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Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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–Ya te he dicho que en principio es poco verosímil que el Estado haya ido contra él de esa manera. Así que me inclino más por una venganza personal de Tupra, alguna cuenta pendiente, se han tratado lo bastante, o de otra persona a la que Tupra le haya hecho el favor. Y tampoco es descartable un encargo, sin ningún favor.

–¿Un encargo retribuido, quieres decir?

–Sí, por qué no, ya te expliqué. Ese Dearlove puede que esté en decadencia a todos los efectos, pero, por lo que se sabe, a lo largo de su vida de estrella ha ido con muchos menores de ambos sexos, sin duda con algunos que en su día serían muy codiciables, según tu expresión, por su físico o por su alcurnia o por su origen social. Muchos de ellos serán ahora mayores, y algunos poseerán fortuna, bien puede ser, para permitirse un encargo así. También hay padres, ó hermanos. Yo qué sé, a lo mejor Dick Dearlove le arruinó la existencia a una hermana o a un hermano menor de Tupra. A lo mejor fue al propio Tupra —y se rió ante la idea– al que una vez pervirtió.

–¿Crees eso posible? No debe de ser mucho más joven que él. ¿Y tiene hermanos, Tupra?

La joven Pérez Nuix volvió a reír, esta vez ante mi ingenuidad, o ante mi literalidad.

–No, hombre, no, a Bertie seguro que no ha habido quien lo pervirtiera desde que nació, quien lo hiciera hacer algo que él no estuviera dispuesto a hacer. Me cuesta pensar que alguna vez fuera inocente y maleable, la verdad. Y además ese verbo lo he utilizado entre comillas, como imaginarás. No tengo ni idea de si tiene hermanos o no, jamás le he oído una sola palabra sobre su familia ni sobre sus orígenes, ni siquiera sé de dónde viene su apellido. —'También Peter lo ignoraba; aunque se burlase', pensé—. Nadie sabe gran cosa de él. Es como si hubiera brotado por generación espontánea. —Patricia había vuelto a llamarlo Bertie y había adoptado cierto tono evocativo, sin darse cuenta, sin querer, cuánto habría habido entre ellos. Pero en seguida regresó a la cuestión—. Lo que te quiero decir es que las posibilidades son ilimitadas y secundarias, no tiene sentido ponerse a hurgar. —De nuevo noté sobre mí su mirada de leve conmiseración. Era como si le diera pena verme atravesar un proceso que ella había recorrido ya, volví a tener esa sensación. También podía ser que eso la aburriera, incluso la enojara—. Qué más da el porqué, Jaime. No es asunto tuyo. Ni siquiera el hecho lo es, aunque ahora mismo tú creas que sí. Pero no lo es. A esto te tienes que acostumbrar. No se dará muchas veces, es la primera desde que te incorporaste, ya ves. También puede no ocurrir más. Pero te tienes que acostumbrar por si acaso, por las excepciones. Si no no podrás seguir.

–No creo que vaya a seguir —le contesté.

La joven Pérez Nuix manifestó sorpresa, pero me dio la impresión de que la fingía, como si considerara que no mostrarla era de mala educación o un desdén hacia mí. Ella era la mejor según Tupra, me conocería bien, tal vez más que yo, sobre todo porque yo no estaba interesado y había renunciado a entenderme, para qué. ('Porque nadie es conocido por otro mejor que por sí mismo, y sin embargo nadie se conoce tan bien que pueda estar seguro de su conducta de mañana', eso había dicho San Agustín, pensé, me acordé.) Sí, un poco al menos la fingió:

–¿Ah no? ¿Cuándo lo has decidido, estos días en Madrid o ahora al llegar? ¿Estás seguro?

–Estoy casi seguro —le concedí—. Antes quiero hablar con Tupra. Hoy no está en la ciudad.

–¿Y sería por esto, por lo de Dearlove? Y a Tupra, ¿qué le vas a decir? ¿Qué le vas a preguntar, el porqué? Eso son cosas suyas o ni siquiera suyas, él nunca te lo dirá. A veces tampoco él sabe el porqué, le llega una orden, no la cuestiona, la cumple y ya está.—Miró su vaso. Yo me llevé un cigarrillo a los labios a la espera de que volviera a hablar, me haría el despistado hasta que protestara alguien—. Tú sabrás, Jaime, pero a mí me parece una exageración. Es el estilo del mundo, como dice él, sólo es eso. Espera a encajarlo. Espera a darte cuenta de que no tienes nada que ver con lo que les ha pasado a Dearlove y al muchacho búlgaro. Las ideas flotan, y nada se transmite tan rápidamente. Nada más darla, ya no era tuya, solamente estaba ahí. Y todas pueden infectar. Espera un poco, y habrá un día en que me lo reconocerás.

