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Una chica años veinte
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Текст книги "Una chica años veinte"


Автор книги: Sophie Kinsella



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Capítulo 2

Conseguir asiento… Menudo chiste. En toda mi vida he asistido a algo más deprimente.

Vale, ya sé que es un funeral. No tiene por qué tener aire festivo. Pero al menos en el funeral de Bert había mucho público, flores y música y un ambiente apropiado. Al menos en aquella sala sentías que pasaba algo.

En ésta no hay nada; sólo un espacio desnudo y gélido, con un ataúd cerrado delante y un panel sobre un caballete, con un rótulo de plástico bastante cutre que pone «Sadie Lancaster». Ni flores, ni fragancia agradable ni cánticos: únicamente el triste hilo musical de los altavoces. Y la sala está prácticamente vacía. Sólo mamá, papá y yo a un lado; y el tío Bill, la tía Trudy y mi prima Diamanté al otro.

Deslizo subrepticiamente la mirada hacia la otra rama de la familia. Aunque estamos emparentados, siguen pareciéndome como salidos de una revista de famosos. El tío Bill está repantigado en su silla de plástico como si fuera el dueño del tanatorio y sigue manipulando su BlackBerry. La tía Trudy hojea el Hello!, seguramente para enterarse de qué hacen sus amigas. Lleva un ceñido vestido negro y el pelo rubio enmarcándole elaboradamente la cara; el escote se le ve más bronceado e impresionante que la última vez. Es increíble: tía Trudy se casó con el tío Bill hace veinte años, pero juro sobre la Biblia que parece más joven ahora que en las fotos de la boda.

A Diamanté el pelo rubio platino le llega hasta el trasero y lleva un minúsculo vestido estampado con la imagen de una calavera. Muy apropiado para un funeral. Tiene puesto el iPod, está enviando un mensaje con el móvil y no para de mirar el reloj con aire enfurruñado. A sus diecisiete años, mi prima tiene dos coches y una marca de moda propia -Tutús y Perlas, se llama-, que obviamente le ha montado tío Bill. (Miré su página web y los vestidos cuestan cuatrocientas libras; el nombre de todos los que compran uno aparece en la lista «Los mejores amigos de Diamanté». La mitad son hijos de celebridades. Es como Facebook, pero con vestidos.)

– Oye, mamá -susurro-, ¿cómo es que no hay flores?

– Ya. -Parece preocuparse de golpe-. Trudy dijo que ella se encargaría. ¿Trudy? -cuchichea a través del pasillo-. ¿Qué ha pasado con las flores?

– Bueno -Trudy cierra el Hello! y se vuelve hacia nosotras, como con ganas de charlar-, ya sé que lo hablamos. Pero ¿sabes el precio de todo esto? -Hace un gesto alrededor-. Y vamos a estar aquí sentados… ¿cuánto?, ¿veinte minutos? Hay que ser realistas, Pippa. Comprar flores habría sido un desperdicio.

– Supongo que sí -dice mamá, no muy convencida.

– Quiero decir, no pretendo escatimarle a la anciana un funeral -Trudy se inclina hacia nosotras, bajando la voz-, pero también cabe preguntarse qué hizo ella por nosotros, ¿no? Vamos, yo ni siquiera la conocía. ¿Y tú?

– Bueno, no era fácil. -Mamá parece apenada-. Tuvo el derrame y la cabeza se le iba la mayor parte del tiempo…

– Exacto -asiente Trudy-. No entendía nada. ¿Para qué molestarse? En realidad, estamos aquí por Bill -añade lanzándole una mirada cariñosa a su marido-. Tiene el corazón más blando de lo que le convendría. A menudo le digo a la gente…

– ¡Chorradas! -Diamanté se ha arrancado los auriculares y mira a su madre con desdén-. Sólo estamos aquí para que papá alardee en público. Él ni siquiera pensaba venir hasta que el productor le dijo que un funeral «incrementaría espectacularmente su coeficiente de simpatía». Los oí hablar.

– ¡Diamanté! -se escandaliza su madre.

– ¡Es verdad! Es el mayor hipócrita del mundo, y tú igual. Y yo tendría que estar ahora en casa de Hannah -dice inflando los carrillos con aire enfurruñado-. Su padre ha montado una fiesta monstruosa para celebrar su nueva película y yo voy a perdérmela. Sólo para que papá pueda hacer su numerito de hombre familiar y cariñoso. Es superinjusto.

