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Veneno Y Sombra Y Adiós
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Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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El que se estaba deprimiendo era yo. Dick Dearlove habría cumplido ya los cincuenta, seguía siendo famosísimo pero lo había sido más antes, en su plenitud. Aún abarrotaba sus conciertos y provocaba delirios, pero tal vez más por su nombre y su historia que por su presente fuerza, como les ocurre a la mayoría de los cantantes británicos de los años setenta y ochenta que han perdurado y mantenido su actividad, desde Elton John a Rod Stewart o los Rolling Stones. Llevaba el pelo patéticamente largo para su edad, muy rubio y muy rizado, parecía un ex-miembro de Led Zeppelin o de King Crimson o de Emerson, Lake & Palmer que treinta años más tarde intentara conservar sin cambios su enquistado aspecto juvenil. De espaldas, con aquella melena casi frita, podía confundírselo con Olivia Newton-John al final de Grease, sólo que si se daba la vuelta u ofrecía el perfil, sus facciones eran lo opuesto a las edulcoradas de aquella australiana o neozelandesa o lo que quisiera que fuese: la nariz, siempre aguileña, se le había afilado sin curvatura, sólo en sentido horizontal; los ojos, siempre chicos, se le veían ahora agrandados, pero de un modo anómalo y un poco grimoso, como si hubiera logrado realzarlos por el drástico método de afeitarse las pestañas o recortarse los párpados mediante cirugía u otra barbaridad así; y sus indudables esfuerzos para no engordar le habían jugado la mala pasada de dejarle un cuello apellejado y numerosos surcos en mejillas, mentón y frente (quizá le había caducado su ración de bottox), y en cambio no le habían evitado lucir una blanda barriga en medio de un cuerpo estirado y flaco. Nada de eso se le notaba apenas de lejos, cuando se desquiciaba en los escenarios, pero sí en cuanto se bajaba de ellos o en los primeros planos de las pantallas gigantes, que por lo demás no se prodigaban. Se había apartado de la mesa, se había puesto de lado para mirar de frente a la diseñadora Genevieve Seabrook y había cruzado las larguísimas piernas, de manera que pude ver con sorpresa y disgusto que se había embabuchado en algún momento, es decir, en el trayecto hasta el restaurante se había deshecho de sus botas altas característícas —en ninguna actuación las perdonaba, desde hacía tres decenios o más, así hiciera calor– y se había calzado unas ridiculas babuchas doradas y negras, puntiagudas de punta curva y erguida y con los talones al aire (los llevaba tatuados, observé con malestar), que le conferían un aire doméstico o cuasi veraniego que contribuyó asimismo a mi depresión. El tipo me seguía pareciendo tan mamarracho como la primera vez y aún más repelente, pero también me dio una mínima lástima, por el candor con que reconocía sus actuales dificultades conquistadoras y no tener más remedio que apoquinar en sus lances, al menos en los británicos con 'bocados tiernos'. Esperaba no enterarme de cuan tiernos podían ser a lo largo de aquella aberrada conversación, yo no pensaba indagarlo por mucho que Tupra me hubiera encomendado una deprimente misión. De hecho decidí no preguntarle ni sonsacarle a Dearlove nada más, cuanto había oído me daba para un informe somero (al fin y al cabo mis oportunidades eran escasas, con tanto comensal admirativo o cobista alrededor, si no celebérrimo a su vez), y el resto me lo podía inventar si Ure me insistía o me exigía (se me ocurrió que en Escocia Tupra tendería a llamarse así, o tal vez preferiría Dundas en Edimburgo). —No, no te lo diré, querido Dickie —le contestó Viva Seabrook con una sonrisa tan cariñosa como maliciosa en la relativa medida en que puedo calificarla, pues las capas de maquillaje se le abigarraban y debían de sumar el grosor de una máscara mortuoria egipcia, quiero decir de faraón—; pero debes tener en cuenta que a sus edades más tempranas los chicos están dispuestos a todo por metérsela a alguna mujer. Esa es mi suerte, aunque a veces me tapen la cara con la sábana o con mis propias faldas y eso me siente bastante mal. Ahora ya no tanto, pero la primera vez que uno me puso la almohada encima, me entró un ataque de indignación y el jovencito salió huyendo, espantado por mis palabrotas e insultos. Yo creo que estoy de buen ver, pero claro, necesitan no asociarme con sus madres ni con sus tías, comprendo que eso es un anticlímax, y por lo general son tan elementales, tan auténticamente despiadados y brutos... Ya sabes.