–No sería sólo por esto —le respondí—. Pero esto contribuye. Creo que no lo he decidido aquí ni en Madrid, sino en pleno vuelo, en el avión.

–Vaya, principios firmes, ¿eh? —Y su tono se hizo levemente sarcástico; pero inmediatamente pasó a uno de seriedad—: No los tienes tan firmes en realidad, Jaime. Nadie que lleve tiempo trabajando en esto los puede tener. Te los estás poniendo encima, con denuedo, pero eso es otro cantar. —A veces decía palabras cultas, por la vertiente obligadamente libresca y no vivida de su español—. Está bien, no es que lo critique; ayuda, tiene su mérito, todos deberíamos hacerlo más. Pero lo que uno se pone se lo puede quitar.

Me acordé de lo que me había preguntado Tupra el día de mi primera interpretación de personas (el día que me había azuzado por primera vez: 'Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable'), tras retenerme en su despacho un rato para que le diera mi opinión sobre el General o el Coronel o el Cabo Bonanza, lo que fuera, de Venezuela: 'Déjeme preguntarle, ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad?', me había dicho. Y había añadido: 'Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? Entiéndame'. Y yo le había respondido: 'Según para qué. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo'. Había contestado sin apenas pensar. En todo caso, qué sabía yo y qué sé yo. Quizá Pérez Nuix tenía algo de razón, y ahora me los estaba poniendo encima, o decidiendo no dejarlos de lado. En lo que no la llevaba era en lo último que había dicho: no todo lo que uno se pone se lo puede quitar.

–No todo —le dije—. Un tatuaje no se puede quitar. Y no siempre. Hay obligaciones que tampoco se pueden quitar. Por eso hay algunas que es muy difícil ponérselas. Y otras que más vale hacerlo, para que ya no haya marcha atrás.

No había ya mucho más que hablar. Debía haber supuesto que ella no sabría nada. Posiblemente sólo la había llamado para combatir mi impaciencia y compartir mi estupor, para desahogarme, tal vez para convencerme, al menos para argumentar, o para un ensayo. Apagué el cigarrillo apenas fumado antes de que nadie me diera un toque de atención. Pagué y salimos. Me ofrecí a llevarla en taxi hasta su casa, pero estábamos demasiado cerca de la mía, declinó la invitación. Así que la acompañé hasta la boca de metro de Baker Street y allí nos despedimos. Le di las gracias y ella me contestó: 'Por favor'.

–¿Cómo está tu padre? —le pregunté. No habíamos vuelto a mencionarlo desde la noche en mi apartamento. Ella no me había contado nada ni yo le había preguntado. Supongo que si entonces lo hice fue porque tuve con ella cierta sensación de adiós. Aunque el lunes nos viéramos en el edificio sin nombre, y quizá algún día más.

–No está mal. Ya no juega —me contestó.

Nos dimos un beso y la vi desaparecer, hacia dentro, hacia abajo, el metro de Londres está tan hondo. Quizá le daba envidia que yo pudiera no seguir en el grupo, como le había anunciado. Que para mí fuera aún posible desgajarme de él, había permanecido mucho menos tiempo. A ella tampoco había nada que se lo impidiera, en principio. Pero era seguro que Tupra la querría conservar a toda costa, como a los demás, a mí también. Él iba dando sus necesarios pasos y debía de confiar en no ahuyentarnos con ellos, quién sabía si los dosificaba y medía teniendo también eso en cuenta, calculando cuándo estábamos curtidos para soportar ciertas convulsiones. Había muy pocas personas con nuestra maldición o don, cada vez menos, según Wheeler, y él había vivido en suficientes épocas como para notarlo sin equivocarse. 'Ya no queda apenas gente así, Jacobo', me había dicho. 'Nunca hubo mucha, más bien poquísima, de ahí lo reducido que siempre fue el grupo, y lo disperso. Pero en estos tiempos la escasez es absoluta. Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digámosla prejuzgar, que es ofensa capital. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral.' Y en otra ocasión, en otro contexto, me había advertido: 'Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frivola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia*.