– ¡Diamanté! -la amonesta Trudy con aspereza-. Fue tu padre quien os pagó a ti y Hannah el viaje a Barbados, ¿recuerdas? Y ese arreglito en las tetas con el que no paras de dar la lata, ¿quién crees que va a pagarlo, eh?

Diamanté inspira hondo, mortalmente ofendida.

– Eso es superinjusto. Lo de las tetas es con fines caritativos.

No puedo contenerme y me inclino hacia ella.

– ¿Cómo va a ser caritativa una operación de tetas?

– Después concederé una entrevista sobre el tema a un semanario y donaré los beneficios a una institución de caridad -explica con orgullo-. La mitad de los beneficios, más o menos.

Echo un vistazo a mamá. Se ha quedado tan patidifusa que estoy a punto de estallar en carcajadas.

– Hola.

Nos volvemos y por el pasillo vemos acercarse a una mujer con pantalones grises, alzacuellos y gafas de montura oscura.

– Mil perdones -dice al tiempo que abre las manos-. Confío en que no hayan tenido que esperar mucho. -Tiene el pelo canoso y muy corto y una voz grave, hasta el punto de que resulta casi masculina-. Mi pésame por su pérdida. -Echa un vistazo al féretro desnudo, sin flores ni nada-. No sé si les han informado, pero es normal colocar fotos del ser querido…

Nos miramos unos a otros, incómodos, hasta que la tía Trudy chasquea la lengua.

– Yo tengo una. Me la enviaron de la residencia de ancianos.

Hurga en el bolso, saca un sobre de papel marrón y extrae una instantánea deslucida. Le echo un vistazo cuando la hace circular. En ella aparece una viejecita diminuta y arrugada, encorvada en una silla, con una chaqueta de punto de color malva pálido. Tiene un millón de arrugas en la cara y su pelo blanco semeja una borla translúcida de algodón de azúcar. Sus ojos parecen opacos, como si ya no pudiesen ver el mundo real.

Así que ésta era mi tía abuela Sadie. Y ni siquiera la conocí.

La pastora examina la foto con ceño y la fija en el panel. Puesta allí en medio, sin otra compañía que el rótulo del nombre, produce una sensación triste y hasta embarazosa.

– ¿A alguien le gustaría hablar de la difunta?

Negamos con la cabeza.

– Comprendo. A menudo resulta demasiado doloroso para los familiares más cercanos. -La pastora saca un lápiz y una libreta del bolsillo-. En tal caso, hablaré con mucho gusto en vuestro nombre si me dais algunos detalles. Los hechos más importantes de su vida, lo que valga la pena recordar de Sadie.

Silencio.

– No la conocíamos mucho -murmura papá en tono de disculpa-. Era muy mayor.

– Ciento cinco -precisa mamá-. Tenía ciento cinco años.

– ¿Estuvo casada?

– Eh… -Papá arruga la frente-. ¿Había un marido, Bill?

– No lo sé… Creo que sí. Aunque no sé el nombre -dice sin levantar la vista de la BlackBerry-. ¿Podemos seguir ya?

– Claro. -La sonrisa compasiva de la pastora se ha congelado bruscamente-. Bueno, quizá una pequeña anécdota de la última vez que la visitaron… alguna afición suya…

Otro silencio culpable.

– En la foto lleva una chaqueta de punto -sugiere mamá por fin-. Quizá la había tejido ella… Quizá le gustaba hacer punto…

– ¿Nunca la visitaron? -La mujer se esfuerza por no perder los modales.

– Claro que sí -dice mamá a la defensiva-. Pasamos un momento a verla en… -Hace memoria-. En el ochenta y dos. Lara era bebé todavía.

– ¿Mil novecientos ochenta y dos? -La mujer parece francamente escandalizada.

– Ella no nos reconocía -se apresura a explicar papá-. No estaba bien de la cabeza.

– ¿Y cuando era más joven? -insiste la mujer-. ¿Algún logro en particular? ¿Alguna historia de su juventud?

– Jolín, no se da por vencida, ¿eh? -Diamanté se arranca los auriculares del iPod-. ¿No ve que sólo estamos aquí porque toca? Ella no hizo nada en especial. No consiguió nada. No era nadie. Sólo una mujer insignificante de mil años.

– ¡Diamanté! -la reprende tía Trudy sin demasiada convicción-. No es nada bonito lo que has dicho.

