Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Tupra aceleró al cabo de un minuto o menos y se lo agradecí, no valía la pena contemplar tanto esfuerzo para un final sin sorpresas. Llegué a distinguir una expresión, en la alto cargo, de complacido desconcierto a la conclusión de su emparedado, como si se estuviera diciendo: 'Qué bárbara, cómo he sido capaz de tanto. Tendré que volver a probarlo, a ver si me ha parecido lo que creo', Quizá era su primera duplicidad, una osadía. Mi jefe recuperó la velocidad normal entonces, para pasar en seguida al segundo episodio, este sí con sonido, que mostraba a dos conocidos actores y a un tercer individuo, para mí anónimo, soltando sandeces entre descompuestas risas y esnifando cocaína en un salón, en un sofá, las rayas listas sobre la mesa baja, gruesas si es que no bestias, las hacían disminuir como quien da sorbos a un vaso.
–No sé quién es ese —dije señalando al de la derecha y dándole a entender a Tupra que había reconocido a los dos juveniles astros.
–Un miembro de la familia real. Muy lejano en la línea de sucesión, muy secundario. Nos habría venido de maravilla que hubiese sido uno más prominente, más próximo. —Y aceleró la imagen de nuevo, era monótona, consistía todo en las carcajadas lelas y en el festín de polvo.
Aquel comentario me dio que pensar fugazmente, me pregunté por qué les habría venido de perlas (tomaba aquel 'nos' más por el MI6, o por el conjunto de los Servicios Secretos, que por nuestro grupo) que le diera a la droga nadie, o que fuera adúltero, o corrupto, o que delinquiera. Deberían haberse alegrado de que los principales parientes de la Reina no se pusieran ciegos de coca, como aquel trío.
–No entiendo —expresé mi incomprensión—. ¿Por qué os habría convenido eso? —Y así tuve a bien no incluirme.
Tupra congeló la imagen para contestarme.
–Qué pregunta más ingenua, Jack, eres decepcionante a veces. A nosotros nos conviene eso siempre, con cualquiera que tenga importancia, peso, capacidad de decisión, nombre, influencia. Mejor para nosotros, cuantas másmanchas y más altas. Como le conviene a todo el mundo, por otra parte, con los que tiene cerca. A ti te interesa que tu vecino esté en deuda contigo, o haberlo pillado en alguna falta y poderle hacer la faena de contarlo o el favor de callártelo. Si la gente no infringiera las leyes, si no burlara los códigos ni jamás cometiera bajezas ni errores, nosotros no conseguiríamos nada, nos sería muy difícil disponer de una moneda de cambio y casi imposible torcerle la voluntad, obligarla. Tendríamos que recurrir a la fuerza y a la amenaza física, y ese estilo está en desuso, se procura abandonarlo desde hace ya tiempo, nunca sabe uno si saldrá bien parado de eso o si te acabarán llevando a juicio y desgraciándote. Los individuos en verdad poderosos pueden hacerlo, complicarte la vida y lograr que te destituyan, tocar teclas y que te acaben sacrificando. Con la gente insignificante sí, como tu amigo Garza. Con esos el estilo sigue en uso y no hay otro más eficaz, te lo garantizo. Los que ni siquiera rechistarían. Pero con otros es siempre un riesgo. Con ellos tampoco vale el dinero, cuando ya poseen mucho. Pero en cambio casi todos son capaces de medir y hacer cálculos, de avenirse a razones, de ver lo que les compensa. Tú sabes hasta qué punto se ocultan cosas, nunca he conocido a nadie que no estuviera dispuesto a ceder, poco o mucho, por que se silenciara algo, por que no trascendiera, o al menos no llegara a conocimiento de alguien determinado. Cómo no va a convenirnos que la gente sea débil o vil o codiciosa o cobarde, que caiga en las tentaciones y meta la pata hasta el fondo, incluso que participe en crímenes o los cometa. Es la base de nuestro trabajo, es la sustancia. Aún es más: es el fundamento del Estado. El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito, las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos (las heroicidades, en cambio, solamente con cuentagotas y de tarde en tarde, por el contraste). Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace. ¿Por qué crees que se crean cada vez más delitos nuevos? Lo que no lo era pasa a serlo, para que nadie esté nunca limpio. ¿Por qué crees que intervenimos en todo y lo regulamos todo, hasta lo ocioso y lo que no nos atañe? Nos hace falta la violación, el quebranto. De qué nos servirían las leyes si no las incumpliera nadie. Sin eso no iríamos a ninguna parte. No podríamos ni organizamos. El Estado precisa de las infracciones, lo saben hasta los niños, aunque sin saber que lo saben. Son los primeros en prestarse a ellas. Se nos educa para entrar en el juego y colaborar desde el principio, y en él seguimos hasta el último día, y aun después de muertos. Las cuentas jamás se saldan.