Me extrañó que también ella hablara con tanto sans-gênedelante de desconocidos como yo. Quizá lo propiciaban el medio y su vanidad; quizá no veían a la gente a su alrededor, como si sólo los muy famosos se captaran entre sí y el resto del mundo les fuera una nebulosa que no importaba ni contaba más que como público o diqueque jalea y aplaude, o que en el peor de los casos guarda un respetuoso o cohibido silencio y se limita a asistir al diálogo de las celebridades, como si se encontrara a oscuras en un teatro. En cierto sentido era como si estuvieran solos, ellos dos. Y lo que Dearlove le respondió, tras apoyar unos instantes sus rizos sobre el inmenso escote de Seabrook, como si buscara consuelo o refugio en el seno de la vieja amiga, me reafirmó en esa impresión:

–Oh Viva, cuánto nos queda, o cuánto me queda a mí. Llegará un día en que sólo sea un recuerdo para los de más edad, y ese recuerdo cada vez será más tenue a medida que se vayan muriendo los que lo conserven, uno tras otro, la cuenta siempre menguante y nunca más ya creciente, y durante tantos años fue cuenta en aumento que ahora no lo puedo resistir. No es sólo que uno se haga viejo, y que desaparezca, sino que también irán desapareciendo cuantos puedan hablar de mí, los que me han visto y escuchado y los que se han acostado conmigo, por jovencísimos que fueran en el momento, se harán viejos y gordos y morirán, como si padecieran todos una maldición. No es de esperar que mis canciones me sobrevivan y que las sigan oyendo las generaciones futuras, y qué será de ellas cuando yo ya no esté para defenderlas y repetirlas, cuando ya no sea capaz de aguantar conciertos como el de hoy. No volverán a sonar. Ni siquiera he compuesto apenas en los últimos quince años, grandes melodías que otros pudieran recuperar y cantar mañana, aunque fuese en versiones horrendas, y ahora ya no tengo el ímpetu para ponerme a escribir. No creo que me saliera nada memorable. —Y añadió desconcertantemente—: Si ni siquiera a McCartney y a Lennon les sale ya nada desde hace siglos, cómo iba a lograrlo yo. Seré olvidado del todo, Viva. No quedará rastro de mí.

Había algo de teatral en su voz y en los ademanes con que acompañó estos lamentos, pero también se notaba que encerraban una parte de verdad. Estiró más las piernas, y yo me erguí un poco para verle mejor los asquerosos talones tintados, sentía curiosidad por distinguir el dibujo o lema de sus tatuajes.

–Pero si Lennon lleva treinta años muerto —no pude evitar decir—. Cómo diablos va a componer.

–Eso no importa —me contestó rápido Dearlove—. Y además, tampoco fue nunca tan bueno. Si no le hubieran pegado unos tiros, la gente hoy vomitaría al oír sus canciones. —'Otro de la hermandad Kennedy-Mansfield’ pensé—. Vaya tipo pretencioso y blando, y con mala voz. —Y a continuación me fulminó con sus agrandados ojos chicos de sajado párpado, como si yo fuera un acérrimo defensor de Lennon, lo que nunca he sido ni seré. Más bien estaba de acuerdo con el diagnóstico del Doctor Dearlove, antiguo dentista, pero hacérselo saber entonces habría parecido coba de la más rastrera.

Al menos mi imprudente intervención tuvo la virtud de ponerlo de momentáneo mal humor, es decir, de animarlo y sacarlode la melancolíahacia la que se había deslizado, y durante el resto de la cena volvió a ser un hombre alegre y de impertinentes bromas tirando a pesadas. Yo me lo pasé casi callado, aliándome con disimulo de vez en cuando y estirando mucho el cuello para leerle los talones, pero no lo conseguí.

