Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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– Ahora -musita Sadie casi inaudiblemente-. Por favor, vamos ahora.
– Estoy impresionado -dice Ed educadamente-. Tenemos que ir a verlo un día. Podríamos recorrer varias galerías, almorzar y.. .
– No. Vamos ahora. -Le cojo la mano-. Ahora mismo -repito, mirando a Sadie-. En marcha.
Estamos sentados los tres en un banco tapizado de cuero. Sadie a mi derecha y Ed a mi izquierda. Ella no ha abierto la boca desde que entramos. Creí que iba a desmayarse cuando vio el retrato. Parpadeó, se quedó mirándolo y por fin soltó el aire como si llevase una hora aguantando la respiración.
– Los ojos son asombrosos -murmura Ed. No cesa de mirarme con cautela, como inseguro respecto a qué debe decir.
– Asombrosos -repito, pero no puedo prestarle atención-. ¿Estás bien? -Miro a Sadie, inquieta-. Supongo que ha sido un golpe brutal para ti.
– Perfectamente. -Ed parece perplejo-. Gracias por preguntar.
– Estoy bien -dice Sadie con una sonrisa lánguida, y vuelve a concentrarse en el cuadro. Antes se ha acercado para atisbar el retrato de Stephen oculto en el collar y su rostro se ha contraído en una sobrecogedora mueca de amor y pena. He tenido que mirar para otro lado.
– Han hecho un estudio en el museo -le digo a Ed– y resulta que su retrato es el más popular. Van a lanzar una gama de productos con su imagen. Carteles, tazas de café.. . ¡Va a hacerse famosa!
– ¿Tazas de café? ¡Qué vulgaridad! -dice Sadie sacudiendo la cabeza, aunque detecto un brillo de orgullo en sus ojos-. ¿Dónde más saldré?
– Paños de cocina, puzles.. . -añado, como informando a Ed-. En fin, una amplia variedad. Si Sadie pensó alguna vez que no iba a dejar huella en este mundo.. . -Dejo la frase en el aire.
– ¡Qué pariente más famosa tenéis! -Ed arquea las cejas-. Tu familia debe de sentirse orgullosa.
– No tanto -replico-. Pero lo estará.
– Mabel. -Ed consulta la guía que se ha empeñado en comprar en la entrada-. Aquí pone: «Se cree que la modelo del cuadro se llamaba Mabel.»
– Eso es lo que creían. Porque en la parte de detrás pone: «Mi Mabel.»
– ¿Mabel? -Sadie me mira tan horrorizada que se me escapa una carcajada.
– Ya les he dicho que era una broma privada -me apresuro a explicar-. Era el apodo que le puso Malory, pero todo el mundo creyó que se llamaba así.
– ¿Acaso tengo cara de Mabel?
Percibo un movimiento en la entrada. Al levantar la vista, veo sorprendida a Malcolm Gledhill, que viene con un maletín y me sonríe tímidamente.
– Ah, señorita Lington. Después de nuestra conversación de esta tarde se me ha ocurrido echarle otro vistazo al cuadro.
– A mí también. Permítame que le presente a.. . -¡Cuidado, ésta es Sadie!-. A Ed -rectifico a tiempo volviéndome hacia el otro lado-. Sí, a Ed Harrison. -¡Fiu!-. Éste es Malcolm Gledhill, el director de la colección.
Malcolm se sienta con nosotros tres y todos contemplamos la obra maestra.
– Así que tienen este cuadro desde mil novecientos ochenta y dos -dice Ed, todavía leyendo la guía-. ¿Por qué quiso desprenderse de él la familia? Una extraña decisión.
– Buena pregunta -dice Sadie, despertando-. Me pertenecía a mí. Nadie debería haber sido autorizado a venderlo.
– Buena pregunta -repito-. Era de Sadie. Nadie debería haber sido autorizado a venderlo.
– Y lo que me gustaría saber es quién lo vendió -añade ella.
– Y me gustaría saber quién lo vendió.
– Sí, ¿quién lo vendió? -repite Ed.
Malcolm Gledhill se remueve inquieto.
– Como ya le he dicho antes, señorita Lington, hay una cláusula de confidencialidad. Mientras no se produzca una reclamación legal, el museo no puede.. .
– Vale, vale. Ya lo he entendido, no puede decírmelo. Pero voy a averiguarlo. El cuadro pertenecía a mi familia. Tenemos derecho a saberlo.
