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Una chica años veinte
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Автор книги: Sophie Kinsella



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Capítulo 27

– ¡Damas y caballeros!

Mi voz resuena con tal fuerza que me detengo para aclararme la garganta. Nunca he hablado por unos altavoces tan potentes y, aunque antes he hecho una prueba de sonido («¿Sí? ¿Sí? Bienvenidos a Wembley. Uno, dos; uno, dos»), todavía estoy un poco impresionada.

– Damas y caballeros -repito-, muchas gracias por estar aquí, en esta hora de tristeza y celebración.. . -escudriño los rostros que me observan expectantes: filas y filas enteras que llenan los bancos de la iglesia de Saint Botolph– en esta hora de aprecio y admiración por una mujer extraordinaria que nos ha impresionado a todos.

Me vuelvo para mirar la enorme reproducción del cuadro de Sadie que domina la iglesia. Alrededor y por debajo de ella han dispuesto los arreglos florales más preciosos que he visto en mi vida, con lirios y orquídeas y hiedra colgante, y hasta con una reproducción del collar de la libélula, hecha con rosas de un amarillo pálido en un lecho de musgo.

Esa maravilla es obra de Hawkes and Cox, uno de los mejores floristas de Londres. Contactaron conmigo al enterarse de que iba a celebrarse un oficio conmemorativo y se ofrecieron a hacerlo gratis, porque son admiradores de Sadie y querían homenajearla. (O para ser más cínicos, porque sabían que ese gesto les daría un montón de publicidad.)

En un principio no pretendía que esto se convirtiera en un acto tan concurrido, la verdad. Sólo me había propuesto organizar un oficio en memoria de Sadie. Pero cuando se enteró Malcolm, el director de la London Portrait Gallery, me pidió permiso para anunciarlo en su página web, por si había amantes de la pintura que quisieran presentar sus respetos a la mujer que ha acabado convertida en un icono tan famoso. Para asombro de todos, recibieron una infinidad de peticiones. Al final, tuvieron que hacer un sorteo. Incluso apareció en las noticias de London Tonight. Y aquí están ahora, abarrotando la iglesia, personas que han querido honrar la memoria de Sadie. Cuando llegué y vi toda esta multitud me quedé sin aliento.

– También quiero decir que vuestras vestimentas son maravillosas. Bravo. -Repaso con una sonrisa los abrigos de época, las bufandas con cuentas de cristal e incluso las polainas que lucen algunos-. Creo que Sadie se habría sentido muy satisfecha.

La indumentaria recomendada, en efecto, era «moda años veinte», y todo el mundo ha hecho más o menos el intento. Me importa un bledo que no se acostumbre recomendar indumentaria en los oficios de este tipo, como no ha cesado de repetirme el párroco. A Sadie le habría encantado, y eso es lo que cuenta.

Las enfermeras de la residencia Fairside han hecho un esfuerzo espectacular, tanto consigo mismas como con todos los residentes que han traído. Llevan unos modelitos fabulosos, con tocados y collares cada una de ellas. Capto la mirada de Ginny y ella me dedica una sonrisa radiante y me hace un gesto de ánimo con su abanico.

Ginny y un par de enfermeras más de la residencia asistieron hace unas semanas al funeral privado y la incineración de Sadie. Sólo permití que asistieran las personas que la habían conocido. Conocido de verdad. Fue un acto de recogimiento muy sentido; después me las llevé a almorzar, y lloramos y bebimos vino, y contamos anécdotas de Sadie y reímos, y al final les hice una donación importante para la residencia y todas rompieron a llorar otra vez.

Mis padres no estaban invitados. Creo que más o menos lo comprendieron.

Los veo sentados en primera fila. Mamá lleva un desastroso vestido lila de cintura baja con una cinta en el pelo que recuerda más el rollo Abba, años setenta, que la moda de los veinte. Papá va con un conjunto que no tiene nada de época; un traje normal y corriente, con una sola hilera de botones y un pañuelo moteado de seda asomando por el bolsillo. Pero, en fin, lo perdono porque me mira desde ahí abajo con un calor, un orgullo y un afecto impresionantes.

– Aquellos de ustedes que sólo conocen a Sadie como la modelo de un retrato podrán preguntarse quién era la persona que había detrás del cuadro. Bueno, debo decirles que era una mujer asombrosa. Era aguda, divertida, valiente y extravagante. Y afrontaba la vida como la mayor aventura. Como saben, ella fue la musa de uno de los pintores más famosos de este siglo. Lo hechizó completamente. Él nunca dejó de amarla, ni ella a él. Las circunstancias los separaron trágicamente, pero si él hubiera vivido más tiempo.. . ¿quién sabe?

