Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Esto duró pocos segundos, porque en seguida se abrió la puerta —se entrevió la hierba, un campo ameno– y entraron otros tres sujetos que tras de sí la cerraron, y el que iba al frente y mandaba era Arturo Manoia. Allí estaba con sus gafas de violador o de funcionario que se subía con el pulgar constantemente aunque no se le resbalasen, vi que también lo hacía estando así, de pie y activo, ocupado, con su mirada casi invisible a causa de los grandes cristales y de la excesiva movilidad de sus ojos mates de color café con leche, como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Lo reconocí al instante, acababa de verlo durante toda una velada inolvidable y ni siquiera aparentaba menos años, sería una grabación reciente o era un hombre sin edad y que a diferencia de su mujer no cambiaba, allí estaba con su mentón invasivo, con su barbilla demasiado larga que no llegaba a convertirlo en prognato pero tal vez sí en un bazzone. Con su disposición general para la represalia. Nada más conocerlo había pensado que la ejercería a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, que sería un individuo irascible aunque con fama de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca. Pero también había pensado que las pocas veces que le aflorara debían de ser temibles, 'no para presenciarlas'. Y ahora, cuando ya me había despedido de él y lo había perdido de vista en persona, al final de la noche, inesperadamente, me tocaba asistir a una, a un ataque de ira suyo en pantalla. Lo sentí como una maldición y lo supe nada más verlo aparecer en el vídeo, con su traje y su corbata, por la puerta del cobertizo. Me preparé, me hice el propósito de no apartar la vista ni tapármela, pasara lo que pasara. Quería demostrarle a Tupra que a lo largo de su sesión ya me había endurecido, o había creado ya en mi interior el antídoto contra su veneno; o la resistencia al menos.
No se interrumpió la música cuando entraron los tres nuevos, ni siquiera se bajó el volumen, así que oí poco de lo que Manoia le decía al maniatado y todavía comprendí menos, me pareció que el acento meridional lo tenía exagerado o bien que mezclaba el dialecto con el italiano. Pero le hablaba con fiereza, con indignación, con desprecio, con su voz hiriente ahora elevada, agitando las manos y soltándole alguna torta que otra de pasada, como si formaran parte de la gesticulación tan sólo, subrayados de sus increpaciones, sopapos casi involuntarios o por él inadvertidos, eso sólo puede ocurrir cuando el abofeteado ya no vale nada y se lo ha cosificado. El otro contestaba lo que podía, él sin duda en dialecto porque no le entendía palabra, eran frases entrecortadas, abortadas por la catarata incesante y veloz de Manoia, no quise fijarme en el prisionero apenas, cuanto menos lo individualizara menos me importaría lo que acabase ocurriéndole, algo horrible iba a ocurrirle, era seguro, la situación lo pedía y además la escena figuraba en aquel DVD escogido y montado, de episodios ruborizantes o atroces sin paja, me fijé pese a todo, por la costumbre, era un hombre relleno, con boca de piñón en una cabeza grande, pelo muy corto pajizo y rizado, ojos saltones, piel curtida de pequeño hacendado que aún recorre a pie los campos, bien vestido en un estilo aldeano, no más de cuarenta años. Por fin Manoia paró la cascada —pero no la ira—, o hizo una pausa breve, y a continuación le entendí una cosa: 'Tappa-tegli la bocca', les ordenó a los secuaces, aunque sonó más bien como 'Dabbadegli la bogga', con sus consonantes sonoras donde debían ser sordas, y quizá lo entendí a posteriori por las imágenes, al ver cómo el del pistolón y el de la escopeta le metían dos paños en