– A ver si lo entiendo bien. -Ed empieza a interesarse por fin en la historia-. ¿Alguien robó el cuadro?
– No lo sé. -Me encojo de hombros-. Desapareció durante años y ahora he descubierto que estaba aquí. El museo lo compró en los ochenta, eso es lo único que sé, pero no quién lo vendió.
– ¿Usted lo sabe? -Ed mira Gledhill.
– Sí, claro que lo sé.
– ¿Y no puede decírselo?
– No.. . Bueno.. . de momento no.
– ¿Es una especie de secreto de Estado? -pregunta Ed-. ¿Tiene algo que ver con armas de destrucción masiva? ¿O con una cuestión de seguridad nacional?
– No exactamente. -El director parece nervioso-. Pero el acuerdo incluye una cláusula de confidencialidad.. .
– Entiendo. -Ed se pone automáticamente en modo consultor-de-negocios-tomando-el-mando-. Pondré a un abogado a trabajar en el asunto mañana mismo. Es absurdo.
– Totalmente absurdo -remacho, animada por su actitud-. Y no vamos a consentirlo. ¿Sabía que mi tío es Bill Lington? Estoy segura de que utilizará todos sus recursos para desenmascarar este.. . absurdo secreto. Es nuestro cuadro.
Malcolm Gledhill parece acorralado.
– El acuerdo establece con toda claridad.. . -empieza. Pero se detiene en seco. Los ojos se le van hacia el maletín.
– ¿Tiene el expediente aquí? -digo con súbita inspiración.
– Casualmente, sí -responde con cautela-. Me llevo los papeles a casa para estudiarlos. Copias, por supuesto.
– O sea, que podría enseñarnos el acuerdo -dice Ed, bajando la voz-. Nosotros no vamos a chivarnos.
El pobre hombre casi se cae del banco, horrorizado.
– ¡No puedo enseñarles nada! Se trata de una información confidencial.
– Desde luego -repongo con tono tranquilizador-. Eso lo comprendemos. Pero tal vez podría hacerme el pequeño favor de comprobar la fecha de la transacción. Eso no es ningún secreto, ¿verdad?
Ed me lanza una mirada inquisitiva, pero yo sigo impertérrita. Se me acaba de ocurrir otra idea. Un plan que él nunca podría comprender.
– Fue en junio del ochenta y dos, eso sí lo recuerdo -dice Gledhill.
– Pero ¿la fecha exacta? ¿No podría echarle un vistazo al documento? -Abro unos ojos candorosos-. Por favor. Podría sernos de mucha utilidad.
Él me observa con suspicacia, pero no se le ocurre ningún motivo para negarse. Se inclina, abre con un clic el maletín y saca una carpeta.
Busco la mirada de Sadie y le hago un gesto rápido hacia Gledhill.
– ¿Qué? -dice.
Por el amor de Dios. Y luego dirá que yo soy lenta.
Vuelvo a señalar con la cabeza al director, que está alisando una hoja.
– ¿Qué pasa? -Sadie se impacienta-. ¿Qué quieres decirme?
– Aquí está -murmura él, calándose unas gafitas-. Déjeme ver la fecha.. .
Me va a entrar tortícolis con tanto gesto furtivo. Y me va a dar algo de frustración. Toda la información está ahí, a la vista de cualquiera que posea una naturaleza fantasmal e invisible. Pero Sadie sigue mirándome con cara de no enterarse.
– ¡Mira! -musito entre dientes-. ¡Míralo! ¡A él!
– ¡Córcholis! -Por fin se le enciende la bombilla. Una millonésima de segundo después ya está fisgando por encima del hombro de Gledhill.
– Que mire qué -dice Ed, perplejo, pero sólo tengo ojos para Sadie, que lee, frunce el entrecejo, da un gritito y levanta la vista.
– ¡William Lington! -exclama-. Lo vendió por quinientas mil libras.
– ¿William Lington? -La miro estúpidamente-. ¿Quieres decir.. . tío Bill?
El efecto de mis palabras en Malcolm Gledhill es brutal e instantáneo. Da un respingo, se lleva la hoja al pecho, se pone blanco, luego rojo, mira la hoja y vuelve a pegársela al cuerpo.
– ¿Qué.. . qué ha dicho?
A mí también me cuesta asimilarlo.
