Текст книги "Una chica años veinte"
Автор книги: Sophie Kinsella
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Nunca se ha expresado con tanta vehemencia. ¡Hurra, mamá! ¡Así se habla!
– Bueno, ¿y quién ha negociado con él? -Tonya frunce el entrecejo-. Debe de haber resultado difícil.
– Lara se ha ocupado de todo -informa mamá con orgullo-. Habló con Bill, negoció con el museo, resolvió cada detalle.. . ¡y ha abierto una nueva empresa! ¡Ha estado inconmensurable!
– ¡Vaya hermanita! -Tonya sonríe de oreja a oreja, pero se le nota la irritación-. Muy bien, Lara. -Bebe un sorbo de vino y lo remueve pensativamente en la boca. Está buscando algún punto vulnerable, ya lo veo; algún modo de volver a ganar ascendiente-. ¿Y cómo va la cosa con Josh? -Adopta su expresión compasiva-. Papá me ha contado que volviste con él unos días, pero que enseguida rompisteis definitivamente. Debe de haber sido duro. Como para estar destrozada.
– Qué va. -Me encojo de hombros-. Ya está superado.
– Pero has de sentirte muy herida, ¿no? -insiste, clavando sus ojos vacunos en los míos-. Tiene que haber sido un golpe terrible para tu autoestima. Tú recuerda sobre todo que eso no significa que no seas atractiva. ¿Entiendes? -Mira a mamá y papá, poniéndolos por testigos-. Hay muchos otros.. .
– Bueno, mi nuevo novio me ha levantado bastante la moral -digo jovialmente-. Yo en tu lugar no me preocuparía.
– ¿Novio nuevo? -Se queda boquiabierta-. ¿Tan pronto?
No hacía falta que aparentase tanta sorpresa, la verdad.
– Es un consultor americano destinado en Londres. Se llama Ed.
– Muy atractivo -dice papá, apoyándome.
– ¡La semana pasada nos invitó a comer! -añade mamá.
– Vaya. -Tonya parece ofendida-. ¡Genial! Pero será un poco duro cuando vuelva a Estados Unidos, ¿no? -Se le ilumina la expresión-. Las relaciones a distancia se rompen con mucha facilidad. Todas esas llamadas transatlánticas, más la diferencia horaria.. .
– Quién sabe lo que sucederá -me oigo responder con toda tranquilidad.
– ¡Yo haré que se quede! -La voz de Sadie me sobresalta una vez más, no logro acostumbrarme. La veo flotando a mi lado, con la mirada brillante y resuelta-. Soy tu ángel de la guarda. ¡Conseguiré que se quede!
– Perdonad un momento -digo a todos, levantándome-. He de enviar un mensaje.
Saco el móvil y me pongo a teclear, colocando la pantalla de manera que Sadie la vea.
Tranquila. No hace falta que hagas nada. ¿Dónde te habías metido?
– ¡O hacer que te pida en matrimonio! -añade sin prestar atención a mi pregunta-. ¡Será más divertido! Sí, le diré que te lo pida, y me encargaré de que escoja un anillo despampanante. Nos lo pasaremos bomba con los preparativos de boda.. .
«¡No, no y no! -escribo a toda prisa-. ¡Basta, Sadie! No le hagas hacer nada. Quiero que sea él quien tome sus decisiones. Quiero que escuche su propia voz.
Sadie carraspea mientras lee.
– Bueno, yo creo que mi voz es más interesante -dice, y a mí se me escapa una sonrisa.
– ¿Estás enviándole un mensaje a tu novio? -interviene Tonya, observándome.
– No. A una amiga, una buena amiga. -Me doy la vuelta y tecleo: «Gracias por todo lo que has hecho para ayudarme. No tenías por qué.»
– Pero ¡yo quería hacerlo! ¡Es divertido! ¿Habéis tomado ya el champán?
«No -escribo, aguantándome la risa-. Sadie, eres el mejor ángel de la guarda que ha existido.»
