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Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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No me había tomado en consideración al conocernos —un desgraciado de la radío; él siempre se creyó más que eso, aunque también entonces lo fuera—, pero ahora me tenía catalogado como alguien con influencias yalgún misterio. Desconocía con exactitud la índole de mi trabajo y a quiénes servía, pero estaba más o menos al tanto de mi frecuentación ocasional de discotecas chic, restaurantes de lujo, hipódromos, cenas con celebridades, Stamford Bridge, y también de tugurios espantosos en los que ningún español se aventuraba (las rachas multitudinarias de Tupra duraban a veces semanas), todo ello en compañía de nativos, la cual no es fácil en Inglaterra para casi ningún extranjero, ni siquiera para los diplomáticos. (Ahora además me vería con los zapatos extraordinarios de Hlustik y Von Truschinsky, Gárralde era muy detallista y papanatas, hasta la repugnancia.) Sentía por mí lo mejor que los conocidos pueden sentir por uno, lo más conveniente: desconcierto e intriga. Eso lo llevaba a fabular sobre mis contactos y poderes, y así se prestaría a cualquier cosa que yo le solicitara. Le pedí sin explicaciones una cita en la Embajada, y una vez ante su mesa le aclaré el asunto de primeras (en voz prudente, compartía espacio con otros tres funcionarios, aun le quedaba por medrar de lo lindo, si pensaba continuar en aquel ámbito).

–En realidad no he venido a verte a ti, Garralde. Quería concertar una cita contigo para no tener problemas a la entrada. Te voy a visitar sólo tres minutos. Para hablar de nuestras cosas te invitaré a almorzar otro día, te llevaré a un sitio nuevo de miedo, te va a entusiasmar, allí se ve gente, toda recién levantada. Se saltan el desayuno, ya sabes. —Para él el término 'gente' significaba gente importante, la única que le interesaba. Empleaba expresiones horteras como 'la flor y nata’ o aún peor, 'la crème de la crème, 'el cogollito' y 'la jet’; hablaba de 'big names' y de'primeros espadas', decía que los fines de semana él estaba ‘ unplugged'(hablando en español, se entiende). Podría llegar bastante lejos con su combinación de pleitesía y abuso, pero no dejaría de ser nunca un cateto mundano. También exclamaba 'Oro!'cuando algo le parecía estupendo o un hallazgo, se lo había oído a una amiga italiana y lo encontraba originalísimo—. En cuanto acabemos aquí (será cuestión de dos minutos), quiero que me indiques el despacho de un colega tuyo, Rafael de la Garza. Es a él a quien quiero ver, pero sin que me espere.

–¿Y por qué no le has pedido a él la cita? —me preguntó el vil Garralde, más por cotillería que por ponerme trabas—. Te la habría dado seguro.

–No lo creo. Está resentido conmigo, por un par de tonterías. Quiero arreglarlo, ha habido un malentendido. Pero no debe saber que estoy aquí. Me señalas su despacho y ya me presento yo allí solo.

–Pero, ¿no es mejor que yo te anuncie? Él tiene más jerarquía.

Era como sí no me hubiera oído. Hábil para sus relaciones, pero en sí mismo lerdo. Me irritó, estuve a punto de abalanzarme sobre su nutrido cabello, resultaba inverosímil que se pareciera tantísimo al legendario gorro de Crockett, rey de la salvaje frontera (aunque se lo vi más apelmazado que otras veces, quizá empezaba a asemejarse a un gorro ruso de invierno). Me contuve una vez más, al fin y al cabo iba a hacerme un pequeño favor que intentaría cobrarme pronto, no era de los que aguardaban.

–Qué te acabo de decir, Garralde. Si me anuncias no querrá recibirme, y además puedes tú cargártela, ¿no lo entiendes?

Como era un hombre rastrero, este último argumento agilizó un poco su mente. Por nada del mundo quería enemistarse nunca con un superior, ni contrariarlo, aunque no lo fuera suyo en escala directa. Sentí conmiseración por él un instante: cómo se podía tener por encima a Rafita de la Garza. Nuestro mundo está mal ordenado y es injusto y es corrupto, puesto que permite eso, que haya gente a las órdenes de un tan gran capullo. Era lo más patético concebible. Claro que también era tremendo que alguien pudiera tener por encima a Garralde y hubiera de obedecerle.