la boca al cautivo, uno tras otro, casi a presión, cómo cupieron, y le ponían encima una buena tira de cinta adhesiva, de oreja a oreja, sin dejarle toser libremente como necesitaba, se le enrojeció e inflamó el rostro, los ojos parecieron a punto de salírsele de las órbitas durante unos instantes, los carrillos hinchados como con flemones, los paños eran a cuadros rojos y blancos, quizá servilletas de una trattoria, por encima de la cinta asomaban puntas y por debajo, qué habría hecho tan garrafal o tan grave, delatar como Del Real, traicionar, acobardarse, fallar, huir, quedarse dormido, no parecía un mero enemigo, podía serlo, tal vez alguien había muerto por culpa suya, un agente del Sismi a quien aún no tocaba, si Manoia era del Sismi. Este se sacó entonces algún objeto del bolsillo de la chaqueta, no pude verlo, era corto, una navajita, una cucharilla, una lima puntiaguda y metálica, un lápiz. 'Adesso vedrai’le dijo, 'Ahora verás', eso sí sonó claro pese a la canción que continuaba. La cabeza del hombre sentado le quedaba a la altura del pecho, de los brazos. Se aproximó más a él, sólo precisó un par de pasos, y con lo que quisiera que llevara en la mano efectuó dos movimientos rápidos sobre su cara, el ademán era de dentista antiguo que se dispone a arrancar una muela por las bravas, uno y dos, y se los arrancó, ya lo creo, de cuajo, no las muelas, se los hizo saltar como quien saca con el cuchillo de postre los huesos de dos melocotones partidos, o pepitas de una sandía, o unas nueces de sus cáscaras por fin abiertas tras el forcejeo, y yo hube de cerrarlos pese a mi propósito, qué remedio le queda a uno, procuré no tapármelos con la mano para que a Tupra le cupiera la duda de si los aguantaba abiertos, mientras Zappulla cantaba y yo captaba tan sólo un vocablo suelto de vez en cuando, ‘sfortúnate', 'mangiare', 'cerco', soffro', 'senza capire’, ‘'malate’, 'desdichadas', 'comer', 'busco', 'sufro', 'sin entender', 'enfermas', insuficientes para adquirir sentido aunque uno siempre puede dárselo a todo, desdichadas las cuencas de mis ojos vacías, me obligan a comer servilletas o paños, busco salvarme y sufro mutilaciones, sin entender la crueldad de estas bestias enfermas... 'E quando son le feste di Natale', eso no ayudaba en modo alguno pese a ser lo más largo que captaba mi oído, porque oír seguía oyendo, y también los inhumanos bufidos de incredulidad y desesperación y dolor, que no gritos, no podía haberlos con los incrustados paños a cuadros, y en cambio ya no veía, algo era algo, aunque intentara hacerle creer lo contrario a Reresby y quizá lo lograra.
Y en resumen, tuve miedo ('Ojalá pudiera olvidar lo que he sido o no recordar lo que debo ser ahora'). Miedo de Manoia y miedo de Tupra y también vagamente de mí mismo, que me mezclaba con ellos ('Sí, ojalá pudiera no recordarlo, lo que debo ser ahora'). Tupra detuvo la imagen, la congeló con el mando, ya me había inoculado hasta la última gota de su veneno y además por los ojos, como dicta la etimología. Supe que la había parado porque dejé de oír sonido. Los abrí, me atreví a mirar, por suerte el momento helado era uno en que la espalda de Manoia tapaba la cara del hombre ya ciego.
–Has visto bastante —dijo Tupra—, aunque la escena aún no termina: nuestro amigo insulta algo más a su víctima y a continuación la degüella, te ahorraré ver eso, es mucha sangre. Así que él podía haberse ahorrado a su vez lo que has visto, ¿por qué añadiría ese sufrimiento previo a quien iba a matar de todas formas, a los pocos segundos? —Esto lo dijo sinceramente intrigado y como deplorándolo, y como si a ese porqué le hubiera dado ya muchas vueltas sin jamás penetrarlo—. No lo comprendo, ¿y tú? Jack, ¿lo comprendes? Jack.