– William Lington vendió el cuadro al museo -digo con voz insegura-. Ése es el nombre que figura en el acuerdo.
– ¡Joder! ¿Bromeas? -A Ed le brillan los ojos-. ¿Tu propio tío?
– Por medio millón de libras.
El director parece a punto de echarse a llorar.
– No sé cómo ha obtenido esa información. Usted será testigo -le dice a Ed– de que yo no he revelado ninguna información a la señorita Lington.
– ¿O sea, que es verdad lo que ella ha dicho? -responde Ed, alzando las cejas. Lo cual sólo sirve para provocarle aún más pánico al pobre Malcolm.
– No puedo responder.. . -Enmudece bruscamente y se seca la frente-. En ningún momento, que quede bien claro, el acuerdo ha salido de mi vista; en ningún momento lo he puesto ante sus ojos.. .
– No hacía falta -le dice Ed, tranquilizador-. Tiene poderes.
La cabeza me da vueltas mientras procuro comprenderlo todo. El tío Bill tenía el cuadro. El tío Bill vendió el cuadro. Las palabras de papá me vienen de golpe: «Se salvaron algunas cosas. Las guardaron en un almacén y allí quedaron durante años.. . Fue Bill quien se ocupó.. . Por entonces no tenía nada que hacer y yo estaba con los exámenes de contabilidad.. . » Debió de encontrar el cuadro en esa época, comprendió que tenía valor y se lo vendió a la London Portrait Gallery mediante un acuerdo secreto.
– ¿Te encuentras bien, Lara?
Ed me toca el brazo, pero yo estoy paralizada. Mi mente se mueve en círculos cada vez más amplios. Estoy sumando dos y dos. Y me salen millones.
Bill abrió Lingtons Café en 1982.
El mismo año en que obtuvo medio millón vendiendo el cuadro.
Y ahora, por fin, todo encaja. Todo cobra sentido. Tenía quinientas mil libras de las que nadie sabía nada. Quinientas mil libras de las que nunca ha hablado. En ninguna entrevista. En ningún seminario. En ningún libro.
Me siento mareada. Comienzo a captar la enormidad del asunto. Es todo una mentira colosal. El mundo entero lo considera un genio de los negocios que empezó con dos monedas. Con medio millón de libras, más bien.
Y trató de borrar el rastro para que nadie se enterase. Dedujo nada más verlo que era un retrato de Sadie, y que le pertenecía a ella. Pero se las ingenió para hacer creer al mundo que era el retrato de una criada llamada Mabel. Seguramente él mismo divulgó esa historia. De esta manera, a nadie se le ocurriría acudir a algún Lington para preguntar por la chica del cuadro.
– ¿Lara? -Ed agita una mano ante mis ojos-. Háblame. ¿Qué te pasa?
– Mil novecientos ochenta y dos. -Levanto la vista, medio aturdida-. ¿Te suena? Fue cuando mi tío Bill fundó Lingtons Café, ¿lo sabías? Con la famosa historia de las Dos Pequeñas Monedas -añado-. Pero creo que en realidad empezó con medio millón de libras. Detalle que olvidó mencionar. De entrada, porque no eran suyas.
Se hace un silencio. Ed también ata cabos.
– ¡Joder! -exclama-. Esto es una bomba. Una auténtica bomba.
– Ya. -Trago saliva-. Una bomba.
– Entonces.. . toda la historia de las monedas, los seminarios, el libro, el DVD, la película.. .
– Todo tonterías.
– Si yo fuera Pierce Brosnan llamaría ahora mismo a mi agente -dice arqueando las cejas cómicamente.
Me reiría si no tuviese ganas de llorar. Si no estuviera triste, furiosa y asqueada por el comportamiento de mi tío.
El cuadro era de Sadie. Sólo ella podía decidir si lo vendía o lo conservaba. Pero él se lo apropió, lo utilizó y nunca dijo una palabra. ¿Cómo se atrevió? ¿Cómo pudo tener tanta desfachatez?
Con una claridad espeluznante visualizo un universo paralelo en el cual otra persona, alguien decente como mi padre, hubiera encontrado el cuadro y actuado correctamente. Veo a Sadie sentada en la residencia, con el collar puesto, disfrutando de su precioso retrato durante toda su vejez, hasta el último instante.
