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Veneno Y Sombra Y Adiós
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Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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No supe por qué preguntarle antes, si por mi estudio o por Valerie, su mujer a la que ya había mencionado otra vez, aquel domingo le rondaba la lengua. Pensé que si mostraba demasiada curiosidad por su suerte, él podría retraerse y contestarme de nuevo: 'Eso... Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente'. Era posible que ya no hubiera otro día. Más valía que aquel relato llegara solo, si llegaba.

–A mí me han estudiado —repetí—. He visto un informe sobre mí en un viejo fichero de la oficina. ¿Quién lo escribió? ¿Fue usted mismo?

–Oh no, no fui yo, yo no he escrito nunca informes, los he dado de viva voz solamente, ya sabes, limitándome a lo esencial, por encima; lo otro, qué burocrático, qué aburrimiento. No, debió de ser Toby, durante la época en que enseñaste en Oxford. Él fue quien te descubrió, si me permites la expresión. El primero que habló de ti, a mí y me imagino que a otros. El que descubrió tus buenas dotes, creo que ya te lo dije, hace ¿qué, quince años? ¿Veinte? No, no serán tantos.

No me pareció muy verosímil. Podía ser, pero en ese caso, ¿quiénes eran el 'tú' y el 'ella' a que aquel informe aludía? '... Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe*, decía. 'De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno.,.' Tal vez 'tu' era Cromer-Blake, mi otro amigo oxoniense de aquella etapa y que también lo era mucho de Rylands; y entonces 'ella' tenía que ser Clare Bayes, mi antigua amante de juventud a la que no había vuelto a ver nunca. Pero eso significaría que Cromer-Blake había pertenecido también al grupo, y no le pegaba nada; aunque quién sabía, en Oxford disimula tanto todo el mundo... En aquello no creí a Wheeler. Supuse que no quería decírmelo, quién había hablado de mí por escrito, y era fácil atribuírselo a un muerto. O confesarme que había sido él, seguramente. El pudor lo acechaba siempre, hasta cuando lo perdía un poco, como aquel domingo.

–¿Qué pasó con su mujer, qué pasó con Valerie? —Y de nuevo tuve una sensación de abuso en los labios, de profanación al pronunciar su nombre.

Ahora se llevó la mano a la frente, la que había tenido en la mejilla y en el mentón previamente, con la otra sostenía el bastón, lo empuñaba más bien con fuerza. Entornó los ojos como hacemos los miopes para ver mejor a distancia, y ya no los dirigió hacia mí, sino más allá, hacia algún punto del jardín o del río, por los ventanales.