Me había quedado callado, durante unos momentos no quería articular palabra porque temía que si hablaba me desmoronaría yse me quebraría la voz, y hasta llorar podía, y eso no debía suceder bajo ningún concepto, me lo tenía prohibido allí y entonces. Apreté las mandíbulas, las seguí apretando, y al cabo me sentí con aplomo para contestarle con lo que quiso ser una imitación de sarcasmo:
–Habérselo preguntado. Has perdido tu oportunidad. Has tenido toda la noche para averiguarlo. —Me pareció que eso lo desconcertaba un poco, no debía de esperarse esta salida. Añadí—: Quizá aún no lo sabía, cuando le hizo lo otro, que iba a matarlo. Quizá no lo había decidido. A veces la furia no se va con el primer castigo, y hay que ir más allá para satisfacerla. Quizá ya no le quedaba sino matarlo. Hay a quienes ni siquiera eso les basta, e intentan matar dos veces, matar al muerto inútilmente. Mutilan el cadáver o profanan la tumba, y lamentan haber matado por no poder volver a hacerlo. Sucedió mucho en nuestra Guerra Civil. Sucede ahora con ETA, a la que una vez no satisface. —Y luego insistí en lo primero—: Pero a mí qué me cuentas, es amigo tuyo, habérselo preguntado.
Tupra encendió un cigarrillo nuevo, oí el sonido del mechero, todavía no lo miraba. Paró el DVD del todo, se levantó, sacó el disco, se quedó en pie ante mí, sosteniéndolo delicadamente entre los dedos, dijo:
–Oh no, Manoia no sabe que tengo esta grabación, no tiene ni idea. Bueno, supondrá que algo tengo relativo a él, pero no sabe qué. Ni se le ocurrirá que sea esto. En todo caso, ya ves, es probable que le haya salvado la vida a ese imbécil, a ese Garza. En vez de enfadarte conmigo, deberías dar gracias de que yo me haya encargado de su castigo, por seguir con tu palabra. No se habría ido sin uno, eso es seguro.
Hacía rato que sabía por dónde iba, 'Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía; maté a uno para que no mataran a diez, a diez para que no cayeran cien, a cien para salvar a mil ’, y así hasta el infinito, la vieja excusa que tantos llevarían siglos preparando y elaborando en sus sepulturas cristianas y no cristianas, a la espera del Juicio que no llegaba, cuantos aún creían en ese Juicio en la hora de su partida, casi todos los asesinos de la larga historia, y los instigadores. Pero yo no quería hacerle ahora reproches, sino mantenerme entero, no lo estaba, cuánto no habría dado por mostrarme indiferente. Probé con una pregunta verdadera, es decir, con una que le querría haber hecho de todas formas, también cuando estuviera entero.
–Si él supone que tienes algo y además tienes nada menos que esto, ¿cómo es que te he visto con pies de plomo durante toda la velada? Parecía que quisieras agradarle tú a él, no exigirle. Por lo que me has explicado, estas grabaciones os sirven sobre todo para conseguir concesiones sin problemas ni resistencias y hacer chantajes, pero he tenido la impresión de que no te resultaba fácil convencerlo de lo que quisiera que fuese, o sacarle lo que intentaras sacarle.
Tupra me miró entre levemente divertido y levemente irritado. Yo aún no me había movido del pouf, así que me miró desde arriba.
–¿Quién te ha dicho que él no tiene otra grabación de nosotros? La ventaja puede perderse, quedar anulada en esos casos. —Dijo 'de nosotros', no 'de mí', pensé que podía ser de Rendel o de Mulryan, aunque a éste lo veía muy cauto, era incapaz de imaginar a Pérez Nuix comportándose como Manoia en aquel establo. O de Tupra, por supuesto, o de alguien por encima de todos ellos o de todos nosotros, yo también ya era 'nosotros', O un vídeo comprometedor de otra índole, no equivalente, no equiparable, no tan atroz, ojalá no lo fuera. Lo que había visto en el de Sicilia era repugnante, también en los de Ciudad Juárez y otros sitios, se me haría imposible olvidarlo, o lo que habría sido más deseable, borrarlo: como si jamás hubiera existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, ni pasado ante mis ojos.
–Eso era en Sicilia, ¿no? —le pregunté entonces; empleé un tono técnico, es el que más ayuda cuando uno está a punto de derrumbarse.