Hago una pausa para tomar aliento y echo un vistazo a mamá y papá, que me miran fascinados. Anoche ensayé el discurso delante de ellos y papá no paraba de repetir con incredulidad: «¿Cómo sabes todo esto?» No tuve más remedio que aludir vagamente a «archivos» y «cartas antiguas» para que se calmara.

– Era una mujer emprendedora y abnegada. Tenía un don para lograr que sucedieran las cosas. A ella y a los demás. -Le lanzo una mirada furtiva a Ed, que está al lado de mamá y me hace un guiño. Él también se sabe de memoria el discurso-. Vivió ciento cinco años, lo que ya es todo un logro. -Examino a los asistentes, para asegurarme de que todos me escuchan-. Pero a ella le habría parecido espantoso que la hubieran considerado únicamente una «anciana de ciento cinco años». Porque, en su interior, siguió teniendo veintitrés años toda su vida. Siguió siendo una chica que vivía con un permanente chisporroteo en el estómago. Una chica que amaba el charlestón y los cócteles, que se pirraba por mover las ancas en un club o en una fuente pública, que adoraba conducir deprisa, pintarse los labios, fumar cigarrillos.. . y darle de comer al ganso.

Ruego que ninguno de los presentes sepa lo que significa esa expresión. Y, en efecto, sonríen con educación, como si hubiese dicho que le encantaba hacer arreglos florales.

– Aborrecía las labores de punto -añado-, que quede claro. Pero le encantaban Grazia y todas las revistas de moda.

Una risa recorre el templo, cosa que me alegra. Esperaba risas aquí.

– Desde luego, para nosotros, su familia -prosigo-, ella no era sólo la chica sin nombre de un cuadro. Era mi tía abuela. Era parte de nuestra herencia. -Vacilo al llegar al punto con que realmente pretendo dar en el blanco-. Es muy fácil dar por descontada a la familia y no concederle su verdadero valor. Pero tu familia es tu historia. Es parte de lo que eres. Y sin Sadie, ninguno de nosotros ocuparía la posición que hoy ocupamos.

No puedo evitar echarle una mirada gélida al tío Bill. Está al lado de papá, muy erguido, con un traje hecho a medida y un clavel en la solapa. Se lo ve mucho más demacrado que en aquella playa del sur de Francia. Ha sido un mes impresionante para él. Ha salido continuamente en las noticias y las páginas de negocios, y nunca para recibir elogios.

En principio quería prohibirle que asistiera al oficio. Su publicista estaba desesperado porque él viniera, para enderezar un poco su maltrecha imagen, pero yo no soportaba la idea de verlo fanfarronear, acaparar todo el protagonismo y hacer su numerito habitual. Sin embargo, al final reconsideré mi decisión. ¿Por qué no?, me dije, ¿por qué no dejar que venga y honre a Sadie?, ¿por qué no habría de asistir y enterarse de lo maravillosa que era su tía?

Así que le di permiso. Con mis propias condiciones, eso sí.

– Deberíamos honrarla y estarle agradecidos -añado.

Le lanzo otra mirada significativa al tío Bill. No soy la única. La gente no para de echarle ojeadas, e incluso detecto algunos codazos y cuchicheos.

– Motivo por el cual he creado en su memoria la Fundación Sadie Lancaster. Los fondos recaudados serán distribuidos por los administradores entre aquellas causas que ella sin duda habría apreciado. En especial, apoyaremos a varias organizaciones relacionadas con el baile, a instituciones benéficas de la tercera edad y a la residencia de ancianos Fairside, así como a la London Portrait Gallery, en muestra de gratitud por haber preservado su precioso retrato durante los últimos veintisiete años.

Sonrío a Malcolm Gledhill, que me devuelve una sonrisa radiante. Se quedó muy satisfecho cuando se lo dije. Se puso colorado y empezó a decirme si me gustaría convertirme en uno de los patronos, o entrar en el consejo o algo así, dado que soy una amante del arte tan entusiasta. (No quise revelarle que sólo soy una entusiasta de Sadie y que los demás cuadros me tienen sin cuidado.)

– También me gustaría anunciar que mi tío, Bill Lington, desea hacerle un homenaje a Sadie, que procederé a leer en su nombre.

