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Una chica años veinte
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:35

Текст книги "Una chica años veinte"


Автор книги: Sophie Kinsella



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Capítulo 4

Al día siguiente, lo único que me queda de mi alucinante experiencia es el dibujo del collar. Sadie ha desaparecido y todo se asemeja a un sueño. A las ocho y media me encuentro ante mi escritorio, tomando un café y ojeando el dibujo. ¿Qué me pasó ayer? Seguramente se me fundieron los plomos a causa de la tensión. El collar, Sadie, sus gritos de alma en pena… sin duda creaciones de mi propia imaginación.

Me parece que empiezo a comprender a mis padres por primera vez. Yo también estoy preocupada por mí.

– ¡Hola! -Suena un brusco estrépito cuando Kate, nuestra secretaria, abre la puerta y derriba una pila de archivos que he dejado en el suelo mientras sacaba la leche de la nevera.

No tenemos una oficina muy espaciosa, que digamos.

– Bueno, ¿qué tal el funeral?

Cuelga su abrigo, inclinándose sobre la fotocopiadora para llegar al perchero. Por suerte, es bastante atlética.

– No muy bien. De hecho, acabé en comisaría. Perdí un poco la chaveta.

– ¡Dios mío! -se horroriza-. ¿Te encuentras bien?

– Sí. Bueno, eso creo… -Tengo que controlarme. Doblo rápidamente el dibujo, lo meto en el bolso y cierro la cremallera.

– Ya suponía que había pasado algo. -Hace una pausa mientras recoge su pelo rubio con una goma-. Tu padre llamó por la tarde y me preguntó si has estado muy estresada últimamente.

La miro alarmada.

– ¿No le habrás dicho que Natalie se ha largado?

– ¡No! ¡Claro que no! -La tengo bien adoctrinada sobre lo que puede contarles a mis padres, o sea: nada.

– En fin -replico en tono enérgico-, no importa. Ahora estoy bien. ¿Hay algún mensaje?

– Sí. -Kate toma su bloc con el estilo eficiente que la caracteriza-. Shireen no paró de llamar en todo el día. Te llamará hoy.

– ¡Genial!

Shireen es uno de los pocos tantos a nuestro favor en L amp;N Selección de Ejecutivos. La colocamos hace poco como directora de operaciones en Macrosant, una empresa de software. Empieza la semana que viene. Seguramente llama para darnos las gracias.

– ¿Algo más? -le pregunto, y en ese momento suena el teléfono. Kate echa un vistazo al identificador de llamada y abre unos ojos como platos.

– Ah, sí -añade deprisa-. Llamó Jane, de Leonidas Sports, para que la pongas al día. Me dijo que volvería a llamar hoy a las nueve. Debe de ser ella. -Observa mi expresión de pánico-. ¿Quieres que conteste?

No; quiero esconderme debajo de la mesa.

– Eh… sí, será lo mejor.

El estómago se me encoge de los nervios. Leonidas Sports es nuestro principal cliente. Es una cadena de material deportivo con tiendas por todo el país, y les hemos prometido encontrarles un director de marketing. Rectifico: Natalie prometió encontrarles un director de marketing.

– Le paso ahora mismo la llamada -dice Kate con su tono más melifluo, y en el acto suena el aparato de mi escritorio.

Le hago una mueca a Kate y descuelgo.

– ¡Janet! -exclamo fingiendo aplomo-. Me alegro de oírte. Estaba a punto de llamarte.

– Hola, Lara -dice con su voz ronca-. Llamaba para ver si hay noticias. Confiaba en hablar con Natalie.

Nunca me he encontrado cara a cara con Janet Grady, pero me la imagino de metro noventa y con bigote. La primera vez que hablamos me dijo que los miembros del equipo de Leonidas Sports eran «tipos expeditivos», «jugadores curtidos» que manejaban el mercado con «mano de hierro». Sonaba terrorífico.

– Ah, ya. -Retuerzo el cable del teléfono-. Bueno, por desgracia Natalie aún… sigue pachucha.

Ése es el cuento que he hecho circular desde que decidió no volver de Goa. Por suerte, si dices «Ha estado en la India», todo el mundo se pone a recordar su propia historia de una espantosa-enfermedad-sufrida-durante-un-viaje y ya no te hacen más preguntas.

