Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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– Entonces, ¿te asesinaron? -le pregunto.
– No creo. -Apenas ha reparado en mí y menos aún se ha molestado en darme las gracias. Madre mía, mis visiones ni siquiera tienen modales.
– De nada, ¿eh? -refunfuño-. Ya sabes. A mandar.
Ella no parece oírme. Escruta el recinto de arriba abajo como si hubiese algo que no entendiera.
– ¿Dónde están todas las flores? Si esto es mi funeral, ¿dónde están las flores?
– Ah. -Siento una punzada de culpa-. Las flores… eh, las han puesto en otro sitio. Por error. Había montones, de veras. Algo impresionante.
No es real, me digo con vehemencia. Es sólo un producto de mi conciencia culpable.
– ¿Y la gente? -Parece perpleja-. ¿Dónde está todo el mundo?
– Algunos no han podido venir. -Cruzo los dedos por detrás y confío en sonar convincente-. Muchos querían, pero…
Me interrumpo al verla desaparecer como por ensalmo.
– ¿Dónde está mi collar? -Pego un brinco del susto: ahora su voz suena otra vez ansiosamente en mi oído.
– ¡No sé dónde está tu maldito collar! -exclamo-. ¡Me estás sacando de quicio! ¿Eres consciente de que nunca me perdonarán esta locura? ¡Y ni siquiera me has dado las gracias!
Se hace un silencio y ella ladea la cabeza, como una niña pillada en falta.
– Gracias -dice.
– Vale.
Ahora juguetea con un brazalete de serpiente que lleva en la muñeca, y yo aprovecho para examinarla más de cerca. El pelo, oscuro y lustroso, le enmarca la cara cuando se echa hacia delante. Tiene un cuello largo y blanco, y ahora advierto que sus ojos grandes y luminosos son verdes. Lleva unos zapatos de color crema minúsculos -un treinta y cinco, quizá-, con botoncitos y tacones cubanos. Diría que es de mi edad más o menos. Quizá algo más joven.
– Tío Bill -dice finalmente, sin dejar de retorcerse el brazalete-. William. Uno de los hijos de Virginia.
– Sí. Virginia era mi abuela. Mi padre es Michael. Lo cual te convierte en mi tía abuela… -Me interrumpo y me llevo las manos a la cabeza-. Esto es una locura. ¿Cómo es posible que sepa el aspecto que tienes? ¿Cómo es posible que tenga una alucinación contigo?
– ¡No tienes ninguna alucinación! -Alza la barbilla-. ¡Soy real!
– No puedes serlo -replico con impaciencia-, ¡estás muerta! ¿Qué eres entonces? ¿Un fantasma?
Se hace un extraño silencio. La chica mira para otro lado.
– Yo no creo en fantasmas -dice despectivamente.
– Ni yo.
Se abre la puerta y me llevo un sobresalto.
– Lara. -La pastora entra en la sala, sofocada y nerviosa-. He hablado con la policía. Quieren que vayas a la comisaría.
Capítulo 3
Resulta que la policía se toma un asesinato bastante en serio. Cosa que, supongo, debería haber previsto. Me han metido en un cuartito donde hay una mesa, tres sillas de plástico y varios carteles sobre cómo prevenir el robo de coches. Me han dado una taza de té y un impreso, y una agente me ha dicho que enseguida vendrá un inspector.
Me dan ganas de reír histéricamente. O de escaparme por la ventana.
– ¿Qué voy a decirle al inspector? -exploto en cuanto se cierra la puerta-. ¡No sé nada de ti! ¿Cómo explico que te asesinaron? ¿Con un candelabro en el salón?
Sadie no parece oírme. Está sentada en el alféizar de la ventana, balanceando las piernas. Aunque, al fijarme mejor, veo que no está realmente en el alféizar, sino flotando un par de centímetros por encima. Ella sigue mi mirada, ve el hueco y se remueve, irritada, ajustando su posición para dar el pego, y vuelve a balancear las piernas con despreocupación.
Es un producto de mi mente, me repito con firmeza. Seamos racionales. Si mi cerebro la ha hecho aparecer, también podrá librarse de ella.