–No calculamos bien, o ni siquiera se me ocurrió hacer el cálculo. De haberse creado el grupo antes, de haber tenido la idea quien quiera que la tuviera unos meses antes (Vivian, Menzies, Cowgill o Crossman, o puede que fuera el propio Delmer, o hasta el mismísimo Churchill), quizá no se le habría permitido ir tan lejos. Yo no la habría dejado al menos, supongo. Ellos sí: no se paraban en barras. —Y esto lo dijo en español, pararse en barras—. Pero yo no estuve aquí mucho durante la Guerra, con mis 'encargos especiales'; venía sólo de vez en cuando y brevemente, así que a lo mejor no habría podido impedirlo de todas formas. —Se detuvo. Debió de pensar que ya había empezado. Que aun así podía pararse. Creo que decidió no plantearse el dilema, y sencillamente siguió adelante—. Valerie, como casi todo el mundo entonces, quería colaborar, ayudar en lo que fuera. Hablaba muy bien el alemán, como te he dicho, porque había pasado muchos veranos de su infancia y adolescencia con una familia austriaca que tenía vieja amistad con sus padres, y la hija pequeña de aquel matrimonio era de su edad más o menos; luego había otras tres mayores, la primogénita le llevaba unos diez años. Ella iba a Melk en verano, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, donde está la famosa abadía benedictina, ya sabes, el monasterio barroco... —Vio que yo no reaccionaba, así que agregó, como en un paréntesis—: (da lo mismo, no lo conoces)... y la chica de su edad pasaba la Navidad con ella en Inglaterra. Al estallar la Guerra, Valerie pensó en ofrecerse como infiltrada, en ser destinada a Alemania. Pero sabía que no era muy valerosa, que habría flaqueado fácilmente y habría sido descubierta en seguida. Tenía muy buena voluntad y era inteligente, pero le faltaba carácter para una actividad así. Le faltaban aplomo y capacidad de fingimiento, sin duda capacidad de engaño. Nunca habría sido una buena espía. En contra de lo que se cree a veces, la mayoría de la gente no sabe, no puede hacer eso. Además era muy joven, diecinueve años cuando empezó la Guerra, yo le llevaba siete y ahora ya le llevo tantos, no debería seguir aumentándolos. —Se miró la mano con resignación como si lo constatara en ella, venosa, arrugada, con manchas—. Se dedicó a labores de traducción e interpretación para el Foreign Office, hasta que en agosto de 1941 toda la propaganda, la blanca y la negra, pasó a ser competencia del PWE y éste reclutó todo el personal que pudo con conocimientos altos de alemán. El Political Warfare Executive —me explicó por fin, y yo traduje al instante para mis adentros, aproximativamente: 'El Ejecutivo de la Guerra Política', pensé; 'o el Ejecutivo Político de la Guerra; o quizá sería más adecuado "del Guerrear"—. Me pareció bien para ella. Lo bastante seguro. Yo no quería que corriera riesgos, quiero decir excesivos, que estuviera muy expuesta, porque obviamente todo el mundo los corría, en el frente como en la retaguardia, tú sabes eso. El PWE fue un departamento secreto y temporal, duró sólo lo que duró la Guerra y empezó a desmantelarse nada más firmarse la rendición incondicional alemana, el 7 de mayo del 45. Ni siquiera su nombre o sus siglas fueron del dominio público hasta mucho después. Mucha de la gente que trabajaba en él ignoraba, de hecho, que trabajaba en él, y creía prestar servicio en el PID del Foreign Office, el Political Intelligence Department, en principio una pequeña sección no secreta del Ministerio. Los que se ocupaban de la propaganda blanca (las emisiones de la BBC para Alemania y la Europa ocupada, por ejemplo, o los panfletos que arrojaba la RAF en sus incursiones, con pie de imprenta del Gobierno de Su Majestad y todo) solían desconocer absolutamente que también existía la propaganda negra, incluso la gris, y que la llevaban a cabo compañeros suyos, en divisiones aparte y en el mayor secreto. La enorme ventaja de la negra era que nunca se admitía su origen británico, y por supuesto se negaba nuestra autoría cuando hacía falta. Y que como consecuencia de ello, claro está, se operaba con las manos libres, sin apenas límites. Ten en cuenta que oficialmente nosotros no hacíamos ciertas cosas, aunque las hiciéramos bajo cuerda. Nunca las reconocimos, entre otros motivos porque muy pocos sabían que en realidad sí se hacían. Cuando Richard Crossman habló del PWE en los años setenta, en un artículo de prensa relacionado con el caso Watergate que entonces trajo cola (recuerdo que intervinieron Lord Ritchie-Calder y otros), admitió que aquí hubo durante la Guerra lo que él llamó 'un Gobierno interno', con unas normas y códigos completamente distintos de los del Gobierno público y visible, y añadió que eso era un aparato necesario en la guerra total. Crossman fue uno de los hombres importantes del PWE, aunque no tanto como Sefton Delmer, que era un genio y quien creó un nuevo concepto de la guerra psicológica meramente destructiva. Crossman había llegado a ser Ministro del Gabinete con Harold Wilson, en los años sesenta, así que su voz era respetada y no se lo podía contradecir así como así...

Wheeler se paró. Pensé que se habría cansado de nuevo o que tendría la boca seca de tanto hablar. Era increíble lo fluida que conservaba la palabra cuando no se atascaba, aunque fuera con aquella locuacidad ensimismada en la que posiblemente había vuelto a caer. Me pregunté cuándo regresaríamos a la joven Valerie, ya siempre joven y cada día más pequeña que él. Le pregunté si le apetecía beber, me dijo que agua y que me sirviera yo lo que quisiera, que se lo pidiera todo a la señora Berry, se disculpó por no haberme ofrecido nada hasta entonces. Le contesté que iría a la cocina yo mismo, prefería no molestarla. Le traje su agua y, tras abrir una cerveza fría para mí, aproveché para satisfacer una curiosidad menor:

–¿A la propaganda negra se la llamó también 'el juego negro'? ¿Son lo mismo? Antes utilizó usted esa expresión.