–Muy bien, Jack, siempre mejorando —contestó él, e hizo amago de aplaudirme, no pudo con el disco entre unos dedos y el cigarrillo entre otros—. ¿Qué te lo ha dicho, la canción, la lengua o las dos cosas?
–Las tres. También el tipo con la lupara. No tiene mérito. —Supuse que conocería el término, aunque no supiera italiano. Me equivoqué, me extrañó.
–¿La qué?
–La lupara. —Y se lo deletreé en inglés—. Así llaman allí a la escopeta de dos cañones.
–Vaya, sí que sabes. —Quizá SÍ le estaba molestando que lograra aparentar entereza; tras tanto taparme la vista, debía de haber estado seguro de que me vendría del todo abajo, al ver al hombre con quien había compartido cena y copas, cuya mano había estrechado, con cuya mujer había bailado, sacándole los ojos a alguien. Y claro que me había hundido, me sentía tembloroso por dentro y quería de una vez largarme, pero no le tocaba a Tupra contemplarlo, aquella noche ya me había atormentado bastante y no estaba dispuesto a darle más gusto. Flavia no tendría ni idea de la faceta cruel de su marido, es asombroso cómo los rostros más queridos no los conocemos hoy, ni ayer, y mañana ya no digamos.
–Lo que me gustaría saber es cómo había allí una cámara, en lo que imagino una vaqueriza remota, perdida en medio del campo, ¿no es muy raro? —Intenté mantener el tono técnico, no me iba mal con él, en mi esfuerzo por sobreponerme.
Tupra volvió a mirarme desde lo alto, ahora más divertido que irritado.
–Sí, habría sido muy raro, Jack, si el tipo con la lupara, mira cómo aprendo de ti —sonó como si hubiera dicho en inglés 'looparrah', no tenía muy buen oído—, no la hubiera puesto y escondido allí previamente. Podría haber terminado como el de la silla, si lo hubieran descubierto.
Lo que pregunté a continuación me traía en realidad sin cuidado; lo hice sólo para apuntalarme, a la espera de poder irme, en el mismo tono siempre.
–¿No me dirás que es inglés, con esa pinta? No me dirás que es un agente nuestro. —Estuve a punto de decir ‘vuestro', pero me corregí o cambié a tiempo, acaso irónicamente, acaso por vaga conveniencia mía.
La respuesta era obvia, 'Para qué está el dinero', o 'Para qué están los contactos', o 'Para qué los chantajes', pero Tupra quiso hacerse el interesante a última hora. La verdad era que se lo había hecho intermitentemente a lo largo de la noche entera.
–Eso es mucho querer saber, Jack. —Se apartó de mí, volvió al cajón del que había sacado el disco, lo guardó cuidadosamente, cerró el cajón con llave, el de sus tesoros. Y entonces volvió a preguntármelo, desde el otro lado de la mesa, en penumbra. Dijo con su boca grande, con su boca mullida y carnosa, sobrada de extensión y carente de consistencia, a la vez que echaba humo—: Te lo habrás pensado ya bien todo este rato, contéstame ahora a lo que te pregunté en el coche. Ahora has visto cosas que no habías visto ni volverás a ver, eso espero. Dime ahora: ¿por qué no se puede ir por ahí pegando, matando? Según tú. Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede.
Ninguna de las contestaciones clásicas me valía ante él, lo había sabido desde el primer momento. No había creído que Reresby volviera a ello, no sé por qué no, él nunca perdía el hilo ni olvidaba lo que estaba pendiente ni soltaba a su presa si no quería, al igual que yo, al igual que Wheeler. Miré a mi alrededor estúpidamente, como si en las paredes fuera a encontrar respuesta, la habitación medio en sombras, con las luces bajas. Me fijé unos instantes en la única imagen, quizá para descansar de las otras, de las de la televisión maldita y de la viva de Tupra: el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes curvados y con su Military Cross, la condecoración así llamada, el pelo con pico de viuda, las cejas espesas y la mirada elegiaca, como seguramente era la mía, y era esa mirada doliente en la que vi reflejado mi abatimiento lo que me delataría ante Tupra, pese a mi tono impostado. Distinguí a duras penas la firma del dibujo, 'E Kennington. 17', decía, ese nombre lo había yo oído en boca de Wheeler al hablarme de la campaña de la careless talk, 1917, en plena Primera Guerra, la que él y mi padre habían alcanzado a vivir de niños, parecía increíble que no se hubieran borrado aún del mundo, que no estuvieran ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido como sí lo estaría el oficial del retrato a menos que Tupra conociera su identidad, en aquella contienda se había matado quizá peor que en ninguna otra, quiero decir de peor manera, con técnicas perfeccionadas pero también cuerpo a cuerpo y con bayoneta, y los que habían caído en los frentes eran incontables, o no se atrevió nadie a contarlos. Intenté una maniobra mínima de diversión, intenté ganar tiempo:
–¿Quién es ese militar de ahí? —Y señalé el dibujo.