No, Tupra no estaría dispuesto a perdernos así como así, a quienes le servíamos. Yo creía no haber contraído aún graves deudas ni fidelidades con él, ni establecido nexos demasiado fuertes; nome había envuelto, ni enredado, ni anudado, yo no habría de tirar de navaja para cortar ningún vínculo de los que acaban por apretar. Había intentado engañarlo respecto a Incompara, pero ahora, con lo de Dearlove, aunque no fuera lo mismo, estábamos más o menos en paz. A la joven Pérez Nuix, en cambio, era probable que la tuviera pillada por varios lados, que para ella no hubiera fácil separación, o posibilidad de desertar. Me acordé del comentario de Reresby cuando congeló en el vídeo la imagen del apaleado padre, el pobre hombre inmóvil sobre la mesa de billar, sangrando por la nariz y las cejas, quizá por los pómulos y por otras brechas, quebradas las manos con las que había tratado de protegerse en vano, un amasijo con cortes e hinchado, yo también había quebrado una mano y rajado un pómulo con aparente frialdad, o acaso con frialdad verdadera, cómo había sido capaz. Tupra había dicho: 'Aquí nada se tira, no se entrega ni se destruye nada, y esta paliza está aquí a buen recaudo, no es para que la vea nadie. Tal vez un día convenga enseñársela a Pat, eso sí, quién sabe, para convencerla de algo, de que se quede, de que no se nos vaya, nunca se sabe'. Tal vez se la enseñaría diciéndole: 'No querrás que a tu padre le vuelva a pasar'. 'Qué suerte', pensé, 'que mi familia esté lejos, que yo esté tan solo aquí en Londres'. Pero quizá no le haría falta llegar a tanto para convencer a Pat: al fin y al cabo, aunque medio española, ella rendía servicio a su país. Yo no.



Aquella noche dormí mal porque había resuelto levantarme muy temprano. No iba a pasarme todo un domingo cruzado de brazos en Londres, rumiando, sin apenas tarea (había cerrado cuanto tenía pendiente antes de mi marcha), con la televisión acechándome y esperando a que se hiciera lunes para ver a Tupra. Hacía mucho que no visitaba a Wheeler y además había cargado con aquel pesado regalo para él desde Madrid, todo el trayecto: el gran libro, en dos volúmenes y con caja, de carteles propagandísticos de nuestra Guerra Civil que le había comprado a un librero de viejo, había unos cuantos —y no sólo españoles, y viñetas– con el mismo o parecido motivo de la 'careless talk'o la 'conversación imprudente'. Y cuando a uno le ha costado acarrear algo, siente impaciencia por entregarlo, más aún si está convencido de que le hará ilusión a su destinatario. La noche del sábado, cuando regresé de la estación de metro de Baker Street, era ya un poco tarde para llamarlo, así que decidí presentarme en Oxford por la mañana y avisarlo desde allí, no supondría ningún problema, él no salía apenas y estaría encantado de que me acercara a su casa junto al río Cherwell y me quedara a almorzar, o pasara el día entero en su compañía.

Así que me fui a la estación de Paddington de la que tantas veces había partido durante mi ya lejano tiempo oxoniense, y cogí un tren antes de las ocho de la mañana sin darme cuenta de que era de los más lentos, con transbordo y espera incluidos en Didcot. En aquella estación semiderelicta yo había aguardado muchos minutos sumados, durante lo que aún era mi juventud más o menos, y en una ocasión había tenido el convencimiento de perder algo importante por no haberme atrevido a hablarle —o casi– a una mujer que esperaba asimismo el tren retrasado que nos debía llevar a Oxford, y de la cual, mientras hacíamos tiempo fumando, el haz de luz temerosa que teníamos cerca iluminaba tan sólo las colillas de sus cigarrillos arrojadas al suelo junto a las mías (qué época tan tolerante), sus zapatos ingleses de adolescente o de bailarina ingenua, con hebilla y tacón muy bajo y la punta redondeada, y sus tobillos perfeccionados por la penumbra. Luego, cuando ya a bordo del tren demorado pude ver bien su rostro, supe y sé ahora que es la mujer que al primer golpe de vista más me conmovió a lo largo de mi juventud, aunque no se me escapa que este comentario sólo puede acompañar, según la tradición de la literatura y de la realidad, a aquellas mujeres que los hombres jóvenes no llegan a conocer. En aquel tiempo Luisa no se había cruzado aún conmigo y mi amante era Clare Bayes, y yo ni siquiera conocía mi rostro de entonces, y aun así interpretaba a aquella joven de la estación de Didcot.