– Pero estamos haciendo progresos -continúo-. Algo espectacular. Hay una lista preliminar y tengo encima de mi mesa la ficha de algunos candidatos muy sólidos. Pronto contarás con una selección definitiva de primera categoría, te lo aseguro. Todos tipos expeditivos.

– ¿Puedes adelantarme algún nombre?

– Ahora mismo no -respondo con un sobresalto-. Pero te informaré en un plazo muy breve. Vas a quedarte impresionada.

– Muy bien, Lara. -Janet es de esas mujeres que no malgastan el tiempo en charlas intrascendentes-. Me basta con saber que estás en ello. Recuerdos a Natalie. Adiós.

Cuelgo y miro a Kate. El corazón me va a cien.

– Dime, ¿qué candidatos tenemos para Leonidas Sports?

– Hummm… El tipo con un vacío de tres años en su currículo. Y ese bicho raro con caspa. Ah, y la cleptómana.

Espero a que prosiga, pero se encoge de hombros, como disculpándose.

– ¿Nadie más?

– Paul Richards se retiró ayer. Le han ofrecido un puesto en una compañía americana. Aquí está la lista.

Me entrega una hoja y repaso los tres nombres, desesperada. Son verdaderas nulidades. No podemos enviar esta lista.

Dios mío, no imaginaba que el trabajo de cazatalentos fuera tan duro. Antes de abrir la empresa, Natalie siempre lograba que me pareciera apasionante. Hablaba de la emoción del rastreo, de «estrategias de contratación», «desarrollo profesional» y «palmaditas en la espalda». Solíamos quedar de vez en cuando para tomar una copa y me contaba unas historias tan increíbles de su trabajo que me daba envidia. Redactar textos publicitarios en la página web de un fabricante de coches me parecía aburridísimo en comparación. Además, corrían rumores de que iban a hacer drásticos recortes de plantilla. Así que, cuando me propuso crear una empresa juntas, me lancé sin dudarlo.

La verdad es que Natalie siempre me ha tenido un poco deslumbrada. Se la ve tan brillante y segura de sí misma… Incluso cuando íbamos al colegio, ella siempre sabía la jerga de moda y se las arreglaba para colarnos en los pubs. Al principio, cuando fundamos la empresa, todo funcionaba de fábula. Enseguida consiguió algunos contactos importantes y se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, haciendo relaciones públicas. Yo me dedicaba a montar la página web y a aprender (eso se suponía) los trucos del oficio. Todo iba viento en popa. Hasta que desapareció y caí en la cuenta de que no había aprendido ningún truco.

A Natalie le pirran los mantras de negocios y los tiene pegados en post-its por todo su escritorio. Yo no dejo de estudiarlos como si fueran signos rúnicos de una antiquísima religión, con la esperanza de averiguar qué se supone que debo hacer. Por ejemplo, encima del ordenador hay uno que reza: «Los mejores talentos ya están en el mercado.» Al menos éste lo entiendo: significa que no has de revisar el currículo de todos los ejecutivos despedidos la semana pasada de algún banco de inversiones y tratar de presentarlos como si fueran directores de marketing. Lo que tienes que hacer es buscar auténticos directores de marketing.

Pero ¿cómo? ¿Y si ni siquiera se dignan hablar conmigo?

Después de hacer este trabajo por mi cuenta unas cuantas semanas, ya tengo varios mantras de mi propia cosecha: «Los mejores talentos no se ponen al teléfono», «Los mejores talentos no devuelven las llamadas, aunque dejes tres mensajes a su secretaria», «Los mejores talentos no quieren dedicarse a la venta de material deportivo», «Los mejores talentos, cuando mencionas el descuento del cincuenta por ciento a los empleados en raquetas de tenis, se ríen en tus narices.»

Saco por millonésima vez nuestra lista original, arrugada y manchada de café, y la hojeo con pesimismo. Los nombres brillan sobre el papel como caramelos relucientes. Talentos genuinos y con trabajo. El director de marketing de Woodhouse Retail. El jefe de marketing para Europa de Dartmouth Plastics. No todos pueden estar contentos con su puesto, ¿no? Tiene que haber alguno que estaría encantado de trabajar en Leonidas Sports. Aunque la verdad es que ya he probado con todos, uno a uno, y no he llegado a ninguna parte. Levanto la vista y veo a Kate, de pie sobre una pierna y rascándose la pantorrilla con la otra. Me mira preocupada.

