Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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En el individuo del Prado no podía advertir nada de eso, quiero decir de su voracidad sexual, aunque su mirada estuviera atentísima a un cuadro que contenía a una mujer, a una madre. Tal vez la habría repasado también físicamente, antes de ninguna consideración artística o pictórica o incluso técnica. Acaso le habría provocado rechazo que la mujer figurara en la tabla con sus tres hijos pequeños; no tenía por qué ser así, sin embargo, si él era Custardoy, ya que Luisa le gustaba sin duda y era madre y tenía dos. (Claro que la mujer del cuadro era una matrona muy poco agraciada, mientras que Luisa se mantenía esbelta, y a mis ojos guapa y juvenil, a otros ojos ya no sé.) Lo que sí había advertido desde el primer instante era que vestía con chaqueta y corbata y que calzaba zapatos negros de cordones. Estos no serían de Grenson ni de Edward Green, pero eran sobrios y de buen gusto, sin suelas gruesas ni de goma, no cabía poner reparos a su indumentaria, si acaso que resultaba excesivamente convencional. Pero la coleta no lo era, en efecto, aunque desde hace años ya no sea infrecuente, o no del todo, ver a hombres luciéndola de cualquier edad (la edad ya no actúa como freno de nada, ha perdido todas las batallas contra la moda y la presunción). Le daba un aire rufianesco, era un adjetivo que le había aplicado Cristina con justeza, si él era él.
En alguna de mis pasadas, siempre a una distancia prudente para evitar que reparara en mí, logré vislumbrar que no me había equivocado al principio: hacía varios esbozos de las cuatro cabezas del cuadro y asimismo tomaba notas, las dos cosas a gran velocidad. Si era Custardoy era posible que le hubieran encargado una copia y que estuviera llevando a cabo un estudio preliminar. O bien, si era tan bueno como se decía, quizá no necesitaba ponerse frente a la pintura misma con un caballete y pinceles durante largas horas y larguísimos días, sino que le bastaba con aprehenderla y memorizarla (memoria fotográfica, tal vez) y con una buena reproducción en su taller, la verdad es que lo ignoro todo sobre las técnicas de copiar, no digamos de falsificar (una falsificación no prepararía en esta ocasión, nadie podría creerse que la pieza del Prado no fuese la auténtica y original).
No quería eternizarme, con todo, en su vecindad: cuanto más rato permaneciera como su sombra, más riesgo corría de que se diera la vuelta o girara la cabeza a su izquierda y me descubriera, si bien era sumamente improbable que me conociera o reconociera de fotos que Luisa podría haberle enseñado, o a lo mejor ni siquiera y no me había visto jamás. Así que me alejaba un poco y miraba brevemente otro cuadro, Mícer Marsilio Cassoti y su esposa, de Lorenzo Lotto, y luego volvía a acercarme, no quería que se me marchara de pronto y perderle yo entonces la pista; me apartaba algo más y le echaba una ojeada a un Retrato de caballerade Volterra, pero los ojos se me iban en seguida hacia el hombre de la coleta, no me atrevía a perderlo de vista más que unos segundos; me distanciaba de nuevo y observaba la Santa Catalinade Yáñez de la Almedina, con sus rojos y azules y la larga espada sobre la rueda de su martirio, y esa figura me entretenía, hasta el punto de alarmarme tras medio minuto de contemplación y regresar casi corriendo a las cercanías del cuadro de ía madre y los niños. Entre idas y venidas y espera, tuve oportunidad de fijarme bien en él: era de tamaño mediano, metro y pico por uno, algo así, calculé; un retrato de grupo, familiar, según el cartel Camilla Gonzaga, Condesa de San Segundo,y sus hijos, del Parmigianino, cuyo apellido verdadero era Mazzola, leí, como el de un famoso futbolista de mi temprana infancia que se enfrentaba al Real Madrid de Di Stéfano y Gento, me pareció recordar que jugaba de delantero en el ínter de Milán. Sobre fondo muy oscuro, como negro, se recortaba la robusta Condesa, bien vestida, enjoyada sin exageración, sosteniendo en su mano derecha una copa dorada con incrustaciones que quedaba vagamente fuera de lugar, con tanto niño alrededor; o acaso no era tal copa, sino la gruesa borla de su cordón. Rayana en la gordura, o no tanto (una mujer ancha en todo caso), su expresión era muy ausente o nada vivaz, aunque hubiera en su mirada un vestigio de sosegada,