Por nada del mundo le habría permitido subirse a este podio. O escribir su propio discurso. Él ni siquiera sabe lo que me dispongo a leer. Despliego una hoja y dejo que se cree un silencio expectante. Bien, allá voy:

– «Sólo gracias al cuadro de mi tía Sadie logré abrirme camino en el mundo de los negocios. Sin su belleza y su ayuda, no me encontraría en la posición privilegiada que ocupo hoy en día. Sin embargo, a lo largo de su vida no la aprecié lo suficiente. Y ahora lo lamento profundamente. -Hago una pausa efectista. La iglesia entera se ha quedado en silencio, transida de emoción. Los periodistas toman notas afanosamente-. Me complace, pues, anunciar que donaré diez millones de libras a la Fundación Sadie Lancaster. Un modesto gesto en honor de una persona muy especial.»

Se eleva un murmullo atónito. El tío Bill está transido y en la cara se le dibuja un rictus que quiere ser una sonrisa. Miro de soslayo a Ed, que me hace otro guiño y levanta los pulgares. Fue él quien me dijo «¡Que sean diez millones!» cuando yo estaba decidida a pedirle cinco y creía que me estaba pasando de la raya. Lo maravilloso del caso es que, ahora que lo han oído seiscientas personas y una legión de periodistas, no podrá echarse atrás.

– Quiero agradecerles de verdad que hayan venido. -Recorro la iglesia con la vista-. Sadie estaba ingresada en una residencia cuando se descubrió el cuadro y nunca llegó saber lo mucho que se la apreciaba y admiraba. Se habría sentido abrumada al veros a todos aquí. Se habría dado cuenta.. . -Las lágrimas asoman, incontenibles. No. No puedo perder los papeles ahora, con lo que me ha costado llegar hasta aquí. Esbozo una sonrisa e inspiro hondo-. Se habría dado cuenta de la huella que ha dejado en este mundo. Ha proporcionado alegría y satisfacción a mucha gente, y su legado permanecerá durante generaciones. Como sobrina nieta suya, me siento orgullosa. -Me giro para mirar la reproducción del cuadro un instante-. Y ya sólo resta decir.. . Por favor, alzad vuestras copas.. .

Un tintineo multiplicado resuena en la nave cuando todos lo hacen. A cada invitado se le ha servido un cóctel al llegar: un gin fizz o un Sidecar, preparados por dos barmans del Hilton. (Y me importa un pimiento que normalmente no se sirvan cócteles en los oficios funerarios.)

– ¡Al ataque! -Levanto mi copa y todos corean: «¡Al ataque!»

Se hace un silencio mientras bebemos un sorbo. Entonces, poco a poco, empiezan a reverberar murmullos y risas por toda la iglesia. Veo a mamá probando su Sidecar con expresión recelosa, y al tío Bill apurando lúgubremente su gin fizz, y a Malcolm Gledhill haciéndole señas a un camarero, con la cara arrebolada, para que vuelva a llenarle la copa.

El órgano ataca los primeros compases de Jerusalén y yo bajo los escalones del podio en dirección a mi sitio en primera fila, al lado de Ed y mis padres. Ed lleva una espectacular chaqueta de esmoquin de los años veinte -por la que pagó una fortuna en una subasta de Sotheby’s– y parece una estrella rutilante del Hollywood clásico. Cuando puse el grito en el cielo al enterarme del precio, se limitó a encogerse de hombros y decirme que sabía lo importante que era para mí todo este rollo de época.

– Buen trabajo -susurra apretándome la mano-. Ella habría estado orgullosa.

La gente empieza a cantar pero a mí me resulta imposible: tengo la garganta atenazada y no me salen las palabras. Me limito a contemplar en silencio la iglesia llena de flores, los atuendos extravagantes, la multitud que canta con brío en memoria de Sadie. Gente de lo más variopinta y de varias generaciones, personas muy distintas a las que llegó a conmover de un modo u otro. Todos aquí. Todos por ella. Sadie siempre se lo ha merecido.

Cuando termina el oficio, el organista empieza a tocar un charlestón (me importa un pito que en estos oficios no suela interpretarse música profana) y todos los congregados salen en fila lentamente, todavía con sus cócteles en la mano. La recepción se va a celebrar en la London Portrait Gallery, por cortesía del amable Malcolm Gledhill. Fuera hay unas azafatas que indican a la gente cómo llegar allí.

Pero yo no me apresuro a salir. No me veo con fuerzas para afrontar la cháchara y el alboroto. Todavía no. Permanezco sentada en el banco, aspirando la fragancia de las flores, a la espera de que se calme un poco el ambiente.

Le he hecho justicia, al menos eso creo y espero.