–Sí —respondió—. Bueno, no sólo a la propaganda. A todas las operaciones negras. No sé si fue también Crossman o Delmer quien la inventó, esa expresión. Según ellos, los americanos, que nos copiaron en parte la subversión y desde entonces les ha encantado aplicarla (con cierta patosidad, eso sí), no aprendieron nunca a ejercerla como nosotros, como un juego dentro de la gravedad. Ni, lo que es peor, a renunciar a ella en tiempos de paz. Hubo un libro de hace veinte o veinticinco años que se titulaba así, The Black Game. Yo lo leí, de un tal Howe.

–¿Sabe si se la llamó también 'el juego húmedo'? – 'The wetgame'fue lo que dije, ahora estaba casi seguro de que era 'wet gamblers' lo que había salido de los labios de Pérez Nuix la noche de su visita sin avisar.

–Lo he oído menos, pero puede que sí. Tal vez porque las operaciones negras a menudo traían derramamiento de sangre. Las blancas, en cambio, rara vez; eran secas. ¿Pero dónde estábamos? —añadió con un poco de irritación—. ¿Por qué te estoy contando esto? Ay Dios, se me ha vuelto a olvidar. —En inglés dijo 'Oh dear me'que no tiene equivalente exacto en español, pero en realidad a Dios no lo mencionó. Quizá su memoria ya no abarcaba tanto, desde el principio de una historia hasta su final. Quizá sólo en eso se le notaba su decadencia reciente. Perdía de vista el hilo inicial, aunque también lo recuperaba con un leve empujón.

–Me hablaba usted de su mujer —se lo di, lo ayudé—. De lo que hizo durante la Guerra.

–Ah sí, iba a contarte la muerte de Valerie, ya que la quieres saber, no es la primera vez que me preguntas —contestó—. Pero es importante que sepas lo que era el PWE y cómo funcionaba. Dónde se metió ella, y a lo que se acostumbró. En un sentido, Sefton Delmer fue lo más parecido que hubo a 'Bomber'Harris, aunque él no tenía aviones ni tropas a su mando, sólo expertos en el engaño y la falsificación. —Y al ver que el nombre de Harris me sonaba nada más, añadió—: Arthur Harris, el Mariscal del Aire, fue el que ordenó cocer a cincuenta mil hamburgueses y a ciento cincuenta mil dresdeneses hacia el final de la Guerra bajo la cínica pretensión de estar atacando objetivos militares, y también arrasó Colonia y Francfort, Dusseldorf y Mannheim, era un hombre implacable con demasiado poder, casi un psicópata al que le valía todo para aplastar al enemigo y ganar. —Entonces me acordé de que me lo había nombrado otra vez: 'Leí hace unos meses en un libro de Knightley', me había dicho, 'que el Jefe de Bombarderos, Sir Arthur Harris, tildaba de aficionados, ignorantes, irresponsables y mendaces a los miembros del SOE', los encargados del asesinato de Heydrich con balas untadas de toxina botulínica y de tantas otras operaciones de sabotaje, destrucción y terror—. Según Crossman, a ambos, a Harris y a Delmer, y posiblemente fueron los únicos, se les permitió, en sus respectivos campos, librar la guerra total: la guerra total con la que habían amenazado Göring y Goebbels pero que de hecho nunca llevaron a cabo. A Delmer, en concreto, se lo dejó superar a los propios nazis (es decir, caer más bajo) en mentiras, calumnias, manipulación e invención de noticias y engaño de la población enemiga. La propaganda negra, como los bombardeos estratégicos, era nihilista en sus fines y únicamente destructiva en sus efectos, como también reconoció el propio Crossman. Eso sí, resultó un arma enormemente eficaz y por eso la utiliza ahora todo el mundo, hoy en día sin la menor aprensión. Sefton Delmer era un genio, nadie discute eso. Había nacido en Berlín de padre australiano —'Otro inglés postizo más', pensé, 'cuántos hay'—, había estudiado allí y luego aquí en Oxford; antes de la Guerra, como corresponsal de The Daily Expressen Berlín, había conocido a Ernst Rohm, y a través de él a Hitler, a Göring, a Goebbels, a Himmler. Entendía perfectamente el carácter y la psicología alemanes, hasta el punto de que todos esos antecedentes lo hicieron sospechoso a ojos británicos al estallar la Guerra, y no se le permitió ocupar ningún puesto de responsabilidad hasta que los servicios de seguridad lo hubieron observado y hubieron dado su visto bueno, imagínate. A las personas que trabajaban con él les exigía absolutos secreto, disciplina y determinación, o, en otras palabras, absoluta falta de escrúpulos. Poco a poco fue incorporando a su equipo a alemanes: antiguos brigadistas internacionales, emigrados, refugiados, luego algunos prisioneros de guerra dispuestos a colaborar, un desertor de importancia escapado a Londres tras el atentado fallido contra Hitler en julio de 1944, y hasta un ex-miembro de las SS. A todos les decía en cuanto llegaban a Woburn, donde estaba el departamento: 'Libramos contra Hitler una especie de guerra de ingenios total. Todo vale, siempre que sirva para acelerar el fin de la Guerra y la derrota completa del Reich. Si tenéis el más mínimo escrúpulo respecto a lo que aquí se os puede exigir que hagáis contra vuestros compatriotas, debéis decirlo ahora. Yo lo entenderé. En ese caso, sin embargo, no nos serviréis y sin duda se os encontrará otra tarea. Pero si queréis uniros a mí, debo advertiros que en mi unidad estamos dispuestos a todas las jugadas sucias que podamos concebir. No hay ningún conducto obstruido de antemano. Cuanto más sucias mejor. Mentiras, escuchas, desfalcos, traición, falsificaciones, difamación, enciza-ñamiento, falsos testimonios y acusaciones, tergiversación, cualquier cosa. Hasta el puro asesinato, no lo olvidéis'. – 'Sheer murder', fue la expresión que empleó—. Valerie se lo oyó más de una vez. Llegó a estar cerca de él.