Lo que dijo Reresby fue contradictorio, como si sólo quisiera quitarse la pregunta de encima:
–No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara. —Pero insistió en seguida—: Dime por qué no se puede.
No sabía qué contestar, aún estaba muy tocado, aún estaba consternado y conmocionado. Me salió una frase, sin embargo, casi sin querer, desde luego sin pensarla, como para no quedarme mudo:
–Porque no podría vivir nadie.
No pude comprobar su efecto ni si había alguno, me quedé sin saber si se habría o no reído, si se habría burlado, si me la habría rebatido o la habría dejado caer con desdén sin recogerla siquiera, porque entonces oí la voz de la mujer a mi espalda, nada más yo pronunciarla:
–Bertie, con quién estás, y qué haces, no me dejas dormir, sabes qué hora es, ¿no te acuestas?
Era un tono doméstico. Me volví. La mujer había encendido la luz del pasillo y su figura en sombra se recortaba a contraluz, en el umbral, había abierto la puerta y no se le veía la cara. Llevaba una bata transparente hasta los pies, de gasa o algo parecido, con cinturón o ceñida por la cintura y el resto era ligero vuelo, esa impresión daba, su silueta se aparecía nítida y como desnuda a través de la gasa, aunque posiblemente no lo estaba, si había oído mi voz, o voces; calzaba zapatillas de tacón alto y fino, como si fuera una modelo antigua de lencería o de camisones y saltos de cama, una pin-up girl delos años cincuenta o de los primeros sesenta, una mujer de mi infancia. Parecía una imagen de calendario. Olía bien, con un olor sexuado que desde la puerta penetró en el cuarto, creando la ilusión de disipar sus horrores. No tenía una figura de clepsidra ni de botella de Coca-Cola, pero casi, se le perfilaba perfecta y atractivamente contra la luz fuerte a su espalda; era alta y de piernas largas, un tobogán por el que deslizarse, luego cabía que fuera su exmujer, Beryl, que tanto había encendido y alterado a De la Garza. Me acordé de él, quizá estaba todavía tirado en el suelo del cuarto de baño de los minusválidos, ya no tan limpio, malherido y sin poder moverse. Me entró mala conciencia, pero no sería yo, aquella noche, quien fuera a buscarlo y a comprobarlo, me sentía estragado y rendido. Ya me interesaría por él otro día en la Embajada, seguro que antes o después alguien lo recogería y llamaría a una ambulancia. Los Manoia, en cambio, haría rato que dormirían en sus camas del Hotel Ritz, plácidamente y reconciliados, y Flavia estaría satisfecha y contenta de haber obtenido un triunfo nocturno y haber provocado un incidente, aunque también se habría preguntado, al cerrar los ojos: 'Esta noche todavía sí, pero, ¿y mañana? Seré una jornada más vieja'. Fuera quien fuese la mujer del umbral, su aparición me obligaba a marcharme, o por fin me lo permitía. No me pareció que Tupra estuviera por presentármela.
–Un poco de trabajo tardío con un colega. En seguida voy, querida —le dijo desde detrás de la mesa. De hecho la llamó 'my dear', 'querida mía'.