Más tarde, muy harto, informé a Ure o Dundas de la manera más resumida posible:

–Te confirmo cuanto te dije la otra vez, y sólo te hago esta matización: está tan preocupado por su posteridad que quién sabe, a lo mejor cometería un día una barbaridad para que al menos se lo recordase por ella. No cree que su música vaya a perdurar más que él. Así que en un momento de desesperación, lejos de evitarlo a toda costa, podría echarle un borrón a su vida, y darle por ingresar deliberadamente en los Kennedy-Mansfield, como los llamas tú. Pero tendría que ser en medio de una depresión profunda, de una obnubilación, algo así, o dentro de bastantes años, cuando ya esté retirado y no dé conciertos ni lo arrope la multitud. Está tan centrado en sí mismo que ve como una maldición injusta que se mueran quienes lo han admirado y conocido a él, como si eso no les tocara ni lo compartieran cuantos han pisado la tierra o cruzado el mundo. —Y en seguida añadí—: Tú que lo conoces más, ¿sabes qué lleva tatuado en los talones de los pies? —Me parecio conveniente formularle la pregunta con esa absurda especificación, 'de los pies', porque 'heels'también puede significar 'tacones' en inglés.

Pero Tupra no me hizo caso. No se dio por contento y hube de relatarle hasta la última frase intercambiada en la cena, con Dearlove, con Viva Seabrook, con mi compatriota de la farándula que se sentaba cerca y con cualquiera que hubiera metido mínima baza en la conversación. Detestaba que me solicitara estas reproducciones escrupulosas de diálogos, que me obligara a vivirlos por segunda vez. Me sentía como esos vacuos escritores de diarios que registran sus mezquinas vidas con gran detalle y además las dan luego a la imprenta, para tedio de lectores incautos o muy mezquinos y vacuos a su vez.

A York no supe por qué me llevó. Paseamos largamente por el adarve de lamuralla larguísima, circundando la ciudad, como si fuéramos dos centinelas o dos príncipes. Quiso que nos llegáramos en coche a Coxwold, un pueblecito vecino en el que se encuentra la casa que hace dos siglos ymedio era la del escritor Laurence Sterne, Shandy Hall, así llamada en honor de su novela más importante, Tristram Shandy. Atribuí su empeño a la influencia de Toby Rylands, quien llevaba años trabajando, cuando yo lo traté, en 'el mejor libro que jamás se haya escrito', según me dijo una vez —no tanto con inmodestia cuanto con convicción—, sobre la otra obra principal de Sterne, A Sentimental Journeyo Viaje sentimentalcomo si Tupra quisiera rendir de ese modo homenaje a su antiguo maestro de Oxford o del MI6 o de ambos, a lo que no tuve nada que oponer sino todo lo contrario, y además yo no era quién para objetar. Sin embargo, nada más llegar buscó al encargado de la casa-museo, un hombre más joven que él y que yo y al que me presentó inverosímilmente como Mr Wildgust ('Ráfaga Salvaje' en su literalidad), con el que se encerró a hablar en un despacho mientras me instaba a recorrer por mi cuenta el lugar. En cada habitación de aquella grata y apacible casa de dos plantas había un anciano o una anciana —voluntarios, jubilados sin duda– que, lo quisiera uno o no, daban al visitante extensas explicaciones sobre la vida y costumbres de su dueño dieciochesco y sobre las rehabilitaciones llevadas a cabo en la mansión, tanto en tiempos de un tal Mr Monkman, venerado fundador de la Laurence Sterne Trust, como en la actualidad (aporté de buen grado una pequeña cantidad a la causa). En el amplio jardín cometí un acto probablemente penado por la ley: arranqué una pequeñísima planta, que escondí y mantuve húmeda durante el resto del viaje, y que más tarde, en Londres, sin apenas cuidados ni esfuerzo, se me convirtió en otra planta de extraordinarias lustrosidad y pujanza, aunque nunca averigüé su nombre, ni en inglés ni en español (me hizo ilusión llevarme y conservar algo vivo del jardín de la familia Shandy). Tupra no se molestó en visitar la casa, ya la conocía, dijo, y seguramente era verdad. Al cabo de una hora salió con Wildgust, un semijoven de aspecto afable e inocente y alegre, con gafas y pelo rubiáceo algo largo, y regresamos a York, donde tal vez él se encontró con alguien más, pero yo no. No me pidió ninguna interpretación de nadie ni mi opinión de nada, ni siquiera de Sterne, de la inacabable muralla ni de Shandy Hall.

