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Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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–No quisiste decirme el nombre de aquel escritor que participó en el toreo de tu amigo Mares, por ejemplo —le dije—. Y no tenías por qué callártelo. No ya conmigo, sino con nadie.

Se quedó un poco sorprendido, como si hubiera olvidado por completo que me había contado aquello, mucho tiempo atrás, cuando yo aún vivía en Madrid. Y así pareció por lo que a continuación me dijo, que ni siquiera recordaba que yo estuviera al tanto de semejante episodio.

–Tú sabes eso. —Fue una mezcla de constatación y pregunta.

–Sí. Una vez me lo contaste.

–Y no quise, ¿eh? —Ahora ya fue sólo pregunta—. No te quise decir el nombre, ¿verdad?

–No. Por su mujer y sus hijas. Dijiste que no querías arriesgarte a que un día alguien se lo sacara y restregara a ellas, por causa indirecta tuya. Aunque la mujer ya ha muerto también, si mal no recuerdo.

–Sí, han muerto los dos, él y ella. Pero eso no cambia nada. —Y murmuró más para sí que para mí—: No quise, dices. Bien hecho, no querer, bien hecho...

Se quedó pensativo y recobró la mirada fija e intensa de sus ojos azules, la que, por así decir, no me veía. Y a los pocos segundos me dio la impresión de que la rememoración de aquella gente lo había transportado de nuevo a un tiempo lejano, en el que mi madre estaba viva y la mujer alegre y buenísima de aquel hombre infame se portaba muy bien con nosotros, y en particular con ella. Dejé pasar en silencio un par de minutos o tres. Él ya no hablaba y lo vi cansado. Quizá debía marcharme, aunque aquella fuera la última vez que nos viéramos.

–Me voy a ir, papá —le dije, y me levanté y le di un beso en la frente.

–¿Adonde? —preguntó con asombro, como si le pareciera absurdo que yo o ninguno de sus hijos nos fuéramos a ninguna parte.

–Al hotel, y mañana me vuelvo ya a Londres.

–¿Tienes un viaje? Que te vaya bien, hijo.

–Vivo allí ahora, papá. ¿No te acuerdas?

–¿Vives en el exilio? —me dijo, sin dotar a la palabra de solemnidad alguna—. Como los dioses griegos.

–¿Los dioses griegos? —No sabía a qué se refería, o a cuento de qué venía aquello. Pero él nunca desvarió, o yo no llegué a verlo. Podía abstraerse del tiempo y de las personas y las circunstancias, pero su pensamiento y su memoria funcionaron siempre, aunque al final muy a su aire. Claro que tampoco hay pensamiento ni memoria en el mundo que no funcionen de esta forma.

–¿No te acuerdas del poema de Heine? —dijo, y acto seguido empezó a recitar versos en alemán, de memoria. Había aprendido esa lengua de chico, en el Instituto, algo posible en los años veinte e inimaginable hoy en día, y siempre había tenido a gala saberse poemas enteros, de Goethe, de Novalis, de Holderlin, de los clásicos.

–No, papá —lo interrumpí—, no puedo acordarme de lo que nunca he sabido, y no entiendo lo que estás diciendo. Yo nunca he sabido alemán, ¿recuerdas?

–Nunca has sabido alemán, qué cosa —me contestó con leve desdén paterno, como si no saberlo fuera una rareza, casi una lacra—. No sé qué clase de educación habéis tenido. —Y pasó a explicarme, con condescendencia hacia mí y entusiasmo por su poema de la juventud—: El poeta ve unas nubes blancas en mitad de la noche que le parecen 'colosales estatuas de los dioses en luminoso mármol', así dice. Pero en seguida se da cuenta de que en realidad son ellos mismos, Cronos, Zeus, Hera, Palas Atenea, Afrodita, Ares, Hermes, Febo Apolo, Hefesto, Hebe, envejecidos y abandonados a la intemperie, cabizbajos y ateridos de frío en su exilio. 'No, en modo alguno, ¡estas no son nubes!', exclama el poeta. —Y mi padre me fue traduciendo sobre la marcha, lentamente desde su memoria—. 'Son los dioses de la Hélade, los propios dioses, que un día gobernaron el mundo tan alegremente, pero que ahora, suplantados y difuntos, cabalgan como espectros gigantes por los cielos de la medianoche...' —Pero los versos se empeñaban en acudirle en el alemán de su infancia, o traducir le era fatigoso, así que se pasó de nuevo a esta lengua, y ya nada más entendí en el momento.