'Así que a él sí lo esperaba alguien y no vive solo, o al menos no le falta compañía querida algunas noches', pensé poniéndome en pie. 'Así que tiene un punto flaco, una persona a su lado. Y le gusta el viejo estilo, que no es precisamente lo que él llama el estilo del mundo. Quizá ése estaba en la pantalla, y en el lavabo de los tullidos, y con él acaba de envenenarme.'
VI Sombra
No me di prisa, I did linger and delayo sí esperé y me entretuve, ydejé transcurrir unos dos meses hasta que se presentó aquel 'otro día' en que me decidí a interesarme personalmente por De la Garza, en la Embajada. No es que no me preocupara su suerte, pensaba a menudo en ella con intranquilidad ypesadumbre, yen las jornadas siguientes a aquella noche desagradable y larga estuve atento a los periódicos londinenses por ver si traían alguna noticia al respecto, pero ninguno se hizo eco del incidente, sin duda Rafita ni siquiera había denunciado la agresión ante la policía. La intimidación de Tupra, o la mía al traducir sus palabras con sus instrucciones precisas, había surtido efecto a buen seguro. También compré El Paísy el Abca diario (éste por estar más pendiente que otros de las vicisitudes de los diplomáticos, como de las de los obispos), pero tampoco apareció nada en ellos durante los primeros días. Sólo al cabo de unos diez, en un reportaje sobre la inseguridad comparada de las capitales europeas, el corresponsal de El Paísen Londres mencionaba de pasada en su informe: 'Entre la colonia española cundió cierta alarma cuando se supo, hace unas semanas, que un empleado de la Embajada había sido hospitalizado a consecuencia de la paliza que unos desconocidos le habían propinado una noche, sin aparente motivo y en plena calle, según su versión inicial. Más tarde confesó que la brutal agresión (numerosos hematomas y varias costillas rotas) había tenido lugar en una discoteca de moda y que había sido producto de una reyerta, lo cual tranquilizó los ánimos, al permitir entenderlo como un hecho meramente casual, aislado e incluso tal vez merecido, o por lo menos personalizado'.
A De la Garza le habría sido imposible ocultar su estado a sus superiores y compañeros y habría tenido que justificar su baja, así que habría contado eso, quizá que unos tipos rudos lo provocaron, o que salió en defensa de una dama (a los ofensores de damas les gusta pasar por lo contrario: aún recordaba su frase 'Las mujeres son todas putas, y las más guapas las españolas'), o que alguien había insultado a España y a él no le quedó más remedio que ponerse bravo y fajarse, me dio curiosidad saber qué fantasía habría inventado para salir algo airoso del episodio (airoso según su criterio y en el relato tan sólo, era evidente que lo habían tundido): 'A mí me dejaron mullido, sí, pero no sabéis la somanta de hostias que se llevaron ellos, los clapé de lo lindo', se habría pavoneado, siempre mezclando lo zafio y lo rancio, como tantos de nuestros escritores pasados y presentes, qué plaga. Sólo la antipatía que se le profesaría en su entorno podía explicar lo de 'tal vez merecido', era un tanto impropio, seguramente al corresponsal le habría caído una reprimenda, por opinatorio. Me divirtió imaginarme como un tipo camorrista y rudo, y al menos me enteré de que Tupra había acertado, le había diagnosticado allí mismo, en el lavabo, dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro, quizá era de los que calculaban el efecto de cada golpe y de cada corte, según el lugar escogido y la fuerza con que los dieran, como cirujanos o matarifes, quizá tenía experiencia y había aprendido a medir la intensidad y la hondura y nunca se le iba la mano, sabía exactamente cuánto daño infligía y procuraba no excederse, si eso no entraba en sus planes. Con él más valdría no pelearse, quiero decir físicamente.