Wheeier se quedó pensativo, quizá recordando a Valerie cerca de Sefton Delmer. Ahora se llevó la mano a los labios y se los acarició suavemente. Luego volvió a pasarse el pulgar por la cicatriz del mentón, era raro que nunca le hubiera visto ese gesto hasta aquel día. Me pregunté si me estaría invitando a inquirirle también por ella. Pero mientras él no la mencionara yo me abstendría.

–¿Y cuáles eran esas jugadas sucias? ¿En qué consistía exactamente el juego negro? —ie pregunté.

–Bueno, la mayoría de sus actividades las conocimos mucho después de terminar la Guerra. Desde luego falsificaban de todo. Ese servicio fue extraordinario, una de las cosas en las que sobresalimos: emisoras de radio, documentos de cualquier clase, incluidas órdenes de gerifaltes del Reich como el General Von Falkenhorst que estaba al mando de las tropas en Noruega; permisos de soldados, pases para acceder a instalaciones y lugares vitales, circulares, pasquines, sellos, timbres, sobres y papel de carta, hasta paquetes de cigarrillos, recuerdo haber visto unos que se llamaban Efka-'Pyramiden', se trataba siempre de que todo pasara por genuinamente alemán, o al menos, cuando eso no era posible, por fabricado en Alemania o en Austria, eso les creaba la desazón de que teníamos allí más infiltrados de los que de verdad teníamos, de que contábamos con mucha gente escondida en su territorio, provista de infraestructura y medios y con gran capacidad operativa, lo cual no sólo los inquietaba, sino que los hacía dedicar esfuerzos a perseguir y cazar fantasmas. Con la radio llegábamos a todas partes, hasta a los submarinos, cuyas tripulaciones tenían la desmoralizadora sensación de estar vigiladas por nosotros y de no poder ocultar sus posiciones. Pero lo principal era enemistar a los alemanes entre sí y causarles perjuicio, tanto a nivel colectivo como individual, crear desconfianza entre ellos y hacerlos temerse unos a otros. Y por supuesto, cuando era factible, eliminar o hacer caer en desgracia a altos cargos civiles o militares. La sección negra del PWE imprimió carteles de 'Se busca' contra oficiales de las SS a los que se acusaba de ser traidores, desertores, farsantes o criminales perseguidos por las autoridades: se incitaba a que se les disparara nada más avistarlos y se ofrecían recompensas de diez mil marcos o más, y en ellos se aseguraba que hasta las Cruces de Hierro de primera clase que podían exhibir eran meras falsificaciones. Todo estaba muy calculado. Hubo unos, apoyados por una campaña radiofónica, contra el Reichkommissar Ley, un peso pesado del Partido Nazi de vida algo disoluta, en los que se lo acusaba de acaparar cupones de racionamiento, y el Doctor Ley se vio obligado a desmentirlo con indignación: '¡Yo soy un consumidor normal!', bramó por la radio. —Y Wheeler no pudo evitar reírse un poco, al rememorar aquello que tal vez le había contado la propia Valerie entre risas, infringiendo así la Official Secrets Act a la que estaría sujeta—. Se emitieron unos sellos con la imagen del ambicioso Himmler en lugar de la habitual de Hitler, con la intención de enfrentarlos, de que éste diera más crédito a los insistentes rumores de que aquél se proponía suplantarlo como Führer, y poner así al Ministro en la picota. Pero hubo cosas aún más serias, y más húmedas. Una práctica frecuente de Delmer era la de hacer enviar cartas falsas a los familiares de los soldados alemanes que morían de sus heridas en los hospitales militares de Italia. Se interceptaban los cablegramas no cifrados que los directores de éstos mandaban a las autoridades del Partido en Alemania, con todos los datos del caído y las señas de sus parientes. Las cartas forjadas por el equipo de Delmer, en perfecto alemán y con membrete de cada hospital, estaban supuestamente escritas por un camarada o una enfermera conmovidos que habrían permanecido junto al difunto hasta el último instante, y lo que solían contar, horrorizados, era que el soldado había sido en realidad asesinado mediante inyección letal por orden de sus superiores, cuando a éstos se les informaba de que ya no volvería a ser útil para el combate. Los médicos nazis necesitaban su cama para recuperar a los que sí podrían regresar pronto al frente, y así se quitaban a los malheridos de en medio sin compasión ni agradecimiento, cruel y expeditivamente, como a desechos. No es que a Delmer y a su unidad se les escapara que la verdadera crueldad era la suya, extrema, al hacer creer semejante falacia (verosímil, por otra parte) a una desolada viuda, a unos padres ancianos o a unos hijos huérfanos. Pero si eso servía para crear descontento y rencor entre la población, rebajar la moral de los combatientes, desunir a la tropa y propiciar deserciones, estaba por encima de cualquier otra consideración. No olvides, Jacobo, que aquella se vivió como una guerra de supervivencia. Y lo fue, lo era. Y que en ellas