casi indiferente determinación. Los ojos un poco bovinos y a punto de resultar saltones, las cejas demasiado delgadas y como si no fueran de pelo sino dibujadas, los labios más bien finos y en absoluto tentadores, quizá lo mejor que tenía era la muy lustrosa y rosada piel, sin una arruga, a la altura de las mejillas era como si le pudiera estallar. Lo que más sorprendía era su desentendimiento de los hijos, Troilo, Hipólito y Federico según el cartel; no estaba en modo alguno pendiente de ellos, no les dirigía una mirada ni los acariciaba ni tan siquiera le cogía la mano al de la derecha, teniéndola bien cerca de la suya izquierda, inerte. La Condesa era como una estatua estupefacta rodeada de otras estatuas absortas de menor tamaño, porque lo curioso era que los niños tampoco le prestaban a ella la menor atención, si bien dos de ellos se agarraban distraídamente al cordón de su vestido. Cada figura miraba hacia un lado distinto y siempre exterior, como si todas y cada una estuvieran mucho más interesadas por personas o elementos que se hallaban fuera del cuadro que por su madre y sus hermanos las unas, por sus hijos la otra, la central. El niño mayor de la izquierda era el menos agraciado y semejaba un hospiciano, un huérfano, en parte por el feo y drástico corte de pelo, en parte por la mohína expresión; el más pequeño tampoco parecía muy feliz ni afectuoso, tan sólo desprotegido, a punto de tirar del cordón de la madre como quien cede a un acto reflejo o simplemente habitual; al de la derecha, el más mono y con los ojos más despiertos, se lo diría completamente ajeno al grupo, como si quisiera salirse ya pronto de él, y también de su corta y paciente edad.
La única mirada que podía seguirse o imaginarse era la de la Condesa, teniendo en cuenta que a la izquierda, pasada la elevada puerta que los distanciaba aún más (mero azar de la colocación de aquel mes), estaba colgado el retrato de su marido, hacia el que ella dirigía acaso aquellos ojos nada cálidos y quién sabía si decepcionados, o dolidos al recordar. 'Se retrataron por separado', pensé, 'el marido y padre solo, por un lado, la mujer y madre con los niños, por otro, dos tablas distintas, dos espacios estancos o aislados en vez de uno familiar y común para todos: más o menos como estoy yo, allí solo en Londres, mientras que Luisa permanece junto a Guillermo y Marina aquí en Madrid, sólo que ella sí está pendiente de nuestros hijos y ellos de ella, o así fue siempre hasta ahora, sería lamentable que ese Custardoy los estuviera alejando, a las mujeres les ocurre a veces, que de pronto no tienen ojos ni mente más que para el hombre nuevo que están conquistando o para el antiguo y amado que están perdiendo, y eso es lo único que pueden anteponer a sus criaturas de tarde en tarde y por lo que pueden relegarlas a segundo término pasajeramente, como tal vez esa Condesa fija su mirada en el soldado lejano que está fuera del cuadro y quizá de su tiempo, descuidando con ello a Troilo, Hipólito y Federico, que ya se han acostumbrado a que su madre no les haga apenas caso y viva obsesionada con el marido ausente, y tal vez a ellos los vea ya sólo como una cadena y un impedimento y un estorbo, no creo que ese pudiera ser nunca el caso de Luisa, aunque yo haya
coincidido a menudo con la canguro polaca estos días, por algo será, o podría ser. Y desde luego ella no vive obsesionada conmigo, por muy ausente que yo esté. Probablemente yo le di algún motivo, pero fue ella quien me expulsó de su tiempo, y del de los niños'.