– Pero es la verdad, ¿no? O sea, echa una ojeada -dice, abarcando con un gesto desdeñoso la sala vacía-. Si sólo vinieran seis personas a mi funeral me pegaría un tiro.

– Jovencita. -La pastora se adelanta, abochornada-. A los ojos de Dios nadie es insignificante.

– Sí, vale -replica ella con grosería, y la otra se dispone a replicarle a su vez.

– Basta, Diamanté -interviene el tío Bill alzando una mano-. Obviamente, yo también lamento no haber visitado a Sadie, que, estoy seguro, era una persona muy especial, y creo hablar en nombre de todos. -Es tan encantador que consigue apaciguar el orgullo ofendido de la pastora-. Pero lo que quisiéramos ahora es despedirla dignamente. Supongo que usted tendrá un programa muy apretado, igual que nosotros -dice dando unos golpecitos a su reloj.

– En efecto -responde la mujer tras una pausa-. Voy a prepararme. Entretanto, apaguen por favor sus móviles.

Con una última mirada de reproche que nos incluye a todos, sale de la sala. La tía Trudy se remueve en su asiento.

– ¡Qué cara más dura! ¡Encima quiere hacernos sentir culpables! ¡Nosotros no teníamos la obligación de venir!

La puerta vuelve a abrirse de golpe y todos miramos, pero no es la pastora, sino Tonya. No sabía que pensara venir. Ahora la cosa se pone más fea. Mil veces más fea.

– ¿Me lo he perdido? -Su voz de taladradora reverbera por el recinto mientras recorre el pasillo central-. He conseguido escabullirme del gimnasio de bebés antes de que les diera el berrinche a los gemelos. La verdad, esta au pair es peor que la anterior, lo cual ya es decir…

Lleva pantalones negros y una chaqueta de punto negra ribeteada con un estampado de leopardo. El pelo, espeso y con reflejos, lo lleva recogido en una cola. Antes era directora de una delegación de la Shell y se pasaba el día mangoneando y repartiendo órdenes. Ahora se ha convertido a tiempo completo en mamá de dos gemelos, Lorcan y Declan, y se pasa el día mangoneando a las pobres au pair.

– ¿Cómo están los niños? -le pregunta mamá, pero Tonya no la oye. Está totalmente fascinada con el tío Bill.

– ¡Tío, leí tu libro! ¡Es alucinante! Me ha cambiado la vida. Se lo he contado a todo el mundo. Y la fotografía es fantástica, aunque no te hace justicia del todo.

– Gracias, cielo -dice Bill, endilgándole su habitual sonrisa de sí-ya-sé-que-soy-un-crack.

– ¿No os parece un libro fantástico? -nos pregunta-. ¿A que tío Bill es un genio? ¡Empezar de la nada, con sólo dos monedas y un gran sueño! ¡Es un ejemplo tremendamente inspirador para la humanidad!

Es tan pelota que me dan ganas de vomitar. Mamá y papá piensan lo mismo, es evidente, porque ninguno de los dos responde. El tío Bill tampoco le presta atención, así que ella gira sobre los talones de mala gana.

– ¿Qué tal, Lara? Apenas te he visto últimamente. Parece que te hayas escondido. -Sus ojos se concentran en mí y yo retrocedo instintivamente. Ay, ay, ay. Conozco esa mirada.

Mi hermana Tonya tiene básicamente tres expresiones:

1. Bovina y cien por cien inexpresiva.

2. Escandalosa y con una risa estridente, en plan: «¡Tío Bill, me alucinas!»

3. De falso aire compasivo mientras se regodea de placer hurgando en las desgracias ajenas. Es una adicta a los seriales basados en hechos reales y a esos libros con niños de aire trágico en la portada, que llevan títulos como: «Por favor, abuelita, no me arrees más con el escurridor.»

– No nos vemos desde que rompiste con Josh. Qué pena. Parecíais la pareja perfecta. -Ladea la cabeza, apenada-. ¿No crees, mamá, que parecían hechos el uno para el otro?

– Bueno, no funcionó. -Intento adoptar un tono práctico-. Qué se le va a hacer…

– Pero ¿por qué se torció? -Me lanza esa mirada de falsa inocencia y preocupación teatral que le sale siempre que le pasa algo malo a alguien y ella está disfrutando a tope.

– Son cosas que pasan. -Me encojo de hombros.