Más adelante, cuando ya había muerto, traté de identificar las palabras que le había oído sin comprendérselas. Busqué el texto original de 'Los dioses de Grecia' de Heine, con una versión en inglés paralela (en español no la encontraba), y sin duda fue esta la estrofa que él me puso en mi lengua, improvisada y tentativamente: 'Nein, nimmermehr, das sindkeine Wolken! Das sind sie selber, die Götter von Hellas, die einst so freudig die Welt beherrschten, doch jetzt, verdrängt und verstorben, ais ungeheure Gespenster dahinziehn am mitternächtlichen Hi-mel...'. Supongo que su pronunciación era buena. Y también me fijé en dos pasajes breves que él debió de recitar en alemán aquel día. En uno el poeta se dirigía a Zeus y le decía, más o menos: 'Pero ni siquiera los dioses gobiernan eternamente, a los viejos los expulsan y los suplantan los jóvenes, como tú mismo depusiste antaño a tu canoso padre...'. El otro era una imagen, aplicada a aquel tropel de deidades desconcertadas y errantes: 'Sombras muertas que vagáis por la noche, débiles como la bruma que ahuyenta el viento...', así las llamaba. Aquellas palabras habrían salido de sus labios en mi presencia, aunque yo entonces no las hubiera entendido. Y me pregunté qué habría pensado en aquella ocasión, al pronunciarlas.

Mientras él aún recitaba absorto, me incliné y lo besé de nuevo antes de irme, esta vez en la mejilla como si fuéramos toreros, y volví a ponerle la mano en el hombro un instante, a modo de adiós callado, mientras él se encaminaba ya hacia la bruma que ahuyenta el viento, o hacia ese exilio en el que uno ha de desprenderse aun del propio nombre.