–Está bien, como digas —contestó—. Déjame mirar al menos si está solo. Si tuviera una reunión, te serviría de poco entrar por sorpresa. No podrías deshacer el malentendido, ya me contarás, con testigos.

–Te acompaño. Así ya me guías y me indicas la puerta. Esperaré fuera, descuida, y antes de entrar te daré tiempo a alejarte. No se enterará de que has tenido que ver con mi visita.

–¿Y cuándo quedamos tú y yo para ese almuerzo? —me preguntó antes de ponernos en marcha. Tenía que asegurar su pago, el menor, el inmediato al menos. Ya trataría de sacarme algo mejor más adelante, bien de intereses. Pero yo pensaba pasármelos por el forro, y a lo mejor también el almuerzo. Se cabrearía momentáneamente, pero le aumentarían el respeto por mí y la intriga, al verme tan despreocupado de mis compromisos—. Me encantaría conocer ese sitio que dices.

–El sábado si te va bien. Luego tengo que irme a Madrid unos días. Te llamo mañana y quedamos. Yo reservo.

—Oro!

No soportaba que exclamara eso. La verdad es que de él no soportaba nada. Reservaría su madre, lo llamaría su padre, eso decidí entonces, ya encontraría luego pretextos.

Me condujo por unos pasillos alfombrados y llevaderamente laberínticos, por lo menos torcimos seis veces. Por fin se detuvo a prudente distancia de una puerta entornada o casi abierta, oímos voces declamatorias, o era una sola, sonaba como si recitara unos versos de ritmo machacón y raro, no resultaba muy audible, o quizá una letanía.

–¿Está solo? —le pregunté en un cuchicheo.

–No estoy seguro. Podría estarlo, aunque hable. Espera, no, ahora me acuerdo: hoy ha venido el Profesor Rico. Tiene una charla magistral esta tarde en el Cervantes. Lo mismo están ensayándola. —Y a continuación consideró necesario ilustrarme—: El Profesor Francisco Rico, nada menos. No sé si lo sabes, pero es una gran eminencia, un primer espada, y muy severo. Al parecer trata a patadas a la gente que le parece idiota o que lo importuna. Es muy temido, muy impertinente, muy cáustico. Ni loco debes interrumpirlos, Deza. Es académico de la Española.

–Será mejor que el Profesor no te vea, entonces. Esperaré aquí a que terminen. Tú sí lárgate, no te vaya a caer una bronca. Gracias por todo y no te preocupes, ya me apaño.

Garralde dudó un momento. No se fiaba de mí, con razón. Pero debió de pensar que, pasara lo que pasara o hiciera lo que yo hiciera, más le valía no estar presente. Se alejó por los pasillos, volviéndose cada pocos pasos y repitiéndome sin articular sonido hasta que desapareció de mi vista (se le leían bien los labios):

–No entres, no se te ocurra interrumpirlos. Es académico.

Había aprendido de Tupra y de Rendel a moverme sin hacer casi ruido, lo mismo que a abrir puertas cerradas, si no tenían complicaciones, y a atrancarlas, como la del lavabo de los minusválidos. Así que avancé hasta la altura del despacho de De la Garza, pero manteniéndome lo más alejado de él que podía, por la orilla opuesta del pasillo. Desde allí vi la habitación casi entera, en todo caso los vi a los dos, al mameluco y a Rico, la cara de éste la conocía bien de la televisión y los diarios y no era apenas confundible, un hombre calvo que curiosa y audazmente no se comportaba como calvo, con mirada displicente o incluso hastiada a menudo, debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme; en sus declaraciones a la prensa y en sus escritos (le había leído alguno suelto) daba la impresión de estarse dirigiendo no a unos futuros lectores más cultos, en los que sin duda no confiaba, sino a otros del pasado, bien muertos, como si creyera que en los libros —a ambos lados de los libros: hablan en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, y su rumor también es tranquilo o paciente o lánguido– estar vivo o estar muerto sólo fuera una cuestión azarosa y secundaria. Quizá pensaba, como su compatriota y mío, que 'es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común y los une', y que por eso todo tiempo es indiferente y compartido por fuerza (en él hemos estado y estaremos todos), y que se coincida en él físicamente resulta tan sólo algo accesorio, como que se llegue tarde o pronto a una cita. Le vi su característica boca grande, bien trazada y como esponjosa, recordaba un poco a la de Tupra, pero en menos húmeda y salvaje. La mantenía cerrada, casi apretada, noera de ella de donde provenían los primitivos ritmos, sino de la de Rafita, quien al parecer no sólo se sentía rapero negro de noche y en los locales chic idióticos, sino también hip-hopperblanco a la luz del día y en su mismísimo despacho de la Embajada, aunque ahora vistiera convencionalmente y no llevara chaqueta rígida y grande, ni aro de adivina en la oreja, ni redecilla pseudotaurina ni sombrero ni bandana ni gorro frigio ni nada puesto sobre su cabeza hueca. Terminó su recitado con soniquete y le dijo con satisfacción a Francisco Rico, hombre de gran saber:

–Qué, ¿qué le ha parecido esto, Profesor?

El Profesor llevaba gafas grandes, posiblemente gruesas y con cristales sin antirreflejo, pero aun así pude distinguirle una mirada gélida, de estupefacción mohína, como si, más que enfadarse, en verdad no diera crédito a las pretensiones o sometimientos de De la Garza.

–No me emociona. Ps. Tah. Ni por asomo. —Así lo dijo, 'Ps'. Ni siquiera le salió el 'Pse' más clásico, que quiere decir 'Regular' o 'Ni fu ni fa' (nadie sabe qué significa esto último, pero sin cesar se emplea). 'Ps', sobre todo seguido de 'Tah', era mucho más descorazonador, muy disuasorio.

–Déjeme que le suelte otro, Profesor. Está mucho más elaborado y tiene más mala hostia, más puña.

Ya estaba con sus semijergas y sus semigroserías, y a Rafita no lo disuadía nadie. Me sentí más tranquilo al comprobar que no había cambiado apenas desde la última vez que lo había visto, tirado en el suelo y palizado, con un susto de muerte literal en el cuerpo, tembloroso y suplicante en silencio, los ojos desviados y turbios sin ni siquiera atreverse a mirarnos, al castigador y a su acompañante, que era yo, estaba asociado. Lo veía recuperado, la cosa no habría sido muy grave si seguía dispuesto a importunar a cualquiera doquiera. Debía de ser de los que nunca aprendían, un sujeto sin remedio. Claro que no era previsible que el Profesor Rico le sacara una espada ni una daga, ni que lo agarrara de la nuca y le golpeara la frente contra la mesa, varias veces. A lo sumo le soltaría un gran bufido, o lo pondría a caldo con crudeza, en efecto tenía fama de mordaz e hiriente, como había comentado el vil Garralde, y de no guardarse sus opiniones rudas ni sus ofensas, cuando las consideraba justificadas. Estaba indolentemente sentado en una butaca, la cabeza echada hacia atrás como la de un juez desinteresado y escéptico, las piernas cruzadas con garbo, el antebrazo derecho apoyado en el respaldo, en la mano un cigarrillo cuya ceniza dejaba caer al suelo dándole golpecitos tenues con la uña del pulgar al filtro. Era obvio que si alguien no le ponía un cenicero justo debajo, él no iba a molestarse en buscarlo. Despedía el humo por la nariz a veces, algo un poco anticuado hoy en día, por eso todavía elegante. La prohibición de fumar en dependencias oficiales le traía sin duda al fresco. Iba bien vestido y calzado, la camisa y el traje me parecieron de Zegna o de Corneliani o por ahí, pero los zapatos no eran de Hlustik, eso seguro, debían de ser también meridionales. Rafita estaba de pie frente a él, se lo notaba excitado, como si le importara el juicio de Rico, que por lo demás no escuchaba al no ser benévolo por el momento. Cada vez hay más personas así en todo el mundo, que sólo se enteran de lo que les gusta o halaga, y lo que no, como si no lo oyeran directamente. Empezó siendo un fenómeno propio de los políticos y de los artistas mediocres afanosos de éxito, pero se lo han contagiado a las poblaciones enteras. Yo los veía a los dos como desde la fila cinco de un teatro, y si me centraba bien frente a la puerta entreabierta, ambos aparecían en mi campo visual sin cortes.