– Ya, pero no así como así. Siempre hay un motivo. -Es implacable-. ¿No te dijo nada?

– Tonya -interviene papá, bajando la voz-. ¿Te parece el momento adecuado?

– Pero papá… Sólo estoy tratando de ayudarla -dice, ofendida-. ¡Estas cosas es mejor hablarlas! Dime… ¿había otra persona?

– No lo creo.

– ¿Estabais bien?

– Sí.

– Entonces ¿por qué? -Se cruza de brazos con aire perplejo, casi acusador.

«¡No sé por qué! -me gustaría gritar-. ¿No crees que me lo he preguntado un trillón de veces?»

– Son cosas que pasan -repito con una sonrisa forzada-. Pero ya estoy bien. He comprendido que no podía ser y he seguido adelante. Y ahora estoy en un buen momento. Soy feliz de nuevo.

– No lo pareces -observa Diamanté desde el otro lado del pasillo-. ¿Verdad, mamá?

Su madre me examina unos instantes.

– No -dice, tajante-. No parece muy feliz.

– ¡Pues lo soy! -Noto la inminencia de las lágrimas-. Aunque no lo demuestre. ¡Soy muy, pero que muy feliz! -Dios mío, odio a todos mis familiares.

– Tonya, querida, siéntate -dice mamá con tacto-. ¿Cómo fue la visita al colegio?

Pestañeando una y otra vez, saco el móvil y finjo revisar mis mensajes para aislarme. Entonces, antes de que pueda contenerme, mi dedo desciende por el menú hasta «fotos».

No mires, me ordeno con firmeza. No mires.

Pero el dedo no obedece. Es una compulsión abrumadora. He de echar una miradita rápida para darme ánimos… Mis dedos se mueven a toda velocidad hasta que aparece mi fotografía preferida. Josh y yo, de pie en la ladera de una montaña, abrazados, ambos con la piel bronceada de tanto esquiar. Él lleva las gafas en la cabeza, medio ocultas entre mechones de pelo rubio. Me sonríe con ese hoyuelo perfecto que tiene en la mejilla; ese hoyuelo donde yo hundía el dedo como un bebé jugando con plastilina.

Nos conocimos en una fiesta en Clapham, en el jardín de una amiga de la universidad. Era la noche de las hogueras y Josh iba pasando bengalas a todos. Me encendió una a mí, me preguntó cómo me llamaba y escribió «Lara» en la oscuridad con su bengala. Yo me eché a reír y le pregunté su nombre. Seguimos escribiendo nuestros nombres en el aire hasta que se apagaron las bengalas; luego nos acercamos a la hoguera y bebimos ponche caliente y empezamos a recordar las fiestas con fuegos artificiales de nuestra infancia. Nunca había conocido a alguien tan relajado y de trato tan fácil, ni con una sonrisa tan mona. No, no puedo imaginármelo con otra. Sencillamente no puedo…

– ¿Va todo bien, Lara? -Papá está ojo avizor.

– ¡Sí, por supuesto! -respondo alegremente, y cierro el móvil de golpe antes de que vea la pantalla. Empieza a sonar el órgano del hilo musical y me desplomo en mi silla, hundida en la miseria. No debería haber venido. Tendría que haberme inventado una excusa. No soporto a mi familia y no soporto los funerales. Ni siquiera he podido tomarme un buen café…

– ¿Dónde está mi collar?

La voz amortiguada de una chica interrumpe mis pensamientos. Miro alrededor, pero no veo a nadie. ¿Quién habrá sido?

– ¿Dónde está mi collar?

Es una voz aguda e imperiosa, de niña bien. ¿No será el teléfono? Quizá lo he apagado mal. Vuelvo a sacarlo del bolso, pero la pantalla está apagada.

Qué raro.

– ¿Dónde está mi collar? -Ahora me suena prácticamente en el oído. Me estremezco y vuelvo a mirar alrededor, desconcertada.

Lo más raro es que nadie parece notarlo.

– Mamá -le susurro-, ¿has oído algo? Una voz…

– ¿Una voz? No, cariño. ¿Qué voz?

– Parecía una chica, hace sólo un momento… -Me detengo al ver la expresión de inquietud que se dibuja en su rostro. Casi puedo leerle el pensamiento, como en los bocadillos de los tebeos: «¡Dios mío, mi hija oye voces!»-. Debo de haber oído mal -me apresuro a rectificar, y guardo otra vez el móvil justo cuando vuelve a entrar la pastora.