'Pedro Maria Rossi, Conde de San Segundo. Hacia 1533-35', rezaba el cartel, y a continuación se hablaba del personaje: 'Pedro Maria Rossi (1504-1547) fue un brillante militar que sirvió a Francisco I de Francia, Cosme I de Medici y Carlos V ('Un mercenario o qué', pensé; 'a mi manera yo lo soy ahora también'). 'El retrato se pintó cuando militaba en el bando imperial, lo que explica la inclusión de la palabra "IMPERIO" y la proliferación de citas clásicas.' La mirada azul grisácea del Conde era aún más fría que la de su mujer, casi despreciativa, casi acerada y casi cruel, aunque resultaba más difícil imaginar que se la dirigía a ella que figurarse que la de ella iba a él. ('El podría ser Sir Cruelty', pensé.) Las barbas y el bigote largos lo avejentaban (sería un hombre de unos treinta años cuando posó) y dificultaban saber en primera instancia si era bien parecido o sólo gallardo y severo, en segunda se veía que seguramente sí lo era (las tres cosas, quiero decir). La nariz, de trazo noble, se le veía bastante grande, más que la mía pero no tanto como la de Custardoy, que además era levemente ganchuda. Al igual que Santa Catalina y que Reresby, llevaba espada, a su izquierda (luego sería diestro), pero la suya estaba envainada y sólo asomaban la empuñadura y el áliger, no la hoja. Vestía un elegante atuendo de pieles y a la derecha se aparecía la estatua de un joven con casco y asimismo espada, presumiblemente el dios Marte. Las manos eran distinguidas, acaso de dedos demasiado finos para ser los de un guerrero. Pero casi lo más llamativo era la agresiva coquina con costura o pespuntes o como se llame eso (sería de cuero recio, no de enea o de mimbre como parecen la mayoría en los cuadros), visible y obscenamente dirigida hacia arriba, erguida —un recordatorio permanente de la erección—, mucho menos discreta y modesta, por ejemplo, que las que se les pueden ver al Emperador Carlos V y a Felipe II en sus retratos de cuerpo entero, pintados ambos por Tiziano, ahí en el mismo Museo del Prado. 'Quizá ese Conde, ese soldado, ese marido, no se corresponda conmigo', pensé, 'con el que ya se va o ya se fue; sino con el que está llegando o ya ha entrado y además es un violento que porta espada, con ese hijo de puta de Custardoy. Quizá la mirada de la mujer sea entonces de devoción y miedo y por eso parezca como paralizada y sin voluntad, son dos sentimientos tan dominantes y fuertes, juntos o por separado, tanto da, que pueden anular momentáneamente cualquier otro, los demás, incluso el del amor a los hijos. Ojalá Luisa no lo mire así, ojalá no le tenga miedo ni menos aún devoción. Pero eso, cómo lo mira ella a él, eso yo nunca lo voy a saber.'
Aparté la vista del cuadro una vez más y miré hacia Custardoy o hacia el que podía ser Custardoy y vi que él había desviado a su vez la suya y miraba hacia mi lado; durante un par de segundos tuve el convencimiento de que nuestros ojos se encontraron, pero el cruce fue tan fugitivo que cabía la posibilidad de que los dos hubiéramos echado simultáneamente un vistazo a la pintura que más o menos hacía pareja con la que cada uno teníamos delante, yo la de Pedro Maria Rossi y él la de Camilla Gonzaga con Troilo, Hipólito y Federico, hijos de ambos, allí llevaría Custardoy no menos de siete minutos garabateando palabras y trazos, desde que yo había reparado en él y seguramente estaba desde antes, eso es mucho rato para observar un solo cuadro. En ese par de segundos pude verle la cara de frente por primera vez, y al instante me produjo la impresión de un rostro obsceno y bronco y frío, con su frente amplia o con entradas, su bigote no muy poblado (pero oscuro como sus patillas) y su nariz no tan ganchuda como de perfil, lógicamente (sí, de pronto se me representó un cantante visto en televisión, de pelo largo, sería el de aquel grupo Ketama), y con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación debían de hacer insoportable o quizá irresistible su mirada obscena sobre las mujeres que conquistara o comprara y acaso también sobre los hombres con que rivalizara. Eran ojos que asían, como manos, y una noche o un día se habían posado en la cara y el cuerpo de Luisa y la habían hecho su presa. ('Y unos ojos raros negros, no sé decirte en qué consiste, pero tienen algo raro, singular, para mí poco grato', me los había maldescrito Cristina.) Por eso, para que no les diera tiempo a fijarse en mí o no me asieran, me alejé de mi retrato del Conde, retrocedí unos pasos y me metí en una sala contigua, a la izquierda y a un nivel levemente más alto (sólo había que subir tres o cuatro escalones). Desde allí podría asomarme cada medio minuto o así para que Custardoy no se me escapara sin yo darme cuenta, y a la vez me exponía mucho menos a entrar en su campo visual de nuevo. En aquel primer relámpago de su rostro de frente me recordó a alguien que no era el cantante, a alguien que yo conocía personalmente, pero fue demasiado fugaz para saber a quién, o si el recuerdo era cierto.