–Mira, joven De la Garza —le dijo Rico con insultante paternalismo en el tono—, resulta meridiano que Dios no te ha llamado por estecamino de los versos simplones y sin sentido. Estás a leguas del Struwwelpeter, y Edward Lear te da cien vueltas. —El Profesor era pedante a sabiendas, esto es, por gusto, ya que sin duda Rafita no había oído jamás esos nombres, yo conocía por casualidad el de Lear, de mis pedantes años de Oxford, el otro ni me sonaba entonces, después he averiguado algo—. Bien, no creo que debas contravenir sus designios, derr, más que nada por que no pierdas el tiempo. Claro que tampoco te habrá llamado por el de los refinados, a tu alcance no estaría ni 'Una alta ricca rocca..’y eso que le llevarías seis siglos largos de progreso. —Esta cita o lo que fuera la pronunció con un cuidadoso acento italiano, luego supuse que no era en español sino en italiano, pese a la coincidencia de las palabras; tal vez era de Petrarca, en quien estaba especializado, como en tantos otros autores mundiales y hasta en el Struwwelpeterseguramente, su saber era inmensurable—. Hay cosas, ets, que no pueden ser. Así que no insistas, pf. —Me llamó la atención que, siendo miembro de la Real Academia Española, recurriera a tantas onomatopeyas desacostumbradas en nuestro idioma y en principio indescifrables, aunque a la vez me resultaban todas perfectamente comprensibles y nítidas, quizá poseía un talento especial, era un maestro de la onomatopeya, un inventor, un creador, eso además. 'Derr' designaba prohibición a buen seguro. 'Ets' me pareció una advertencia muy seria. 'Pf' me sonó a caso perdido.

Pero Rafita pertenecía a su época y no quería enterarse o en verdad no se enteraba, no sé si viene a ser lo mismo en demasiados casos actuales. Así que prosiguió con lo suyo:

–Ya verá como éste le gusta, Profesor, lo va a dejar flaseado. Ahí va. —Entonces lo vi mover manos y brazos ridiculamente como un rapero (no que él fuera ridículo, que lo era, sino que lo son cuantos se dedican a canturrear con gesticulaciones esas monsergas sin gracia ni mérito, el triunfo del recitativo en aleluyas, santo cielo, a estas alturas), daba unos braceos más o menos ondulantes que intentaba hacer pasar por ademanes airados de negro barriobajero, aunque de vez en cuando le salía la cruel vena española y se le quedaban unos dedos como de folklórica en pleno desplante. Era todo patético, en consonancia con sus terribles versillos, una cantilena insoportable que largó flexionando sin parar las piernas al supuesto ritmo de una musiquera imaginaria y rala—: Te convierto en un pelele que me rasca el ukelele —así empezaba, con semejante rima—, soy el pasto de las cobras, se alimentan de mis sobras, te inoculo mi veneno, contra él no tienes freno, no me piques las espuelas si no quieres perder muelas, juu-yu, yu-jú. —Y en seguida, sin apenas tomar aliento, acometió otra estrofa o bloque o lo que fuera—: Que mis balas tienen hambre y están llenas de cochambre, y te buscan el cerebro pa dejártelo bien cerdo, chamusquina entre las cejas, la sesera en las orejas, vomitando por los poros y eres mierda de inodoro, juu-yu, yu-jú.