– Me precio de serlo -se ufana-. Bueno, ¿y dónde me siento?
Cruza la mesa flotando y ocupa una silla libre, justo cuando aparece Kate, roja de excitación.
– ¡Lara! -exclama-. ¡El tipo de la licorería de la esquina nos ha enviado una botella de champán! ¡Dice que es para darnos la bienvenida! Y has recibido un montón de llamadas; he anotado todos los números.. . Y ha llegado el correo, reenviado desde tu apartamento. No lo he traído todo, pero había algo que me ha parecido importante. Viene de París.. . -Me entrega un sobre acolchado, se sienta y sonríe a todo el mundo-. ¿Ya habéis pedido? ¡Me muero de hambre! Hola, creo que no nos conocemos.. .
Mientras Kate y Tonya se presentan y papá sirve más vino, me quedo mirando el sobre con una aprensión repentina. De París. La dirección está escrita con una letra aniñada. Al palparlo noto algo duro y desigual. ¿Un collar?
Levanto la vista lentamente. Sadie me mira desde el otro extremo de la mesa. Está pensando lo mismo.
– Venga -me dice, asintiendo.
Lo abro con manos temblorosas. Atisbo una masa de papel de seda. La aparto y vislumbro un destello amarillo iridiscente. Miro otra vez a Sadie.
– Está ahí, ¿verdad? -Se ha puesto lívida-. Lo has conseguido.
Asiento y, sin saber muy bien lo que hago, echo la silla atrás.
– He de.. . hacer una llamada -digo con voz ronca-. Salgo un momento. Enseguida vuelvo.. .
Sorteo las mesas hasta el fondo del restaurante, que da a un patio pequeño y aislado. Salgo por la puerta de incendios y voy a un rincón. Abro otra vez el sobre, saco el envoltorio de papel de seda y lo desenvuelvo.
Después de todo este tiempo, al fin en mis manos.
Tiene un tacto más cálido de lo que esperaba. Más sólido, en cierto sentido. Los diamantes de imitación destellan al sol y las cuentas de cristal relucen con un brillo trémulo. Es tan impresionante que siento el impulso de ponérmelo. Pero me contengo y miro a Sadie, que me observa en silencio.
– Aquí lo tienes. Es tuyo. -Intento colocárselo alrededor del cuello, como si fuese una medalla olímpica. Pero mis manos se hunden en su cuerpo y lo atraviesan. Pruebo otra vez, y otra, en vano-. ¡Maldición! -Tengo ganas de reír y llorar-. ¡Es tuyo! ¡Deberías llevarlo tú! ¡Nos haría falta la versión fantasmal!
– ¡Para! -Sadie alza la voz, súbitamente en tensión-. ¡No di.. . ! -Se le corta la voz y se aleja unos pasos, con los ojos fijos en las losas del patio-. Ya sabes lo que debes hacer.
Se produce un silencio. Sólo se oye el rumor del tráfico, que nos llega amortiguado desde la avenida principal. No puedo mirarla. Permanezco aferrada al collar. Soy consciente de que esto es lo que buscábamos, perseguíamos y deseábamos desesperadamente. Pero ahora que lo tenemos.. . Ojalá no hubiera llegado este momento. Todavía no. El collar es el motivo de que Sadie se me haya aparecido. Una vez que lo recupere.. .
Mi pensamiento se desvía bruscamente. No quiero pensar en eso. No quiero.
Una ráfaga de viento remueve las hojas caídas en el suelo. Sadie levanta la vista, pálida y decidida.
– Dame un poco de tiempo.
– De acuerdo. -Trago saliva. Guardo el collar en el sobre y vuelvo al restaurante. Sadie ya ha desaparecido.
No puedo tragar la pizza. Ni seguir la conversación. Tampoco logro concentrarme cuando vuelvo al despacho, aunque recibo seis llamadas de jefes de recursos humanos de primera línea que quieren concertar citas conmigo. Tengo el sobre en el regazo y la mano metida dentro, aferrando el collar. No puedo soltarlo.