Costaba creer que un hombre tan práctico como Tupra tuviera otra relación con Coxwold o con Mr Wildgust que la profesional, y a su vez era difícil imaginar por qué iba a ver a éste en persona y de qué podría servirle aquel encargado de vida aparentemente contemplativa —no debía de tener mucho quehacer: cuando llegamos estaba enfrascado en la lectura de una novela, en el puesto de los objetos y las postales, sin cliente alguno—, perdido en una aldea de Yorkshire a la que en su día habían destinado como párroco al no muy vocacional, mundano e irreverente Reverendo Sterne. Tampoco resultaba fácil figurarse cuáles eran sus asuntos con un zapatero berlinés al que fuimos a ver en su diminuta y elegante tienda, llamada Von T (calzado sólo para caballeros, hecho a mano), la vez que viajamos hasta el continente, poco después de estos otros desplazamientos en la isla grande. Claro está que Reresby se probó y compró zapatos, y que el señor Von Truschinsky, de la Bleibtreustrasse, tomó a instancias de Tupra, con unos bonitos y artesanales aparatos de madera que yo no había visto hasta entonces, las medidas exactas y completas de mis dos pies —ancho y largo, altura, empeine y tatuable talón—, en la confianza, dijo con modestia y tacto y en un notable inglés, de que quedara contento y me animara a seguir el ejemplo de mi jefe y le encargara más pares en el futuro, desde Inglaterra o desde España, pues lo cierto es que también yo compré dos pese a los elevados precios, con excelentes resultados, eso sí, y mejora general de mi aspecto a ras de suelo. (Y pensar que una vez había temido que Tupra calzara botas o zuecos o algo peor si lo hay.) Lo raro era que tanto esos pares míos como los que Reresby adquirió eran de sendas marcas inglesas de las que nunca había oído hablar —acaso por exquisitas—, Edward Green, de Northampton, en activo desde 1890, yGrenson, no de dónde, desde 1866. Me pareció extravagante viajar hasta Berlín para hacerse allí con ellos —él eligió un modelo Hythe y otro Elmsley, aquél en 'Chestnut Antique'y éste en ‘ Burnt Pine Antique’yo uno Windermere en 'Black’y otro Berkeley en 'Tobacco Suede’—, en vez de comprarlos en nuestro país, quiero decir en el de Tupra y en el que vivía yo. Después de la ceremonia de medición, llevada a cabo con parsimonia y delicadeza extremas por el dueño y empleado único, Tupra pasó con Von Truschinsky a la trastienda, y departieron tras la cortina durante unos quince minutos mientras yome distraía mirando catálogos de zapatos finos, de ahí que ahora sepa tanto sobre los verdaderos nombres de sus colores y que algunos de los que llevo los creó el superlativo John Hlustik, lo cual no me dijo mucho entonces pero me sonó a importante y a checo. El murmullo que me llegó no fue de inglés, tampoco tuve la impresión de que fuese de alemán.

Como en York, no me hizo traducir a nadie en Berlín ni conocer a nadie más. Me dejó tiempo libre, no me invitó a una cena que tuvo con gente de la ciudad. Durante el vuelo de regreso pensé que al menos me preguntaría por el zapatero, mi por fuerza superficial opinión, y acaso por el señor Wildgust con retraso, aunque yo no hubiera estado presente en la parte sustancial de sus conversaciones con ninguno de los dos. Pero como al cabo de una hora de pasarlo mal en el aire Tupra siguiera hablándome sólo de carreras de caballos y de fútbol (le reventaban las antinaturales riqueza rusa y antipatía lusa de su equipo de toda la vida, el Chelsea), no me resistí a preguntarle yo a él:

–Por curiosidad, ¿en qué lengua hablabais a solas, Mr Von Truschinsky y tú?

Me miró con tan bien fingida sorpresa que hasta dudé si era real.

–En qué íbamos a hablar, en inglés. En lo mismo que contigo, qué sentido tenía cambiar. Además, yo sé poco alemán.

No era cierto lo del inglés, pero no quise discutir. Así que cambié de tema, o quizá no tanto:

–Escucha, Bertram. Entiendo que me hicieras acompañarte a Bath y a Edimburgo, espero haberte sido allí de utilidad. Pero no me explico por qué quisiste que fuera contigo a York ni por qué he venido a Berlín. No me has dado tarea, no he visto de qué podía servir. Y no me digas que por llevar compañía, porque te desagrada viajar solo. En York tenías la de Jane, aunque luego casi ni la aprovecháramos. —Jane Treves no había tomado parte en la excursión a Coxwold ni caminó largamente por el adarve medieval. Tan sólo habíamos cenado con ella. Podía ser que Tupra la hubiera visto sin mí. Podía ser, por qué no, que él sí la hubiera aprovechado y ella hubiera dormido en su habitación.