– Tenemos tres semanas para encontrar un director de marketing expeditivo e implacable para Leonidas Sports.

Hago un esfuerzo tremendo para mantener el optimismo. Natalie consiguió este cliente. Natalie iba a ganarse a todos los candidatos de categoría. Natalie sabe cómo se hace. Yo no.

Pero no tiene sentido seguir pensándolo.

– En fin. -Doy una palmada en la mesa-. Voy a hacer unas llamadas.

– Te traeré un café recién hecho. -Kate se pone las pilas-. Nos quedaremos aquí toda la noche si hace falta.

Adoro a Kate. Se comporta como si actuara en una película sobre multinacionales agresivas, en lugar de trabajar para dos personas en un despacho de tres metros cuadrados y con una moqueta medio mohosa.

– «El sueldo, el sueldo, el sueldo» -dice.

– «Si te duermes, pierdes»-contesto.

A Kate también le ha dado por leer los mantras de Natalie, y ahora solemos citárnoslos mutuamente. El problema es que no te enseñan cómo se hace el trabajo. Lo que necesito es un mantra que me explique cómo ir más allá de la pregunta con que siempre te salen al paso: «¿Para qué tema es?»

Me deslizo con mi silla hasta el escritorio de Natalie para sacar todos los documentos de Leonidas Sports. El clasificador de cartón se ha caído de las varillas dentro del cajón, así que empiezo a recoger todos los papeles del fondo, mascullando maldiciones. Me detengo de pronto al notar un viejo post-it que se me ha pegado no sé cómo en la mano. No lo había visto antes. La nota, escrita con rotulador morado, aunque ya un poco borrosa, dice: «James Yates, móvil.» Y luego un número.

¡El móvil de James Yates! No puedo creerlo. ¡Es el director de marketing de Feltons Breweries, la fábrica de cerveza! Figura en la lista original. ¡Sería perfecto! Siempre que llamo a su oficina me dicen que ha salido «de viaje». Pero allí donde esté, llevará el móvil encima, ¿no? Temblando de excitación, deslizo la silla hasta mi escritorio y marco el número.

– James Yates. -La línea crepita un poco, pero aun así lo oigo.

– Hola -digo, procurando aparentar aplomo-. Soy Lara Lington. ¿Puede hablar? -Es lo que siempre dice Natalie cuando está al teléfono: la he oído un montón de veces.

– ¿Quién es? -responde con tono suspicaz-. ¿Dice que llama de Lingtons?

Doy un suspiro mental.

– No; soy de L amp;N Selección de Ejecutivos, y lo llamo para ver si estaría interesado en un nuevo puesto, al frente del departamento de marketing de una empresa dinámica y pujante dedicada a la venta al por menor. Es una oportunidad apasionante; si le apeteciera hablarlo, quizá durante un almuerzo discreto en un restaurante de su elección… -Voy a desmayarme si no respiro un poco, así que me detengo para tomar aire.

– ¿L amp;N? -Parece receloso-. No los conozco.

– Somos una empresa relativamente nueva, yo misma y Natalie Masser…

– No me interesa.

– Es una oportunidad maravillosa -me apresuro a replicar-. Tendrá la oportunidad de expandir sus horizontes, hay un enorme potencial en Europa…

– Lo siento. Adiós.

– ¡Y el diez por ciento de descuento en ropa de deporte! -grito al tono de marcar.

Ni siquiera me ha dado una oportunidad.

– ¿Qué ha dicho? -Kate se acerca con una taza de café en la mano y una expresión esperanzada en la cara.

– Ha colgado. -Me desplomo en mi silla mientras ella me deja delante la taza-. No vamos a conseguirlo.

– Sí, claro que sí -dice Kate, y el teléfono empieza a sonar-. A lo mejor es un brillante ejecutivo deseoso de encontrar un nuevo trabajo. -Va a su mesa y atiende con su mejor estilo-. L amp;N Selección de Ejecutivos… ¡Ah, Shireen! ¡Un placer oírla de nuevo! Le paso con Lara. -Me dedica una sonrisa radiante y yo se la devuelvo. Al menos hemos tenido un éxito.

