo conocía. Pero creo que nunca se enteró de que se había hecho famoso.
– Ah. -Asiente con aire entendido-. Bueno, claro, eso no le sucedió en vida. Fue mucho después de su muerte cuando creció el interés por sus cuadros, primero en Francia y luego aquí, en su tierra natal. Como murió tan joven, el volumen de su obra es bastante limitado. De ahí que aumentara tanto la cotización de sus cuadros. En los años ochenta se disparó su valor. Fue entonces cuando su fama se extendió por todo el mundo.
En los ochenta. Sadie sufrió su derrame cerebral en 1981. La llevaron a la residencia y nadie le contó nada. No tenía ni idea de lo que sucedía en el mundo exterior.
Salgo de mi ensimismamiento y veo que la mujer me mira de un modo extraño. Seguro que preferiría devolverme los cinco pavos y librarse de mí.
– Eh.. . Perdone. Estaba pensando. Dígame, ¿él pintaba en un cobertizo del jardín?
– Sí. -Su rostro se ilumina-. Si le interesa, tenemos a la venta varios libros sobre Malory.. . -Sale presurosa y regresa con un delgado volumen de tapa dura-. Los datos sobre sus primeros años son algo imprecisos porque muchos archivos del pueblo resultaron destruidos durante la guerra, y cuando se iniciaron las investigaciones ya habían fallecido muchos de sus contemporáneos. En cambio, hay anécdotas encantadoras sobre su época en Francia, cuando empezó a despuntar como paisajista.. . -Me tiende el libro, en cuya portada figura una marina.
– Gracias. -Lo tomo y empiezo a ojearlo. Casi enseguida tropiezo con una fotografía en blanco y negro de un hombre pintando en un acantilado, con el pie: «Una de las pocas imágenes de Cecil Malory en pleno trabajo.» Ahora entiendo por qué Sadie se prendó perdidamente de él. Es apuesto, alto y moreno, de ojos oscuros y mirada intensa, y lleva una camisa raída.
Qué cabronazo.
Seguramente se creía un genio. Seguramente pensaba que era demasiado especial para mantener una relación normal. Aunque lleve tanto tiempo muerto, he de reprimir el impulso de insultarlo. ¿Cómo pudo tratarla tan mal? ¿Cómo pudo largarse a Francia y olvidarse de ella?
– Tenía un talento extraordinario. -La mujer sigue mi mirada-. Su muerte prematura fue una de las tragedias del siglo veinte.
– Ya, bueno. Quizá se lo merecía -le digo con una mirada siniestra-. Quizá debería haberse portado mejor con su novia. ¿No lo había pensado?
La mujer se queda atónita; abre la boca y vuelve a cerrarla.
Sigo hojeando, pasando paisajes marinos, más acantilados, un apunte a lápiz de una gallina.. . hasta que me quedo paralizada. Un ojo me mira desde una página del libro. Es una ampliación de un cuadro. Sólo un ojo, con pestañas largas, muy largas, y con un brillo burlón.
Conozco este ojo.
– Disculpe -me atraganto-. ¿Qué es esto? -Señalo la página-. ¿Quién es? ¿De dónde procede este detalle?
– Querida.. . -Veo que la mujer se esfuerza por no perder la paciencia-. Seguro que lo conoce. Es una ampliación de uno de sus cuadros más famosos. Lo tenemos en la biblioteca, si quiere echarle un vistazo.
– Sí -digo, poniéndome en marcha-. Por favor. Quiero verlo.
Me guía por un pasillo rechinante hasta una habitación sombría y enmoquetada, cubierta de estanterías, con sillones de cuero y un gran cuadro sobre la chimenea.
– Aquí está. Nuestro gran orgullo.
Me quedo sin habla, inmóvil, sujetando el libro, con los ojos fijos en el cuadro.
Ahí está. Mirando desde el interior de un historiado marco dorado. Con todo el aire de ser la dueña del mundo. Sadie.
Nunca la he visto tan radiante. Ni tan relajada. Tan feliz. Tan hermosa. Sus ojos se ven enormes y oscuros y resplandecen de amor.
Está reclinada en una tumbona, completamente desnuda salvo por un lienzo de gasa que le cubre desde los hombros hasta las caderas y que difumina parcialmente la vista. El pelo a lo garçon deja al descubierto su esbelto cuello. Lleva unos pendientes espléndidos. Y alrededor del cuello, cayendo sobre sus pálidos pechos difuminados por la tela, entrelazándose con sus dedos y derramando una cascada de cuentas relucientes.. . el collar de la libélula.
Y entonces oigo su voz en mi cabeza: «Yo era feliz cuando lo llevaba.. . Me sentía hermosa. Como una diosa.»
Ahora todo cobra sentido. Por eso quería el collar, por eso significa tanto para ella. En ese período de su vida fue feliz. No importa lo que sucediera antes o después. No importa que le rompieran el corazón. En aquel momento todo era perfecto.
– Es asombroso -digo, secándome una lágrima.
– ¿A que es maravillosa? -La mujer me mira complacida. Evidentemente, por fin estoy comportándome como una amante de la pintura-. Los detalles y el manejo del pincel son exquisitos. Cada cuenta del collar es una pequeña obra maestra. Está pintado con tanto amor.. . -Contempla el cuadro con cariño-. Y es tanto más especial, claro está, porque es único.
– ¿Qué quiere decir? Cecil Malory pintó un montón de cuadros, ¿no?
– Por supuesto. Pero nunca hizo otro retrato, salvo éste. Se negó durante toda su vida. En Francia recibió muchas solicitudes a medida que su fama iba creciendo, pero él siempre respondía: J’ai peint celui que j’ai voulu peindre. -Hace una pausa dramática-. Ya he pintado a quien quería pintar.