– Cariño. -Mamá se acerca, interrumpiendo mis pensamientos, con la cinta más torcida que nunca. Tiene las mejillas encendidas e irradia satisfacción. Se sienta a mi lado-. Ha sido maravilloso, verdaderamente maravilloso.

– Gracias. -Le sonrío.

– Me encanta cómo has puesto en evidencia a Bill. Tu fundación será muy útil, ¿sabes? ¡Y los cócteles! -añade, apurando su copa-. ¡Qué idea más brillante!

La observo, intrigada. Hoy no se ha preocupado por nada. No se ha angustiado pensando que la gente llegaría tarde, o acabaría borracha, o rompería las copas.

– Mamá.. . estás distinta -le digo-. Pareces menos estresada. ¿Qué te ha pasado?

Me pregunto de repente si habrá ido al médico. ¿Estará tomando Valium o Prozac? ¿Será una euforia química?

Ella se ajusta las mangas de su vestido lila.

– Una cosa muy rara -dice al fin-. No me atrevería a contárselo a cualquiera, Lara. Pero, bueno, hace unas semanas me pasó una cosa rarísima.

– ¿El qué?

– Fue como si oyera.. . -vacila un instante y susurra-: una voz en mi cabeza.

– ¿Una voz? -Me pongo rígida-. ¿Qué clase de voz?

– Yo no soy una persona religiosa, ya lo sabes. -Echa un vistazo alrededor y se inclina hacia mí-. Pero, de veras, ¡esa voz me persiguió todo el día! Aquí dentro. -Se da unos golpecitos en la mollera-. No me dejaba tranquila. ¡Pensé que estaba volviéndome loca!

– ¿Y qué.. . qué te decía?

– Decía: «¡Todo irá bien, deja de preocuparte!» Sólo eso, una y otra vez. Durante horas. Acabé irritada y al final le respondí: «Vale ya, señorita de la voz. ¡Mensaje recibido!» Y entonces se detuvo como por arte de magia.

– ¡Hala! -finjo asombrarme, con un nudo en la garganta-. Increíble.

– Y desde ese día, las cosas no me preocupan tanto como antes. -Consulta su reloj-. Será mejor que me vaya, papá ha ido a buscar el coche. ¿Quieres que te llevemos?

– No, todavía no. Nos vemos allí.

Mamá asiente, comprensiva, y se aleja. Mientras el charlestón deja paso a otra melodía de los años veinte, me arrellano en el banco y contemplo las preciosas molduras del techo. Todavía estoy medio anonadada por la revelación de mamá. Me imagino a Sadie persiguiéndola y dándole la vara incansablemente.

Me da la sensación de que incluso ahora ignoro la mitad de lo que Sadie hizo y llegó a conseguir.

La iglesia se ha despejado. Aparece una mujer con túnica y empieza a apagar las velas. Me despabilo por fin, recojo el bolso y me pongo en pie. Ya no queda nadie en el recinto.

Al salir al patio de la iglesia, un rayo de sol me da en la cara y parpadeo. Aún hay bastante gente charlando en la acera, pero no tengo a nadie cerca y me sorprendo levantando la vista al cielo. Como me ocurre con frecuencia. Todavía.

– ¿Sadie? -digo en voz baja, por la fuerza de la costumbre-. ¿Sadie? -Pero, naturalmente, no hay respuesta.

– ¡Felicidades! -Ed se planta delante de mí, como salido de la nada, y me estampa un beso en los labios, sobresaltándome. ¿Dónde estaba?, ¿escondido detrás de una columna?-. No podría haber salido mejor. Me he sentido orgulloso de ti.

– Gracias. -Me sonrojo de satisfacción-. Ha estado bien, ¿no? ¡Ha venido muchísima gente!

– Ha sido increíble. Y todo gracias a ti. -Me acaricia la mejilla suavemente y me pregunta, bajando la voz-: ¿Lista para ir a la galería? Les he dicho a tus padres que se adelantaran.

– Sí. -Sonrío-. Gracias por esperarme. Necesitaba estar a solas un momento.

– Claro.

Echamos a andar hacia la verja que da a la calle. Me coge del brazo y yo aprieto el suyo. Ayer, sin previo aviso, mientras nos dirigíamos al ensayo del oficio, comentó que piensa prolongar seis meses su estancia en Londres, porque así podrá agotar el seguro del coche. Me lanzó una mirada significativa y me preguntó qué me parecía.

Fingí que lo pensaba detenidamente, disimulando mi euforia, y le dije que sí, que desde luego debía agotar el seguro del coche. Él me dedicó una sonrisa de complicidad, yo hice otro tanto y nos cogimos de la mano con los dedos firmemente entrelazados.