Yo torcía un poco el cuello para mirarlo de reojo de vez en cuando, pero lo cierto es que Tupra, retrasado respecto a mi posición en su poufme hablaba sobre todo a la espalda. Su voz me llegaba muy cercana y muy suave, era casi un bisbiseo grave, no tenía por qué alzarla, no había alrededor más que silencio. Aquel 'nos' penúltimo ( cnos atañe') había sido aún más amplio que el anterior, se sentía parte del Estado, representante suyo, quizá guardián, quizá servidor de la patria, pese a su tendencia a ir antes que nada tras el beneficio propio. Supuse que sería capaz de la traición él mismo, aunque sólo fuera por abastecer al país, por satisfacer sus necesidades.
–¿El Estado necesita la traición? —le pregunté algo extrañado (lo justo tan sólo, empezaba a vislumbrar su sentido).
–Claro, Jack. Sobre todo en tiempo de asedio, de invasión o de guerra. Es lo que más se conmemora, lo que más une, lo que las naciones más recuerdan así pasen los siglos. Qué sería de nosotros sin ella.
Pensé que tal vez le había sido útil sin querer, entonces, en su calidad de hombre de Estado, cuando lo había traicionado con la interpretación de Incompara, pero eso no me ayudó a sentir mi deuda zanjada. Sin duda era por eso, en parte, por lo que tenía tanta tolerancia con él —siempre podía irme—, o tanto miramiento, o tan poca severidad o así yo lo creía, por aquel malestar duradero y por aquel fallo voluntario mío, aún no estaba seguro de que se hubiera dado cuenta de cuan deliberado había sido. Y también porque nos profesábamos simpatía, a mi pesar a veces, quién sabía si al suyo, la joven Pérez Nuix era demasiado optimista. Aquella noche Tupra había puesto la mía a prueba, y aún iba a seguir haciéndolo, con la sesión de cine.
Dejó de hablar y acto seguido volvió a apretar el botón de avance. La anterior escena terminó al instante y apareció una nueva en la pantalla, y con ella empezó a entrarme el veneno. Dos individuos en camiseta y con pantalón de camuflaje y botas cortas, soldados presumiblemente, tenían a un tercero, encapuchado, sentado en un taburete y encadenado de pies y manos. Había sonido, pero lo único que se oía era un jadeo exagerado, el del cautivo, como si acabara de correr quinientos metros o tuviera un ataque de ansiedad o pánico. Se hacía angustiosa aquella respiración fuerte y rápida y como inaplacable, era muy posible que la provocara el miedo, estar atado y no ver nada debe de hacer temer cada segundo futuro, y no hay tregua con los segundos. Había una luz cenital cuyo origen quedaba fuera de cuadro —a buen seguro una lámpara con pantalla colgada del techo– y que iluminaba a los tres hombres, o mejor dicho, a los dos camuflados no todo el rato, daban vueltas alrededor del tapado y en sus recorridos pisaban sombra. Fuera del haz de luz, al fondo de la imagen, había dos o tres personas más, sentadas en fila contra una pared y cruzadas de brazos, pero no se distinguían sus rostros ni apenas sus figuras, demasiado en penumbra. Los soldados cesaron en sus rodeos y con malos modos obligaron al prisionero a levantarse y a ponerse de pie sobre el taburete, lo guiaron para que subiera. Los vi manejar una soga, y aunque la cabeza del encapuchado salía ahora del encuadre —el plano era fijo, cámara estática—, todo hacía suponer que se la habían puesto alrededor del cuello y que estaría amarrada a una viga o a alguna barra horizontal y alta, porque uno de los encamisetados le dio un patadón al taburete y la víctima quedó colgando sin poder hacer pie, aunque muy cerca, aquello era un ahorcamiento.