–Estaba muy ocupada con sus parientes. La incluí en el viaje más que nada para que tuviera ocasión de verlos. Hacía mucho que no los visitaba. Estoy muy contento de su trabajo. No ha parado últimamente.

–Y en cambio, con todas estas escapadas, a mí me estás obligando a retrasar mi viaje a Madrid. No sé si te das cuenta de que hace siglos que no veo a mis hijos, no los voy a reconocer. Ni a mi padre. Mi padre está muy mayor, sólo tiene un año menos que Peter. A veces tengo miedo de no ir a volver a verlo. —Y aquí sí insistí—: ¿Para qué me has hecho venir? ¿Para comprar zapatos? ¿Para renovarme el calzado?

Tupra sonrió con sus labios gruesos que ni siquiera se le afinaban apenas al estirarlos.

–Convenía que te presentara a Clemens von T, es ya un viejo amigo y da un magnífico servicio, se puede confiar en él. Seguro que a partir de ahora calzarás mucho mejor. Podrás tratar directamente con él, además. Para el mes que viene no hay viajes previstos, así que no habrá inconveniente en que te traslades unas semanas a Madrid. Si quieres. Dos o tres.

Un permiso tan largo. Me desconcertó. Se lo agradecí. Pero no había manera de que contestara a lo que decidía no contestar, eso lo sabía yo bien, ni de que diera explicaciones de lo que no quería o no debía explicar. Abandoné. Supuse que con aquellas frases se refería a otra cosa que a los zapatos, que más adelante me encargaría tratar de algo que no fuera calzado con Clemens von T. Sin embargo lo cierto es que todavía hoy, pasado ya todo el tiempo de la fiebre y el sueño, bien de vuelta ya en Madrid, sigo pidiéndole mis bonitos y duraderos pares a su diminuta tienda de Berlín.

No mintió Tupra en aquel avión, y organicé mi viaje a Madrid para el mes siguiente, una estancia de quince días, me di cuenta de que con eso tendría bastante y hasta quizá me sobraría, quiero decir que no sabría qué hacer allí con mi tiempo, tras haber visto una vez a todos.

Es extraño e incongruente el proceso de las nostalgias, o del echar de menos, tanto si es por ausencia como por abandono o por muerte. Uno cree al principio que no puede vivir sin alguien o alejado de alguien, la pena inicial es tan afilada y constante que se siente como un hundimiento sin límite o como una lanza interminable que avanza, porque cada minuto de privación cuenta y pesa, se hace notar y se nos atraganta, y uno sólo espera que pasen las horas del día a sabiendas de que su paso no nos llevará a nada nuevo sino a más espera de más espera. Cada mañana abre uno los ojos —si se ha beneficiado del sueño que no permite olvidar del todo, pero que confunde– con el mismo pensamiento que lo oprimió justo antes de cerrarlos, 'Ella no está y no va a volver', por ejemplo (sea volver a mí o de la muerte), y se dispone no a atravesar la jornada fatigosamente, pues ni siquiera es capaz de mirar tan lejos ni de diferenciarlas, sino los siguientes cinco minutos y luego otros cinco fatigosamente, y así seguirá de cinco en cinco si es que no de uno en uno, enredándose en todos y a lo sumo tratando de distraerse durante dos o tres de su conciencia, o de su parálisis cavilatoria. No será por su voluntad si eso sucede, sino por algún azar bendito: una noticia curiosa en el telediario, el rato de completar o de empezar un crucigrama, la llamada irritante o solícita de quien no soportamos, la botella que se nos cae al suelo y nos obliga a recoger los añicos para no cortarnos cuando por pereza andemos descalzos, la infame serie de televisión a la que le vemos la gracia —o es simplemente que nos acostumbramos a la primera a ella, de golpe– y a la que nos entregamos con inexplicable consuelo hasta los títulos de crédito concluyentes, deseando que se iniciara al instante otro episodio que nos permitiera aferramos a un estúpido hilo de continuidad hallado. Son las rutinas halladas las que nos sostienen, lo que a la vida le sobra, lo tonto inocuo, lo que no entusiasma ni nos pide participación ni esfuerzo, el relleno que despreciamos cuando todo está en orden y nosotros activos y sin tiempo para añorar a nadie, ni siquiera a los que ya se han muerto (aprovechamos esos periodos para sacudírnoslos de nuestras espaldas, de hecho, aunque eso sirva sólo temporalmente, porque los muertos se empeñan en seguir muertos y siempre vuelven más tarde, para hacernos sentir la punzada de su alfiler en el pecho y caer como plomo sobre nuestras almas).