– De pie, por favor -salmodia-, e inclinemos todos la cabeza. Señor, te encomendamos el alma de nuestra hermana Sadie…

No es que yo esté mal predispuesta, pero esta mujer tiene la voz más monótona del mundo. Sólo llevamos cinco minutos y ya me he cansado de prestarle atención. Es como una asamblea del colegio; te quedas adormilada. Echo la cabeza atrás, miro el techo y desconecto. Los párpados se me están cerrando cuando oigo de nuevo la voz, justo en el oído.

– ¿Dónde está mi collar?

Esta vez doy un brinco del susto. Giro la cabeza a derecha e izquierda. Nada, igual que antes. ¿Qué me pasa?

– ¡Lara! -susurra mamá-. ¿Te encuentras bien?

– Me duele un poco la cabeza, sólo eso. Voy a sentarme al lado de la ventana… A ver si me da un poco el aire.

Con un gesto de disculpa, me levanto, cruzo el pasillo y me acerco a una de las sillas del fondo. La pastora apenas se da cuenta, absorta en su sermón.

– El fin de la vida es el principio de la vida, pues así como venimos de la tierra, volvemos a la tierra…

– ¿Dónde está mi collar? Lo necesito.

Me vuelvo bruscamente a uno y otro lado, buscando sorprender a la persona que habla. Y entonces la veo.

Una mano.

Una mano esbelta, con manicura impecable, que reposa en el respaldo de al lado.

La recorro con la vista, incrédula. La mano pertenece a un largo y pálido brazo de formas sinuosas. Que pertenece a una chica de mi edad. Que se reclina en una silla de atrás, tamborileando en el respaldo con los dedos. Con una melena corta y oscura, con un vestido sin mangas verde pálido, con una barbilla afilada y blanquísima.

Estoy demasiado pasmada para hacer otra cosa que no sea mirar boquiabierta.

¿Qué demonios es esto?

Mientras sigo mirando, ella se levanta de golpe como si no pudiera estar quieta y empieza a caminar de aquí para allá. El vestido le llega hasta las rodillas, con un pequeño plisado que se agita graciosamente cuando se mueve.

– Lo necesito -murmura-. ¿Dónde estará? ¿Dónde?

Habla con un acento nasal y entrecortado, como en las viejas películas en blanco y negro. Echo un vistazo al resto de mi familia, pero nadie ha reparado en su presencia ni en su voz. Todos siguen sentados en silencio, mirando a la pastora.

Súbitamente, como si percibiera mi mirada, la chica gira en redondo y clava los ojos en los míos: unos ojos tan oscuros y relucientes que no consigo identificar de qué color son. Lo único seguro es que los abre con incredulidad al verme.

Vale. Estoy sufriendo una alucinación. Una alucinación en toda regla: andante y parlante. Y se acerca a mí.

– Puedes verme. -Me apunta con un dedo blanquísimo y yo me encojo en la silla-. ¡Puedes verme!

Me apresuro a negar con la cabeza.

– No, no puedo.

– ¡Y me oyes!

– No, no puedo.

Veo con el rabillo del ojo a mamá, que se vuelve para mirarme con ceño desde la otra punta del recinto. Me pongo a toser y me palmeo el pecho para disimular. Cuando miro de nuevo, la chica ha desaparecido. Se ha esfumado.

Gracias a Dios. Creía que estaba volviéndome loca. O sea, ya sé que he estado un poco estresada últimamente, pero sufrir una visión…

– ¿Quién eres?

Doy un respingo. Ahora viene hacia mí por el pasillo central.

– ¿Quién eres? -insiste-. ¿Dónde estamos? ¿Quién es toda esta gente?

No respondas a una alucinación, me digo. Sólo servirá para darle alas. Giro la cabeza y trato de prestarle atención a la pastora.

– ¿Quién eres? -La chica ha aparecido sin más delante de mí-. ¿Eres real? -dice, alzando una mano como para darme un pellizco en el hombro.

Me encojo de miedo, pero la mano se desliza a través de mi cuerpo y sale por el otro lado.

Sofoco un grito. Ella se examina la mano, sorprendida, y luego me mira.

– ¿Qué eres? -dice-. ¿Un sueño?

– ¿Yo? -me indigno-. ¡Claro que no soy un sueño! ¡El sueño lo serás tú!