O quizá lo habría vendido. Pero habría sido por decisión propia. Habría sido un momento de gloria para ella. Me la imagino saliendo de la residencia con una enfermera para ir a ver el cuadro en la London Portrait Gallery. Me figuro toda la alegría que eso le habría proporcionado. E incluso la veo sentada, escuchando cómo alguien le lee las cartas de Stephen.
El tío Bill le robó años y años de posible felicidad. Y yo nunca se lo perdonaré.
– Ella debería haberlo sabido. -Ya no puedo contener la rabia-. Sadie debería haber sabido que estaba colgado aquí. Falleció en la más completa ignorancia. No hay derecho.
Le echo un vistazo a Sadie, que se ha apartado un poco y no parece interesada en la conversación. Se encoge de hombros, como sacudiéndose mi rabia y mi angustia.
– Cariño, no te lamentes tanto. Menuda lata. Al menos lo he encontrado. Ahora sé que no fue destruido. Y además.. . no salgo tan gorda como recordaba -añade con repentina animación-. Los brazos se me ven preciosos, ¿verdad? Yo siempre tuve los brazos bonitos.
– Demasiado esqueléticos para mi gusto -le suelto.
– Al menos no parecen morcillas.
Me mira y sonreímos. Pero sus fanfarroneos no me engañan del todo. Está pálida y agitada, se nota que el descubrimiento la ha conmocionado. Sin embargo, sigue alzando la barbilla, más orgullosa que nunca.
Malcolm Gledhill sigue profundamente turbado.
– Si hubiéramos sabido que vivía.. . Si alguien nos lo hubiera dicho.. .
– Ustedes no podían saberlo -le digo, ya más calmada-. Ni siquiera nosotros estábamos al tanto de toda la historia.
Porque el tío Bill no dijo una palabra. Porque lo tapó todo para salirse con la suya. Ahora entiendo por qué quería apoderarse del collar: era lo único que vinculaba a Sadie con el retrato, lo único que podría haber destapado su artimaña. Este cuadro debe de ser para él como una bomba de relojería. Ha seguido haciendo tictac en la sombra todos estos años y ahora, por fin, ha estallado. ¡Bum! Todavía no sé cómo, pero voy a vengar a Sadie. Será digno de verse.
Lentamente, los cuatro nos hemos vuelto de nuevo hacia el cuadro. Es casi imposible sentarse en esta sala y no acabar contemplándolo hipnotizado.
– Ya le he dicho que es nuestro cuadro más popular -comenta Malcolm Gledhill al cabo de un rato-. Hoy he hablado con los de promoción y van a convertirlo en la imagen oficial del museo. Saldrá en todas las campañas.
– Me gustaría aparecer en un pintalabios -dice Sadie-. En un precioso y reluciente pintalabios.
– Debería utilizar su imagen en un pintalabios -le sugiero al director-. Y ponerle su nombre. Es lo que a ella le habría gustado.
– Veré qué puede hacerse. -Parece algo apurado-. Ése no es mi terreno.. .
– Ya le informaré de todas las cosas que a ella le habrían gustado. -Le hago un guiño a Sadie-. De ahora en adelante, actuaré extraoficialmente como si fuese su agente.
– Me gustaría saber qué está pensando -dice Ed, sin apartar la vista del lienzo-. Tiene una expresión intrigante.
– Yo también me lo pregunto a menudo -interviene Gledhill-. Parece desprender tal serenidad y tal felicidad.. . Por lo que usted ha explicado, tenía cierta relación sentimental con Malory. A veces he pensado que quizá él le leía poesía mientras la retrataba.. .
– Menudo idiota -murmura Sadie, burlona-. Es obvio lo que estoy pensando. Miro a Stephen y pienso: «Qué ganas tengo de echarle un polvo.»
– Tenía ganas de echarle un polvo -le digo al director.
Ed me lanza una ojeada, incrédulo, y estalla en carcajadas.
– Debería irme ya.. . -murmura Gledhill, que obviamente ha tenido más que suficiente de nosotros por hoy. Recoge su maletín, nos hace un gesto y se aleja con paso vivo. Unos segundos más tarde oímos que baja la escalinata de mármol prácticamente corriendo.
Miro a Ed y sonrío.
– Perdona todo este lío.
– No importa. -Me observa con aire socarrón-. ¿Alguna otra obra maestra que descubrir esta noche? ¿Alguna escultura de la familia perdida durante décadas? ¿Alguna otra revelación de tus poderes paranormales? ¿O nos vamos a cenar?