–¡Basta! —El muy notable Profesor Rico lo había mirado de hito en hito, otra cosa que casi nadie sabe ya lo que significa pero que todo el mundo entiende; y supongo que lo había escuchado de igual modo, si ello es posible, lo cual dudo pero al fin ignoro. Había palidecido, en todo caso, al oír estos octosílabos chafarrinosos, como yo mismo, imagino, por allí no había espejos para comprobarlo. Pero a continuación sentí calor en la cara y debí de sonrojarme, por una mezcla de enfurecimiento y de vergüenza ajena: ¿cómo era posible que aquel espectacular majadero entretuviera y molestara al admirable Francisco Rico con tal sandez y patochada? ¿Cómo podía creer que aquello (además, grosero) tuviera valor poético alguno, ni siquiera como falso Limerick, y esperar un veredicto aprobatorio de una de nuestras máximas autoridades literarias, de visita en Londres, gran lumbrera, quizá aún cansado de su viaje, quizá necesitado de tiempo para dar los últimos retoques a su magistral lección de aquella tarde? Me entró una indignación parecida a la que me invadió al descubrirlo en la pista rápida de la discoteca, latigando con su redecilla insensata a la imprudente Flavia. Entonces me había venido un pensamiento único, breve y simple, y eso que aún desconocía las inminentes consecuencias traumáticas de aquel incidente: 'Es que le daría de tortas y no acabaría'. Me había acordado de ello más tarde, con pesar, con una especie de arrepentimiento vicario (sobre todo mío, pero también en nombre de Tupra vagamente, él no parecía arrepentirse de nada, como era natural al soler obrar con determinación y conciencia; al menos no se lamentaba de lo relacionado con el trabajo), durante y después de la tunda y desde luego antes, cada vez que la lansquenete de Reresby subía y bajaba. ¿Cómo no había escarmentado De la Garza, cómo no se había hecho más discreto? ¿Cómo podía componer ninguna pieza, por incoherente y grotesca que fuera, con elementos de violencia, tras haberla él sufrido a lo bestia, a manos nuestras? ¿Cómo podía mencionar siquiera la palabra 'inodoro', después de haber estado a punto de morir ahogado en el agua azul de uno de ellos? 'Quizá por eso', pensé, me dije en aquel pasillo, todavía inadvertido, invisible, un voyeury un eaves-dropper. 'Quizá anda obsesionado con lo que le ocurrió, y esta es su única forma (idiota) de resarcirse o de superarlo, creer que él podría ser Reresby (creerlo a su manera pueril y torpe) y meterle a alguien unos balazos, o por lo menos miedo, o envenenarlo, o saltarle las muelas a golpes, o bien hacerle todo eso al propio Tupra, a quien tendrá absoluto pánico y rogará todos los días no volver a encontrarse, en esta ciudad que: comparten. Fantasear es gratis, lo sabemos desde muy niños; luego seguimos sabiéndolo, pero aprendemos a hacerlo ya poco, cada vez menos con los años, al darnos cuenta de que no nos sirve.' Me dio algo de pena, al instante volvió a darme algo de pena y ésta atemperó mi indignación, no así la del Profesor egregio, claro está, que ni tenía mis pensamientos ni con él deudas pendientes—: ¡Basta! —gritó sin alzar la voz, la sensación de grito la transmitió su tono impostado, semejante al que emplean los camareros de los bares madrileños para vocear pedidos a los de la cocina o la barra, por encima o por debajo del estruendo de los clientes—. ¿Es que no estás en tus cabales o qué ventolera te ha dado, De la Garza? ¿Tú crees que a mí puede interesarme oír esa sarta de necedades —dudó– tam-támicas que me estás largando? Vaya inmundicia. Reg. Menuda tabarra. —Eran palabras antiguas o es que el léxico general de los españoles se ha reducido hoy a tal mínimo que casi todas lo parecen, antiguas: 'ventolera', 'sarta', 'necedades', 'tabarra', también la expresión 'no estar en sus cabales', me gustó ver que yo no era el único en emplearlas, durante un segundo me sentí identificado con Rico, lo cual me resultó lisonjero, inopinadamente o no tanto (es un hombre eximio). Su nueva onomatopeya, 'Reg', me pareció tan transparente y lograda como las anteriores, equivalía a asco, moral y estético.

El Profesor no se movió, no se levantó, sin duda era capaz de controlar el cuerpo, le bastaba con desatar la lengua, brevemente. Tan sólo arrojó su colilla a un cubículo con lapiceros que le pillaba a mano y se tocó el puente de las gafas, primero con el dedo índice y luego con el corazón, dos veces, como si quisiera asegurarse de que no le habían salido disparadas junto con su irritación. De la Garza se quedó paralizado, con las piernas momentáneamente flexionadas, una postura poco airosa, cercana a la de quedarse en cuclillas. Pero se irguió en seguida. Y como no habría bebido, se pudo sentir alarmado.

–Ay, perdóneme, Profesor, yo no , no entiendo, había leído en algún sitio que le interesaba el hip-hop, que lo veía relacionado con algunas formas poéticas arcaicas, con las coplas de ciegos, los pliegos esos de cordel, los cancioneros, los romanceros, todo eso...

–Me confundes con Villena —intercaló Rico, refiriéndose a un muy conocido y muy atento poeta español (atento a todos los fenómenos). No lo dijo ofendido, sólo profesoral y aclaratorio.

–... Que lo veía muy medieval, en suma...