El tren paró en las habituales Slough y Reading, y también en Maidenhead y en Twyford y en Tilehurst y en Pangbourne, y al cabo de más de una hora me bajé allí, en Didcot, donde tenía que aguardar varios minutos —aquellos andenes tan familiares– la aparición de otro tren cansino y remiso. Y fue en aquel lugar, mientras rememoraba difusamente a la joven nocturna cuyo rostro olvidé muy pronto pero no sus colores (amarillo, azul, rosado, blanco, rojo; y en el cuello llevaba un collar de perlas), donde descubrí que no eran sólo las ganas de volver a verlo y la impaciencia por observar sus ojos cuando los posara con sorpresa en aquellos carteles de la careless talken España lo que me había hecho levantarme tan pronto para subirme a aquel tren y visitar sin dilación a Wheeler, sino la necesidad de contarle lo que me había pasado y de pedirle cuentas, secundariamente. No lo que me había pasado en Madrid, de eso él no tenía ni la más remota culpa (y hablando con propiedad ni siquiera me había pasado nada, sino que yo había hecho algo). Pero sí lo que me había ocurrido con Dearlove, al fin y al cabo era Peter quien me había metido en aquel grupo al que él había pertenecido en otros tiempos y quien me había recomendado; había propiciado mi encuentro con Tupra y me había sometido a una pequeña prueba que ahora me parecía inocente e idiota —perfecta para que yo no midiera el riesgo—, y había informado del resultado. Quizá él mismo había escrito el informe sobre mí del viejo fichero: 'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco)...'. Era él, en todo caso, quien me había revelado mis habilidades supuestas y me había captado para aquel trabajo, por utilizar el verbo clásico.

Una vez en Oxford caminé desde la estación hasta el Hotel Randolph y desde allí lo llamé por teléfono (ahora que sabía que Luisa usaba móvil, tal vez debía yo hacerme con uno, son instrumentos de acecho pero ofrecen comodidades). Me contestó la señora Berry y ni siquiera juzgó necesario pasarme con Peter. Le consultaría, pero estaba segura de que a él mi visita le alegraría el día. 'Dice que venga usted en seguida, Jack. Cuando quiera', me confirmó a los pocos segundos. '¿Se quedará a almorzar con nosotros? Bueno, el Profesor no lo dejará marchar antes'.

Al entrar en el salón tuve un instante de alarma —no llegó a pánico—, porque vi a Peter con el rostro algo afilado, como suele ponérseles a quienes la muerte ya va rondando sin todavía demasiada prisa, con el reloj aún no en la mano sino tan sólo a la vista. Esa impresión me disminuyó al poco rato y la di por falsa, pero también pudo deberse a un acostumbramiento rápido, como el que se produce cuando se ve a un amigo muy engordado o enflaquecido o envejecido desde la vez anterior, y hay que llevar a cabo una especie de corrección de la perspectiva, hasta que se nos asientan el nuevo volumen o la nueva edad en la retina y volvemos a reconocer plenamente al amigo. Estaba sentado en su sillón como mi padre en el suyo, con los pies sobre un poufy la prensa dominical esparcida sobre una mesita baja, a su lado. El bastón lo tenía colgado del respaldo. Hizo una tentativa de levantarse para recibirme, pero yo se lo impedí. Por su apoltronamiento me pareció improbable que ahora pudiera sentarse tan fácilmente en la escalera, como había hecho la noche de su cena fría, ya tarde. Le puse una mano en el hombro y se lo apreté con suave o contenido afecto, fue a lo más que me atreví, en Inglaterra la gente apenas se toca. Estaba perfectamente vestido, con corbata y zapatos de cordones y una chaqueta de punto o jersey abierto, era una costumbre de su generación, yo creo, o al menos la había visto también en mi padre, que siempre estaba en casa como si fuera a salir en cualquier momento. No podía esperar. Tomé asiento en un taburete cercano y lo primero que hice, tras las cuatro frases de bienvenida y saludos, fue sacar de mi bolsa el paquete con La Guerra Civil en dos mil carteles, la próxima vez que fuera a Madrid tendría que buscar otro ejemplar para mí, era un libro fantástico, estaba convencido de que Wheeler lo apreciaría y disfrutaría mucho, como la señora Berry, a la que insté a quedarse con nosotros y mirarlo también. Sin embargo prefirió no hacerlo ('Ya lo estudiaré con calma en otro rato. Gracias, Jack'). Pretextó quehaceres y nos dejó, aunque a lo largo de la mañana cruzó por allí varias veces, entró y salió, siempre estaba cerca, siempre a mano.