Bueno, estrictamente hablando, ha sido un éxito de Natalie, porque fue ella quien la colocó, pero yo he hecho todo el trabajo de seguimiento. En todo caso, es un éxito de la empresa.

– ¡Hola, Shireen! -digo jovialmente-. ¿Todo listo para tu nuevo trabajo? Sé que es un puesto muy importante para ti…

– Lara -me interrumpe con voz tensa-. Hay un problema.

Se me cae el alma a los pies. No, por favor. Más problemas no.

– ¿Un problema? -Intento sonar relajada-. ¿Qué clase de problema?

– Mi perro.

– ¿Tu perro?

– Tengo la intención de llevarme cada día a Flash al trabajo. Pero acabo de hablar con recursos humanos para ver dónde podría colocar una cesta para él y me han dicho que es imposible. Que la política de la empresa no contempla la entrada de animales en la oficina. ¿Puedes creerlo?

Obviamente, espera que me sienta tan indignada como ella. Miro perpleja el auricular. ¿Cómo ha aparecido de repente un perro en esta historia?

– ¿Lara, sigues ahí?

– ¡Sí! -digo, saliendo de mi estupor-. Escucha, Shireen, no me cabe duda de que le tienes mucho cariño a Flash. Pero no es algo habitual llevar perros al lugar de trabajo…

– Claro que sí. Hay otro perro en el edificio. Lo oí la primera vez que fui allí, y luego varias veces más. ¡Por eso di por supuesto que no habría problemas! De no ser así, nunca habría aceptado el puesto. Me están discriminando.

– Tranquila. Estoy segura de que no te discriminan. Voy a llamarlos ahora mismo. -Cuelgo y marco el número de recursos humanos de Macrosant-. ¿Jean? Soy Lara Lington, de L amp;N Selección de Ejecutivos. Sólo quería aclarar una cosita. ¿Shireen Moore puede llevar su perro al trabajo?

– No está permitida la entrada de perros en el edificio -responde con amabilidad-. Lo siento, Lara, es una de las condiciones del seguro.

– Claro. Está bien, lo entiendo. -Hago una pausa-. La cuestión es que Shireen cree haber oído un perro allí. Varias veces.

– Se equivoca -responde Jean tras una fracción de segundo-. Aquí no hay perros.

– ¿Ninguno? ¿Ni un cachorro? -Esa vacilación me ha puesto la mosca detrás de la oreja.

– Ni un cachorro. -Ha recobrado la calma-. Ya te lo he dicho, es una política que afecta a todo el edificio.

– ¿Y no podríais hacer una excepción con Shireen?

– Me temo que no. -Es educada pero inflexible.

– Bueno, gracias por atenderme.

Cuelgo y comienzo a dar golpecitos con el lápiz en mi bloc de notas. Aquí hay gato encerrado… bueno, perro. Seguro que hay uno en el edificio. Pero ¿qué puedo hacer? No voy a llamar otra vez a Jean para decirle: «No te creo.»

Tras un suspiro, vuelvo a marcar el número de Shireen.

– Lara, ¿eres tú?

Ha descolgado en el acto, como si hubiera estado esperando junto al teléfono, cosa bastante probable. Shireen es una chica muy brillante y apasionada. Me la imagino ahora mismo dibujando esa interminable rejilla geométrica que garabatea obsesivamente allí donde esté. Es muy probable que necesite un perro para conservar la cordura.

– Sí, soy yo. He llamado a Jean y dice que nadie tiene un perro en el edificio. Dice que es una cláusula del seguro.

Un silencio mientras Shireen digiere la información.

– Mienten -dice al fin-. Hay un perro allí, seguro.

– Shireen… -Me dan ganas de aporrearme la cabeza contra la mesa-. ¿No podrías haber comentado antes lo del perro? ¿En alguna de las entrevistas, por ejemplo?

– Di por sentado que no habría problema. Oye, ¡yo oí ladrar a ese perro! Cuando hay un perro en un sitio lo percibes… Bueno, yo no pienso trabajar sin Flash. Lo lamento, Lara, voy a tener que renunciar al puesto.