También había logrado no pensar mucho en Luisa hasta que estuve en el avión, un vuelo de Iberia en clase businessque característica y odiosamente se retrasó casi una hora en despegar. A ello me había ayudado que al final no me propusiera almorzar ni cenar juntos ningún día, y yo seguí sin insistirle ni lamentarme ni protestar, después de lo que había hecho prefería evitarlo, no me sentía merecedor y, aunque sí tenía ganas, me fue fácil aguantarme y fingir. Así que sólo coincidimos brevemente en la casa, cuando yo iba a recoger o a devolver a los niños o me quedaba un poco más de rato con ellos, hasta que se acostaban. Y una vez que estaban en la cama, tampoco me ofreció una copa ni me invitó a sentarnos un momento a charlar. No es que me echara inmediatamente con una excusa, no con palabras pero sí con su actitud: no paraba de hacer cosas, de ir de un lado a otro, de limpiar, fregar platos o vasos, responder el teléfono, poner orden, recoger juguetes y ropa y cuadernos y lápices —los niños lo dejan todo manga por hombro y con sus estropicios no se acaba nunca—, y ya no era como cuando convivíamos, entonces yo la seguía de una habitación a otra hablándole de lo que fuera o contándole o preguntándole, como a menudo caminan los maridos por sus casas detrás de sus mujeres, más activas físicamente y propensas a no estarse quietas jamás en un sitio, sobre todo si son madres. Ahora no me sentía con derecho a eso, quiero decir a meterme en cualquier habitación, ni siquiera en la cocina, aunque fuera en su compañía o más bien tras sus pasos. De modo que, al cabo de cuatro frases sobre los crios o sobre el estado de mi padre, por quien me preguntaba sin falta para a continuación añadir con sinceridad 'Tengo que ir a verlo, de esta semana no pasa, dile que me acuerdo mucho de él', yo me retiraba dándole dos besos en las mejillas discretamente cariñosos, es decir, casi sólo amistosos, a los que ella respondía con pasividad, de forma más bien maquinal, sin enterarse. Su cabeza estaba en otro sitio y yo sabía dónde era. La vi algo apagada aquellas últimas veces. Yo calculaba: 'Ahora ya ha recibido la noticia de que no va a ver a Custardoy durante una temporada, un gran chasco, la ha pillado desprevenida y todavía lo está encajando, hay en sus jornadas un aliciente menos, sin duda el mayor, el que más la ayudaba a atravesarlas, a levantarse con ilusión y a acostarse sin descontento, pero aún ignora que donde ya no habrá ese aliciente es en su vida entera y que no volverá a ver a ese hombre o sólo por el azar de un encuentro; ese saber vendrá después, poco a poco, pasarán semanas o quizá más tiempo hasta que comprenda que todo ha acabado, que no se trata de una larga ausencia sino de un definitivo abandono, como el que ella me ha infligido a mí desde hace mucho. Y entonces mirará por la ventana como yo miro a veces por la mía de guillotina para ver la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza, su pálida oscuridad apenas alumbrada por esas farolas blancas que imitan la siempre ahorrativa iluminación de la luna, y las luces encendidas del hotel elegante, algo más lejos, y de las habitadas casas que albergan familias o bien hombres y mujeres solos, cada uno encerrado en su protector recuadro amarillo, lo mismo que Luisa o yo para quien nos observe; y por encima de los árboles y de la estatua a mi vecino que baila tan despreocupadamente y que a partir de ahora me recordará a Custardoy, porque esos parecidos y afinidades funcionan recíprocamente y se tiñen, y no resulta nadie inmune a ellos: ya no me caerá tan bien ese individuo danzarín y alegre, quizá él habrá salvado sin saberlo una vida pero se habrá contaminado de ella al hacerlo. Y seguramente ni Luisa ni yo osaremos ya pensar a solas, tras habernos visto de nuevo y habernos traído el uno al otro otra tristeza, aunque ella ignore que de mí procede la que le tocará estar padeciendo: "Seré más el que soy. I’ll be more myself. Seré más yo ahora'".

Extrañamente, puesto que yo era el causante de su recién iniciada soledad que iría en aumento, me permitía que me diera algo de lástima verla así, decaída, desganada, sin empuje, tal vez en los prolegómenos de un duradero languidecimiento, a todos nos marchita mucho la pérdida de quienes queremos, más aún que la de quienes nos quieren, y no me cabía duda de que Custardoy para ella se contaba entre los primeros. Pero por lo menos no tenía el cinismo de decirme que era para su bien, aunque fuera a serlo con certeza a la larga: tenía claro que era para el mío eminentemente, para mi relativa tranquilidad, mi sosiego lejano, para no preocuparme más de la cuenta por ella ni por mis hijos, y también para mis esperanzas quiméricas de las que no podía prescindir aún del todo, pese al ya tanto recorrido tiempo. Y esto sí lo pensé en el avión con la nitidez que había rehuido hasta entonces: que había sido egoísta y abusivo y desconsiderado, que me había inmiscuido en su vida de la peor manera posible, a sus espaldas, sin su conocimiento, no ya sin consultar con ella lo que debía o convenía hacerse, sino sin que ella me hubiera hablado siquiera de su problema que además no veía como problema, sino acaso como solución. Había actuado como un padre decimonónico respecto a su hija, la había tratado indirectamente como a una menor, sólo que no había ido a ofrecerle dinero al chulo por apartarse, como quizá había sido la tradición de los progenitores pudientes y autoritarios en aquel siglo, sino a amenazarlo de muerte y a violentarlo. Empezó a parecerme increíble todo aquello, que yo me hubiera comportado así, sin apenas cargo de conciencia, como un salvaje o como si fuera un convencido de la idea pragmática de que lo que hay que hacer más vale hacerlo y así está hecho, y de que, pase lo que pase luego, lo principal ya está hecho y no hay vuelta atrás ( 'I have done the deed.'O 'The deed is done'). Yo no sabía nada oficialmente de Custardoy, no ante ella, en realidad ante nadie con la sola excepción de su hermana Cristina, tenía que seguir llamándola desde Londres para advertirla, en cuanto hubiera regresado de sus días de ausencia, no recordaba si me había dicho una semana o algo más, lo cierto era que ya había probado a diario durante los últimos de mi estancia en Madrid, por si acaso, sin éxito, ni siquiera había podido hablar con su marido para averiguar; y continué haciéndolo durante los primeros tras mi regreso, fui probando a diferentes horas hasta encontrarla por fin en casa.