–Mire, Peter —le dije abriendo el primer volumen—, el libro reproduce también algunos carteles extranjeros, y he puesto papelitos amarillos donde los hay relacionados con la conversación imprudente, parece que la recomendación fue una constante en bastantes lugares. La campaña británica fue imitada por los americanos cuando entraron por fin en la Guerra, con un poco de cursilería o efectismo a veces, por cierto. —Y le mostré una viñeta con un perrito que lloraba a su amo marino, muerto '¡... porque alguien habló!', o, como diríamos en español más propiamente, '¡... porque alguien se fue de la lengua!'; otra en la que aparecía una gran mano peluda con condecoración y anillo nazis y la leyenda: 'Premio a las conversaciones imprudentes. No

habléis de movimientos de tropas, rutas de barcos ni equipamiento bélico'; y una tercera, más sobria, en la que unos ojos rasgados e intensos asomaban bajo un casco alemán: 'El te está vigilando'—, Y hay dos carteles ingleses que no me suena que me enseñara, pero usted los recordará seguramente. —Y le señalé uno muy escueto, que decía tan sólo 'Hablar mata' o 'La charla mata', y en la parte inferior se veía a un marino ahogándose por culpa indirecta de ella, o quizá era por directa; y otro, firmado por Bruce Bairnsfather, que reproducía a su célebre soldado de la Primera Guerra Mundial, 'Oíd Bill', junto a su hijo movilizado para la Segunda: 'Hasta las paredes...', se leía en la parte superior, junto a una cruz gamada y sobre una enorme oreja; y debajo las palabras del joven: '¡Hasta la vista, papá! Nos trasladan a... ¡Mecachis, casi se me escapa!'. Y le llamé la atención sobre uno francés, firmado por Paul Colin: 'Silencio. El enemigo acecha vuestras confidencias', y sobre uno finlandés, pero en sueco, que mostraba unos labios de mujer, carnosos y rojos, cerrados por un tremendo candado, y el texto por lo visto rezaba: 'Apoya a los combatientes desde la retaguardia. ¡No propagues los bulos!'; y sobre uno ruso en el que la mitad de la cara del individuo a la escucha se ensombrecía, y además le salían, en esa mitad izquierda, un monóculo y un bigote y una hombrera de militar (un siniestro aspecto, en suma)—. Y aquí están los españoles —añadí, buscándolos ya más bien en el segundo volumen, aunque estaban repartidos—. Vea usted, estos sí son por fuerza anteriores a los británicos, y a los otros.

Wheeler los fue mirando con detenimiento y con indudable interés, casi con fascinación, y al cabo de un rato en silencio, dijo:

–Son distintos. Hay más odio en ellos.

–¿En los españoles?