– ¡Noooo! -salto consternada-. Quiero decir… no tomes una decisión precipitada, Shireen, por favor. Yo me encargo de arreglarlo, te lo prometo. Te llamaré muy pronto. -Cuelgo jadeando y hundo la cabeza entre los brazos-. ¡Mierda!

– ¿Qué piensas hacer? -pregunta Kate.

– No lo sé. ¿Qué haría Natalie?

Instintivamente, nos volvemos hacia su escritorio, reluciente y vacío. Tengo una repentina visión de Natalie sentada allí: tamborileando sobre la mesa con las uñas pintadas y levantando la voz mientras hace una llamada de alto nivel. Desde que se fue, la cantidad de decibelios en este despacho ha disminuido un ochenta por ciento.

– Tal vez le habría dicho a Shireen que debía ocupar el puesto y que la demandaría si no lo hacía -aventura Kate.

– Le habría dicho que se dejara de pamplinas, desde luego. La habría tachado de excéntrica y poco profesional.

Una vez oí a Natalie echándole la bronca a un tipo que dudaba si aceptar un puesto en Dubái. No fue agradable.

Por mucho que me niegue a admitirlo, ahora que conozco las ideas y la manera de hacer negocios de Natalie, la verdad es que no me identifico demasiado con su estilo. Lo que a mí me atraía de este oficio era la idea de trabajar con gente, de cambiar sus vidas. Cuando salíamos a tomar una copa y Natalie me contaba anécdotas de cómo había cazado a un talento fuera de serie, yo me interesaba tanto en la historia que había detrás como en la operación misma. Creía que ayudar a la gente en su carrera daba más satisfacción que vender coches. Pero ese aspecto de la cuestión no parece ocupar un lugar muy destacado en su agenda.

Quiero decir, sí, ya sé que soy una novata. Y a lo mejor un poquito idealista, como siempre me dice papá. Pero el trabajo es una de las cosas más importantes de la vida, y debería satisfacer a las personas. El sueldo no lo es todo.

Pero, claro, por eso Natalie es una cazatalentos de éxito y ha cobrado comisiones espectaculares, y yo no. Y la verdad es que ahora mismo necesitamos comisiones como sea.

– O sea, debería llamar a Shireen otra vez y hacerle pasar un mal rato -admito a regañadientes.

Se hace un silencio. Kate parece tan afligida como yo.

– La cuestión es… -titubea– que tú no eres Natalie. Y mientras ella no esté, la jefa eres tú. Así que deberías hacer las cosas a tu manera.

– ¡Exacto! -exclamo aliviada-. Es cierto. Soy la jefa. Y lo que yo digo es… que primero voy a pensármelo.

Procurando que parezca una manera firme de actuar, y no de escabullirse, aparto el teléfono y empiezo a echar un vistazo al correo. Una factura de papel de oficina. Un oferta para enviar a todo mi personal a un viaje a Aspen destinado a «crear equipo». Y en la base del montón, el Business People, una revista de famosos del mundo de los negocios. Me pongo a hojearla, a ver si encuentro a alguien que pueda convertirse en director de marketing de Leonidas Sports.

Business People es una lectura esencial para un cazatalentos. Consiste básicamente en una página tras otra de fotos de tipos dinámicos vestidos a la última, que tienen despachos inmensos y espacio de sobra para colgar el abrigo. Pero, por Dios, es deprimente. Mientras voy pasando de un personaje de altos vuelos a otro, mi ánimo decae progresivamente. ¿Qué me pasa? Que sólo hablo un idioma. Que nunca me han propuesto presidir un comité internacional. Que no tengo un guardarropa de trabajo con trajes chaqueta de Dolce amp;Gabbana y camisas estrafalarias de Paul Smith.

Cierro tristemente la revista, echo la cabeza atrás y contemplo el techo mugriento. ¿Cómo lo consiguen? Mi tío Bill y toda esa gente que sale en la revista… Deciden abrir una empresa y se convierte en un éxito instantáneo. Parece tan fácil…

– Sí… sí… -Kate está haciéndome señales desde su mesa. La veo roja de excitación mientras habla por teléfono-. Estoy segura de que Lara podría hacerle un hueco en su agenda; por favor, aguarde un momento…

Pulsa el botón de espera y suelta un chillido:

– ¡Es Clive Hoxton! El que dijo que no estaba interesado en Leonidas Sports -añade al ver que no reacciono-. El tipo del rugby. Pues quizá sí lo esté, después de todo. Quiere concertar un almuerzo para hablarlo.