«Vete», pienso. Me concentro al máximo, contengo el aliento, aprieto los puños. «Vete, vete, vete…»
Sadie me echa un vistazo y suelta una risita.
– Menudo aspecto tienes -dice-. ¿Es que te duele el estómago?
En ese momento se abre la puerta… Y entonces sí siento una punzada en el estómago. Es un policía de paisano, lo cual resulta casi más terrorífico que si llevara uniforme. Ay, Dios. En menudo lío me he metido.
– Lara. -Me tiende la mano. Es alto y fornido, de pelo oscuro y actitud enérgica-. Inspector James.
– Hola. -Me sale voz de pito, por los nervios-. Encantada.
– Bien. -Se sienta con formalidad y saca un bolígrafo-. Por lo que me dicen, ha interrumpido el funeral de su tía abuela.
– Exacto. -Asiento con toda la seguridad de la que soy capaz-. Creo que hubo algo sospechoso en su muerte.
El inspector toma nota y levanta la vista.
– ¿Por qué?
Lo miro impertérrita con el corazón a cien. Tendría que haber preparado una historia. Soy una idiota.
– Bueno… ¿usted no lo encuentra sospechoso? -improviso-. ¿Que se muriera así? Quiero decir, la gente no se muere por las buenas.
Él me mira con una expresión indescifrable.
– Creo que tenía ciento cinco años.
– ¿Y qué? -replico, envalentonándome-. ¿Es que la gente de ciento cinco años no puede ser asesinada? No creía que la policía tuviera tantos prejuicios.
El inspector James parpadea, no sé si divertido o irritado.
– ¿Quién cree que asesinó a su tía abuela?
– Fue… -Me froto la nariz para ganar tiempo-. Es… un poco… complicado… -Le echo un vistazo desesperado a Sadie.
– ¡Eres un desastre! -chilla-. ¡Sin una buena historia no te creerán! ¡Y no aplazarán el funeral ni un minuto más! ¡Di que fue el personal de la residencia! ¡Que oíste cómo lo planeaban!
– ¡No! -exclamo sin poder contenerme.
El inspector me mira extrañado y carraspea.
– Lara, ¿tiene algún motivo fundado para creer que ha habido algo fuera de lo normal en la muerte de su tía abuela?
– ¡Di que ha sido el personal de la residencia! -La voz de Sadie resuena como un chirrido de frenos-. ¡Dilo! ¡Dilo! ¡¡¡Dilo!!!
– Ha sido el personal de la residencia -suelto por pura desesperación-. Creo.
– ¿En qué se basa para afirmar algo así?
El inspector sigue hablando con calma, pero sus ojos ahora parecen alerta. Sadie planea delante de él, me mira ceñuda y mueve las manos como si girase una manivela para arrancarme cada palabra. Me está poniendo de los nervios.
– Yo… eh… los oí cuchichear en el pub. Algo sobre venenos y sobre un seguro. En ese momento no le di importancia. -Trago saliva-. Pero a continuación apareció muerta mi tía abuela. -De pronto reparo en que he tomado la idea de un serial que vi el mes pasado cuando estaba enferma.
El inspector me lanza una mirada penetrante.
– ¿Estaría dispuesta a prestar declaración ante un juez?
Ay, Dios. «Prestar declaración» es una de esas expresiones que imponen. Como «punción lumbar» o «inspección de Hacienda». Cruzo los dedos bajo la mesa y trago saliva.
– S… sí.
– ¿Vio a esas personas?
– No.
– ¿Cómo se llama la residencia? ¿Dónde está?
Lo miro fijamente. No tengo ni idea. Desvío la vista hacia Sadie, que tiene los ojos cerrados como si rememorase algo muy lejano.
– Fairside -dice lentamente-. En Potters Bar.
– Fairside. En Potters Bar -repito.
Se hace un silencio. El inspector termina de escribir y da unos golpecitos en la página con el bolígrafo.
– Voy a consultar con un colega. -Se pone en pie-. Vuelvo en un minuto.
En cuanto sale, Sadie me lanza una mirada desdeñosa.