–Sí, fíjate en que los nuestros, y aun los de los demás países, advertían sobre todo del peligro e instaban a callar, a extremar la discreción y las precauciones, pero no demonizaban al enemigo oculto ni hacían hincapié en su rastreo, su persecución y su destrucción, es curioso. Casi ni lo vituperaban. Tal vez porque teníamos conciencia de estar haciendo nosotros lo mismo que él cuando podíamos, en Alemania y en la Europa ocupada. Y de que en una guerra es de esperar (y por tanto no se puede reprochar mucho, propagandas aparte) que cada bando recurra a cuanto esté en su mano para ganarla, sin límites, o sólo con los que la opinión pública exige. Lo cual, claro está, no significa que se respeten de hecho los que se asegura no traspasar oficialmente, sino que se cruzan con sigilo, en secreto, no reconociéndolo o incluso negándolo si se tercia. Pero mira este: 'Descubridlo y denunciadlo', y al espía se lo presenta como a un monstruo de vista y oído elefantiásicos y también de olfato, se lo relaciona con el fascismo italiano y no si además lleva un bonete de cura en la calva, ¿túlo ves, tú qué ves? Y no hablemos de este otro: 'Descubrid y aplastad sin piedad a la quinta columna', cuyos miembros aparecen como un puñado de ratas rapiñadoras y sanguinarias bajo la linterna, con la suela de un gran zapato a punto de aniquilarlas y una porra con picos para machacarlas. Claro que este cartel es del Partido Comunista, dominado por los stalinistas soviéticos, y éstos incitaban a la caza sin cuartel del enemigo y del tibio y a cargárselos sin contemplaciones, lo mismo que los franquistas en el otro lado. Y observa el siguiente: al escucha se lo llama 'La bestia': 'La bestia acecha. ¡Cuidado al hablar!', y lleva una corona en la cabeza y una cruz en el pecho que le cuelga de un collar, ¿no?, tiene algo de femenino por eso. Se está caracterizando al emboscado, se está diciendo quién y cómo es, se lo está señalando. Esos otros carteles, en cambio, los del famoso Renau con el ojo y la oreja y el de la Dirección General de Bellas Artes dirigido a los milicianos, esos sí se parecen más a los nuestros, son menos agresivos, más defensivos, más preventivos, más neutros, ¿no crees? Alertan sin más contra el espionaje. El texto del último podría figurar perfectamente en uno de los británicos posteriores: 'No deis detalles sobre la situación de los frentes. Ni a los camaradas. Ni a los hermanos. Ni a las novias'. Las malditas novias. Se las incorporaba demasiado a la vida propia, y ellas nos incorporaban demasiado a la suya, cuando nadie debía estar seguro de nadie. Muy interesante este libro, Jacobo, un millón de gracias por pensar en mí y traérmelo desde España, con lo mucho que pesa. —Se quedó pensativo unos segundos, luego añadió—: Sí, es muy llamativo ese odio. Es algo distinto. Yo no sé si aquí lo conocimos de la misma manera.

–Quizá en nuestra Guerra había que describir y caracterizar más al espía —apunté—, porque eran más indistinguibles y les era más fácil fingir y esconderse. Tenga en cuenta que todos hablábamos la misma lengua, por ejemplo, lo cual no sucedía aquí, contra los nazis.

Wheeler me lanzó una de aquellas miradas suyas de fugaz enfado o de ascua —los ojos minerales, como canicas casi violetas o amatistas o calcedonias, o eran granos de granada cuando se le achicaban– que le hacían sentir a uno que había dicho una tontería. Era entonces cuando se le veía mayor parecido con Toby Rylands.

–Te aseguro que la mayoría de quienes espiaban aquí sabían inglés como tú y como yo. O bueno, mejor que tú probablemente. Eran alemanes que habían vivido en el país en la infancia, o que tenían un padre o una madre ingleses. También había ingleses de pura cepa, renegados, y bastantes irlandeses fanáticos. Pasaba lo mismo con quienes espiaban para nosotros en Alemania o en Austria. Hablaban un alemán excelente. El de Valerie, mi mujer, era impecable, sin rastro de acento. No, no era eso, Jacobo. Cuando yo pasé por allí, por vuestra Guerra, lo noté ya sobre el terreno. Había un odio abarcador que saltaba a la menor chispa y que no estaba dispuesto a tener en consideración ningún otro factor, ningún matiz, ningún otro elemento. Un enemigo podía ser buena persona y haber sido generoso con sus adversarios políticos, o mostrar piedad, o podía verse que era un pobre diablo inofensivo, como tantos maestros de escuela que fueron fusilados por los bestias de un bando y no pocas monjas rasas por los del otro. Nada de eso importaba. Un enemigo nominal era sobre todo eso, un enemigo; no se le podía perdonar la vida ni aplicarle atenuante alguna, como si no se viera diferencia entre haber matado o delatado a alguien y limitarse a tener ciertas creencias o ideas o meramente preferencias, no sé si me explico. Bueno, lo sabrás por tu padre. A los extranjeros intentaban contagiarnos ese odio, pero claro, no era compartible, no en ese grado. Fue una cosa extraña, vuestra Guerra, no creo que haya habido una igual nunca. Ni siquiera otras Civiles en otros lugares. Había una proximidad excesiva en la vida española de entonces, no será igual ahora. —'Sí lo es', pensé, 'hasta cierto punto'—. Las ciudades no eran grandes y todo el mundo estaba en la calle siempre, en los cafés y en los bares. Era imposible, no sé cómo decir, soslayar esa cercanía epidérmica, que es la que engendra el afecto pero también el encono y el odio. Para nuestra población, en cambio, los alemanes eran distantes, casi abstractos.