'Cristina, soy Jacques, tu cuñado, Jaime', le dije cuando me contestó el teléfono, a la vigésima. 'Estoy ya de vuelta en Londres, pero quería ponerte al tanto de una cosa importante. ¿Has hablado con Luisa?'

'No, todavía no, estoy recién llegada, se me ha alargado el viaje. ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?'

'Nada malo. Durante mi estancia en Madrid puse remedio a lo de ese Custardoy con ella, o eso creo, habrá que esperar un poco para confirmarlo.

'¿Ah sí?', me contestó con curiosidad e indudable aprobación. '¿Cómo? ¿Qué hiciste? ¿Hablaste con él, hablaste con ella? Cuéntame.

'Eso es lo que quería decirte, que es mejor que no lo sepas, y fundamental que no lo sepa Luisa. Quiero decir que ni siquiera sepa que yo he estado enterado de nada, que tú me contaste. Esa historia ya se ha terminado, o está a punto. Lo que no quiero es que ella pueda sospecharse nunca que yo he tenido algo que ver. Para ella yo ignoro hasta la existencia de ese Custardoy, en ningún momento me ha hablado de él, y es lo que hace falta que siga creyendo. Ahora y siempre. Si tú le mencionas un día la conversación que tuvimos, aunque sea dentro de diez años, podría atar cabos y no me volvería a hablar, pese a los niños. Y tampoco a ti, seguramente. Aunque yo me haya encargado, lo más probable es que pensara que tú habías tenido parte, que habías encizañado o que me habías instigado a obrar como lo he hecho. Lo entiendes, ¿no? Si tú me traicionas tampoco yo tendría reparo en traicionarte a ti.

Cristina me entendió sin duda. Pero aún sentía curiosidad.

'Vaya, conque así te las gastas, ¿tan grave ha sido la cosa? Descuida, si lo has conseguido seré la primera en alegrarme y en no hacer peligrar tu logro. Pero si los dos vamos a callarnos no importa mucho que yo lo sepa todo, ¿no? ¿Qué le dijiste a ese tipo? ¿Qué le hiciste? Anda, dime cómo has obrado, ya que ha sido por instigación mía.'

'Ya te he dicho, mejor no airearlo. Prefiero que sea él el único que lo sepa, el único que por un mal azar, si se encontraran más adelante y ella lo arrinconara, pudiera contárselo a Luisa, y no creo que lo hiciera en ningún caso, no le traería cuenta y sería su palabra contra la mía, sin corroboración posible. No es que no me fíe de ti, de ti ahora. Pero nunca se sabe. Un día podrías estar enfadada conmigo, y querer perjudicarme. Lo que no debe saberse es mejor que no lo sepa nadie, ni siquiera tu cómplice. ¿Por qué crees que los criminales se cargan a tantos?'

Cristina se lo tomó bien, se rió, no me insistió. Sólo me dijo:

'No te preocupes, no le diré nada a Luisa. Espero que tengas razón y que esa historia se haya acabado. Me haré de nuevas si me habla de ello, de la ruptura. Lo mismo sufre una temporada y le da por desahogarse, o por rumiarlo en voz alta. Y mira, si a Custardoy le ha ocurrido algo, seguramente me enteraré en algún sitio, la gente habla mucho, lo comenta todo.'