Me sobresalté, quizá jadeé inesperadamente, me volví hacia Tupra y le dije con alarma:
–¡Qué es esto!
En su desplome el cautivo debía de haber golpeado o más bien rozado la invisible lámpara, porque el haz de luz hizo durante unos instantes un vaivén o balanceo leve.
–No te vuelvas, sigue mirando, aún no ha acabado —me contestó Tupra con imperiosidad. Y me dio con las puntas de los dedos rígidos en el codo, como si yo fuera un niño desobediente.
Cuando fijé de nuevo los ojos en la televisión, aún vi cómo los pies del ahorcado pataleaban en busca de apoyo mientras su jadeo daba paso a una especie de gutural gruñido, pero era algo que no arrancaba, no podía, algo ahogado. Esos pies, sin embargo, encontraron en seguida apoyo: uno de los camuflados le abrazó las dos piernas con fuerza y se las elevó lo más posible, y el otro recogió el taburete y se lo colocó otra vez bajo las suelas. Una vez allí estabilizado, le quitaron la cuerda y lo hicieron descender al suelo. De un empellón lo sentaron y los dos soldados reiniciaron sus merodeos en torno al prisionero, que ahora tosía, tenía que estar congestionado. Las botas cortas hacían más ruido en esta ronda, como si sus dueños marcharan al unísono y pisaran a fondo con ese propósito, con el de hacer amenazante ruido, evocaban el redoble de tambores que anunciaba en el circo la inminencia de un creciente riesgo, o en las plazas la de la ejecución ansiada. Y al cabo de unos treinta segundos —o quizá fueron noventa– repitieron la operación, es decir, subieron al taburete al encapuchado y simularon que lo ahorcaban, o no es exacto, sino que de hecho empezaron a ahorcarlo —el patadón, el mismo método—, y al poco se detuvieron. En esta ocasión el cautivo perdió un zapato en su pataleo, quizá duró un poco más que el primero. Eran zapatos normales, viejos, de cordones pero sin los cordones. No llevaba calcetines. 'Esto es como Tupra en el lavabo', alcancé a pensar tumbadamente, 'cuando alzó y bajó la espada y volvió a alzarla y a bajarla. Cada vez yo ignoraba si le cortaría la cabeza al capullo, y ahora, aunque lo que me enseña ya haya ocurrido y además pueda pararse su acción en el vídeo, o hasta dejarse para otro día como si ya diera lo mismo (la escena seguirá ahí y no va a cambiar nunca), en este instante yo ignoro si estos tipos acabarán por ahorcar al pobre diablo en alguno de sus amagos, y ya quiero saberlo, aunque sea un desconocido y ni siquiera vea qué cara tiene. Él también lo ignoraría entonces, y entonces no era pasado. No sería un hombre joven, con esos zapatos marrones abarquillados.' Le calzaron el que se le había salido antes de volver a sentarlo, misterios de la pulcritud y el orden. Uno de los soldados levantó aire con una mano, agitándosela de arriba abajo delante de la nariz, como si le hubiera llegado un horrible olor repentino procedente del colgado. Seguían sin hablar, nadie hablaba, tampoco los espectadores oscuros, y eso debe de infundir aún más miedo a quien se encuentra a ciegas e inmovilizado, más que voces desabridas o insultos, a no ser que sean en una lengua desconocida, lo que da más pavor es no entender lo que se le dice a uno, yo creo, en una situación de vida o muerte.