– A cenar. -Me levanto y me vuelvo hacia Sadie, que permanece sentada, con los pies sobre el banco y el vestido amarillo alrededor. Se contempla a sí misma, a su yo de veintitrés años, con tal avidez que parece querer beberse el cuadro.
– ¿Vienes? -digo en voz baja.
– Claro -responde Ed.
– Aún no -dice ella, sin volver la cabeza-. Ve tú. Nos veremos luego.
Sigo a Ed hacia la salida. Me doy la vuelta una vez más y le echo un último vistazo a Sadie, para asegurarme de que está bien. Pero ella ni siquiera se da cuenta. Sigue absorta, como si quisiera pasar toda la noche con el cuadro para recuperar el tiempo perdido.
Como si, finalmente, hubiera encontrado lo que buscaba.
Capítulo 25
Nunca me he vengado de nadie. Y empiezo a descubrir que es más complicado de lo que pensaba. El tío Bill está de viaje y nadie puede ponerse en contacto con él. (Bueno, ellos claro que pueden. Pero no van a hacerlo por la chiflada de su sobrina, que no para de acosarlo.) No quiero escribirle ni hablar por teléfono. Esto debe hacerse cara a cara. Así que, de momento, imposible.
Tampoco ayuda que Sadie se ponga ahora moralista y trascendental. Según ella, no tiene sentido preocuparse del pasado. Lo hecho, hecho está, dice, y «deberías dejar de lamentarte, cielo».
Pero no me importa su opinión. La venganza será mía. Cuanto más pienso en el tío Bill, más furiosa me pongo y más ganas me dan de llamar a papá y contárselo todo. Pero consigo controlarme. No hay prisa. Todo el mundo sabe que la venganza es un plato que se sirve.. . cuando has tenido tiempo para acumular suficiente furia y vitriolo. Además, no es que mis pruebas vayan a esfumarse. El cuadro no va a desaparecer de la London Portrait Gallery, como tampoco el acuerdo confidencial que tío Bill firmara tantos años atrás. Ed ya ha contratado a un abogado que va a poner en marcha un pleito en cuanto yo le dé el visto bueno. Cosa que haré tan pronto como me enfrente con tío Bill y lo vea abochornarse. Ése es mi objetivo. (Si llega a humillarse, miel sobre hojuelas, aunque no me hago tantas ilusiones.)
Doy un suspiro, estrujo una hoja de papel y la lanzo a la papelera. Quiero verlo retorcerse de vergüenza. Tengo preparado mi discurso vengativo y todo.
Para distraerme, me reclino en la cabecera de la cama y ojeo el correo. Mi habitación es un despacho estupendo, la verdad. No he de moverme de casa y no me cuesta una libra. Y tiene una cama. La única pega es que Kate ha de trabajar en mi tocador y no sabe dónde meter las piernas.
Mi nueva empresa se llama Consultaría Mágica y llevamos tres semanas en marcha. ¡Ya hemos ganado una comisión! Janet Grady, mi nueva amiga íntima, nos recomendó a una compañía farmacéutica. (Janet no es tonta, sabe de sobra que todo el trabajo lo hice yo, no Natalie. Más que nada porque la llamé para contárselo.) Yo misma me encargué de soltarles el rollo para convencerlos y hace un par de días supimos que nos habían dado el trabajo. Nos han pedido que preparemos una lista de candidatos para un puesto de director de marketing. Ha de ser un especialista en el campo de la industria farmacéutica. Le dije al jefe de recursos humanos que era un encargo ideal para nosotras porque, casualmente, una de mis socias conoce a fondo ese sector.
Lo cual, estrictamente hablando, no es cierto, claro.
Pero lo bueno de Sadie es que aprende rápido y se le ocurren montones de ideas brillantes. Por eso es uno de los miembros más apreciados del equipo de Consultoría Mágica.
– ¡Hola! -Su voz aguda me saca de mi ensoñación. Está sentada en el borde de la cama-. Acabo de estar en Glaxo Wellcome. Ya tengo el teléfono de dos ejecutivos de marketing. Deprisa, antes de que lo olvide.. .
Me dicta los nombres y los números. Números directos, personales. Oro en polvo para un cazatalentos.