'No te enterarás, me parece. Él no está en Madrid y nadie va a verlo durante unas semanas como mínimo. Y cuando vuelva ya se inventará algún cuento, si es que aún se le nota que se cruzó conmigo. Alguna puerta de garaje, algún bolardo.' Me di cuenta de que ya había dicho demasiado, irse de la lengua es tan fácil, sobre todo al presumir y algo estaba yo presumiendo, aún al cabo de los días: sentía un poco de orgullo de mi hazaña pistola en mano, y no me costaba hacer caso omiso de que nunca hay tal hazaña ante un hombre desarmado. Eso era imperdonable, lo sabía, esa íntima jactancia, sobre todo tras haber descubierto lo que descubrí a mi llegada a Londres, o justo antes. Sin embargo así era, y nada podía hacer por evitarlo, supongo que eso le pasa a cualquiera que no sea violento cuando prueba a emplear la violencia, y le sale. De modo que añadí: 'Tampoco yo he dicho que le haya hecho nada, ni que le haya ocurrido nada. Nada malo, quiero decir'. (En esa breve charla había venido a recitarle a Cristina unas cuantas de las frases clásicas que recomiendan negación, ignorancia y silencio, lo propio del espionaje y las conspiraciones y lo delictivo, de lo clandestino y lo solapado: 'Es mejor que no sepas nada, y así, cuando te interroguen, dirás la verdad al decir que no sabes, la verdad es fácil y tiene más fuerza y es más creíble, la verdad persuade'. Y también: 'Si sólo conoces tu parte, aunque te cacen o falles la cosa seguirá adelante. Y asimismo: 'Es tu ignorancia lo que más va a protegerte, no preguntes más, no preguntes, será tu salvación y tu salvoconducto'. Y aún: 'Ya lo sabes, yo no he hablado contigo ni te he dicho nada. No han tenido lugar esta conversación ni esta llamada, estas palabras no las has oído porque no las he pronunciado. Y aunque las oigas ahora, yo no las digo'.)

Cristina volvió a reírse, quizá también por el contento de imaginar ya libre de peligro a su hermana.

'Suenas muy misterioso y un poco amenazante', me contestó, medio en serio y medio en broma. 'No es este el Jaime que yo conozco. A lo mejor te sienta bien Londres, y estar ahí solo. Eso sí, hayas obrado como hayas obrado, yo no soy tu cómplice. No hace falta que te me cargues.'

Pero todo esto fue días más tarde, ya en Londres y con más angustia y en peores circunstancias. Lo que sí tenía presente mientras volaba hacia allí era que Luisa había seguido sin hablarme de sí misma hasta el último instante. El día de mi despedida, la víspera de mi marcha, tras visitar a mi padre había pasado por el hotel para cambiarme, y luego había ido a su casa para decirles adiós a los niños, y a ella de paso.

–¿Y ahora cuándo vas a volver? —me había preguntado Guillermo en tono acusatorio, y Marina se había empeñado en que me la llevara de viaje conmigo, por los aires.

–Pronto —había mentido, sin todavía saber que no mentía—. Esta vez no dejaré pasar nada de tiempo, te lo aseguro. —Y a la niña le había prometido que en el siguiente viaje sí me la llevaría conmigo hasta la isla grande, a sabiendas de que los crios pequeños apenas si guardan memoria de un día a otro, uno de sus muchos privilegios.