No se me había pasado por alto la mención de su mujer, Val o Valerie. Pero aún me parecía más interesante que por primera vez se refiriera abiertamente a su paso por mi país durante la Guerra, no hacía tanto que yo me había enterado de su participación en ella, de la que no me había hablado nunca antes. Le miré el rostro afilado —'Sí, se le han agudizado los rasgos y mira como mi padre', pensé o me reconocí del todo con pena: 'esa mirada insondable'—, y se me ocurrió que a lo mejor él sabía que ya no le quedaba mucho tiempo, y cuando uno sabe eso tiene que tomar decisiones definitivas sobre los episodios y hechos que, si jamás los cuenta a nadie, ya no habrá posibilidad de que trasciendan. ('No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca', había dicho el pobre y condenado Dearlove en Edimburgo, 'sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, como si padecieran todos una maldición'; y quién está libre de pensar eso.) Es un momento delicado por fuerza: en él hay que discernir sin remedio entre lo que se quiere que sea ignorado para siempre —que no compute, que no se conozca, que se borre, que no exista– y lo que tal vez se prefiere que un día pueda averiguarse y recuperarse, para que lo habido le susurre a alguien: 'Yo he sido', y los demás no digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'. (O ni siquiera eso, porque para negarlo hay que haber sido testigo.) Si uno calla absolutamente, estará impidiendo hasta la curiosidad ajena, y por tanto una indagación remota, futura. Wheeler, al fin y al cabo, habría tomado nota de que la noche de su cena fría yo le había preguntado cómo había tenido a bien llamarse en España, y que, de habérmelo él revelado, habría ido inmediatamente a buscar ese nombre en los índices onomásticos de todos los libros a mano, en su biblioteca de la Guerra, en la estantería oeste, y más tarde en los de otros. De hecho era él quien me había dado la idea, a mí no se me había pasado por la cabeza: quizá por simple vanidad congénita, ufana, o quizá más intencionadamente, para que después de inoculármela yo ya no me conformara y no soltara aquella presa, él sabía bien que yo no solía soltarlas, como él mismo y como Tupra. Acaso ahora estaba dispuesto a proporcionarme algunos datos y a alimentar mi imaginación, antes de que fuera demasiado tarde y ya no pudiera alimentar ni dirigir ni maquinar ni escenificar ni configurar nada. Antes de que quedara a la entera merced de los vivos, que casi nunca son piadosos con los muertos recientes. 'Eso es mucho querer saber, Jacobo', había contestado a mi pregunta directa. 'Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos'. Tal vez había llegado ese día.

–¿Qué hizo usted en la Guerra de España, Peter? —le pregunté sin preámbulos—. ¿Cuánto tiempo estuvo allí? No mucho, supongo. La otra vez me dijo que tan sólo había pasado por ella. ¿Con quién estuvo? ¿Dónde estuvo?

Wheeler sonrió divertido como aquella noche, cuando había jugado con mi curiosidad recién despertada y me había dicho cosas como 'Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto... Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas'. Llevó la mano al respaldo de su sillón y tanteó sin éxito. Quería su bastón y no daba con él sin volverse. Me levanté, lo cogí y se lo entregué, creyendo que iba a ponerse en pie con su ayuda. Pero se limitó a cruzarlo sobre su regazo, o más bien apoyó los extremos en los brazos de su asiento y agarró el bastón con las dos manos, como si fuera una pértiga o una jabalina.

–Bueno, estuve allí dos veces, pero las dos poco tiempo —me contestó, al principio muy lentamente, como si no quisiera del todo que le saliera la información, las palabras; como si estuviera obligando a su lengua a anticiparse a su decisión plena, a la decisión de contarme aún no cabalmente tomada: al fin y al cabo podía desearlo, pero, como me había explicado con cierta vergüenza, no estar todavía autorizado—. La primera fue en marzo de 1937. En compañía del Dr Hewlett Johnson, cuyo nombre no te dirá nada. Pero quizá sí hayas oído su apodo, el de entonces y el de más tarde, 'el Deán Rojo'. —Hablábamos en inglés, 'the Red Deanfue lo que dijo. Claro que me decía, claro que lo había oído. De hecho no daba crédito.


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