Aún repitieron la operación una tercera vez, todo idéntico, la cabeza del cautivo fuera de cuadro y después reapareciendo junto con la cuerda ya tensada, el cuerpo cayendo a plomo en un trayecto muy corto para que nada fuera irremediable en la caída, el haz de luz oscilando unos instantes por efecto de algún roce o acaso de la sacudida, quizá la segunda y la tercera vez lo mantuvieron menos segundos ahorcándose, aunque me engañara mi angustia y a mí se me hicieran más largos. La víctima estaría más débil a cada broma, le habrían descoyuntado algo y el corazón desbocado. Obviamente no se le había partido la tráquea, habría sido definitivo, los camuflados no daban tiempo a eso, gente bien adiestrada, debían de saber a partir de qué momento se haría demasiado tarde, y tampoco sería muy grave, supuse, si se les iba la mano y el hombre se les quedaba tieso, quizá no había nadie en el mundo que estuviera al tanto de su suerte, ni siquiera de su paradero. Se los veía a todos relativamente tranquilos, a verdugos y a testigos, diligentes o atentos pero sin saña, como si llevaran a cabo o asistieran a un desagradable trámite, pero trámite al fin y al cabo.
Tupra congeló la imagen con el preso ya descolgado y con toses, las piernas muy flojas e irresponsables, y en esta ocasión no lo sentaron. La capucha negra siempre puesta, con su única abertura para boca y fosas nasales (pero en la boca cinta adhesiva), para los ojos no había. Parecían a punto de llevárselo, tal vez de regreso a una celda, tal vez a la enfermería. Poco a poco recuperaba el jadeo.
–Qué, ¿lo has visto? —me preguntó Tupra. Y en su tono percibí una excitación casi divertida, para mí inexplicable, yo notaba ya el veneno.
–Qué haces —le contesté—. Quiero ver cómo termina esto, si se cargan a ese desdichado.
–Aquí se acaba la escena, ya no hay más, se pasa a otra. Así, ¿lo has visto? – 'Did you see him?’fue lo que dijo, refiriéndose por tanto a alguien y además masculino, no a un objeto ni a un detalle ni al episodio en sí mismo, habría utilizado ‘it'en los tres casos.
–¿A quién? – 'Whom?', pregunté, quizá incurriendo en hipercorrección, con esa forma del dativo cuando aquello era acusativo, otro misterio del orden y la pulcritud excesiva, en medio de la conmoción que sentía.
Tupra chasqueó la lengua con desdén espontáneo.
–También en esto estás torpe, Jack. Vamos a ver, para qué tienes los ojos, el ojo es rápido y lo capta todo. Lo has hecho mejor otras veces, estás perdiendo facultades o será que estás cansado. —Entonces rebobinó las imágenes con el mando sobre el que mandaba, buscó un punto de la grabación y lo dejó congelado, lo hizo con celeridad y pericia, estaba acostumbrado a esos manejos. Era uno de los momentos en que el cautivo caía, la soga tensándose, el taburete a la mierda, y el haz de luz balanceándose muy breve y ligeramente, con poca fuerza y a cada vaivén con menos, también con menos recorrido. Dos, no más de tres mínimos vaivenes, pero en ese instante los tres sujetos del fondo aparecían iluminados por el haz desplazado, había sido una fracción de segundo, miré hacia ellos, no lograba distinguirlos del todo pero algo familiar había—. Qué, ¿lo ves ahora?
–Espera —contesté aún inseguro, guiñando los ojos para ver más nítido—. Espera.