Aquella fue la única vez en que Luisa pareció a punto de invitarme a sentarme en el salón un rato, como si de repente hubiera caído en la cuenta de que tardaríamos en vernos de nuevo y de que al final no habíamos tenido ni una sola conversación en regla; de que no se había interesado por mi vida en Londres ni por mi trabajo ni por mis hábitos ni por mis perspectivas ni por mi estado general de ánimo ni por mis amistades ni por mis posibles amores (sobre esto último podía no haberle contestado, como había hecho ella conmigo), ni siquiera por las mujeres descuidadas o sucias o borrachas o idas —en todo caso desbragadas– que acaso goteaban sangre en mi casa o en la de Wheeler y que le habían dado pie a burlarse a gusto. Su falta de curiosidad, su falta de atención hacia mí habían sido notables durante mi no corta estancia, y de no ser por lo que yo había hecho a escondidas, por mi intromisión brutal en su vida —hasta cierto punto se la había deshecho, o había tirado abajo la que intentaba reconstruirse—, por mi consiguiente sensación de estar más que en deuda con ella, semejante indiferencia habría sido suficiente motivo para darme por ofendido y quejarme entre dientes. Pero tan abstraída estaba, probablemente tan enfrascada en su historia, que ni siquiera reparó en la extrañeza de mi buen conformar aparente y mi discreción excesiva. Ella me conocía bien, seguramente era a quien mejor conocía. Sabía que era respetuoso y que no era un pelma, que aceptaba lo que se me daba de buena gana y que no luchaba por lo que se me negaba, mi orgullo me impedía darle mucho la lata a nadie y actuaba sibilinamente para conseguir mis propósitos, entreteniéndome y esperando, lingering and delayingcuanto hiciera falta. Pero era a todas luces anómalo que no hubiera hecho algo más por verla a solas, y con tiempo. Que le hubiera cedido toda la iniciativa y me hubiera hecho tan a un lado, que hubiera dejado transcurrir los días sin hacerme más presente o visible y sin reclamar nuestro encuentro. Eso debería haberla escamado, y no fue así, sin embargo. Tenía la cabeza demasiado ocupada en otras cosas, en Custardoy a buen seguro, primero en la incomprensible ilusión que le creaba, quizá en la tensión entre su querencia y su desconfianza —a un hombre como aquel tenía que percibírselo como desaconsejable en parte, siempre—, luego en la inquietud por su inesperada y brusca marcha con explicaciones escasas, en la desazón creciente por la dilación de sus llamadas, tal vez no había dado aún señales de vida desde su desaparición, como yo le había ordenado ('Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos'), y la baldía espera de algo acaba por hacerse acuciante y por dominar todo el tiempo y ocupar todo el espacio, se aguarda el timbrazo de un momento a otro y cada momento se torna muy oprimente y muy largo, la rodilla hincada en tu pecho y plomo sobre tu alma, hasta que el agotamiento nos vence y nos da cierto respiro.

Tal vez fue eso, una tregua por cansancio, lo que le permitió mirar a su alrededor un instante y verme, acordarse de quién era yo y darse cuenta de que al día siguiente me habría ido, y de que entonces me habría dejado pasar de largo sin —por así decir– aprovecharme; de que sin embargo aquella noche yo estaba todavía a tiempo de servirle para engañar un rato al tiempo, y sacarla durante unos minutos, con mis relatos londinenses, con los comentarios o anécdotas de mi mundo ajeno al suyo, de sus obsesiones que no amainaban. Seguramente me habría escuchado tan sólo con medio oído, ni siquiera con uno entero, como quien se fija distraídamente en el murmullo de una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parece iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, al levantar uno la vista; o como quien al dormirse con un ojo abierto cree entender y se acopla al lánguido rumor del río, que habla con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños que ya comienzan, aunque se crea muy despierto; o como quien sin querer se contagia y se deja arrastrar por un tarareo insignificante que le llega desde la distancia, a través de un patio o de una plaza, o bien al entrar en un lavabo y oír a un hombre contento que canturrea al peinarse, al hacerse la raya con agua y con extremado esmero ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', y entonces no puede uno sino continuar y ponerle significado y palabras a la pegadiza canción, si se la sabe: 'For I'm a poor cowboy and I know I' ve done wrong. Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o, si se quiere, 'que he hecho mal').

Así me habría escuchado Luisa, desatentamente, si hubiéramos llegado a tener aquel rato de charla que estuvo a punto de proponerme. Yo me había despedido ya de los niños, de cada uno en su cama, los había dejado durmiéndose, más que dormidos. Había entornado ambas puertas y le había dicho a Luisa, que me esperaba en el pasillo:

–Bueno, ya me voy. Me voy mañana. —A continuación le había tocado la barbilla suavemente, para mirarle el perfil, y había añadido—: Ese ojo está casi curado. A ver si llevas más cuidado en general. —El golpe no se le notaba ya apenas, sólo había una pequeña zona que aún le amarilleaba un poco, no se daría cuenta nadie que no hubiera visto lo anterior.