La miro pasmada. ¿Sólo pintó a Sadie? ¿En toda su vida? ¿Ya había pintado a la única que quería pintar?
– Y en esta cuenta.. . -Se acerca al cuadro con sonrisa experta-. Justo en ésta, hay una pequeña sorpresa. Un pequeño secreto, si lo prefiere. -Me indica que me acerque-. ¿Lo ve?
Me concentro en la cuenta de cristal. Parece igual que las demás.
– Es casi imposible verlo, salvo con una lupa.. . Aquí lo tengo. -Saca una hoja de papel mate donde aparece la cuenta del collar en una ampliación enorme.
Para mi estupefacción, distingo en su superficie una cara. La cara de un hombre.
– ¿Éste es.. . ?
– Malory -asiente-. Su propio reflejo en el collar. Se incluyó a sí mismo en el cuadro. El retrato oculto más diminuto que existe. Se descubrió hace sólo diez años. Como si fuese un mensaje cifrado.
– ¿Me permite?
Con manos temblorosas, cojo la ampliación y observo atentamente el rostro. Ahí está Stephen. En el cuadro. En el collar. Como si fuese parte de ella. Nunca quiso pintar otro retrato. Pintó a la única que deseaba pintar.
Amaba a Sadie, sí.
Alzo los ojos hacia el cuadro, con la vista nublada de lágrimas. La mujer tiene razón. La retrató con amor. Se aprecia en cada pincelada.
– Es.. . asombroso. -Trago saliva-. ¿No tiene más libros sobre él? -Me muero por sacarla de la habitación y quedarme sola. En cuanto sus pisadas se alejan por el pasillo, ladeo la cabeza-. ¡Sadie! -llamo-. Sadie, ¿me oyes? ¡He encontrado el cuadro! ¡Es precioso! ¡Estás preciosa! ¡Estás en un museo! ¿Y sabes qué? Stephen no retrató a nadie más que a ti. Fuiste la única. Y se pintó a sí mismo en tu collar. Te amaba, Sadie, estoy segura. No sabes cómo desearía que pudieras verlo.. .
Me interrumpo sin aliento, pero la habitación continúa en silencio. No me oye, esté donde esté. Oigo pasos. Me vuelvo y esbozo una sonrisa forzada. La mujer aparece con un montón de libros.
– Esto es lo que tenemos ahora mismo. ¿Es usted estudiante de arte, o una simple aficionada a la obra de Malory?
– Sólo me interesa este cuadro -le digo con franqueza-. Y me gustaría saber una cosa. ¿Tiene usted, o los expertos, alguna idea de quién es ella? ¿Cómo se titula el cuadro?
– La chica del collar. Y sí, por supuesto, hay mucha gente interesada en la identidad de la modelo. -La mujer se embarca en un discursito a todas luces ensayado-. Se han hecho investigaciones, pero lamentablemente nadie ha logrado identificarla. Lo único que se conoce es su nombre de pila. -Hace una pausa y añade-: Mabel.
– ¿Mabel? -La miro horrorizada-. ¡No se llamaba Mabel!
– ¡Cielos! -Me sonríe con desconcierto-. Ya sé que para un oído moderno puede sonar un poco pintoresco, pero, créame, Mabel era un nombre bastante común en aquel entonces. Y en el dorso del cuadro hay una inscripción. De puño y letra del propio Malory: «Mi Mabel.»
Por el amor de Dios.
– ¡Era un apodo! ¡Una broma privada! Se llamaba Sadie, ¿vale? Sadie Lancaster. Se lo escribiré. Y lo sé porque era.. . -Titubeo un instante-. Es mi tía abuela.
Me esperaba un gritito o un sofoco, pero la mujer se limita a echarme una mirada dubitativa.
– Cielos, querida. Es una afirmación muy seria. ¿Qué le hace suponer que se trata de su tía abuela?
– No es que lo suponga. Sé que es ella. Vivía aquí, en Archbury, y conocía a Steph.. . o sea, a Malory. Eran amantes. Es ella sin la menor duda.
– ¿Tiene alguna prueba? ¿Una foto de joven? ¿Algún archivo?
– Bueno, no.. . Pero sé que es ella sin ningún género de duda. Y lo demostraré de algún modo. Deberían poner un cartel con su nombre real y dejar de llamarla «Mabel».. . -De repente caigo en la cuenta-. Alto ahí. ¡Éste es el cuadro de Sadie! ¡Él se lo regaló! Lo había perdido hacía mucho, pero sigue siendo suyo. O si no, supongo que ahora es de papá o de tío Bill. ¿Cómo lo consiguieron? ¿Qué hace este cuadro aquí?
– ¿Cómo? -La mujer se ha quedado atónita y yo suelto un bufido de impaciencia.
– Este cuadro pertenecía a mi tía abuela, pero se perdió hace muchos años. La casa familiar se quemó y nadie volvió a verlo. ¿Cómo es que ha acabado aquí? -imprimo un desagradable tonillo acusador y ella retrocede un paso.
– Me temo que no tengo ni idea. Llevo aquí diez años y siempre ha estado colgado en esta biblioteca.
– Ya. -Adopto un aire formal-. Bien, ¿puedo hablar con el director de este museo o con quienquiera que esté a cargo del cuadro? Ahora mismo.
Me mira desconcertada y recelosa.
– Querida, supongo que es consciente de que esto es una reproducción, ¿no?
– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
– El original es cuatro veces mayor y me atrevo a decir que incluso más espléndido.
– Pero.. . -Miro el cuadro, confusa. A mí me parece auténtico-. ¿Dónde está el original? ¿Guardado en una caja fuerte?
– No, querida -dice, armándose de paciencia-. Está en la London Portrait Gallery, por supuesto.