Y entonces ocurrió. Se interrumpió porque ocurrió entonces. Al mover la cabeza de un lado a otro mientras no entendía y se disculpaba, asustado por la reacción franca de Rico, o ruda de Rico (pero él se la había buscado), me vio y me reconoció en seguida, como si llevara tiempo temiendo encontrarme o a menudo soñara conmigo y yo le aplastara el pecho en sus pesadillas. Al mirar hacia la derecha me vio allí, en línea recta, de pie al otro lado del pasillo como un convidado de piedra, y al instante supo quién era. Y yo vi el efecto inmediato de aquella sorpresa y de aquel reconocimiento. De la Garza se encogió instintivamente, todo él, como si fuera un insecto que al advertir un peligro se estrecha, se contrae, se disminuye, intenta desaparecer y borrarse para que la muerte no lo alcance, para no ser individualizado ni visto y no existir y así negarse ('No, yo no soy lo que ves, yo no estoy, no te equivoques'), porque la única forma segura de evitar la muerte es no ser ya, o quizá aún mejor, nunca haber sido. Pegó los brazos a los costados, pero no como el boxeador que va a defenderse o cubrirse, sino como si repentinamente lo hubiera acometido un gran frío y tiritara. Y encogió también el cuello, de manera parecida a como lo había hecho en el lavabo de los tullidos, cuando ladeó la cara y por primera vez avistó la ráfaga turbia de metal en alto y vio el doble filo de refilón, de reojo, a punto de abatírsele encima: hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, con el mismo gesto que debieron de hacer sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, y hasta las gallinas y pavos desde que al primer hombre aburrido o hambriento se le ocurrió decapitar a uno de ellos. También como entonces, el labio superior se le levantó, casi se lé dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca yen ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva. Y en sus ojos vi un pavor irracional, predominante, excluyente, como si mi sola presencia lo hubiera sacado de la realidad y en un segundo hubiera olvidado dónde estaba, en la Embajada española en la Corte de San Jacobo o San Jaime, allí donde trabajaba o pasaba el rato a diario rodeado de vigilancia y de compañeros que lo protegerían, se encontraban a poca distancia; había olvidado que tenía enfrente al prestigioso Profesor enojado, y que allí yo no podría hacerle nada. Lo más desazonante para mí, lo que me dejó desconcertado y quieto, era que yo no quería hacerle nada, sino más bien al contrario, interesarme por su recuperación, por su salud, comprobar que nada había sido irreparable, e incluso, si se terciaba, y pese a lo mal que me caía, decirle que lo lamentaba. Lamentaba no haber hecho más, no haberlo impedido, no haberlo ayudado a huir ni defendido, no haber sido capaz de hacer entrar en razón a Tupra (aunque éste calculaba bien y con él nada era cuestión de precipitación ni de razón perdida). Y hasta me habría gustado convencer al capullo de que dentro de todo había tenido suerte y había salido bien librado, y de que mi colega Reresby, pese a su brutalidad y por increíble que fuera, le había hecho un favor inmenso al adelantarse y evitar así que el sanguinario Manoia (yo lo había visto y no visto actuar en un vídeo, él sí era Sir Cruelty, cerré los ojos, no quise tapármelos, aquello era para vendárselos) tomara a su cargo el castigo. Pero no podía ni debía explicarle nada de eso, menos aún delante de Rico, quien al ver la transformación de Rafita miró con no más que displicente curiosidad hacia mi lado (debía de despreciar todo lo suyo, lo tendría por total memo y desquiciado). Fue una sensación muy desagradable, pero sobre todo inasumible, descubrir que yo provocaba espanto. Era por asociación, por asimilación sin duda, al fin y al cabo yo no lo había tocado, quizá De la Garza temió ver aparecer también a continuación a Tupra, a mi espalda, como si para él hubiéramos de ir ya siempre juntos. Pero yo venía solo y sin que lo supiera mi jefe, mi visita no le habría hecho gracia. 'Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide', me había instado a decirle de parte suya, a traducirle al caído, antes de abandonarlo y rozarle al salir la cara con el faldón de su abrigo armado. 'Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde.' Y Raflta había cumplido las instrucciones al pie de la letra, se había inventado una patraña para justificar su maltrecho estado ante los suyos. Y claro que lo habría recordado, es más, no habría hecho otra cosa desde entonces, convertido en un manojo de nervios día y noche, en la vigilia y en el sueño, noche y día, por mucho que se atreviera luego a cantarle un rapa Rico y a otras inimaginables marnelucadas. Al verme allí en el pasillo, tan cerca, quizá acechante desde su perspectiva, hubo de pensar con pánico que era yo quien no lo dejaba en paz ni lo olvidaba. 'Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto', había añadido Reresby. 'Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre,' Esta última frase yo la había omitido, no la había traducido, me había negado a endosármela, pero sí el resto. A De la Garza se le habría quedado grabado todo, pese a su menguada conciencia tras el susto del acero agudo y la paliza contra las romas barras: 'Sabemos dónde encontrarte'. Nada era más cierto, y ahora yo ya lo había encontrado y era su terror, su amenaza.