–Sí, ya te vas —contestó ella. Y en su pensativo tono me pareció que a lo mejor iba a echarme vagamente de menos, ahora que se iba a quedar más con los niños y no tendría tanta distracción—. No nos hemos visto mucho, no me has contado casi nada, me has pillado en malos días, con muchos compromisos previos y mucho quehacer, cosas que ya no podía anular ni cambiar, si me hubieras avisado de tu venida con antelación...

Era una especie de disculpa, era ella quien se sentía algo en deuda, no demasiado, uno suele amoldarse al que tiene los días contados en la ciudad y no lo había hecho. Se la veía triste y ajena y como con malos presentimientos o aún peor, con una mala presciencia. Serena en su abatimiento, como quien ya ha arrojado la toalla antes de recibir los golpes, como quien ya sabe. Debía de estar convencida de que algo raro sucedía con Custardoy, o a lo mejor ella lo llamaba Esteban; de que, aunque él viajara a veces y se pasara días o semanas observando y estudiando cuadros en cualquier lugar, no era normal una partida tan intempestiva, sin haberse podido despedir ni ver, ni tanto silencio posterior. Imaginé con satisfacción que él debía de estar siguiendo mis instrucciones al pie de la letra, o quizá extremándolas: sí, era bien posible que aún no la hubiera vuelto a llamar desde su primer aviso, desde su supuesta llegada a donde le hubiera dicho que se había ido. Hasta podía haberle contado que estaba en Baltimore y no haberse movido de Madrid. A mí me daba lo mismo, con tal de que cumpliera y no apareciera nunca más.

–¿Cómo estás tú? —le pregunté—. Te noto algo alicaída, ¿te ha pasado algo en los últimos días?

–No, nada —me respondió, sacudiéndose un poco el pelo al negar—. Un pequeño chasco, no tiene importancia. Se me pasará en seguida.

–¿Puedo hacer algo al respecto? ¿Con alguien que yo conozca?

–No. No, en absoluto. Es alguien que tú no conoces, alguien reciente. Y tampoco es culpa suya, no lo ha podido evitar—. Se quedó callada un segundo y añadió—: Es curioso, cada vez habrá más gente mía que tú no conozcas, ni siquiera de oídas, y no tendrá ningún sentido que yo te hable de ella ni te la mencione. Y lo mismo me pasará a mí con la tuya. Eso no había ocurrido a lo largo de muchos años, ¿verdad?, o rara vez. Es extraño cómo en la convivencia uno se tiene al día sin especial esfuerzo ni dificultad, y cómo de pronto, o más bien es poco a poco, se lo ignora todo sobre quienes vienen después. Sobre quienes llegan a la vida de cada uno, quiero decir. Yo no sé nada de tus amistades de Londres, por ejemplo, ni de tus compañeros de trabajo con los que te tratarás a diario. Me dijiste que erais un grupo reducido, ¿verdad? Y con una chica medio española, ¿no? ¿Qué tal te va con ellos? Ni siquiera tengo del todo claro a qué os dedicáis. —Y a la vez que decía esto me señaló con el brazo hacia el salón, no como si me indicara la puerta de la calle para que me fuera ya, sino como si me sugiriera que pasáramos allí un momento antes de irme para que le contara, o acaso era tan sólo para oírme hablar. Quizá se había dado cuenta de que podía ayudarla a sobrellevar unos minutos su espera, o a levantarle del alma su plomo que no cesaba. Pensé que le preguntaría por la joven madre gitana y sus niños, eran en cierto sentido gente suya de la que yo aún había llegado a saber, en nuestra convivencia, en nuestra cotidianidad, y de la que había llegado a acordarme en el otro país.