los límites de lo que puede hacerse se van ampliando constantemente, casi sin darse uno cuenta. Los tiempos de paz juzgan luego severamente los tiempos de guerra, y yo no sé hasta qué punto pueden. Son dos tiempos que se excluyen, cada uno es inconcebible en el otro, y eso tiende a no tenerse en cuenta. Pero aun así hay cosas que sí parecen condenables incluso mientras suceden o se están haciendo en el tiempo más permisivo, y ya ves, en realidad todas estas... vilezas, sí, supongo... se ocultaban también en su día, cuando se libraba la Guerra sin conocerse su desenlace. La unidad de Sefton Delmer no existía oficialmente, y la consigna de todos sus integrantes era negarla (negarse a sí mismos por tanto) ante todo el mundo, incluidas otras organizaciones casi igual de secretas (pero no tanto), como el SOE, o como nosotros más tarde, silenciosos y silenciados por motivos de otra índole, por sigilo y discreción más que nada. Y fíjate en que al terminar la Guerra no sólo se disolvió el PWE en seguida, sino que las instrucciones a sus miembros negros fueron de este tenor, más o menos: 'Durante años nos hemos abstenido de hablar de nuestro trabajo con toda persona ajena a nuestra unidad, así que poco se sabe de nosotros y de nuestras técnicas. La gente puede tener sus sospechas, pero no sabe a ciencia cierta. Queremos que sigáis igual, que así se mantenga. Que nada ni nadie os lleve a jactaros de las tareas que hemos llevado a cabo, de los trucos y trampas que hemos tendido al enemigo. Si empezamos a presumir de nuestras ingeniosidades, quién sabe en qué pararía eso. Así que punto en boca ''So mum's the word'fue lo que dijo aquí Wheeler, y me sonó haber visto la expresión en alguno de los carteles de la careless talk—. 'La propaganda ha de ser algo de lo que justamente no se hable.' Era por prudencia sin duda —continuó Wheeler—, pero también, yo creo, porque la labor no era para que se sintieran del todo orgullosos, y en el tramo final de la Guerra menos que en ningún otro. Valerie no se lo sintió, a fe mía... —Y esto lo dijo en su español libresco, 'a fe mía'—. Cuando los civiles alemanes estaban más desesperados y confundidos, se les añadió confusión y desesperación a través de nuestras emisoras impostoras de radio. Advertimos, por ejemplo, de que por todo el país circulaba una ingente cantidad de marcos falsos, lo cual hizo que ya no se fiaran ni de su propia moneda ni del prójimo que se la daba. Pero lo peor fue tras los brutales bombardeos de Harris y los americanos, y también cuando las tropas ya invadían Alemania, las nuestras por el oeste y las rusas por el este. Durante las incursiones aéreas, las emisoras alemanas dejaban de transmitir para no servir de faro a los aviones de la RAF y la USAF. Pero en cuestión de segundos, no me preguntes cómo, Delmer y los suyos lograban ocupar sus frecuencias, aparentaban reanudar las transmisiones normales en su alemán sin mácula, y lanzaban mensajes desconcertantes, desorientadores, contraproducentes o contradictorios, para causar el mayor estrago posible y sembrar el caos. Inicialmente se había aconsejado a los supervivientes de las ciudades arrasadas (Hamburgo, Bremen, Colonia, Dresde, Leipzig y tantas otras) que no se movieran, que no abandonaran sus respectivos lugares y que aguardaran en ellos la llegada de auxilio. Delmer, parece que a instancias del propio Churchill, les ordenó lo contrario, haciendo pasar su comunicado por uno oficial del Reich, obviamente. Su equipo le dijo a la gente que en el centro y en el sur de Alemania se habían establecido siete zonas 'libres de bombas', a las que los refugiados podían dirigirse y en las que estarían a salvo de más ataques aéreos enemigos. Se les aseguró que representantes neutrales de la Cruz Roja en Berlín habían informado a las autoridades del Reich de que el mismísimo Eisenhower iba a declarar seguras estas siete áreas, y que los bancos ya estaban trasladando allí sus valores. Por supuesto todo era falso, pero surtió un tremendo efecto. Las carreteras se vieron inundadas de familias enteras que huían hacia aquellas zonas imaginarias, con sus niños andrajosos, sus heridos y sus pocos enseres metidos en carretas, en autobuses desvencijados que se quedaban sin gasolina, incluso en coches fúnebres, en lo que encontraron para salir de sus infiernos. El caos fue total. Tal cantidad de gente apiñada en las carreteras bloqueó no pocas, y dificultó toda la labor defensiva del Ejército de Tierra, que no sabía cómo evitarla, dónde meterla ni cómo apartarla. Qué hacer con ella. Y es de suponer que muchos de aquellos desplazados despavoridos que se lanzaron en masa a la búsqueda de las fantasmales zonas seguras, y que acaso habrían sobrevivido de haberse quedado quietos entre las ruinas de sus ciudades, cayeron bajo nuevas bombas, porque no había zonas seguras en ningún lugar de Alemania, o sólo en los ya destruidos.