– Yo no soy ningún sueño. -También ella parece indignada.

– Entonces, ¿quién eres? -le espeto.

Me arrepiento en el acto, porque mis padres se vuelven hacia mí. Si les dijera que estoy hablando con una alucinación, fliparían. Me encerrarían en un manicomio mañana mismo.

La chica alza la barbilla.

– Yo soy Sadie. Sadie Lancaster.

¿Sadie…?

No. Ni hablar.

Mis ojos pasan enloquecidos de la chica que tengo delante a la ancianita arrugada y con el pelo de algodón de azúcar de la foto, y de ésta otra vez a la chica. ¿Tengo una alucinación con mi difunta tía abuela de ciento cinco años?

Ella también parece alucinar bastante. Se da la vuelta y empieza a examinar la sala como si la viese por primera vez. Durante unos segundos mareantes, aparece y reaparece aquí y allá, inspeccionando cada rincón y cada ventana, como un insecto revoloteando por una botella.

Yo nunca he tenido un amigo imaginario. Ni he tomado drogas. ¿Qué me pasa? Me ordeno no hacerle caso, quitármela de la cabeza, concentrarme en las palabras de la pastora. Pero no sirve de nada: no puedo evitar seguirla en su ronda febril.

– ¿Qué lugar es éste? -Ahora la tengo prácticamente encima, entornando los ojos con suspicacia. Y acaba de fijarse en el féretro-. ¿Qué es aquello?

Ay, Dios.

– No, nada. ¡Nada de nada! Es sólo… O sea… Yo en tu lugar no lo miraría muy de cerca…

Demasiado tarde. Ya ha reaparecido junto al ataúd y lo observa atentamente desde arriba. Lee el rótulo en que figura su nombre. Percibo en su expresión el sobresalto que se lleva. Tras unos instantes, mira a la oficiante, que sigue perorando con voz monótona:

– Sadie disfrutó de un matrimonio feliz, lo cual nos debe servir de ejemplo…

La chica se acerca a ella, prácticamente la roza con la nariz, y le dedica una mirada desdeñosa.

– Idiota -dice.

– Fue una mujer que vivió una gran época -prosigue la pastora, sin percatarse-. Miro su fotografía… -dice, señalando la polaroid con su sonrisa comprensiva– y veo a una mujer que, pese a su dolencia, llevó una vida hermosa. Que halló consuelo en las cosas pequeñas. En las labores de punto, por ejemplo.

– ¿En las labores de punto? -repite la chica, incrédula.

– Bien. -La mujer concluye su panegírico-. Inclinemos la cabeza y guardemos silencio unos momentos antes de despedirnos. -Se aparta del atril y vuelve a resonar el órgano del hilo musical.

– ¿Qué pasa ahora? -La chica mira alrededor, prestando atención. En un abrir y cerrar de ojos está a mi lado-. ¿Qué sucede? Dime, dime.

– Bueno, se llevarán el ataúd detrás de esa cortina -murmuro-. Y entonces… eh… -Es demasiado embarazoso. ¿Cómo decirlo con tacto?-. Estamos en un crematorio, ¿entiendes? Lo cual significa… -Muevo las manos vagamente.

Ella palidece de consternación; la observo embobada mientras empieza a desvanecerse, adquiriendo una pálida y translúcida consistencia. Es como si se estuviera desmayando, pero más fuerte. Por un instante, casi llego a ver a través de ella. Luego, sin embargo, como si hubiera tomado una decisión, regresa otra vez.

– No. -Niega con la cabeza-. No puede ser. Necesito mi collar. Lo necesito.

– Lo siento. Yo no puedo hacer nada.

– Debes parar el funeral. -Levanta la vista y me clava los ojos oscuros y relucientes.

– ¿Qué? ¡No puedo!

– ¡Sí puedes! ¡Diles que paren! -Desvío la mirada, a ver si se interrumpe la conexión, pero ella se planta delante de mí-. ¡Ponte de pie! ¡Di algo!

Su tono es tan insistente y desgarrador como el de un crío. Muevo la cabeza en todas direcciones, tratando de evitarla.

– ¡Detén el funeral! ¡Detenlo! He de recuperar mi collar.

La tengo a dos centímetros y me golpea el pecho con los puños. No los siento, pero aun así me echo atrás. Desesperada, me pongo de pie y retrocedo una fila, derribando una silla con estrépito.