Echamos a andar en aquella dirección, ella delante de mí. Nos disponíamos a charlar en casa, y mientras aquello durara nos parecería de lo más natural, sin la artificialidad de haber establecido una cita previa en un restaurante ni en ningún otro lugar. Pero entonces sonó su móvil, el que utilizaban otras personas y yo no, y ella se apresuró hasta el salón, casi corrió, lo tenía allí, dentro del bolso, también yo había dejado mi gabardina y mis guantes en el respaldo de un sillón, al entrar. La dejé ir, claro está, no apreté el paso, pero, puesto que íbamos juntos, tampoco me detuve ni me frené, mi discreción consistió en no pasar, en quedarme en el umbral mirando los libros de una estantería, mis libros que tal vez algún día cercano tendría que llevarme de allí, todavía no sabía adonde.

–¿Sí? —le oí decir con el ánimo súbitamente ligero, como si la voz al otro lado le hubiera despejado la melancolía (o era pesar) con tan sólo una palabra o dos. Estaba seguro de que era Custardoy, llamándola por penúltima o antepenúltima vez—. Sí. ¿Tú estás bien? —Hizo una pausa—. Sí, ya entiendo. Aunque bueno, no te creas, la estampida me tiene descolocada... ¿Y no sabes cuánto vas a tardar? Eso es un poco raro, ¿no?, que no te hayan dado plazos. —Instintivamente se alejó de mí y bajó la voz, para que yo oyera lo menos posible. Pero como tampoco quería ser grosera cerrándome la puerta o yéndose a otra habitación, su murmullo me siguió alcanzando. Perdí algunas palabras, su tono no. No hablaba mucho, era Custardoy quien llevaba la voz cantante, y la conversación fue más bien breve, como si él tuviera prisa (obedecía mis órdenes de distanciamiento y sequedad y concisión)—. Pero con esto me dejas a ciegas. Y atada, si yo no te puedo llamar —dijo Luisa un poco implorante, elevando por consiguiente la voz, para bajarla en seguida otra vez y añadir a modo de explicación—: Está Jaime aquí, ha venido a despedirse, se vuelve mañana, estaba a punto de irse ya, ¿por qué no me llamas dentro de cinco minutos? —Ahora hubo otra pausa más larga—. Pues no, no te entiendo, ¿tienes que salir ya, ahora mismísimo?... —En algunos momentos se me escapaba lo que decía, oía vocablos intermitentes y frases sueltas—. No, la verdad es que no entiendo esta situación, primero todo tan precipitado y ahora tanta dificultad. No, ya, si no, no es que nos conozcamos desde hace tanto, ni que te me sepa de arriba abajo, no pretendo tal cosa, pero esto en todo caso me es nuevo, nunca se había dado... Sí. Y suenas raro, suenas distinto. —Volvió a callar, después casi a cuchichear, luego elevó el tono para decir—: Bueno, mira, no entiendo lo que te pasa, es como si me hablara otra persona. Es como si de pronto me tuvieras miedo, y yo no te voy a agobiar. —'No es a ti a quien tiene miedo, mi amor', pensé. 'Es a mí'—. Bueno, como quieras. Tú verás, tú sabrás, yo no estoy para descifrar... —Y las últimas siete palabras, las que vinieron a continuación, las soltó con frialdad—: Bien, vale. Como tú digas. Pues adiós.

En otras circunstancias no me habría gustado nada oír aquella conversación, cómo Luisa le protestaba a otro hombre, cómo estaba en un tris de rogarle, cómo reaccionaba con dignidad ofendida a su evasividad o desinterés. Pero aquella escena en realidad la había preparado yo, casi la había configurado y dictado, como si fuera Wheeler, que sin duda dedicaba tiempo a la confección o composición de escogidos momentos, o, como si dijéramos, conducía sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes. Sólo que yo no intervenía en aquella conversación, o bien era Custardoy quien había hablado por mí, al fin y al cabo no eran sus verdaderas palabras, sino las que yo lo había inducido a decir como un Yago, o lo había obligado a pronunciar. Saber que yo estaba allí al lado, presente, debía de haberle hecho aumentar su temor, también su odio hacia mí. Eso había sido una coincidencia, pero él no la habría sentido como tal, habría creído que yo vigilaba el proceso y que estaba ojo avizor. Tanto mejor para mí.


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