– El segundo acaba de tener un hijo -añade-. Así que seguramente no querrá cambiar de trabajo. Pero Rick Young tal vez sí. Parecía bastante aburrido durante la reunión del consejo directivo. Cuando me pase otra vez averiguaré su sueldo.
«Sadie -escribo debajo de los números-, eres un fenómeno. Mil gracias.»
– No hay de qué -dice-. Ha sido muy fácil. ¿Y ahora qué? Deberíamos pensar en otros países europeos, ¿sabes? Tiene que haber muchos talentos en Suiza o Francia.
«Excelente idea», escribo, y levanto la vista:
– Kate, ¿podrías hacerme una lista de las grandes compañías farmacéuticas europeas? Creo que esta vez vamos a extender nuestras redes más lejos.
– Buena idea, Lara -dice ella, impresionada-. Me pongo ahora mismo.
Sadie me guiña un ojo y yo le sonrío. Le viene muy bien tener un trabajo. Se la ve más despierta y más contenta que nunca. Incluso le he dado un nombre a su puesto: cazatalentos mayor. Al fin y al cabo, es ella la que hace toda la investigación.
También nos ha encontrado una oficina: un edificio abandonado cerca de Kilburn High Road. Nos trasladamos la semana que viene. Todo empieza a encajar.
Cada tarde, cuando Kate se va a casa, Sadie y yo nos sentamos en la cama y charlamos. Bueno, más bien es ella la que habla. Le he dicho que quiero saberlo todo sobre su vida. Quiero que me cuente todo lo que recuerda, tanto si es importante como trivial.. . Todo. Así que se sienta, juguetea con las cuentas de su collar, medita un poco y empieza a contarme. Tiene tendencia a divagar y no siempre logro seguirla, pero poco a poco he ido perfilando una imagen global de su vida. Me ha hablado del precioso sombrero que llevaba en Hong Kong cuando estalló la guerra; del baúl de cuero donde lo metió todo y que acabó perdiendo; del viaje en barco que hizo a Estados Unidos, de la ocasión en que la atracaron a punta de pistola en Chicago (aunque por suerte no se llevaron el collar), del hombre con el que bailó una noche y que años más tarde se convirtió en presidente.. .
Yo la escucho fascinada. Nunca había oído una historia parecida. Sadie tuvo una vida asombrosa y pintoresca. A veces divertida, a veces excitante, a veces desesperada, a veces espantosa. Una vida que no imagino que haya tenido nadie. Sólo ella.
Respecto a mí, le he contado cosas de mi infancia con mis padres; anécdotas sobre las clases de equitación de Tonya y sobre lo obsesionada que estuve con la natación sincronizada. También le he hablado de los ataques de ansiedad de mamá y de cuánto me gustaría que aprendiera a relajarse y disfrutar. Y de cómo nos hemos pasado toda la vida a la sombra del tío Bill.
No hacemos ningún comentario. Sólo nos escuchamos.
Más tarde, cuando me acuesto, Sadie se va a la London Portrait Gallery y se queda toda la noche delante del cuadro. Ella no me lo ha contado, pero lo deduzco por su manera de desaparecer en silencio con esa expresión remota y soñadora. Y porque cuando vuelve, todavía abstraída, se pone a hablar de su niñez y de Stephen y de Archbury. Me alegra que vaya al museo. El cuadro es muy importante para ella, es lógico que pase tiempo con él. Y por las noches no ha de compartirlo con nadie.
Casualmente, también me viene bien que me deje las noches libres. Por diversas razones.
Nada de particular.
Bueno, sí, vale. Hay un motivo en particular: que Ed últimamente ha pernoctado en casa algunas veces.
O sea, ya me entiendes. ¿Se te ocurre algo peor que tener a un fantasma dando vueltas por tu habitación cuando estás.. . ejem, conociendo mejor a tu nuevo novio? La sola idea de que Sadie fuera haciendo comentarios sobre la marcha me supera. Y ella es una desvergonzada, seguro que nos observaría todo el rato. Probablemente nos daría una puntuación del uno al diez, o diría con desdén que en sus tiempos lo hacían mejor. O le gritaría a Ed al oído: «¡Más rápido, cateto!»
Ya la pillé una mañana metiéndose en la ducha cuando Ed y yo estábamos allí casualmente. Pegué un grito e intenté sacarla de un empujón, y sin querer le di a Ed un codazo en la cara. Necesité una hora para tranquilizarme. Y Sadie no parecía arrepentida en lo más mínimo. Me dijo que exageraba y que sólo pretendía hacernos compañía. ¿Compañía?