– Dios mío… ¡Él! -La moral me sube de golpe. Clive Hoxton es el director de marketing de Arberry Stores y fue jugador de rugby del Doncaster. No podría ser más perfecto para el puesto de Leonidas Sports, pero cuando hablé con él me dijo que no quería cambiar. ¡No puedo creer que haya llamado!

– ¡Aguantemos el tipo! -digo-. Finge que estoy ocupadísima entrevistando a otros candidatos.

Kate asiente.

– Déjeme ver… -dice al auricular-. Lara tiene hoy una agenda muy apretada. Veamos… Ah, qué suerte. Le ha quedado un hueco imprevisto. ¿Quiere indicarme un restaurante?

Me sonríe de oreja a oreja y yo le choco esos cinco en el aire. ¡Clive Hoxton es un nombre de primera! Es expeditivo y un jugador curtido. Equilibrará la balanza junto al bicho raro y la cleptómana. De hecho, si podemos meterlo en la selección final, me quitaré de encima a la cleptómana, decido sobre la marcha. Y el bicho raro tampoco es tan desastroso si encontramos un modo de librarlo de la caspa…

– ¡Todo arreglado! -dice Kate tras colgar-. Almuerzas con él a la una en punto.

– ¡Magnífico! ¿Dónde?

– Bueno, ésa es la única pega. -Titubea-. Le he pedido que escogiera un restaurante y ha dicho…

– ¿Qué? -El corazón me palpita-. ¿No será en Gordon Ramsay? ¿O en ese tan pijo de Claridge?

Kate hace una mueca.

– Peor. Lyle Place.

Se me encoge el estómago.

– Bromeas.

Lyle Place abrió hace unos dos años y fue bautizado de inmediato como «el restaurante más caro de Europa». Tiene una fuente en medio del local y un enorme acuario de langostas, y lo frecuentan muchos famosos. Obviamente, yo nunca he estado. Todo lo que sé lo he leído en el Evening Standard.

Nunca deberíamos haber permitido que él eligiese el restaurante. Tendría que haberlo hecho yo. Habría escogido el Pasta Pot, que está a la vuelta de la esquina y tiene un menú a mediodía de 12,95, copa de vino incluida. No me atrevo siquiera a pensar lo que me costará un almuerzo para dos en Lyle Place.

– ¡No habrá sitio! -digo repentinamente aliviada-. Estará lleno.

– Ha dicho que puede conseguir una reserva. Conoce a alguien. Y la va a poner a tu nombre.

– Maldita sea.

Kate se mordisquea el pulgar.

– ¿Cuánto queda en el fondo de gastos?

– Unos cincuenta peniques -suspiro-. Estamos sin blanca. Tendré que usar mi tarjeta de crédito.

– Bueno, valdrá la pena. Es una inversión, ¿no? Has de dar la imagen de una ejecutiva de tomo y lomo. Cuando te vean almorzando en Lyle Place, todos pensarán: «¡Vaya, tiene que irle de fábula si puede permitirse traer a sus clientes aquí!»

– Pero ¡es que no puedo permitírmelo! ¿No podemos llamarle y cambiarlo por un café?

Incluso antes de terminar de decirlo, me doy cuenta de lo patético que quedaría. Si quiere un almuerzo en Lyle Place, tendrá un almuerzo en Lyle Place.

– Quizá no sea tan caro como creemos -dice Kate, esperanzada-. Al fin y al cabo, los periódicos no paran de hablar de lo mal que va la economía, ¿no? Quizá han bajado los precios. O tienen una oferta especial.

– Cierto. Y a lo mejor él no pide gran cosa -añado con repentina inspiración-. A ver, es deportista. No puede ser un tragaldabas.

– Claro que no. Tomará, no sé, un poquito de sashimi y un vaso de agua. Y segurísimo que no bebe. Ya nadie bebe en el almuerzo.

Empiezo a sentirme más optimista. Kate tiene razón. Hoy en día nadie bebe alcohol en las comidas de negocios. Y podemos limitarnos a tomar un plato y el postre. O sin postre. Un entrante y una buena taza de café. ¿Qué tiene de malo?