– Lara, ¿te encuentras bien? -Mamá me mira alarmada.

– Sí -acierto a decir, mientras procuro abstraerme de los alaridos que resuenan en mis oídos y me siento en otra silla.

– Voy a llamar al chófer -le está diciendo el tío Bill a su mujer-. Esto debería terminar en cinco minutos.

– ¡Páralo! ¡Páralo-páralo-páralo! -Sus gritos se elevan hasta convertirse en un chillido penetrante, como si se hubiese acoplado un altavoz a mi oído. Me estoy volviendo esquizofrénica. Ahora entiendo por qué la gente va y asesina a un presidente, así por las buenas. No hay modo de evitarla. Es como un alma en pena. No lo soporto más. Me sujeto la cabeza, tratando de cerrarle el paso, pero no sirve-. ¡Páralo! ¡Páralo! ¡Tienes que pararlo!

– ¡Vale, vale, pero cierra el pico! -Me pongo de pie, desquiciada-. ¡Un momento! -grito-. ¡Paradlo todo! ¡Hay que parar el funeral! ¡¡¡Parad el funeral!!!

Para mi alivio, la chica deja de chillar.

Lo malo es que todos se han vuelto y me miran boquiabiertos, como si estuviera loca. La pastora aprieta un botón de un panel en la pared y el hilo musical se corta bruscamente.

– ¿Parar el funeral? -farfulla mamá.

Afirmo con la cabeza. No me siento del todo dueña de mis facultades, para ser sincera.

– Pero ¿por qué?

– Yo… eh… -Carraspeo-. No creo que sea el momento adecuado… para que ella se vaya.

– Lara -papá suelta un suspiro-, sé que has estado sometida a una gran tensión, pero la verdad… -Se vuelve hacia la pastora-. Disculpe. Mi hija últimamente no es la de siempre… -«Problemas con el novio», añade moviendo los labios.

– ¡Eso no tiene nada que ver! -protesto.

– Ah, ya entiendo. -La mujer asiente, compasiva-. Lara, ahora vamos a terminar el funeral -dice como si yo tuviera tres años-. Y luego quizá tú y yo podríamos tomar una taza de té y charlar un poco. ¿Qué te parece?

Pulsa el botón otra vez y vuelve sonar el órgano enlatado. Un momento más tarde, el ataúd se mueve rechinando sobre su plataforma y empieza a desaparecer tras la cortina. Oigo a mi espalda un grito agudo.

– ¡Noooo! -Es un auténtico alarido de angustia-. ¡Noooo! ¡Parad! ¡Tenéis que parar!

Para mi espanto, la chica corre hasta la plataforma y trata de retener el féretro. Pero sus brazos no funcionan: se hunden en la madera y la atraviesan.

– ¡Por favor! -Me mira desesperada-. ¡No dejes que lo hagan!

Empiezo a sentir auténtico pánico. No sé por qué sufro esta alucinación ni qué significa, pero parece muy real. Su tormento parece real. No puedo quedarme sentada de brazos cruzados.

– ¡Alto! -vuelvo a gritar-. ¡Parad!

– Lara… -empieza mamá.

– ¡Hablo en serio! Hay una causa justa, un impedimento por el cual no pueden… freír ese ataúd. ¡Detenedlo! ¡Ahora mismo! -Cruzo el pasillo corriendo-. ¡Apriete el botón o lo haré yo misma!

Atónita, la pastora obedece y el féretro se detiene.

– Tal vez deberías esperar fuera, querida -musita.

– Está haciéndose la interesante, como siempre -salta Tonya-. «Una causa justa, un impedimento…» Venga ya, ¡qué impedimento ni qué ocho cuartos! Usted continúe -le ordena a la oficiante, que parece ofenderse.

– Lara. -Sin mirarla siquiera, la mujer se vuelve resueltamente hacia mí-. ¿Tienes un motivo justificado para querer detener el funeral de tu tía abuela?

– ¡Sí!

– ¿Y ese motivo es…? -Me mira inquisitiva.

Ay, Dios. ¿Qué digo? ¿Porque me lo ha pedido una alucinación?

– Pues porque…

– ¡Di que me asesinaron! ¡Dilo! Tendrán que postergar el funeral. ¡Dilo! -Se pone a mi lado y me grita al oído-: ¡Dilo! ¡Dilo-dilo-dilo!

– ¡Creo que mi tía fue asesinada! -suelto, desesperada.