– ¿No sabes hacer nada mejor? ¡No van a creerte! Se suponía que ibas a ayudarme.
– ¿Acusando de asesinato al primero que pasa?
– No seas boba. No has dado ningún nombre. Pero tu historia ha resultado patética. ¿Veneno? ¿Cuchicheos en el pub?
– ¡Intenta tú inventarte algo sobre la marcha! -le digo a la defensiva-. Y ésa no es la cuestión, además…
– La cuestión es que hemos de aplazar mi funeral. -De pronto la tengo a dos centímetros, mirándome con ojos suplicantes-. No pueden hacerlo. No debes permitirlo. Todavía no.
– Pero… -Parpadeo, intimidada, y ella se desvanece ante mis ojos. Dios, esto es desquiciante. Me siento como Alicia en el País de las Maravillas. En cualquier momento aparecerá con un flamenco bajo el brazo, gritando: «¡Que le corten la cabeza!»
Me reclino con cautela en la silla, casi temiendo que se volatilice también, y parpadeo varias veces tratando de procesarlo todo. Pero es demasiado surrealista. Estoy en una comisaría, inventándome un asesinato y dejándome mangonear por una chica fantasma que en realidad no existe. Ni siquiera he almorzado, recuerdo de pronto. A lo mejor todo se debe a un nivel de glucosa demasiado bajo. Quizá soy diabética y éste es el primer síntoma. Noto un embrollo tremendo en la mente. Todo esto no tiene sentido. Es inútil tratar de comprenderlo. Tendré que improvisar sobre la marcha.
– ¡Van a investigar! -Sadie ha reaparecido de sopetón y habla tan deprisa que apenas logro seguirla-. Creen que seguramente te equivocas, pero van a investigar por si acaso…
– ¿De veras? -digo, incrédula.
– El inspector ha ido a hablar con otro polizonte -me explica entrecortadamente-. Los he seguido. Le ha mostrado sus notas y ha dicho: «¡Menuda pánfila nos ha tocado!»
– ¿Cómo que «pánfila»? -salto.
Sadie no hace caso.
– Pero luego se han puesto a hablar de otra residencia de ancianos donde sí hubo un asesinato. Algo espantoso. Y uno de ellos ha dicho que quizá deberían hacer un par de llamadas por si acaso, y el otro le ha dado la razón. O sea, que estamos a salvo.
¿A salvo?
– ¡Tú estarás a salvo, pero yo no!
La puerta se abre y Sadie añade a toda prisa:
– Pregúntale qué va a pasar con el funeral. Pregúntale. ¡Pregúntale!
– Ése no es mi pro… -empiezo, pero me callo de súbito al ver al inspector James.
– Lara, voy a pedirle a un agente que le tome declaración. Luego veremos cómo continuamos.
– Pues… gracias. -Noto la mirada feroz de Sadie-. ¿Y qué pasará…? -Titubeo-. ¿Qué se hace… con el cuerpo?
– Por ahora se quedará en el depósito. Si decidimos abrir una investigación, seguirá allí hasta que enviemos un informe al juez de instrucción. Él se encargará de ordenar las pesquisas oportunas en caso de que las pruebas sean creíbles.
Hace una leve inclinación y vuelve a salir. En cuanto se cierra la puerta, me derrumbo en mi asiento, temblando de pies a cabeza. Me he inventado un asesinato ante un policía de verdad. Es lo peor que he hecho en mi vida. Incluso peor que la vez que me comí medio paquete de galletas, a los ocho años, y, en lugar de confesárselo a mamá, escondí el resto en el jardín, detrás de las rocas, y la observé sin decir ni pío mientras ella buscaba por toda la cocina.
– ¿Sabes que he cometido perjurio? -le digo a Sadie-. ¿Sabes que podrían detenerme?
– ¡«Podrían detenerme»! -se burla ella, otra vez subida al alféizar-. ¿Es que nunca te han detenido?
– Pues claro que no -digo con ojos desorbitados-. ¿A ti sí?