Así que lo dejé correr un tiempo, prefería llamar a De la Garza o ir a verlo cuando estuviera más recuperado y se le hubieran aplacado un poco el rencor y el susto; y el miedo, lo más profundo. Por lo que supe nos había obedecido, a Tupra y a mí, nos había hecho caso: ni siquiera le había ido con el cuento a Wheeler, ni a su influyente padre de ya menguante influencia, Don Pablo. A aquél hacía bastante que yo no lo visitaba, pero seguía hablando con él por teléfono cada diez o quince días, conversaciones encantadoras y estimulantes, como casi siempre, pero más bien rutinarias. Una vez le mencioné despreocupadamente a Rafita y me atajó en seguida: 'Oh, ¿no te has enterado de lo que le sucedió? Algo terrible, le dieron una paliza en toda regla y todavía está en el hospital, creo. No lo sé por él directamente, aún no está para hablar con nadie, sino por gente de la Embajada y por su padre, que vino a Londres para acompañarlo y cuidarlo en los primeros días, estuvo con él todo el tiempo, ni siquiera pudo desplazarse a Oxford, y como yo ya no me muevo, ni pudimos vernos'. 'Vaya por Dios, ¿y cómo fue eso?', le pregunté hipócritamente. 'No lo sé bien', me respondió. 'Debía de estar borracho y al parecer se ha desdicho de sus explicaciones un par de veces, se ha contradicho, lo mismo ni él lo sabe a ciencia cierta, o no lo recuerda por los vapores, ya viste cómo le daba a la frasca, en seguida hizo amistad con Lord Rymer aquí en casa, ¿te acuerdas? Se pasaría de impertinente, supongo, con ese léxico grosero y para mí incomprensible que le da por emplear a veces, por lo visto fueron compatriotas suyos, es decir, vuestros, quienes le zurraron la badana en el cuarto de baño de una discoteca, como si hubieran quedado allí para pegarse, suena a cosa de colegiales, ya le cuadra. Pero lo cierto es que lo machacaron, eso no fue cosa de niños, le rompieron varios huesos fundamentales. En el lavabo de los discapacitados, por cierto: todo un augurio.' Wheeler no podía evitar verle un lado cómico a casi todo, así que añadió con malicia leve (me imaginé fácilmente la sonrisa ocular en su rostro): 'Ahora creo que es pura escayola. Algunos enfermos lo atisban desde el pasillo y lo confunden con la Momia'. Y ya siguió con otro asunto, relativo a la peculiar expresión que había intercalado en español, obviamente: '¿Aún decís eso, "zurrar la badana", o resulta muy anticuado? A propósito, nunca he sabido qué significaba "badana", ¿tú tienes idea?'. Me di cuenta de que no tenía ni zorra, una vergüenza semejante a la que me hacían pasar mis alumnos oxonienses tantos años atrás, cuando me veía obligado a mentirles en clase ante sus preguntas malintencionadas y a improvisar etimologías descabelladas y falsas de las que tomaban nota seriamente. 'El español es una lengua, mucho más que el inglés y que otras, en la que con frecuencia ignoráis lo que estáis diciendo', continuó Sir Peter, 'y sin embargo lo decís todo con gran ufanía y desparpajo: ¿qué diablos significa "joder la marrana", por ejemplo? Quiero decir literalmente. ¿O "a pie juntillas" (hay autores ignorantes que escriben "a pies juntillas", lo he observado, y no sé ahora, pero antes no estaba admitido)? ¿O "a pie enjuto", o "a dos velas", o "caérsele los anillos"? Los anillos nunca se caen, al contrario, cuesta quitárselos. ¿Y por qué llamáis "manzanas" a los bloques de edificios entre calles? Al parecer nadie lo sabe, se lo he preguntado hasta a miembros de la Real Academia Española y todos se encogen de hombros sin preocuparse ni avergonzarse. Hmm, "manzanas", ¿no es absurdo? No hay ninguna semejanza con la fruta, ni siquiera a vista de pájaro... ¿Y por qué hacéis ese gesto raro que equivale precisamente a "a dos velas"? Os lleváis dos dedos a las fosas nasales y los bajáis hasta el labio superior, es muy extraño, no veo la relación con nada. Habláis mucho con ademanes y gestos y la mayoría no tienen sentido, son poco transparentes, a menudo incoherentes con su significado, como ese de apoyar los dedos tiesos sobre la palma vertical de la otra mano, ¿sabes cuál digo?, te lo haría si me estuvieras viendo, no te veo ya nunca, vienes poco, ¿Tupra te explota o es que tienes novia?, creo que con él se indica "Corta, no sigas", ¿o es quizá "Vamonos"...?'