Y en todo caso, comamos lo que comamos, tampoco puede costar tanto, ¿no?

Ay, Dios mío, creo que voy a desmayarme.

Salvo que no puedo, porque Clive Hoxton acaba de pedirme que le repita las condiciones del puesto.

Estoy sentada en una silla transparente ante una mesa cubierta con un mantel impecable. A mi derecha está el famoso acuario de langostas, lleno de crustáceos de todas clases que se arrastran entre rocas y que, de vez en cuando, acaban en la red de un tipo que ha de subirse a una escalera para pescarlos. A la izquierda hay una jaula de pájaros exóticos, cuyos trinos se mezclan con el murmullo de fondo de la fuente que ocupa el centro del salón.

– Bueno. -Mi voz suena apagada-. Como bien sabes, Leonidas Sports acaba de comprar una cadena holandesa…

Mientras voy hablando en piloto automático, mis ojos recorren la carta impresa en plexiglás. Cada vez que veo un precio, siento un escalofrío.

«Ceviche de salmón al estilo origami: 34 libras.»

Y es un entrante. ¡Un entrante!

«Media docena de ostras: 46 libras.»

No hay ninguna oferta especial. Ni el menor indicio de estos tiempos difíciles. A lo largo del salón, la gente come y bebe despreocupada, como si todo esto fuera completamente normal. ¿Fanfarronean? ¿Están todos temblando por dentro? Si me subiera a una silla y gritara: «¡Es demasiado caro! ¡No estoy dispuesta a pasar por el aro!», ¿desataría una desbandada en masa?

– Naturalmente, el consejo de administración quiere un director de marketing capaz de supervisar esta nueva expansión…

Ni siquiera yo entiendo las tonterías que digo. Me estoy armando de valor para echar un vistazo a los platos principales.

«Filete de pato con tres combinaciones de naranja: 59 libras.»

El estómago se me encoge otra vez. No paro de hacer cuentas y el resultado nunca baja de las trescientas libras, lo cual empieza a provocarme náuseas.

– ¿Agua mineral? -Ha aparecido un camarero y nos ofrece a cada uno un recuadro de plexiglás azulado-. Ésta es nuestra carta de aguas. Si les gusta con gas, la Chetwyn Glen es una auténtica delicia -añade-. Se filtra entre rocas volcánicas y tiene un sutil regusto alcalino.

– Ah. -Me obligo a asentir en plan inteligente y el camarero me mira sin parpadear. Seguro que, en cuanto regresan a la cocina, se mondan de risa: «¡Quince pavos, ha pagado! ¡Por una botella de agua!»

– Prefiero Pellegrino -dice Clive, encogiéndose de hombros. Tiene cuarenta y pico años, el pelo grisáceo, ojos de rana y bigote. No ha sonreído ni una vez desde que nos hemos sentado.

– ¿Una botella de cada, pues? -sugiere el camarero.

¡Nooo! ¡Ni hablar de dos botellas de agua carísima!

– ¿Y qué te apetece comer, Clive? -digo con una sonrisa-. Si tienes prisa, podemos pasar directamente al plato principal…

– No tengo prisa. -Me mira suspicaz-. ¿Y tú?

– Ninguna -me apresuro a responder-. Elige lo que te apetezca. -Pero no las ostras, por favor. Las ostras no…

– Las ostras, para empezar -dice, pensativo-. Y luego estoy dudando entre la langosta y el risotto con setas.

Recorro discretamente la carta con la vista. La langosta, 90 libras; el risotto, 45.

– Difícil elección. -Intento adoptar un tono informal-. ¿Sabes?, el risotto es siempre mi favorito.

Se hace un silencio mientras Clive examina la carta con ceño.

– Me encanta la comida italiana -digo con una risita relajada-. Y seguro que las setas están deliciosas. Pero tú decides, Clive.

– Si no se decide -propone el camarero, solícito-, puedo traerle ambas cosas: la langosta y un risotto más reducido.

¿Que puede qué…? ¿Quién le ha pedido que se meta?

– ¡Excelente idea! -Me sale una voz más aguda de lo que quisiera-. ¡Dos segundos platos! ¿Por qué no?

El camarero me mira con ojos sardónicos y deduzco que me lee el pensamiento. Sabe que estoy sin blanca.