Después, Ed no paraba de mirarme de reojo, como si sospechara algo. Vamos, no puede haber adivinado la verdad, eso sería imposible, pero es bastante observador y se da cuenta de que hay algo un poco rarito en mi vida.
Suena el teléfono y atiende Kate.
– Consultoría Mágica, ¿en que puedo ayudarle? Ah, sí. Le paso. -Pulsa el botón de espera-. Es Sam, de la oficina itinerante de Bill Lington. Por lo visto, tú los llamaste.
– Sí. Gracias, Kate.
Inspiro hondo y cojo el auricular. Allá vamos.
– Hola, Sam -digo en tono amable-. Gracias por devolverme la llamada. Verás, quería ponerme en contacto con vosotros porque estoy montando una pequeña sorpresa para mi tío. Ya sé que está de viaje, pero me preguntaba si podrías pasarme los detalles de su vuelo. Obviamente, no se los daré a nadie -añado con una risita desenfadada.
Menudo farol. Ni siquiera sé si va a coger un vuelo de vuelta desde dondequiera que esté. Quizá piensa viajar en el Queen Elizabeth II en submarino hecho a medida. Ya nada me sorprendería en su caso.
– Lara. -Sam suspira-. Acabo de hablar con Sarah. Me ha dicho que has estado tratando de contactar con Bill. También me ha informado de que tienes prohibido el acceso a la casa.
– ¿Prohibido? -Aparento una gran consternación-. ¿Hablas en serio? Bueno, no sé a qué viene esto. Sólo pretendía organizarle a mi tío una pequeña sorpresa de cumpleaños.. .
– Su cumpleaños fue hace un mes.
– Ah.. . ¡entonces llego con retraso!
– Lara, no puedo facilitarte información de los vuelos. Es confidencial -dice suavemente-. Y tampoco ninguna otra información. Lo lamento. Que pases un buen día.
– Vale. Muy bien.. . Gracias. -Cuelgo de un porrazo.
Maldita sea.
– ¿Todo bien?
– Sí, perfecto.
Procuro sonreír, pero, mientras me dirijo a la cocina, resoplo y la sangre se me enciende de pura frustración. Seguro que esta situación es fatal para mi salud. Otra cosa de la que culpar a tío Bill. Enciendo el hervidor, me apoyo en la encimera y hago unas respiraciones profundas para calmarme.
Hare hare.. . La venganza será mía.. . Hare hare.. . Sólo he de tener un poco de paciencia.
El problema es que ya estoy harta de ser paciente. Cojo una cucharilla y cierro el cajón con un buen golpe.
– ¡Cielos! -Sadie aparece sobre los fogones-. ¿Qué pasa?
– Ya sabes lo que pasa. -Saco la bolsita de té de un tirón y la lanzo al cubo de basura-. Quiero atraparlo.
Sadie abre unos ojos como platos.
– No sabía que estabas tan rabiosa.
– No lo estaba. Pero ahora sí. Ya he tenido bastante. -Me sirvo un chorro de leche en la taza, dejo el envase en la nevera y la cierro de un portazo-. Ya sé que tú estás en plan magnánimo, pero no entiendo cómo lo consigues. Me dan ganas de.. . de darle un puñetazo. Cada vez que paso por un Lingtons Café y veo un expositor de ejemplares de Dos Pequeñas Monedas, tengo la tentación de entrar corriendo y gritar: «¡Alto todo el mundo! ¡No fueron dos pequeñas monedas! ¡Fue toda la fortuna de mi tía abuela!»
Suspiro y bebo un sorbo de té. A continuación la observo con curiosidad.
– ¿No tienes ganas de desquitarte? Debes de ser una santa.
– Exageras.. . -Se echa el pelo hacia atrás.
– Eres increíble. -Tomo la taza con ambas manos-. Tu manera de seguir adelante, de no dejarte obsesionar, de fijarte sólo en lo importante.
– Siempre adelante -dice con sencillez-. Ése ha sido mi modo de actuar toda la vida.
– Pues te admiro. Si yo estuviera en tu lugar, desearía destruirlo.