Tupra no esperó, activó el zoomy amplió sus rostros en un recuadro, tenía un reproductor de DVD con prestaciones que yo desconocía en el de mi casa de Madrid, aún no me lo había comprado en Londres. Y entonces sí vi con claridad el conocido rostro cuadrado y surcado, conocido por media humanidad, la que ve televisión y lee prensa, con sus gafas inconfundibles y su aspecto de médico o químico alemán, o más bien de médico o químico o científico nazi, siempre que lo había visto en pantalla o en foto no me había costado nada imaginarlo con bata blanca en torno a la corbata, es más, su cara casi pedía a gritos, necesitaba esa bata blanca, era incongruente que no la llevara. Él, como todos los políticos y dirigentes democráticos mundiales, había negado públicamente cien veces tener que ver, haber dado órdenes, haber aprobado o consentido o estar enterado de prácticas como aquella y hasta de las menos brutales, las solamente vejatorias. Nadie en el mundo exterior sabía lo que yo sabía ahora: que, lejos de eso, había asistido, una vez al menos, al triple ahorcamiento a medias de un individuo encadenado de pies ymanos, yque lo había hecho literalmente cruzado de brazos, impasible, sentado, ycomo máxima autoridad presente, como también lo habría sido en casi cualquier otro sitio en el que hubiera estado. Ya lo había dicho Tupra, aquellos vídeos no eran para que los viese cualquiera (un periodista se habría puesto a dar saltos). Y si los atesoraban como oro en paño era porque en todos ellos estaba fijado —repetible indefinidamente– alguien famoso, o poderoso, o adinerado, o con prestigio o con influencia. A las terceras de cambio yo ya lo había olvidado y había atendido tan sólo a la acción principal, cómo no iba a hacerlo. Quizá para Tupra, en cambio, lo único que contaba era el fondo oscuro, o su instante iluminado. Claro que él ya había visto antes la escena, no lo pillaba por sorpresa. Su actitud me confirmó, en todo caso, que no tenía en mucho la muerte posible y que tampoco era un sádico. Por lo menos no disfrutaba con el sufrimiento ajeno, aquellos amagos de ahorcamiento le traían sin cuidado, o eran sólo el necesario marco de lo que le interesaba.
–Sí, lo veo ahora —dije—. Pero, ¿por qué guardas esto? Él es americano, es aliado, es de los vuestros. —Y en seguida me percaté de que no había dicho 'de los nuestros', como acaso le habría parecido lógico a Tupra y lo habría sido a aquellas alturas, pensé que me había adentrado en un terreno fangoso sin apenas darme cuenta. Sí, estaba dentro y sabía, estaba de hecho en un bando, pese a no sentirme yo en ninguno. Y, lo que era aún más inesperado y habría resultado impensable un año antes o medio: había visto lo que estaba vedado a casi todos los demás ojos del mundo, o todavía no había acabado de verlo.
–Ya. Y qué importa. Nunca se sabe. —Bebió de su copa, a mí no me apetecía ya mucho la mía. Sacó y encendió un Rameses II. Sólo me ofreció después, con su cigarrillo ya humeante, y eso se lo cogí, tabaco—. Ni siquiera se sabe quién es de los nuestros, ni si lo será mañana, en eso más vale ni pararse. Tampoco lo sé yo de ti ni tú de mí. Sigamos.
Y continuó la sesión, la inyección de veneno, mientras su voz a mi lado, ligeramente a mi espalda, sonaba de tanto en tanto para hacer algún breve apunte o comentario, casi como cuando en las antiguas sesiones de fotos, con proyector y pantalla, tras un viaje infrecuente entonces —por ejemplo en mi infancia—, los viajeros, los que las enseñaban a los parientes o a las amistades, situaban cada diapositiva en su contexto y les explicaban: 'Aquí estamos arriba del todo en el Empire State, el rascacielos más alto del mundo', cuando todavía lo era; 'fijaos qué vértigo'. Y qué vértigo, sí, qué vértigo el que yo fui sintiendo a cada nueva escena. Algunas eran inocuas, más gente pillada en actos sexuales normales, pero que si se hacen públicos o son presenciados se transforman extrañamente en anómalos, sobre todo si los llevan a cabo personajes célebres, o muy serios, o de cierta edad, o respetables, siempre hay algo de afanoso y ridículo en el sexo objetivado, no se comprende cómo ahora hay tantas personas que se filman en ello por gusto, para recrearse luego en el parcial bochorno. También individuos ofreciendo y aceptando sobornos, alguno en metálico, alguno de rostro por mí conocido, alguno español o más bien española, qué rubia hipócrita, pero todas estas cosas Tupra las aceleraba y sólo volvía a la velocidad real cuando la escena era violenta e insólita. Insólita para mí, se entiende; no para él, desde luego; quién sabía si para Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, era posible que ellos nunca hubieran visto imágenes como