– ¡Muchas veces! -responde a la ligera-. La primera por bailar una noche en la fuente del pueblo. Fue divertidísimo. -Empieza a reírse-. Teníamos unas esposas falsas, parte de un disfraz, y mientras un policía me sacaba del estanque, mi amiga Bunty lo esposó para tomarle el pelo. ¡Se puso hecho un basilisco!
Y ríe convulsivamente. Por favor, qué irritante.
– Seguro que fue graciosísimo. -Le lanzo una mirada hosca-. Personalmente, prefiero no ir a la cárcel y pescar alguna enfermedad espantosa, muchas gracias.
– No tendrías por qué si hubieras inventado algo mejor. -Deja de reírse de golpe-. Nunca había visto a una chica tan boba. No has resultado creíble ni coherente. A este paso ni siquiera abrirán una investigación. No nos dará tiempo.
– ¿Tiempo para qué?
– Para encontrar mi collar, claro.
Dejo caer la cabeza sobre la mesa con un golpe sordo. Por lo visto, esta chica es inasequible al desaliento.
– Escucha -le digo por fin, levantando un poco la cabeza-, ¿para qué necesitas ese collar con tanta urgencia? ¿Y por qué ese collar en particular? ¿Era un regalo o algo así?
Se queda en silencio, con la mirada perdida. No se mueve ni una mosca en la habitación. Bueno, salvo sus pies, que no para de balancear rítmicamente.
– Me lo regalaron mis padres al cumplir veintiún años -dice al fin-. Me sentía feliz cuando lo llevaba.
– Vale, muy bonito. Pero…
– Lo conservé toda mi vida. Lo llevé toda mi vida. -De repente se agita-. Perdí otras cosas, pero el collar lo conservé. Es el objeto más importante que he poseído. Lo necesito.
Se retuerce las manos y mantiene la cabeza gacha. Está tan pálida y delgada que parece una flor marchita. Siento una punzada de compasión y estoy a punto de decir «Tranquila, encontraré tu collar», cuando bosteza con afectación y, estirando los esbeltos brazos por encima de la cabeza, dice:
– Esto es un aburrimiento. Ojalá pudiera ir a un cabaret.
¡Pero bueno…! La miro ceñuda. ¿Así me demuestra su gratitud?
– Si tan aburrida estás -le suelto-, podemos ir a terminar tu funeral, ¿no te parece?
Se tapa la boca para sofocar un grito.
– No te atreverías.
– Quizá sí.
Nos interrumpe un golpe en la puerta y enseguida se asoma una mujer uniformada de aire jovial.
– ¿Lara Lington?
Una hora después, he terminado de prestar «declaración». En mi vida había pasado un trago parecido. Menudo desastre.
Primero me olvido del nombre de la residencia. Luego le explico mal la secuencia y me veo obligada a convencer a la mujer policía de que recorrí un kilómetro a pie en cinco minutos. Acabo diciéndole que me estaba entrenando para convertirme en corredora de marcha atlética. Sólo de pensarlo me muero de vergüenza. Es imposible que me haya creído, ¿Acaso tengo yo pinta de corredora de marcha?
Luego dije que había estado en casa de mi amiga Linda antes de ir al pub. Ni siquiera hay una Linda entre mis amigas; no quería nombrar a ninguna amiga de verdad. Ella me preguntó el apellido de Linda y yo solté «Davies» sin pensarlo siquiera. Lo leí en el encabezamiento del impreso: agente Davies. Comprendí demasiado tarde que era su nombre. Al menos, no dije «Kaiser Soze».
Debo decir en su honor que ni siquiera parpadeó. Tampoco dijo si investigarán. Se limitó a darme las gracias y me anotó el número de un radio taxi.
Seguramente iré a la cárcel. Genial. Lo que me faltaba.
Observo enfurruñada a Sadie, que se ha tendido en la mesa y contempla el techo. No ha sido de gran ayuda tenerla todo el rato hablándome al oído, corrigiéndome y añadiendo sugerencias, así como recordando una ocasión en que dos policías trataron de detenerla a ella y a Bunty: «Aceleramos a campo traviesa y no consiguieron pillarnos con su automóvil: fue desternillante.»