La sala contigua era más o menos de dominación alemana. En ella estaba el famoso Autorretratode Durero, y su Adány su Eva. Pero la vista se me fue en seguida hacia un cuadro alargado y estrecho que llevaba viendo desde la infancia, entonces era normal que me impresionara y me diera cierto miedo teñido de curiosidad, Las edades y la Muerte, de Hans Baldung Grien, que también forma pareja con otro de sus mismos formato y dimensiones que se encuentra al lado, La armoníao Las tres gracias. En él la Muerte, a la derecha, tiene agarrada del brazo a una vieja, o enlazada, de la que tira
sin violencia ni prisa, y la vieja le pasa el otro brazo por encima del hombro a una joven y con la mano izquierda tira de su vestimenta escasa, como si la arrastrara a su vez suavemente. La Muerte lleva la clepsidra en su mano derecha ('Una figura de clepsidra', recordé) y con la izquierda sostiene desmayadamente una lanza dos veces quebrada (casi parece un rayo sin trueno), sobre cuya punta cae o queda la mano de un niño dormido que yace a los pies del grupo, tal vez a él le falta mucho para agregarse a éste, se mantiene ajeno a sus transacciones. A su izquierda, una lechuza; al fondo, un paisaje solar que se diría lunar, sombrío, desolado y con una torre ardiente en ruinas; una inevitable cruz cuelga del cielo. Siempre me había preguntado, desde niño, si la joven y la vieja eran la misma persona a muy diferentes edades o si eran dos distintas, es decir, si la anciana tira de sí misma desde su juventud hasta su vejez, para dejarse arrebatar por la Muerte luego, o bien no, y entonces el asunto sería más enojoso y grave. Lo cierto es que les veía demasiado parecido: los ojos azules, la nariz, los labios nada carnosos, el mentón algo afilado, el pelo largo con ondulaciones, la estatura, los pechos no muy abundantes y más bien centrífugos, los pies, la figura entera, hasta la expresión presentaban semejanzas, o en todo caso no eran opuestos en modo alguno. La joven frunce el ceño con preocupación o fastidio, pero no con alarma ni con espanto, como probablemente le habría ocurrido de haber sido su arrastradora una desconocida, o tan sólo otra persona, aunque hubiera sido su madre. No lucha ni se debate ni trata de zafarse de la mano en el hombro, a lo sumo procura que no le arranquen del todo su vestimenta ligera. Por su parte, la vieja centra toda su atención en ella y no en la Muerte, y en su mirada hay una mezcla de gravedad, comprensión, firmeza y lástima, nunca inquina, como si le dijera a la joven (o a sí misma cuando era joven): 'Lo siento, pero no hay más remedio' (o 'Vamos, hay que seguir avanzando; te lo digo yo, que ya he llegado') . A la Muerte que la lleva del brazo no sólo no le hace caso, sino que tampoco se le resiste ni opone, mira más hacia su pasado que hacia su futuro, acaso porque —pese a las promesas de la cruz suspendida en el aire y de la torre infernal en llamas, con un boquete como de cañonazo– sabe que de futuro ya hay poco o nada.