Le envío un mensaje a Ed diciéndole que me duele la cabeza y que necesito estar sola. Cuando llego a casa, Sadie no está, lo cual no me sorprende. Preparo algo de cena y al final no la tomo. Me echo en la cama, con el collar alrededor del cuello, y me dedico a retorcer sus cuentas mientras veo una película tras otra en el canal de cine clásico, sin hacer siquiera el intento de dormirme. Finalmente, hacia las cinco y media, me levanto, me visto de cualquier manera y salgo a la calle. La suave luz grisácea del alba empieza a teñirse de un rosa vivo cuando asoma el sol. Me quedo inmóvil, contemplando las vetas rosadas del cielo, lo que me reconforta un poco el ánimo. Compro un café para llevar, subo al autobús que va a Waterloo y paso el rato mirando absorta por la ventanilla las calles silenciosas. Al llegar, ya son casi las seis y media. Empieza a aparecer gente por el puente y las calles aledañas. La London Portrait Gallery está cerrada todavía. Cerrada y vacía. No hay un alma ahí dentro. O eso es lo que uno diría.
Me siento en un murete y bebo el café, que ya está tibio pero me resulta delicioso, con el estómago vacío. Estoy dispuesta a quedarme aquí sentada todo el día, pero cuando suenan las ocho en un campanario cercano, la veo aparecer en la escalinata, de nuevo con la mirada abstraída. Lleva otro vestido asombroso, esta vez gris perla, con una falda de tul cortada en forma de pétalos. Va tocada con un sombrero gris y tiene los ojos fijos en el suelo. No quiero alarmarla, así que espero hasta que repara en mí.
– Lara.
– Hola. -Alzo una mano-. He pensado que andarías por aquí.
– ¿Dónde está el collar? -dice, asustada-. ¿Lo has perdido?
– ¡No! No te preocupes, lo tengo. Mira.
No hay nadie a la vista, pero vigilo a uno y otro lado antes de sacar el collar. A la clara luz de la mañana resulta aún más espectacular. Lo deslizo entre mis dedos y las cuentas tintinean suavemente. Ella lo contempla con ternura; tiende las manos como si quisiera cogerlo y luego las retira.
– Ojalá pudiera tocarlo -murmura.
– Ya. -Se lo acerco como si estuviese haciendo una ofrenda. Ojalá pudiera colocárselo alrededor del cuello, lograr que volviera a reunirse con ella.
– Quiero recuperarlo -dice en voz baja-. Quiero que me lo devuelvas.
– ¿Ahora?
Me mira a los ojos.
– Ahora.
Siento un nudo en la garganta. No consigo decir nada de lo que quería decirle, pero creo que ella ya lo sabe.
– Quiero recuperarlo -repite, suave pero firmemente-. He pasado demasiado tiempo sin él.
– Está bien. -Asiento con la cabeza varias veces, agarrando las cuentas con tanta fuerza que temo magullarme los dedos-. Entonces debes recuperarlo.
El trayecto me resulta muy corto. El taxi se desliza con fluidez por las calles. Me gustaría decirle al taxista que reduzca la velocidad. Me gustaría que se detuviera el tiempo. Me gustaría que quedáramos atrapadas seis horas en un atasco.. . Pero, de pronto, nos detenemos en una calleja. Hemos llegado.
– Qué rápido, ¿no? -Sadie suena alegre y decidida.
– Ya -digo con una sonrisa forzada-. Increíblemente rápido.
Mientras bajamos, siento la garra del miedo en el pecho. Sigo aferrando el collar, me va a dar un calambre en los dedos. Sin embargo, no me atrevo a aflojarlos, ni siquiera mientras hago malabarismos para pagar con una sola mano.
El taxi se aleja. Sadie y yo nos miramos. Estamos delante de varios locales; uno de ellos es una funeraria.
– Es ahí. -Señalo un rótulo que reza «Capilla de Reposo»-. Parece cerrado.