aquellas o que estuvieran al cabo de la calle y se conocieran al dedillo estas mismas; quién sabía si para Wheeler, o quizá él había contemplado equivalentes de sobra a lo largo de su vida joven, y no en pantalla. Pero yo no, yo nunca había visto una ejecución más que en las películas, o últimamente en las televisiones, que aunque den noticias resultan ya tan ficticias como el propio cine, tres hombres y una mujer a la orilla de un mar, esperando quietos de pie con las manos libres, estaban perdidos y para qué iban a atárselas, una luz de madrugada, me acordé al instante de ese cuadro apaisado que está en Madrid, Gisbert el pintor o me acudió ese nombre, el fusilamiento de Torrijos y sus compañeros liberales en Málaga, se veía arena y se veían olas, quizá algo de paisaje al fondo y nutrido el grupo de los condenados, y al buscarlo en Internet más tarde, ya de mañana, comprobé que eran dieciséis si se incluía a la mujer y al niño que uno de ellos tenía abrazados, pero seguramente esa familia se despedía tan sólo de su premuerto y no iba a correr la misma suerte que el marido y padre, en todo caso eran catorce y cuatro más en el suelo ya abatidos, con los ojos vendados y junto a una chistera que acaso un cadáver había conservado tenazmente puesta hasta el momento de empezar a serlo, irían por tandas al no dar abasto, allí cayeron cincuenta y tantos en 1831 ('Muy de noche lo mataron con toda su compañía', me acordé del romance del buen Lorca, cité para mis adentros), los seis mejor vestidos agrupados a la derecha, la tropa junta a la izquierda y el del gorro frigio despreciativo y sobrado (hasta en la muerte compartida hay clases), aún más que el de los lentes en el núcleo de los señores, Torrijos sería el rubio ('el general noble, de la frente limpia'), o no, sería el de las botas cortas que cogía de las manos a dos de sus camaradas ('Caballero entre los duques, corazón de plata fina'), traicionado al volver al país por el Gobernador de Málaga ('Lo atrajeron con engaños que él creyó, por su desdicha'), también había estado en Inglaterra huido durante varios años, regresar a España es peligroso siempre, donde de hoy a mañana tanto cambian los rostros, aunque se haya sido un héroe de la Guerra Peninsular o de la Independencia ('El Vizconde de La Barthe, que mandaba las milicias, debió cortarse la mano antes de tal villanía'), y allí estaban los frailes que jamás han faltado en nuestros acontecimientos sombríos (y si no eran curas y si no fueron monjas), uno leyendo o rezando y dos tapando miradas, los tres agoreros, el pelotón de ejecución más atrás, a la espera y difuminado ('Grandes nubes se levantan sobre la sierra de Mujas'), es posible que el que lo comandaba dejara caer el pañuelo blanco que sujeta en su mano izquierda, quizá desde la punta del sable, a la vez que gritaba '¡Fuego!' ('Entre el ruido de las olas sonó la fusilería,
y muerto quedó en la arena, sangrando por tres heridas... La muerte, con ser la muerte, no deshojó su sonrisa'); y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más de un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o 'Mancini': Duque de Sevilla su inoportuno título, el de quien sembró de cadáveres las orillas y el agua y los cuarteles y cárceles y los hoteles y las tapias, unos cuatro mil, se dijo, y aunque no fueran tantos; y enfrente de los ajusticiables dos tipos con metralletas o con armas que se les asemejaban, no entiendo yo de eso, dos tipos encorbatados y repeinados, seguro que llevaban peine en el bolsillo como yo, como meridionales, y al decir 'Dai' unode ellos, ambos lanzaron interminables ráfagas, dispararon y dispararon derrochando balas como si debieran gastarlas, mientras se derrumbaban los cuerpos y también una vez caídos, la mujer y un hombre boca arriba y los otros dos de lado, se acercaron más, siguieron, buscaron la verticalidad de las armas, la arena daba saltos y parecía que los dieran la carne y las ropas modestas de los ya muertos muertísimos, sangrando por veinte heridas, a cada gratuito impacto. 'Esto es un ajuste de cuentas en alguna playa escondida del Golfo de Taranto, seguramente no lejos de Crotone, en Calabria, hace ya unos cuantos años', murmuraba Reresby acentuando bien el nombre esdrújulo, 'Taranto', y hablaba desde tan adentro que era como si la voz surgiera de un yelmo. 'Es interesante. Uno de los verdugos ha hecho carrera, primero en la construcción, luego en política, y ahora tiene un cargo bueno en el actual Gobierno. El otro ya no vive, en cambio, se lo cargaron en seguida, en la represalia por esto. Útil ahora, ¿no?, este vídeo.' Y en la pregunta se le notaba una especie de orgullo de coleccionista, tal vez tenía motivos para sentirlo.