'Y ahí está Sir Deatho el Caballero Muerte', pensé, 'como corresponde a la tradición alemana e inglesa y en general germánica: es sin duda un varón, es elMuerte, porque aunque ya es cadavérico, un semiesqueleto con la piel tan pegada a los huesos que apenas los cubre —en realidad se diría que es un disfraz prestado para pisar el mundo, sobre todo si se mira a los ojos más hundidos que el resto—, se le ven unas hilazas de barba saliéndole del mentón, y otras que parecen diminutos tentáculos, más de jibia o calamar que de pulpo, asomándole por la zona del miembro y los testículos desaparecidos, ahora hay sólo un agujero donde debió de erguirse una coquilla un día. Lo que no es es el Sargento Muerte de la canción de Armagh ( 'And when Sergeant Death' s cold arms shall embrace me'), un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos disciplinados y atareados siempre, de hecho es la figura más débil y ajada de las tres del cuadro, o de las cuatro, con su lanza rota y sumisa, tanto que hasta la toca un niño desprevenido. Sin embargo hay determinación y energía en su escuálido brazo que agarra, y sobre todo es el dueño del tiempo, él tiene el reloj y sabe la hora y ve agotarse la arena o el agua, lo que contenga su instrumento, sus ojos rojizos están sólo atentos a eso y lo escrutan, no a la vieja ni a la joven, la hora es lo único por lo que él se guía, lo único que cuenta para este Caballero Muerte tan desnudo y decrépito como nuestra anciana latina de la guadaña, este Sir Deathsin armadura ni yelmo ni espada.' Y me vino a la memoria el 'tic-tac tan descomunal' de aquel saloncito sepulcral en el cementerio lisboeta de Os Prazeres, que, según el viajero que 'con cierta indiscreción' lo descubrió y observó, 'era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'; y me volvió la frase enigmática sugerida por la visión del reloj despertador que lo causaba —'de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'—, la frase que decía: 'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común'. Quizá cuando toda la arena o toda el agua cayesen y marcasen el acabamiento de la vieja pintada por Baldung Grien que tal vez era también la joven, cuando las hubieran por fin enviado con los más influyentes y animados', aún hubiera que darle la vuelta al reloj o clepsidra para que iniciara el otro cómputo, el que mi paisano viajero se preguntaba cuál sería: si el tiempo que llevarían muertas o el que faltaba para el juicio final. Y si eran las horas de soledad, ¿contaría las ya pasadas o las que quedaban por pasar?
Me iba asomando a la sala de los italianos, más grande, y volvía sobre mis pasos para mirar otro poco el cuadro alemán, que ya no me daba miedo pero me intrigaba. Desde el umbral vi también La Anunciaciónde Fra Angélico, del cual una copia excelente a su tamaño presidía y había presidido el salón de mi padre desde que yo tenía memoria, él y mi madre se la habían encargado a un copista amigo, un Custardoy de los años treinta o cuarenta, Daniel Canellada su nombre, lo recordaba; divisar aquella pintura era para mí como estar en casa. En uno de mis breves desplazamientos a la sala contigua me entretuve de más ante el Baldung Grien, y al regresar a la italiana ya no vi al hombre delante del Parmigianino, quiero decir de la Condesa y sus hijos. Bajé los escalones de una zancada y miré a ambos lados con sobresalto, por fortuna lo distinguí en seguida, camino de la escalera que conducía a la planta superior y luego hacía la salida, su cuaderno bajo el brazo, ya cerrado. Así que allí empecé a seguirlo, o allí me convertí más en su sombra, de manera distinta de como lo había sido de Tupra durante nuestros viajes» en ambos casos me relegaba. Una vez arriba, entró en la consigna y yo esperé de espaldas a que reapareciera, girando el cuello cada tres segundos para no perderlo de nuevo, y cuando salió descubrí con espanto que lo que allí había dejado y recogido ahora era un sombrero, quizá un fedora ('Un tipo con coleta y sombrero', pensé, 'quizá con fedora. Lo que faltaba'). Tuvo el detalle de no ponérselo mientras estuvo aún bajo techo, sino solamente cuando pisó la calle, y entonces vi —no me trajo mucho alivio– que era de ala más ancha que el susodicho fedora, más de pintor o de director de orquesta, más de artista, todo negro. Ya tocado, inició su descenso por las escaleras exteriores, frente al Hotel Ritz, y yo fui tras él, siempre a distancia. Cruzó