– Bueno, de nada -le digo-. Una vez más.
– Gracias -murmura distraídamente.
– Vale, muy bien. -Cojo mi bolso-. Me largo.
Sadie se sienta de golpe.
– No te olvidarás de mi collar, ¿verdad?
– Dudo que lo olvide en toda mi vida -replico poniendo los ojos en blanco-. Por mucho que me esfuerce.
De pronto la tengo delante, cerrándome el paso.
– Sólo puedes verme tú. Nadie más puede ayudarme. Por favor.
– ¡Oye!, ¡no basta con decirme: «Encuentra mi collar»! -exploto-. Yo no sé nada de ese collar. Ni siquiera qué aspecto tiene…
– Es de cuentas de vidrio con diamantes de imitación -explica ilusionada-. Me llega hasta aquí… -Se señala la cintura-. El cierre es una madreperla incrustada.
– Vale. Pues no lo he visto. Ya te avisaré si aparece.
Paso por su lado, salgo al vestíbulo de la comisaría y saco el móvil. Es un vestíbulo profusamente iluminado, con un linóleo mugriento en el suelo y un mostrador que ahora mismo está vacío. Dos tipos corpulentos con anoraks discuten acaloradamente y un policía trata de calmarlos. Retrocedo a un rincón que parece tranquilo. Saco el número del radio taxi que me ha dado la agente Davies y empiezo a marcarlo. Tengo unos veinte mensajes de voz, pero no hago caso. Serán mamá y papá dando la lata…
– ¡Eh, Lara! ¿Eres tú?
Un tipo rubio, con un jersey de cuello alto y vaqueros, me hace gestos con la mano.
– ¡Soy yo! ¡Mark Phillipson! ¡Del instituto!
– ¡Mark! -exclamo-. Dios mío, ¿cómo estás? -Lo único que recuerdo de él es que tocaba el bajo en el grupo del colegio.
– ¡Bien! ¡Perfecto! -Se acerca-. ¿Y qué haces tú en comisaría? ¿Va todo bien?
– Sí, sí, todo bien. Es sólo… en fin… -Agito la mano, como quitándole importancia-. Un asesinato.
– ¿Un asesinato? -Me mira atónito.
– Sí, bueno, nada del otro mundo. Es decir, tiene su importancia… -me corrijo al ver su expresión-. Aunque será mejor que no hable demasiado… En fin, ¿tú qué tal?
– Estupendamente. Me casé con Anna, ¿la recuerdas? -Me muestra un anillo de boda plateado-. Y trato de tener éxito como pintor. Aparte, hago esto.
– ¿Eres policía?
Se echa a reír.
– Dibujante de la policía. La gente describe a los maleantes; yo los dibujo. Así pago el alquiler… ¿Y tú? ¿Estás casada? ¿Sales con alguien?
Lo miro con una sonrisa forzada.
– Tuve un novio -digo al fin-. Pero no funcionó. Aunque ya estoy bien. Ahora atravieso un buen momento.
He apretado con tal fuerza el vaso de plástico que se ha rajado. Mark parece algo desconcertado.
– Bueno, Lara… nos vemos -dice alzando la mano-. ¿Sabes cómo llegar a casa desde aquí?
– Pediré un taxi. Gracias. Ha sido un placer verte de nuevo.
– ¡No dejes que se marche! -Es la voz de Sadie en mi oído, que me da otro susto de muerte-. ¡Podría sernos de ayuda!
– Cierra el pico y déjame en paz -mascullo mientras le dirijo a Mark una sonrisa radiante-. Adiós, Mark. Un beso a Anna.
– ¡Él podría dibujar el collar! ¡Así sabrías lo que estamos buscando! -Se pone otra vez delante de mí-. ¡Pídeselo! ¡Rápido!
– ¡No!
– ¡Pídeselo! -Le sale ese chillido de alma en pena que me taladra el tímpano-. ¡Pídeselo-pídeselo-pídeselo!
¡Aggg! ¡Va a volverme loca, por Dios!