Wheeler se paró y bebió agua con avidez, se acabó el vaso entero de un solo trago o más bien de varios lentos y prolongados, como beben los niños cuando tienen mucha sed pero no les cabe tanto líquido de una vez y han de hacer altos para recuperar el aliento, sin apartar los labios del borde en ningún instante, como si temieran que de otro modo alguien fuera a arrebatarles el vaso. Luego llamó a la señora Berry, le pidió mas agua y que me trajera a mí unas aceitunas para acompañar mi cerveza. 'Así bebéis aún en España, ¿no?, picando algo para que no se os suba a la cabeza', dijo. 'Tengo unas de allí, de tu país, machacadas al limón, creo que son andaluzas. Muy buenas. Se pueden comprar en Taylor's, casi enfrente de donde tú viviste, tengo entendido.' Sí, me acordaba bien de aquella tienda de comestibles. Aunque era bastante cara, me había alimentado de sus productos frivolos en gran medida, durante mis años de Oxford (nunca fui cocinero). Le dije a la señora Berry que por mí no se molestara, que no hacía falta, pero Wheeler ya se las había pedido y ella lo complacía. Cuando ya se hubo marchado y yo tuve mis aceitunas delante —pero nunca se iba del todo, seguía entrando y saliendo cada poco rato, silenciosa y atareada—, le pregunté a Wheeler:

–¿Y a eso fue a lo que se acostumbró su mujer, Peter? ¿A lo que usted ha llamado esas vilezas? Supongo que en su momento no se veían como tales. Y puede que lo sean ahora pero que entonces ni siquiera lo fueran. Sólo parte de la lucha. —Me quedé pensando con un poco de perplejidad, porque no acababa de entender lo que yo mismo había dicho. Así que añadí—: No sé si tal cosa es posible. Que algo esté bien cuando se hace, o sea justificable al menos, y que no lo esté cuando ya se ha hecho, siendo siempre la misma cosa. Quiero decir: no sé si una misma cosa puede ser distinta cuando es presente o ya es pasado, cuando aún es acto o es recuerdo... Bueno, en fin, no me haga caso.

Wheeler me miró como si efectivamente se hubiera perdido en mi lío, y no me contestó de inmediato, es decir, pareció hacerme caso.

–En uno de los volúmenes de su autobiografía —dijo—, no recuerdo si el que se llamaba Trail Sinistero Black Boomerang(los leí cuando se publicaron en los años sesenta, en parte por ver si salía Valerie mencionada o aludida en algún momento; y no, no salía, ni tampoco el asunto en el que ella tuvo mayor participación e iniciativa), Sefton Delmer contaba que viajó a Alemania a finales de marzo del 45 y que vio el espectáculo con sus propios ojos, el mismo que había visto con anterioridad en España en los últimos días de vuestra Guerra (también había estado allí de corresponsal) y en Polonia y en Francia: las gentes huyendo sin saber dónde iban y atravesando sucesivos paisajes de ruinas, arrastrando consigo lo poco que les había quedado o que habían podido meter en sus precarios vehículos que no funcionaban, o marchando a pie por las carreteras y campos con niños muy pequeños a cuestas y las miradas ausentes o aterrorizadas, a veces con niños ya muertos que no se decidían a enterrar en mitad de un sendero, o de los que no se atrevían a desprenderse y que seguían cargando como si fueran efigies, sin el menor sentido... Y decía Sefton Delmer que no se paró a preguntarle a nadie si lo que los había impulsado a lanzarse a los caminos y a emprender sus recorridos sin rumbo habían sido por ventura mensajes de Radio Colonia o de Radio Francfort, cuyas frecuencias él había ocupado. 'No quería saberlo. Temía que la respuesta pudiera ser "sí"', escribió, recuerdo. Él mismo se daba cuenta entonces, por tanto. Pero lo había hecho y lo habría vuelto a hacer, como casi todo el mundo hacía todo, como casi todo el mundo hace todo en las guerras. Lo que va surgiendo, son muy pocas las ideas que en ellas no se ponen en práctica. Lo que a alguien se le ocurre para dañar al enemigo, casi siempre acaba por tener vía libre, aunque luego no se reconozca públicamente. La cosa fue tan eficaz y tan grave que las autoridades nazis se vieron obligadas a renunciar a las ondas para dar órdenes e instrucciones a la población. Tuvieron que recurrir a la radiotransmisión por cable telegráfico, algo en lo que nosotros no podíamos colarnos, pero mucho más dificultoso y restringido en su alcance. Ya lo creo que contribuyeron Delmer y su juego negro. No sé si a ganar la Guerra, pero desde luego sí a ganarla más rápido.

Ahora Wheeler pareció fatigado de veras. En cualquier momento podía abandonar su relato, dejar el resto para otro día, callarse, quizá echar el cierre definitivamente. Hasta podía arrepentirse de haber empezado. Yo no quería arriesgarme a eso, porque tal vez ya nunca más lo encontrara en aquella disposición habladora —para él la palabra sería 'talkative'—, dado como era por norma a guardarse lo suyo. 'En realidad quién sabe si volveré a encontrarlo de ninguna forma', pensé, 'si ya dentro de poco me voy de aquí y regreso a España. Lo más probable es que después no vuelva a verlo '. Así que osé insistirle, y aun meterle prisa.

–¿Y qué pasó con Valerie? —Ya no me importaba pronunciar su nombre—. ¿Qué fue eso en lo que ella tuvo mayor parte? Mayor iniciativa, ha dicho.