el Paseo del Prado a buen paso y se detuvo ante una brasserie, estudió la carta y echó un vistazo al interior a través de las cristaleras, haciendo visera con una mano para quitarse reflejos (¿no le bastaba el ala de su presumido sombrero?), como si considerara almorzar en el local —pero para Madrid era temprano si no era uno guiri; tal vez yo estuviera en un error y él lo fuera; no me parecía, percibía algo inequívocamente español en el conjunto de su figura, en especial en los andares, o quizá era en los pantalones—, y yo aproveché aquel alto para mirar los escaparates de una tienda cercana de objetos de arte toledano, en la que vendían espadas; eminentemente para turistas, seguro, aunque hoy en día no se las dejarían llevar en ningún avión, tendrían que facturarlas y aun así, y no cabrían en las maletas fácilmente; tampoco les permitirían viajar con ellas en los trenes, me pregunté quién diablos las compraría ahora si no podían ser transportadas, un coleccionista de armas blancas decorativas como Dick Dearlove tendría que habérselas hecho enviar no sé cómo. La mayoría serían del celebérrimo acero toledano, bien españolas y bien medievales, pero me llamó la atención que también había, entre las expuestas, alguna que se presumía escocesa y hasta llevaba inscrito 'McLeod' en el guardamano, una concesión innoble a las masas anglosajonas cinematográficas. Se me pasó por la cabeza que debía comprarme una, no en aquel momento, claro está, sino más tarde, algo había aprendido de Tupra sobre el efecto que puede producir esa arma arcaica. Casi todas, sin embargo, eran mucho más largas y grandes, a buen seguro más difíciles de manejar y pesadas que la 'destripagatos' o lansquenete o Katzbalger, se lesveían unas hojas bestiales. Cortarían una mano de un tajo. Descuartizarían. 'Pero no', pensé de nuevo, 'más valdría que fuera una espada de la que no tuviera que deshacerme, una que pudiera volver a su sitio, usada o no, da lo mismo, que no tuviera que tirar o dejar olvidada a propósito, para que luego la encontrara alguien siempre.'
El ya probable Custardoy siguió adelante por la Carrera de San Jerónimo, pasó junto a mi hotel, se asomó a la entrada, leyó la placa que hay allí y que dice algo tan increíble como que el Palace se concibió, diseñó y construyó en el cortísimo plazo de quince meses de 1911 y 1912, a cargo de la empresa Léon Monnoyer, francesa o belga, supongo, no sé cómo a los constructores de hoy —esa plaga, esa marabunta– no se les cae la cara de vergüenza, o de desvergüenza; se detuvo ante la estatua de Cervantes un poco más arriba a la izquierda, también él con su espada envainada, enfrente del Congreso más o menos, fue sólo un instante, había furgonetas de la policía estacionadas, cinco o seis agentes con metralletas fuera de ellas para proteger a sus señorías aunque no se viera a ninguna, estarían todas dentro o de excursión o en los bares. El hombre con coleta y bigote debía de haber recogido también, en la consigna del Museo, una cartera sin asas en la que habría metido el cuaderno, la llevaba bajo el brazo y andaba rápido, con seguridad, con la vista alzada o a la altura del hombre, mirando abiertamente a su alrededor y a las personas con las que se cruzaba, ya muy cerca de Lhardy me llevé un pequeño susto, porque aminoró el paso y volvió la cabeza para observarle las piernas a una chica con la que casi había chocado, me pregunté si intencionadamente. Temí que me distinguiera, que me reconociera, quiero decir de antes, del Prado. Fue un gesto español ese suyo en el que también yo incurro a veces, cuando lo hacía en Londres tenía la sensación de ser el único, en Madrid no tanto, aunque cada vez somos menos los hombres que nos atrevemos a mirar lo que queremos, sobre todo cuando no somos mirados o lo mirado está de espaldas y por lo tanto no molestamos ni incomodamos, en esta época tan poco libre que los puritanos van imponiendo hasta la represión de los ojos, a menudo tan involuntarios. La suya fue una ojeada veloz, apreciativa y descarada, con aquellas gruesas canicas negras intensas y desazonantes, sin pestañas y separadas, más o menos coincidían con lo que me había dicho Cristina sobre su asimiento visual de las mujeres; pero no era para tanto acaso, yo mismo me fijo a veces en un culo y unas piernas que se alejan, de similar manera, quizá con ojos menos penetrantes y medidores, más irónicos o más festivos. Los suyos era como si salivaran.