– ¡Mark! -He gritado tanto que los hombretones de los anoraks dejan de pelearse y se vuelven para mirarme-. ¿Podrías hacerme un pequeño favor?
– Claro -dice encogiéndose de hombros.
Poco después, entramos en una salita con sendos vasos de té de la máquina. Acercamos un par de sillas y Mark saca una hoja de papel y varios lápices.
– Bueno. -Alza las cejas-. Un collar. No deja de ser una novedad.
– Lo vi en una feria de anticuarios -improviso– y me encantaría encargar uno igual. Pero soy un desastre dibujando… Y de repente se me ha ocurrido que quizá tú…
– No hay problema. Vamos allá. -Bebe un sorbo de té, lápiz en ristre, y yo miro a Sadie con el rabillo del ojo.
– Es de cuentas de cristal -dice, alzando las manos como si pudiera tocarlo-. Una doble hilera de cuentas de cristal casi translúcidas.
– Dos hileras de cuentas de cristal -digo-. Casi translúcidas.
– Ajá. -Asiente y empieza a dibujar unas cuentas circulares-. ¿Así?
– Más ovaladas -dice Sadie, mirando por encima de su hombro-. Y con diamantes de imitación entre medias.
– Las cuentas eran más ovaladas -repito, casi disculpándome-. Con diamantes de imitación entre medias.
– No hay problema. -Borra y luego dibuja unas cuentas más alargadas-. ¿Ahora sí?
Miro a Sadie, que lo observa hipnotizada.
– Y la libélula -murmura-. No te olvides de la libélula.
Durante cinco minutos Mark dibuja, borra y vuelve a dibujar, a medida que yo le transmito los comentarios de Sadie. Poco a poco, el collar cobra vida sobre el papel.
– Eso es -suspira Sadie al fin. Los ojos le brillan-. Ése es mi collar.
– Perfecto -le digo a Mark-. Lo has conseguido.
Lo observamos en silencio.
– Es bonito -dice él al fin, asintiendo con la cabeza-. Poco corriente. Me recuerda algo. -Mira otra vez el dibujo con el entrecejo fruncido y sacude la cabeza-. No. Se me ha ido. -Consulta su reloj-. Tengo que largarme pitando…
– Está bien. Muchas gracias.
Una vez a solas, cojo el dibujo del collar. Es muy bonito, he de reconocerlo. Largas hileras de cuentas de cristal, diamantes de imitación centelleantes y un enorme colgante en forma de libélula con más diamantes incrustados.
– Así que esto es lo que buscamos.
– ¡Sí! -Sadie me mira con entusiasmo-. Exacto. ¿Por dónde empezamos?
– ¿Estás de broma? -Cojo mi chaqueta y me pongo en pie-. ¡Ahora no pienso buscar nada! Me voy a casa a tomarme una buena copa de vino. Y luego un curry de pollo con chapati. Comida moderna -le explico al ver su perplejidad-. Y después me meteré en la cama.
– ¿Y yo qué hago? -dice desanimada.
– ¡A mí qué me cuentas!
Salgo al vestíbulo. Fuera, un taxi está dejando a una pareja de ancianos. Me apresuro a cruzar la puerta.
– ¡Taxi! ¿Puede llevarme a Kilburn?
Mientras el coche arranca, despliego la hoja en mi regazo y contemplo el collar una vez más, tratando de imaginármelo en la vida real. Sadie ha dicho que las cuentas son de un cristal iridiscente amarillo pálido. Los diamantes de imitación parecen centellear incluso en el dibujo. Debe de ser un collar asombroso. Y de bastante valor. Por un instante, siento un atisbo de excitación ante la idea de encontrarlo.
Pero la cordura se impone. Probablemente ni siquiera existe ya. Y si existe, las posibilidades de encontrar el collar de una difunta anciana que debió de perderlo o romperlo hace muchos años son aproximadamente de… una entre un millón. No: entre mil millones.
Doblo la hoja, la guardo en el bolso y me arrellano en el asiento. No sé dónde está Sadie ni me importa. Cierro los ojos sin hacer caso de la vibración incesante de mi móvil y me entrego a una ligera somnolencia. Menudo día.