– Podría destruirlo si quisiera. -Se encoge de hombros-. Podría presentarme en el sur de Francia y convertir su vida en un infierno. Pero ¿sería así mejor persona? -Se toca el pecho-. ¿Y me sentiría mejor por dentro?
– ¿El sur de Francia? ¿Qué quieres decir?
Sadie parece incómoda de repente.
– Es sólo una suposición. La clase de sitio donde podría estar. A esos lugares van los ricos.
¿Por qué no me mira a los ojos?
– Ay, Dios. -Sofoco un grito al comprenderlo-. Tú sabes dónde está, ¿verdad? ¡Sadie! -exclamo al ver que empieza a desvanecerse-. ¡No te atrevas a desaparecer!
– Vale. -Vuelve a materializarse, con aire enfurruñado-. Sí. Lo sé. Fui a su oficina. Me resultó muy fácil averiguarlo.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Porque.. . -Se encoge de hombros con expresión evasiva.
– ¡Porque no querías reconocer que eres tan mala y tan vengativa como yo! Anda, dilo. ¿Qué le has hecho? Será mejor que me lo cuentes de una vez.
– ¡No he hecho nada! -replica, altiva-. O nada serio, al menos. Sólo quería echarle un vistazo. Es muy, muy rico, ¿no?
– Increíblemente rico. ¿Por qué?
– Da la impresión de ser el dueño de la playa entera. Fue allí donde lo encontré. Tumbado al sol en una hamaca, cubierto de aceite y con un enjambre de criados alrededor cocinando para él. Parecía espantosamente satisfecho de sí mismo. -Un rictus de repugnancia cruza su rostro.
– ¿No te dieron ganas de gritarle? ¿No te apeteció probar con él?
– Pues de hecho sí le grité -admite tras una pausa-. No pude resistirme. Estaba enfurecida.
– ¡Fantástico! Bien hecho, ya lo creo. ¿Qué le dijiste?
Me muero de curiosidad. No puedo creer que Sadie se haya enfrentado sola al tío Bill en su playa privada. Para ser sincera, me duele un poco que me dejase fuera. Pero también entiendo que ella tiene derecho a buscar su propia venganza. Y me alegra que le haya dado su merecido. Espero que él lo oyera todo. Palabra por palabra.
– Vamos, cuenta. ¿Qué le dijiste? -insisto-. Explícamelo todo con detalle, desde el principio.
– Le dije que estaba gordo.
¿He oído mal?
– ¿Que estaba gordo? ¿Y ya está? ¿Ésa fue toda tu venganza?
– ¡Es la venganza perfecta! -replica-. Parecía muy abatido. Es un tipo terriblemente vanidoso, ¿sabes?
– Bueno, yo creo que podemos mejorarlo -digo con decisión, dejando la taza-. El plan es el siguiente, Sadie. Tú me dices qué billete he de reservar y mañana cogemos un avión. Y me llevas a esa playa, ¿de acuerdo?
– De acuerdo. -Sus ojos se iluminan de golpe-. Serán como unas vacaciones.
Lo de las vacaciones se lo ha tomado en serio. Demasiado en serio, en mi opinión. Se ha vestido para el viaje con un conjunto largo sin espalda, hecho de un tejido sedoso anaranjado, que ella llama «pijama de playa». Lleva puesto un enorme sombrero de paja, sostiene una sombrilla y una cesta de mimbre y va tarareando una canción que dice no sé qué de estar sur la plage. La veo tan campante que me dan ganas de soltarle que esto es un asunto muy serio y que haga el favor de dejar de retorcerse las cintas del sombrero. Pero, en fin, así es ella. Ya ha visto a tío Bill, le ha chillado y se ha liberado de la tensión. Yo aún tengo la mía, enroscada en mi interior como una víbora. Aún no me he aplacado ni he tomado distancia. Quiero que pague. Quiero que sufra. Quiero.. .
– ¿Más champán? -Una risueña azafata aparece a mi lado.
– Pues.. . -Vacilo y le tiendo la copa-. Sí, gracias.
Viajar en compañía de Sadie es una experiencia única. En el aeropuerto se ha puesto a gritar a los demás pasajeros y ellos nos han dejado pasar hasta el principio de la cola. Luego le ha chillado a la chica de facturación y me ha colocado en primera. Y ahora las azafatas no paran de ofrecerme champán. (A decir verdad, no sé si esto va incluido en el billete o también es cosa de Sadie.)