Si al llegar a la destrozada Puerta del Sol continuaba recto adelante, sí no se metía en el metro ni se desviaba ni cogía un autobús o un taxi, estaríamos en el buen camino, quiero decir en la dirección de la casa o taller o estudio de Custardoy, y entonces él sería él, sin lugar a dudas. Temí que fuera a apartarse de la senda cuando al comienzo de la calle Mayor cruzó de acera, pero me tranquilicé en seguida al ver que era para entrar en una librería con buena pinta, Méndez de nombre. Desde el otro lado de la calle, a través del escaparate, lo vi saludar afectuosamente a los dueños o empleados (sendas palmadas en los brazos; y tuvo el detalle de quitarse el sombrero, algo era algo), y debió de gastarles bromas, porque los dos se rieron con ganas, risas generosas y espontáneas. Salió al cabo de unos minutos con una bolsa de la librería, algo habría comprado y me pregunté qué leería, y volvió a cruzar a mi acera, por lo que yo retrocedí bastantes pasos, hasta alcanzar de nuevo la distancia que con él había mantenido desde la salida del Museo. Pero hube de pararme otra vez de inmediato, y sacar dinero parsimoniosamente de un cajero automático para hacer tiempo y no adelantarlo, porque él se encontró con una conocida o amiga, una joven con pantalones y pelo corto y chaqueta de ante con flecos, a lo Daniel Boone o Davy Crockett o General Custer cuando lo ensartaron, le vi unos ojos azules. Ella le sonrió con simpatía y le estampó dos besos en las mejillas, el individuo debía de vivir en el barrio; hablaron unos minutos animadamente, debía de caer bien aquel hombre (ahora no se quitó el sombrero, pero al menos se tocó el ala con los dedos al avistar a la joven, el ademán clásico de respeto en la calle), y ella se rió a carcajadas con alguna frase que él dijo ('Es de los que hacen reír, como yo cuando me da la gana', pensé. 'Eso podría explicar lo de Luisa en parte. Mala suerte. Mala cosa'). Nadie sospecharía que pegaba a mujeres, o a una mujer, la que a mí aún más me importaba.
Se despidió y siguió, sus andares eran resueltos, casi fieros a ratos cuando apretaba el paso, seguro que a él no se le acercarían rateros ni atracadores de los que abundan en esa zona turística y despluman a los japoneses con preferencia; quizá tampoco mendigos, eran andares de alguien que no está para esa clase de bromas, por simpático que fuera; y el deber de pedigüeños y ladrones es notar eso al instante, adivinar con quién se las tienen. Dejó el mercado de San Miguel a la izquierda y prosiguió, ahora la calle se inclinaba un poco hacia abajo. En la pared de un edificio vi una inscripción en piedra que decía sobriamente, sin pompa: 'Aquí vivió y murió Don Pedro Calderón de la Barca', el dramaturgo que entusiasmó a Nietzsche en su día, y aun a la entera Alemania; y un poco más allá, en la otra acera, una placa más moderna señalaba: 'En este lugar estuvo la Iglesia de San Salvador, en cuya torre Luis Vélez de Guevara situó la acción de su novela El diablo Cojuelo-1641-', jamás se me había ocurrido leerla, ni siquiera en Oxford, Wheeler, Cromer-Blake y Kavanagh seguro que la conocerían. Custardoy se acercó un momento a la estatua que había justo enfrente, en la Plaza de la Villa, curioso que a un pintor lo llamaran tanto las tres dimensiones. 'A Don Alvaro de Bazán', se leía al pie escuetamente, el Almirante al mando de la flota española en la batalla de Lepanto, allí donde a Cervantes lo hirieron dejándole inutilizada la mano izquierda en 1571, a sus veinticuatro años, lo cual le permitió hacerse llamar 'el manco sano' en el mismo texto de sus adioses que yo le había citado a Wheeler sin que él quisiera enterarse: adiós a las gracias y a los donaires y a los regocijados amigos. Allí se encontraba asimismo la Torre de los Luxanes, donde se dice que permaneció prisionero Francisco I de Francia tras ser capturado por los españoles durante la batalla de Pavía en 1525; pero como en otros varios sitios de España se asegura que también estuvo cautivo en ellos, una de dos: o muchos mienten o el Emperador Carlos V se dedicó a pasear al Rey francés y a exhibirlo como un mono o un trofeo, de aquí para allá todo el rato.