Se desliza hasta la puerta y atisba el interior.
– Será mejor que esperemos. -Se encoge de hombros y vuelve a mi lado-. Sentémonos por aquí.
Nos acomodamos en un banco de madera y guardamos silencio. Miro el reloj. Nueve menos cinco. Abren a las nueve. La sola idea me da pánico, así que mejor no pensarlo. Aún no. Mejor concentrarse en el aquí y el ahora. Aquí estoy, sentada con Sadie.
– Bonito vestido, por cierto. -Creo que ha sonado casi normal-. ¿A quién se lo has birlado?
– A nadie -dice, ofendida-. Era mío. -Me echa un vistazo y comenta de mala gana-: Esos zapatos también son bonitos.
– Gracias. -Querría sonreír, pero mis labios no ceden del todo-. Los compré el otro día. Ed me ayudó a elegirlos. Fuimos de compras a medianoche al centro comercial Whiteleys. Tenían cantidad de ofertas especiales.. .
No sé ni lo que digo. Es sólo para distraer la espera. Miro otra vez el reloj. Nueve y dos. Vienen con retraso. Me siento absurdamente agradecida, como si nos hubiesen concedido un indulto.
– Es bastante bueno a la hora de darse un meneo, ¿no? -me suelta tan campante-. Ed, quiero decir. Bueno, la verdad es que tú tampoco eres tan mala.
¿Darse un meneo?
¿No querrá decir.. . ?
¡No, por favor!
– ¡Lo sabía! ¡Nos has espiado!
– ¡Qué dices! -Procura fingir, pero acaba estallando en carcajadas-. ¡Fui muy discreta! Ni siquiera percibiste mi presencia.
– ¿Y qué viste? -gimo.
– Pues todo. Fue un espectáculo la mar de divertido, te lo aseguro.
– ¡Sadie, eres incorregible! -Me llevo las manos a la cara-. ¡No se espía a la gente cuando está practicando el sexo! ¡Hay leyes que lo prohíben!
– Sólo tengo una pequeña crítica que hacer -dice, sin hacerme caso-. O más bien una sugerencia. Una cosa que usábamos en mi época.
– ¡Basta ya! ¡Déjate de sugerencias!
– Tú te lo pierdes. -Se encoge de hombros y se examina las uñas, echándome miraditas de soslayo.
Por el amor de Dios. Ahora me ha picado la curiosidad. Quiero saber de qué se trata.
– Vale -digo-. Cuéntame esa genialidad sexual de los veinte. Espero que no incluya ningún pegamento indeleble.
– Bueno.. . -empieza, acercándose más.
Entonces miro por encima de su hombro y me quedo rígida. Un anciano enfundado en un grueso abrigo está abriendo la funeraria.
– ¿Qué pasa? -Sadie sigue mi mirada-. Ah.. .
– Sí. -Trago saliva.
El hombre acaba de verme. Supongo que no podía pasarle inadvertida, sentada justo delante y, encima, mirándolo fijamente.
– ¿Se encuentra bien?
– Eh.. . hola. -Me pongo de pie haciendo un esfuerzo-. He venido para.. . bueno, para una visita.. . para presentar mis respetos. A mi tía abuela. Sadie Lancaster. Creo que usted.. . que es aquí.. .
– Ajá. -Asiente con aire sombrío-. Sí.
– ¿Podría.. . sería posible.. . verla?
– Ajá. -Vuelve a asentir-. Deme un minuto para abrir y poner un poco de orden y enseguida estoy con usted, señorita.. .
– Lington.
– Lington, ya. -Ha reconocido el apellido-. Claro, claro. Si quiere pasar y esperar en la salita.. .
– Voy enseguida. -Esbozo una especie de sonrisa-. Antes he de hacer una llamada.
El hombre desaparece en el interior. Quiero prolongar este instante. No quiero que sigamos adelante. Si me hago la distraída, tal vez no llegue a suceder.