'Me tiene un miedo invencible', pensé fugazmente. 'Cómo puede ser, no creo habérselo dado a casi nadie antes, y ahora este hombre se ha quedado inmóvil y disminuido del pavor que siente al verme, pese a estar aquí en su despacho inviolable, en la Embajada, junto a un miembro de la Real Academia, objetivamente a salvo, no tendría más que gritar para que acudieran raudos otros diplomáticos y algún vigilante o guardia. Y sin embargo él intuye que llegarían tarde si yo tuviera una pistola o una espada o una navaja y las usara contra él al instante, sin importarme mi suerte ni mediar una palabra, eso es lo que él sabe intuitivamente, o quizá tiene demasiado vivo el recuerdo de que cuando vislumbró el doble filo nada había ya que hacer para salvarse: la muerte llega en un segundo, uno está vivo y sin darse cuenta está muerto, así sucede a veces y desde luego todo el tiempo en las guerras y en sus bombardeos desde el altísimo aire, esa práctica extendida e ilegítima siempre, consuetudinaria y aceptada pero deshonrosa siempre, mucho más que la ballesta en tiempos de aquel Ricardo Yea and Nayo Sí y No, de aquel Coeur de Lionvoluble con el que acabó una saeta de deshonrosa ballesta al final del siglo XII: uno oye el estampido y ya no oye más ni ve nada, y no será uno, sino tal vez otro que después aún siga vivo, el que oirá el silbido de la bala que se incrustó en nuestra frente. Sí, este hombre está dispuesto ahora mismo a hacer lo que yole mande, sutemor a mí —o es a Tupra, pero yo soy ya su representante o su secuaz o símbolo– no solamente lo ha vivido en la realidad durante unos minutos que se le harían eternos, como a mí mismo, sino que además lo ha anticipado muchas veces, dormido y despierto: quizá nos haya visto aproximarnos como dos sicarios con paso firme para despedazarlo, y hayamos protagonizado sus pesadillas de persecución y alcance y más persecución y alcance, y hayamos sido repetitivo plomo sobre su alma desde entonces.' Porque 'hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Iliadacomo me había dicho Tupra aquella noche, algo más tarde, los dos quietos en su coche frente a la puerta de mi casa, en la que él creía que me esperaba alguien y nadie había, sólo las luces encendidas y tal vez el bailarín enfrente.

Entonces di tres zancadas rápidas y hablé. Me asomé al despacho y dije con desenfado, casi con jovialidad:

–¿Qué, cómo andas, Rafita? Se te ve ya muy recuperado. —Y añadí en seguida, para que viera que iba a guardar las formas y que mi intención no era violenta ni pendenciera—: Siento interrumpir. ¿No me presentas? —Y me fui derecho al Profesor Rico, quien no hizo el menor ademán de levantarse, se limitó a estirar mucho el brazo hacia arriba como las antiguas damas y acercarme así la mano lo más posible sin moverse, era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino, por lo menos de Cupri o de Sensatini, grandes marcas, se la estreché con afabilidad (la mano). Y como De la Garza no reaccionara ni pronunciara aún palabra (tan sólo me miraba aterrado: me tenía tanto miedo que no pondría trabas a mi aproximación a Rico, de hecho no me impediría nada, comprendí que podía hacer lo que quisiera), avancé mi nombre—: Jacques Deza, Jacobo Deza. Usted es Don Francisco Rico, ¿verdad? El famoso erudito Rico.

Lo complació saberse reconocido y se dignó contestarme, seguramente sólo por eso, pues su actitud general no denotó interés real ninguno (fuera yo quien fuese, al fin y al cabo, estaba estigmatizado por venir del agregado rapero).

–Deza, Deza... ¿No es usted amigo, o conocido, o discípulo... ea, bué, lo que sea... de Sir Peter Wheeler? Me suena. —Los dos eran grandes figuras y estudiosos, sabía que se conocían y apreciaban.

–Sí, soy buen amigo suyo, Profesor.


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