Custardoy seguía en el buen camino, en el que debía ser el de su casa, siempre Mayor adelante, y yo tras él como su sombra algo distante o desgajada. 'Llevo ya un tiempo siendo sombra', pensé, 'lo he sido o lo soy lateral de Tupra, acompañándolo en sus viajes y despachando con él casi a diario, siempre a su lado como un subalterno, un intérprete, un apoyo, un aprendiz, un aliado, en alguna ocasión como un esbirro ( "No doubt, an easy tool, deferential, glad to be of use. Sin duda, una herramienta cómoda, deferente, contento de ser de utilidad"). Ahora lo estoy siendo de este hombre que aún no sé si es el que busco, pero no soy ninguna de esas cosas en lo que a él respecta; para él soy una sombra siniestra, punitiva, amenazante y de la que aún no sabe, como suelen ser las que van detrás y no ve uno; más le vale no seguir su camino, o que el suyo no sea al fin el que yo espero y quiero.' Justo después de estos pensamientos creí que acabaría librándose, porque al llegar a la altura de la Capitanía General o del Consejo de Estado (soldados con metralletas ahora, en la primera puerta), cruzó de nuevo la calle como si fuera a entrar en el Istituto Italiano di Cultura, que se halla justo enfrente. Sin embargo no lo hizo, y en cambio se metió por una bocacalle estrecha que venía a continuación, se desvió y me alarmé, no podía ser que él no fuera él a última hora y que ni siquiera se aproximara a aquel portal historiado ante el que me había parado ya dos veces. Al final de la callejuela, muy corta y para peatones, lo vi desaparecer a la izquierda, así que apreté un poco el paso para ver por dónde tiraba y no perderlo, y al alcanzar yo aquel punto estuvo en un tris de verme: había allí, en un recodo, la terraza de un bar antiguo, El Anciano Rey de los Vinos, en la que él se disponía a tomar asiento mirando hacia el Palacio Real oblicuamente; en Madrid, con el calentamiento, hace un tiempo más o menos veraniego durante casi seis meses al año, por lo que las terrazas están puestas mucho después y mucho antes de las épocas que les corresponden. Me di la vuelta en seguida para ocultarle el rostro, y fingí leer, como un turista, otra placa metálica que había allí mismo en alto (bueno, la leí de hecho, claro): 'Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, Princesa de Éboli, y en ellas fue arrestada por orden de Felipe II en 1579'. Aquella era la dama tuerta, intrigante y quizá espía, seguramente habría esparcido en su tiempo brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler según me había confesado, y también Tupra a buen seguro, o éste había prendido mechas para provocar grandes incendios. (De este tipo de contagios ninguna época ha estado a salvo; en todas hay gente con teas, en todas hay gente que habla.) Se la representaba siempre, a la dama, con su parche negro en un ojo, me sonaba que en el derecho por el vago recuerdo de algún cuadro, y hasta creía haber visto una película, con Olivia de Havilland interpretándola.