Pasa entonces el tiempo, y a partir de un día difuso volvemos a dormir sin sobresaltos y sin recordar en el sueño, y a afeitarnos ya no al azar ni a deshoras sino por la mañana; ninguna botella se rompe ni nos irrita ninguna llamada, prescindimos del culebrón, del crucigrama, de las salvadoras rutinas sobrevenidas que observamos con extrañeza en la despedida porque ya casi ni comprendemos que nos hicieran falta, y hasta de las personas pacientes que nos entretuvieron y nos escucharon durante nuestra temporada de luto, monótona y obsesiva. Alzamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor de nuevo, y aunque no haya nada promisorio ni llamativo, ni que sustituya a lo añorado y perdido, empieza a costamos mantener esa añoranza y nos preguntamos si de verdad perdimos. Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien, de tratar de complacerla y de velar su sueño y de ocultarle lo ocultable o lo que le haría daño, y en la asentada ausencia de alerta halla uno un enorme descanso. 'Fui abandonado', piensa, 'por la amante, el amigo o el muerto, tanto da, todos se fueron, el resultado es el mismo, me quedé a lo mío. Acabarán lamentándolo, porque gusta saberse querido y entristece saberse olvidado y yo ahora los voy olvidando, y el que muere, más o menos, también sabe lo que le espera. Yo hice cuanto pude, aguanté a pie firme, y aun así se me apartaron.' Cita uno entonces para sus adentros: 'La memoria es un dedo tembloroso'. Y añade luego de su cosecha: 'Y no siempre atina a señalarnos'. Descubrimos que nuestro dedo ya no atina, o que lo logra cada vez menos, y que quienes nos absorbieron la mente noche y día y noche y día, y estaban fijos en ella como un clavo martillado y hundido, se desprenden poco a poco y comienzan a no importarnos; se tornan borrosos, temblorosos ellos mismos, y hasta se puede dudar de su existencia como si fueran una mancha de sangre ya frotada, lavada y limpiada, o de la que sólo queda el cerco, lo que mas tarda en quitarse, y ese cerco ya va cediendo.

Pasa entonces más tiempo y llega un día, antes de que desaparezca el rastro, en el que la mera idea de acercarse a ellos nos representa de pronto una carga. Aunque no vivamos contentos y todavía los echemos en falta, aunque aún suframos por su lejanía o su pérdida en alguna ocasión suelta —una noche miramos desde la cama nuestros zapatos solos, dejados al pie de una silla, y nos invade la pesadumbre al acordarnos de los de tacón de ella que solían ponerse a su lado año tras año, subrayando que éramos dos hasta en el sueño, en la ausencia—, resulta que quienes más quisimos, aún queremos, se han convertido en gente de otra época, o perdida por el camino —el nuestro, a cada uno le cuenta el suyo—, en seres casi pretéritos a los que no apetece volver porque ya nos son consabidos, y el hilo de la continuidad se ha roto con ellos. Miramos siempre el pasado con un sentimiento de superioridad soberbio, hacia él y hacia sus contenidos, así sea nuestro presente más bajo o más desdichado o enfermo, y el futuro no nos augure mejoría de ningún tipo. Por brillante y feliz que fuera, lo pasado se nos aparece contaminado de ingenuidad, de ignorancia, en parte de tontería: en ello nunca sabíamos lo que vendría después y ahora sabemos, y en ese sentido sí es inferior, objetiva y efectivamente; por eso lleva consigo siempre un elemento de irremediable tontuna, y nos hace sentir vergüenza por haber permanecido en Babia, por haber creído en su tiempo lo que hoy nos consta que era falso, o quizá no lo era entonces, pero ha dejado también de ser cierto, al no haber resistido o perseverado. El amor que parecía firme, la amistad de la que no dudábamos, el vivo con el que contábamos como vivo eterno porque sin él era inconcebible el mundo o que el mundo fuera aún tal mundo, y no otro sitio. A nuestro muerto más querido no podemos evitar mirarlo un poco de arriba abajo, más al cabo del más tiempo que va haciéndolo más caduco, no sólo con pena sino con lástima, sabedores de que no se ha enterado —oh, fue un iluso– de cuanto sucedió tras su marcha, mientras que nosotros sí estamos al tanto. Asistimos a su entierro y oímos lo que allí se decía, también lo que se murmuraba entre dientes, como si los que hablaban temieran que él aun pudiera escucharlos, y vimos a sus dañadores presumir de íntimos suyos y fingir que lo lloraban. Él no vio ni oyó nada. Murió en el engaño como todo el mundo, sin saber nunca lo bastante, y es eso precisamente lo que nos lleva a compadecerlos a todos y a considerarlos pobres hombres y pobres mujeres, pobres niños adultos, pobres diablos.