Tampoco yo había visto, ni siquiera concebido, una violación inhumana inducida, con espectadores como en una tienta, un coso pequeño, casi un patio de corrala, hombres bien trajeados bajo unos toldos blancos, rojos, verdes, un sol dañino, bigotes poblados y sombreros texanos y no pocos habanos entre los dientes, sonaba una festiva charanga de fondo, voces de jaleo y aliento en español y en inglés, y en la arena una mujer, un caballo, unos mamporreros, unos desgarros, no lo soporté, cerré los ojos, '¡No los cierres!', así que desvié la mirada, '¡No la apartes!'. Pero la mantuve apartada excepto en algún instante, aquello sí que no pude aguantarlo porque además no daba crédito, nunca había imaginado algo así ni que fuera posible en el mundo y sólo para divertirse, y aquello sí que era mortal veneno, me entraron aquellas imágenes —lo que llegué a vislumbrar de ellas, muy pronto me salvaron los párpados, después el cuello girado– como si fueran un mal reptil, una serpiente, o tal vez una anguila o sanguijuelas bajo la piel, cómo decir, internas, se introdujeron como un cuerpo extraño que me causara un dolor inmediato y una opresión y un ahogo y la necesidad urgente de que me lo sacaran ('Pese esto sobre tu alma'), pero lo que entra por los ojos no hay manera de extirparlo, como lo que entra por los oídos tampoco, ahí se instala y no hay remedio, o hay que esperar algo de tiempo para poder persuadirse de que uno no vio u oyó lo que sí vio u oyó —y siempre queda una duda o su huella—, de que fueron imaginaciones o malentendidos o espejismos o perturbaciones o interpretaciones malintencionadas, ninguno estamos a salvo de ellas cuando nuestro pensamiento y nuestra percepción se tuercen y todo lo juzgamos a una luz sesgada y siniestra. 'Esto es Ciudad Juárez, en el Estado de Chihuahua, en México, ya sabes', murmuró Tupra con su voz cada vez más hundida y un tono nada indiferente, sino casi luctuoso, grave, a imitación no sonaba, 'y ahí tienes a una de las mil mujeres allí desaparecidas, de las que tanto ha hablado la prensa. Lo importante para nosotros no es eso, con serlo mucho, sino ese hombre de ahí, a la derecha en segunda fila, el que va todo de blanco con la corbata roja.' Eso me obligó a mirar un momento, de reojo y reaciamente —qué mal se vence la curiosidad por lo que nos señala un dedo—, distinguí al hombre entre el público, un gordo risueño de mediana edad y piel lustrosa y tupido pelo, pero no pude evitar ver también lo irracional y más desgarros y ya algo de sangre —como una espada o una lanza– y volví de nuevo la cabeza, hacia el lado de Reresby, sus ojos fijos en la pantalla pero ahora muy guiñados, como si necesitara gafas o bien se preparara a cerrarlos también en cualquier instante, tal vez aquel episodio, aunque lo hubiera visto más veces y supiera cómo terminaba, le producía gran dentera o angustia o incluso repugnancia ('Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto'), no hay nadie que lo soporte todo y ya he dicho que tampoco era un sádico. 'Entonces, hace de esto unos años, era un empresario muy rico, sin llegar a ser un magnate. Ahora ya lo es, y se presenta como candidato a una alcaldía de consideración, en otra zona, en otro Estado fronterizo con los Estados Unidos, Coahuila. Y además va a ganarla. Nos será ventajoso tenerlo aquí a la vista, disfrutando del espectáculo.' Pronunció mal este nombre, a la inglesa —no tan conocido como Chihuahua—, aproximadamente dijo 'Coujuaila'. Lo peor era que aquel coso no parecía algo excepcional, no hacía pensar que se había montado todo para una ocasión única, la charanga, los toldos, la bestia y sus experimentados guías, la convocatoria, seguramente por Internet y en clave, o por mensajes de móviles, seguramente en voz baja. Lo que entreví era muy probable que ocurriera más veces, acaso con ligeras variantes, otro animal quizá, no quise continuar por ahí y me arranqué toda figuración de cuajo.