– ¿Tienes el collar? -pregunta Sadie a mi lado.
– Aquí está. -Lo saco del bolso.
– Estupendo. -Sonríe, aunque está tensa. Es evidente que ya no piensa en las técnicas sexuales de los años veinte.
– Bueno, ¿lista? -Procuro hablar con desenfado-. Estos sitios suelen ser bastante deprimentes.. .
– Yo no pienso entrar -dice con calma-. Te espero aquí sentada. Será lo mejor.
– Bien -asiento-. Buena idea. O sea, que no quieres.. .
Se me apaga la voz. No soy capaz de continuar, pero tampoco de decir lo que pienso de verdad. La idea que me ronda la cabeza como una melodía siniestra y cada vez más atronadora.
¿No vamos a decirlo ninguna de las dos?
– Bueno. -Trago saliva.
– Bueno qué. -Su voz suena brillante y nítida como un trocito de diamante. Y deduzco que también ella lo está pensando.
– ¿Qué crees que ocurrirá cuando.. . cuando.. . ?
– ¿Quieres saber si finalmente te librarás de mí? -me ayuda Sadie, con más ligereza que nunca.
– ¡No! Quería decir.. .
– Ya. Tienes prisa por deshacerte de mí. Estás harta de verme. -Le tiembla la barbilla, pero me lanza una sonrisa-. Pues no creas que lo conseguirás tan fácilmente.
Me mira a los ojos y leo el mensaje con claridad. «No pierdas los papeles. Nada de lamentos. La cabeza bien alta.»
– Así que estoy condenada a aguantarte. -Me las arreglo para adoptar un tono burlón-. Fantástico.
– Me temo que sí.
– Lo que me faltaba. -Pongo los ojos en blanco-. Un fantasma mandón acosándome toda la eternidad.
– Un ángel de la guarda mandón -me corrige.
– ¿Señorita Lington? -El viejo se asoma por la puerta-. Cuando quiera.
– Gracias. Sólo un segundo.
Cuando se cierra la puerta, me ajusto la chaqueta varias veces, aunque no haga falta, para ganar tiempo.
– Entonces dejo el collar allí y nos vemos en un par de minutos, ¿de acuerdo? -digo en tono práctico.
– Te espero aquí. -Sadie da unas palmaditas al banco.
– Y luego nos vamos a ver una película. O algo así.
– De acuerdo.
Doy un paso.. . y me detengo. Sé que estamos fingiendo y no quiero dejarlo así. Me giro en redondo, decidida a no perder los papeles, a no decepcionarla.
– Pero.. . por si acaso. Por si no.. . -No me atrevo a decirlo, ni siquiera a pensarlo-. Sadie, ha sido.. .
No puedo decirlo. No hay palabras suficientes. Nada que pueda describir lo que ha representado para mí conocerla.
– Ya lo sé -murmura, con los ojos centelleantes como dos estrellas oscuras-. También para mí. Venga, muévete.
Cuando alcanzo la puerta, miro atrás por última vez. Está sentada muy erguida, en una postura impecable. Su cuello largo y pálido, el vestido ciñendo su figura esbelta. Mira directamente al frente, con los pies juntos y las manos enlazadas sobre las rodillas, como esperando.
No puedo imaginar lo que debe de estar pasando por su cabeza.
Advierte que estoy mirándola, alza la barbilla y me dirige una sonrisa encantadora y desafiante.
– ¡Al ataque! -me anima.
– ¡Al ataque! -respondo. Le lanzo un beso impulsivamente, me vuelvo y abro la puerta con súbita determinación. Ha llegado la hora.
El encargado de la funeraria me ha preparado una taza de té y un platito con un par de mantecados. Es un hombre de barbilla huidiza que ante cualquier comentario reacciona con un «Ajá» musitado y sombrío, antes de formular la respuesta. Algo que resulta irritante.
Me conduce por un pasillo de tono pastel y se detiene ante una puerta con el rótulo «Suite de los Lirios».