He visto a mi familia mirándome pasmada más de una vez, pero nunca como ahora. Están todos vueltos en sus asientos, con la mandíbula floja y aire de no entender nada: totalmente inmóviles, como en una especie de bodegón. Casi me dan ganas de reír.

– ¿Asesinada? -balbucea la pastora.

– Sí -respondo con firmeza-. Tengo motivos para creer que ha sido un crimen. Así que debemos conservar el cuerpo para que no se pierda ninguna prueba.

Lentamente, la pastora se acerca a mí con los ojos entornados, como tratando de calibrar con exactitud hasta qué punto vale la pena perder el tiempo conmigo. Lo que ella no sabe es que Tonya y yo solíamos competir a mirarnos fijamente, a ver quién aguantaba más, y siempre ganaba yo. Así que le devuelvo la mirada, imitando fielmente su grave expresión de esto-no-es-un-asunto-para-tomárselo-a-broma.

– Asesinada… ¿cómo?

– Eso prefiero hablarlo con las autoridades -replico, como si estuviera en un episodio de CSI: «El tanatorio.»

– ¿Quieres que llame a la policía? -Ahora sí está conmocionada de verdad.

Ay, Dios. Claro que no quiero que llame a policía. Pero no puedo echarme atrás. He de resultar convincente.

– Sí -digo tras una pausa-. Creo que sería lo mejor.

– ¡No me diga que va a tomarla en serio! -estalla Tonya-. ¡Sólo quiere llamar la atención!

Veo que la pastora empieza a hartarse de Tonya, lo cual me viene muy bien.

– Querida -le dice secamente-, esa decisión no te compete. Una acusación tan grave debe ser investigada. Y tu hermana tiene toda la razón. Hay que preservar el cuerpo para los análisis forenses.

Me parece que la mujer le está tomando el gusto a la situación. Seguramente ve las series de misterio de la tele todos los domingos. En efecto, se me acerca aún más y susurra:

– ¿Quién crees que asesinó a tu tía abuela?

– Prefiero no explicarlo en este momento -le digo en plan misterioso-. Es un asunto complicado. -Echo una mirada significativa hacia Tonya-. Ya me entiende.

– ¡Pero bueno! -Mi hermana enrojece de indignación-. No me estarás acusando a mí, ¿eh?

– No pienso decir nada. -Adopto una expresión inescrutable-. Sólo a la policía.

– Tonterías. -El tío Bill se guarda la BlackBerry-. ¿Acabamos, sí o no? Porque, sea como sea, mi coche está ahí fuera y ya le hemos dedicado bastante tiempo a la anciana.

– ¡Más que suficiente! -coincide la tía Trudy-. Vamos, Diamanté. ¡Esto es una farsa! -Con aspavientos de enojo e impaciencia, recoge todas sus revistas de famosos.

– Lara, no sé a qué demonios estás jugando. -El tío Bill mira a papá con ceño al pasar por su lado-. Tu hija necesita ayuda. Menuda lunática.

– Lara, cariño. -Mamá se acerca con expresión de angustia-. Pero si ni siquiera la conocías…

– Tal vez no o tal vez sí. -Cruzo los brazos-. Hay muchas cosas que no te cuento. -Casi empiezo a creerme lo del asesinato.

La pastora parece aturdida, como si las cosas se le estuvieran yendo de las manos.

– Será mejor que llame a la policía. Lara, espera aquí… Creo que todos los demás deberían salir.

– Lara. -Papá me toma del brazo-. Cariño.

– Papá… sal con los demás. -Ahora adopto un aire noble e incomprendido-. Debo cumplir con mi deber. Todo saldrá bien.

Con miradas de alarma, de indignación o compasión, todos desfilan por el pasillo y salen, seguidos por la pastora.

Me quedo sola, la sala se sume en el silencio. Y es como si se hubiera roto bruscamente el hechizo. «¿Qué demonios acabo de hacer? ¿Me estoy volviendo loca?»

La verdad es que eso explicaría muchas cosas. Quizá debería ingresar en uno de esos apacibles sanatorios donde te hacen dibujar en chándal y no tienes que pensar en tu empresa fallida, ni en tu ex novio ni en las multas de aparcamiento.

Suspirando, me desplomo en una silla. La chica ha vuelto a aparecer enfrente del panel y observa fijamente la fotografía de la anciana encorvada.


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