–Es Coahuila —recurrí a corregirle o me fue imposible no hacerlo, más misterios del orden y de la precisión impertinente, a todo trance. Se lo dije aún mirándolo. Pero él no me miraba a mí, siguió con los ojos clavados en la televisión todavía unos segundos, entrecerrados casi, su expresión era de desprecio y asco por lo que contemplaba, desde luego no era el rostro de un hombre impasible ante la crueldad y el padecimiento ajenos, estaba juzgando severamente; después aceleró con el mando y al poco detuvo la imagen.
–Ya puedes mirar, estás a salvo. He parado ya en otra escena, en la siguiente. Pero Jack —añadió con irritación amortiguada, incluso comprensiva—, no te estoy enseñando todo esto para que no lo veas, sino para que lo veas. Si no qué sentido tiene.
–No quiero ver más, Bertie —le contesté—. Si todo es así no quiero ver nada. Creo que sé por dónde vas, y no me hace falta, y además: ¿cómo es que no utilizáis estas imágenes para poner remedio? Podrían servir para averiguar, a través de ese gordo al que tenéis tan identificado y al que tan bien le va, qué está sucediendo en ese sitio, y para pararlo. No entiendo vuestra pasividad. No os entiendo.
–¿Qué crees, que una copia de esta escena no obra en poder de los mexicanos, de los americanos? Si ellos no toman cartas en el asunto, poco más podemos hacer desde aquí nosotros; y no siempre es fácil actuar, un vídeo así no sería admitido como prueba en algunos países, la manera de obtenerlo lo invalidaría. ¿Y de qué se acusaría al gordo, de asistir a un espectáculo ilegal? ¿De pasividad? ¿De negación de ayuda? Bah. También entiendo que lo guarden y lo archiven para mejor ocasión, por si acaso. Yo no puedo reprochárselo, nosotros hacemos lo mismo con la mayoría de los que nos conciernen, con los de nuestros territorios. Puede salvar más vidas obligar a algo a alguien señalado, más tarde, que entrar a saco en seguida con los subalternos. Y nosotros queremos salvar vidas siempre. Andamos siempre haciendo cálculos, sopesando si vale la pena dejar morir ahora a una persona para que luego vivan muchas otras por eso. En primer lugar vidas británicas, claro, la prioridad se comprende. Como en la guerra. A todo debemos sacarle el máximo rendimiento, aunque haya que esperar varios años. Igual que con el trabajo diario de la oficina, a veces hay que aguardar a que alguien esté en condiciones de llevar a cabo lo que le hemos previsto en sus capacidades. Lo que tú prevés incluido, Jack, lo que nos anuncias. Todo cuenta de lo que me dices, nada se pierde. Con esto es lo mismo. —Sí me había mirado durante las últimas frases, sus pestañas ya separadas, asomando el gris en la penumbra, sus ojos absorbentes ya abiertos, que lo hacían a uno, a cualquiera, sentirse digno de atención y de desciframiento; y me pareció que sus palabras ahora habían ido encaminadas a acentuarme ese sentimiento. Yo aún no me había vuelto hacia la pantalla de nuevo, pese a haberme él tranquilizado al respecto—. Anda, mira. Tendrás que ver una grabación más al menos. Avanzaré más rápido, me saltaré unas cuantas, ya que te afectan tanto. —No se ahorró aquí la sorna.