– ¿Con quién hablabas ahora? -añade como sin darle importancia.

– ¿Yo? Con nadie. Eh.. . ¿tenemos el coche cerca?

– Porque me pareció que decías «Sadie».

Se hace un breve silencio mientras procuro adoptar una expresión perpleja.

– ¿Eso te ha parecido? -Suelto una risita como si la idea me resultara estrafalaria-. ¿Para qué iba a decir su nombre?

– Eso mismo he pensado yo: «¿Para qué va a decir su nombre?»

No cejará, ya lo veo.

– Quizá sea por mi acento británico -respondo con súbita inspiración-. Quizá me has oído decir «Sidecar». O sea: «Necesitaría tomarme otro Sidecar.»

– Sidecar. -Ed se detiene y me clava una mirada inquisitiva.

Hago un esfuerzo y se la devuelvo, poniendo ojos inocentes. Él no puede leerme el pensamiento, me digo. No puede.

– Hay algo.. . -dice al fin, meneando la cabeza-. No sé qué es, pero hay algo.

Noto una punzada en el corazón. Ed sabe todo lo demás sobre mí: las cosas importantes y las triviales. También debería saber esto. Al fin y al cabo, fue parte de ello. Parte interesada.

– Sí -asiento-. Hay algo. Y algún día te lo contaré.

Esboza una sonrisa. Da un repaso a mi vestido de época, mis cimbreantes cuentas de azabache, mi pelo cortado a lo garçon, las plumas que oscilan sobre mi frente, y su expresión se relaja.

– Vamos, chica años veinte. -Me coge la mano con esa firmeza a la que ya me he acostumbrado-. Has estado fantástica con tu tía. Lástima que ella no pudiese verte.

– Sí. Una lástima.

Pero, mientras nos alejamos, me permito una miradita más hacia el cielo.

Espero que sí, que haya podido verlo.


* * *

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Sophie Kinsella

Sophie Kinsella es el seudónimo con el que Madelaine Wickham, autora de varias novelas, ha pretendido ocultar sus huellas.

Madeleine Wickham nació en Londres. Estudió en Oxford. Publicó su primera novela, The Tennis Party, mientras trabajaba como periodista financiero. Está casada con un profesor y tiene dos hijos. Actualmente vive en Surrey y está escribiendo su próxima novela.

Kinsella es la autora de la popular serie protagonizada por Becky Bloomwood, la famosa «loca por las compras», uno de los personajes más simpáticos y peligrosos que ha dado la literatura. Sus libros, un auténtico éxito de ventas, han sido traducidos a más de 30 idiomas. De ¿Te acuerdas de mí?, su última novela, se han vendido más de un millón de ejemplares solamente en inglés y más de 250 mil en alemán. Asimismo, ha sido número uno en Inglaterra, Estados Unidos e Italia.

Sophie confiesa que le encanta ir de compras y le vuelven loca las rebajas, pero asegura que siempre paga sus facturas, sólo viaja a Nueva York por razones culturales y mantiene una excelente relación con el director de su banco.

Una chica años veinte

No hace falta ser un lince para darse cuenta de que Lara Lington no atraviesa un buen momento: su novio le ha dado esquinazo, su mejor amiga se ha largado a Goa y la empresa de cazatalentos que ha montado con ella se va al garete. Ya es hora de que algo le salga bien. Pues no. En plena tormenta existencial, aparece nada menos que el fantasma de su tía abuela Sadie, recientemente fallecida a la edad de 105 años.

Con el aspecto y la marcha de una joven de los años veinte, Sadie la apremia para que recupere un misterioso collar desaparecido en extrañas circunstancias, sin el cual nunca podrá disfrutar en paz de su eterno descanso. Y aunque Lara intenta tomárselo con calma, la impulsiva Sadie la empujará a través de un alucinante y laberíntico enredo en el que se verán envueltos personajes como su repelente prima Diamanté, un estirado ejecutivo norteamericano y hasta la misma policía, que se pondrá a husmear ante la sospecha de un improbable asesinato. Así, a lo largo de este hilarante laberinto, Lara acabará convencida de que, si cuentas con la ayuda de un fantasma, al final las cosas siempre se arreglan.

«Una comedia deliciosa (.. . ) Una ráfaga de aire fresco.» Publishers Weekly

«Agradable y alegre, como todo lo que escribe Kinsella.» Time Magazine

«La cara más original e inspirada de Kinsella.» Daily Telegraph

«De lectura imprescindible para quien busque una dosis de escapismo este verano.» Sunday Express.


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01/03/2011


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