– ¿Y para la señora?

Recorro con un dedo la carta arrugando el ceño.

– La verdad es que… he asistido a un desayuno de trabajo bastante copioso esta mañana. Así que tomaré solamente una ensalada César. Sin entrante.

– Una ensalada César, sin entrante. -El camarero asiente, impertérrito.

– ¿Te apetece seguir con agua, Clive? -Procuro eliminar de mi voz cualquier matiz esperanzado-. ¿O quieres vino? -Sólo de pensar en la carta de vinos me recorre un temblor.

– Echemos un vistazo a la carta. -A Clive se le ilumina la expresión.

– ¿Y tal vez una copa de champagne gran reserva para empezar? -sugiere el camarero con una sonrisa afable.

El muy sádico no puede sugerir simplemente champán. Ha de ser «champagne gran reserva»… Grrrr.

– ¡Creo que me dejaré convencer! -dice Clive, con una lúgubre risita, y yo me obligo a sumarme a la propuesta.

El camarero se aleja finalmente, después de servirnos sendas copas de un champán que debe de costar una millonada. Me siento un poco mareada. Pasaré el resto de mi vida pagando este almuerzo. Pero habrá valido la pena. Tiene que valerla.

– Bueno -digo con vivacidad, alzando mi copa-. ¡Por el puesto! Estoy muy contenta de que hayas cambiado de opinión, Clive.

– No he cambiado -dice, bebiéndose media copa de un trago.

Lo miro desconcertada. ¿Me estoy volviendo loca? ¿Habrá entendido mal Kate?

– Pero yo creía…

– Es una posibilidad. -Parte un panecillo-. No estoy satisfecho con mi trabajo ahora mismo y empiezo a considerar la posibilidad de un cambio. Pero veo algunos inconvenientes en Leonidas Sports. Adelante, véndeme el puesto.

Por un momento, me quedo sin habla de pura consternación. ¿Me estoy gastando con este tipo el equivalente de lo que costaría un coche sencillito y al final quizá ni siquiera le interese el trabajo? Bebo un sorbo de agua y levanto la vista, adoptando con esfuerzo mi sonrisa más profesional. Puedo ser como Natalie. Sí, soy capaz de venderle este puesto.

– Clive, tú no estás satisfecho con tu puesto actual. Y para un hombre de tu talento eso es un crimen. ¡Mírate! Deberías estar en un sitio que te revalorizara como profesional.

Hago una pausa con el corazón palpitante. Me escucha atentamente. Ni siquiera ha untado el panecillo con mantequilla. Por ahora vamos bien.

– En mi opinión, el puesto en Leonidas Sports sería el movimiento ideal para tu carrera. Eres un ex deportista… y estamos hablando de una empresa de material deportivo. Te encanta jugar al golf… ¡y Leonidas Sports tiene un catálogo entero de ropa y accesorios de golf!

Clive alza las cejas.

– Veo que te has documentado sobre mí.

– Me interesan las personas -digo con sinceridad-. Y conociendo tu perfil, me parece que Leonidas Sports es justo lo que te hace falta en esta etapa de tu trayectoria. Es una oportunidad única, fantástica…

– ¿Este hombre es tu amante? -me interrumpe una voz nasal, que me hace dar un respingo. Parecía…

No. No seas absurda.

Inspiro hondo y prosigo.

– Como iba diciendo, ésta es una oportunidad fantástica para pasar al nivel siguiente en tu andadura profesional. Estoy segura de que podríamos conseguir un generoso acuerdo…

– Te he preguntado si este hombre es tu amante. -Esta vez suena más insistente, así que vuelvo la cabeza.

No, no puede ser. Es Sadie. Ha vuelto. Está encaramada en el carrito de los quesos, a dos pasos apenas.

Ya no va con el vestido verde, sino con uno rosa pálido de talle bajo y con un abrigo corto a juego. Lleva una cinta negra alrededor de la frente y un bolsito gris de seda, con una cadenita de cuentas, colgado de la muñeca. La otra mano reposa en la campana de cristal para el queso… Bueno, salvo las puntas de los dedos, que atraviesan el cristal y se hunden en un trozo de camembert. Se da cuenta y los saca bruscamente para situarlos con cuidado sobre el cristal.


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