Wheeler era incansable con las cuestiones lingüísticas y los modismos, se detenía y demoraba en ellos y se olvidaba del resto momentáneamente, y yo, como supe desde que por primera vez di clases de traducción y de español allí en Oxford, tenía un profundo desconocimiento de mi lengua, algo por lo demás no muy grave, que comparten conmigo casi todos mis compatriotas y andan tan frescos. Empezaba a pensar que a veces se le iba un poco la cabeza como se le iba el habla. No de la misma manera, no es que se quedara en blanco, en absoluto, y tampoco que desvariara o se hiciera líos, sino que divagaba algo más de la cuenta y no escuchaba con las mismas alacridad y atención con que lo había hecho siempre, como si lo exterior le interesara menos y lo interior le ganara terreno, sus disquisiciones, sus cavilaciones, su pensamiento insistente como suele serlo el de los viejos, tal vez sus recuerdos aunque éstos no fuera muy propicio a contarlos ni a compartirlos, pero quizá sí a rememorarlos mentalmente, a ordenarlos, a desplegarlos ante sí mismo y explicárselos y sopesarlos, o acaso era sólo a colocarlos bien rectos y a contemplarlos, como quien da unos pasos atrás y mira su biblioteca o sus cuadros o sus alineados soldaditos de plomo si los colecciona, lo que se ha acumulado y dispuesto a lo largo de una vida entera, seguramente sin más propósito que ése —y ese se encuentra—, el de retroceder y mirarlos.
Esa especie de locuaz ensimismamiento que le notaba por teléfono me hacía temer en ocasiones que no me restara ya demasiado tiempo para preguntarle cuanto quería preguntarle siempre e iba aplazando por discreción, por respeto, por mi aversión a sonsacar a las personas y desvalijarlas de lo que se reservan o guardan, a resultar excesivamente curioso o aun impertinente, por mi natural tendencia a esperar que la gente me diga sólo lo que desee plenamente decirme y no lo que esté tentada a contarme por el hilo o enredo de la conversación o por el halago o la vehemencia —la tentación de contar es tan fuerte como pasajera, y es fácil que desaparezca en cuanto se la ha resistido o bien se ha cedido a ella, sólo que en este último caso ya no hay remedio sino sólo arrepentimiento o, como dicen los italianos, rimpianto, lamento rumiado para nuestros adentros—. Y lo cierto es que quería preguntarle cosas antes de que fuera muy dificultoso o imposible, quería saber de su paso por la Guerra Civil, que tanto había marcado a mis padres, aunque hubiera sido anecdótico y breve, ignorado por mí hasta hacía poco; de sus andanzas con el MI6, de sus encargos especiales en el Caribe, el África Occidental yel Sudeste Asiático entre 1942 y 1946, según rezaba el Who's Who, en La Habana y en Kingston y en otros sitios desconocidos, aunque tuviera aún prohibido revelarlas al cabo de sesenta años y sin duda de los que le quedaran de vida, se llevaría el relato a la tumba si yo no se lo arrancaba, aquel Teniente Coronel Provisional Peter Wheeler, nacido en las antípodas Rylands; de su callada relación con su hermano Toby, a quien yo había conocido primero y admirado y llorado, sin tener ni idea del parentesco; también de su actividad con el grupo para el que en su creación no hubo nombre ni debía haberlo ahora, ni 'intérpretes de personas' ni 'traductores de vidas' ni 'anticipadores de historias', había criticado a Tupra por emplear en privado tales términos: 'Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta', había dicho, 'acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide'; y era verdad, yo ya no podría olvidarlos porque formaba parte de aquel grupo y eran esos los que había oído, o de sus degradados herederos contemporáneos; y también quería saber de la muerte de su mujer Val o Valerie, tan joven, aunque él prefiriera dejar eso siempre para otro día y además pensara en el fondo que nunca debía contarse nada.