– La dejo sola unos momentos. -Abre la puerta con un diestro giro de muñeca y la entorna antes de añadir-: ¿Es cierto que ella había sido la chica de ese cuadro tan famoso? ¿El que ha salido últimamente en los periódicos?
– Así es.
– Ajá. -Baja la cabeza-. Qué extraordinario. Cuesta creerlo. Una dama tan anciana.. . Ciento cinco, ¿no? Una edad muy avanzada.
Sé que trata de mostrarse amable, pero sus palabras me hieren en lo más vivo.
– Yo no pienso en ella de esa manera -replico-. No la imagino anciana.
– Ajá. -Se apresura a asentir-. Naturalmente.
– En fin. Quiero dejar una cosa.. . en el ataúd. No hay inconveniente, ¿verdad? ¿Ningún riesgo?
– Ajá. Ningún riesgo, descuide.
– Y no debe saberlo nadie -le advierto-. No quiero que entre ninguna persona después de mí. Si alguien se lo pidiese, avíseme primero. ¿De acuerdo?
– Ajá -dice, cabizbajo y respetuoso-. Desde luego.
– Gracias. Voy a.. . entrar.
Entro, cierro la puerta y permanezco inmóvil unos segundos. Ahora que estoy aquí me flaquean un poco las piernas. Trago saliva, tratando de dominarme para no dejarme impresionar. Tras un minuto, hago un esfuerzo y doy un paso hacia el enorme ataúd. Y luego otro.
Ésta es Sadie. La Sadie real. Mi tía abuela de ciento cinco años. Que vivió y murió sin que yo llegara a conocerla. Al inclinarme sobre el féretro con respiración agitada, veo un mechón de pelo blanco y distingo una porción de piel vieja y reseca.
– Aquí lo tienes, Sadie -murmuro.
Suavemente, con infinito cuidado, le deslizo el collar alrededor del cuello. Ya está.
Por fin. Ya está.
Se la ve tan diminuta y encogida. Tan vulnerable. Pienso en todas las veces que he querido tocar a Sadie, en todas las veces que he intentado apretarle la mano o darle un abrazo.. . y aquí la tengo ahora. En carne y hueso. Con cautela, le acaricio el pelo y le arreglo el vestido, deseando que llegue a sentir mi contacto. Este cuerpo anciano y frágil a punto de desmoronarse fue la morada de Sadie durante más de un siglo. Era ella.
Procuro respirar con calma y que mis pensamientos sean serenos y apropiados. Quizá debiera decir unas palabras. Quiero hacer las cosas bien, pero al mismo tiempo siento un impulso urgente y cada vez más intenso. Mi corazón, la verdad sea dicha, no está aquí.
He de irme.
Con piernas temblorosas, alcanzo la puerta y me precipito fuera, para sorpresa del encargado, que esperaba paseándose por el pasillo.
– ¿Va todo bien? -pregunta.
– Todo bien. -Trago saliva-. Perfecto, muchas gracias. Seguiremos en contacto. Ahora debo irme.. .
Noto una opresión tan fuerte en el pecho que apenas puedo respirar. Me bullen extrañas ideas en la cabeza. He de salir de aquí. Cruzo el pasillo y el vestíbulo casi corriendo. Salgo a la calle.. . y me detengo en seco, jadeante, sosteniendo aún la puerta.
El banco está vacío.
Y entonces lo sé.
Claro que lo sé.
No obstante, las piernas me llevan a todo correr a la acera de enfrente. Busco, desesperada, por todos lados. Grito «¿Sadie? ¡Sadie!» hasta quedarme ronca. Me seco las lágrimas, esquivo las amables preguntas de varios desconocidos y vuelvo a mirar a derecha e izquierda, sin darme por vencida. Luego me siento en el banco y lo aferró con ambas manos. Por si acaso. Y espero.
Finalmente, al anochecer, cuando empiezo a tiritar, lo asumo en el fondo de mí misma, que es donde importa.
No volverá. Ha seguido adelante.