Wheeler inclinó un poco el torso hacia adelante, apoyó las dos manos juntas en el mango de su bastón, que había colocado verticalmente entre sus piernas, y la barbilla sobre las dos manos, tuve la sensación de que era una manera de coger ímpetu, o de prepararse para un esfuerzo. Los ojos se le avivaron y la voz le salió más fuerte, se le había ido debilitando a medida que hablaba. Se me ocurrió que acaso no había contado nunca, o hacía mucho tiempo y a muy pocas personas, lo que seguramente iba a contarme. Aún no lo daba por cierto.

–Bueno, no sé hasta qué punto estás familiarizado con las leyes raciales nazis —dijo.

–Poco, la verdad —le contesté en seguida; ahora no deseaba que se produjeran pausas—. Tengo una vaga idea general, como casi todo el mundo.

–Eran muy detallistas, casi enrevesadas, y además fueron cambiando, desde 1933 en adelante. También variaba su aplicación según los intérpretes y los organismos. La del Ministerio del Interior era menos estricta que la del Doctor Adolf Wagner, principal autoridad del Partido Nazi en la materia, y la de éste era a su vez menos exigente que la de las SS, por ejemplo. Pero lo que viene a cuento es esto: se consideraba 'judíos' a quienes tuvieran tres o los cuatro abuelos de esa raza, sin que ningún otro factor importara; 'medio judíos', y por lo tanto 'judíos' en la práctica (acababan por ser tratados como tales, salvo rarísimas excepciones), a quienes tuvieran dos abuelos judíos y pertenecieran a esa religión o estuvieran casados con alguien judío en la fecha de entrada en vigor de las Leyes; en cambio eran Mischlingede primer grado, mestizos, quienes igualmente tuvieran la mitad de sus abuelos judíos pero no profesaran la religión ni tuvieran cónyuge de esa raza; por último, eran Mischlingede segundo grado quienes descendieran de un solo abuelo 'contaminante' y de tres 'gentiles', es decir, 'arios' o lo que los nazis llamaban 'alemanes'. La diferencia era fundamental, porque a los de segundo grado por lo general se los dejó en paz, e incluso algunos obtuvieron el Certificado de Sangre Alemana, previo estudio de cada caso por parte de Hitler en persona, quien al parecer juzgaba el asunto lo bastante importante como para encontrar y dedicar tiempo a examinar esos expedientes y pronunciarse sobre la 'recalificación' o no de cada individuo que la solicitase, y fueron unos cuantos millares. Lo haría a su ritmo, claro está, supongo que dictaminar no le correría mucha prisa, a diferencia de a los interesados: unos pedían pasar de 'judíos' a Mischlingede primer grado, los del primero serlo del segundo, y los del segundo aspiraban a la 'arianización' y al Certificado. No fueron pocos los que se suicidaron al verse finalmente adscritos a la 'judería'. La gente dudosa tenía tanto pánico a eso que hubo numerosas tentativas, algunas con éxito, de falsificación, sustitución, ocultamiento y destrucción de viejas partidas de nacimiento de abuelos, sobre todo entre 1933 y 1939, luego ya fue casi imposible. Muchos funcionarios de ayuntamientos, o de registros, o de donde se guardasen, hacían desaparecer documentos comprometedores a cambio de abusivas sumas de dinero o aun de propiedades; a veces, incluso, mediante oportunos incendios parciales de archivos o plagas de ratas muy selectivas. O bien, si la falsificación que les traían era perfecta, con papel antiguo y todo, aceptaban dar el cambiazo y convertir a un abuelo o abuela judíos en católicos o protestantes, con alteración del apellido incluida. En las poblaciones no muy grandes fue frecuente, era más fácil. Claro que esos funcionarios casi nunca destruían de veras el documento reemplazado o sustraído, a menos que el pagador exigiera que se le entregara para encargarse él de su desaparición. No solía ser así, los judíos no podían poner muchas condiciones, y el funcionario se lo guardaba por lo que pudiera haber en el futuro. Las pruebas, por así decir, se volatilizaban temporalmente tan sólo. Anda, sírveme un poco de jerez ahora —añadió Wheeler, como si relatar todo aquello lo hubiera animado. Hablar de historia anima a los viejos, a menudo.


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