Tampoco saben ya de nosotros los que dejamos atrás o se fueron de nuestro lado, para nosotros han quedado fijos e inamovibles igual que los muertos, y la sola perspectiva de volver a encontrarlos y de tener que contarles y oírles se nos hace muy cuesta arriba, en parte porque nos parece que ni ellos ni nosotros querríamos contar ni oírnos nada. 'Qué pereza', pensamos, 'esa persona no ha asistido a mis días durante demasiado tiempo. Solía saberlo casi todo de mí, o lo principal al menos, y ahora se le ha hecho un hueco que no podría ser colmado, aunque yo le relatara con todo detalle lo habido sin su conocimiento inmediato. Qué pereza tratarse de nuevo, y explicarse, y qué trastorno reconocer al instante las viejas reacciones y los viejos vicios y las viejas zozobras y los viejos tonos, los míos con ella y los suyos conmigo; y hasta los mismos celos mordidos y las mismas pasiones, sólo que acalladas. Ya nunca podré verla como a alguien nuevo, tampoco como a mi ser cotidiano, me resultará gastada a la vez que ajena. Iré a casa a ver a Luisa, y a los niños, y tras estar largo rato con ellos y empezar a reacostumbrarlos, me sentaré al lado de ella otro rato más corto, quizá antes de salir a cenar a un restaurante, mientras esperamos a la canguro que tarda, en el sofá compartido durante tantos años pero ahora como una visita extraña, de confianza y de desconfianza, y no sabremos cómo comportarnos. Habrá pausas y carraspeos, y frases estúpidas e inauditas estando los dos cara a cara, como "Bueno, ¿qué tal te va?" o "Te veo con muy buen aspecto". Y entonces nos daremos cuenta de que no podemos ni estar juntos sin estarlo de veras, y de que además no lo queremos. No habrá entera naturalidad ni artificialidad completa, no se puede ser superficial con quien conocemos profundamente y desde siempre, tampoco hondo con quien nos ha perdido el rastro y escondido el suyo, y tanto ignora. Y al cabo de media hora, tal vez de una, de dos a lo sumo, a los postres, consideraremos que ya está, y lo que será más raro, que con esa vez basta y me sobrarán trece días. Y aunque impensablemente cayéramos el uno en brazos del otro y ella me dijera lo que llevo tanto tiempo deseando oírle, "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado. No he ahuyentado tu fantasma, esta almohada es aún la tuya y no había sabido verte. Ven y abrázame. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre"; aunque en vista de eso yo cerrara mi apartamento de Londres y me despidiera de Tupra y de Pérez Nuix, de Mulryan y Rendel y aun de Wheeler, e iniciara la tarea rauda de convertirlos en un largo paréntesis —pero hasta los interminables se cierran y luego puede uno saltárselos—, y regresara a Madrid entonces con ella —y no digo que no lo hiciera si hubiera esa oportunidad, si me la diera—, lo haría sabiendo que lo interrumpido no puede reanudarse, que aquel hueco permanece siempre, quizá agazapado pero constante, y que un antes y un después nunca se sueldan.'



Así que, pese a mis sinceras ganas de pisar otra vez mi ciudad y ver a los míos, incluso a los que ya no se sintieran míos; de enfrentarme a sus rostros de ayer tras haberme ausentado del hoy y su hoy e ir a encontrarme sin transición ni aviso con los de mañana, no sólo planeé una estancia de dos semanas en lugar de las tres que mi jefe había llegado a ofrecerme, sino que aún aplacé un poco más mi marcha, a la vuelta de Berlín, para interesarme antes por De la Garza.

Pensé en llamarlo sin más e inquirir por su salud, pero se me ocurrió que si decía mi nombre tal vez no quisiera ni ponerse, y que si decía uno falso e inventaba un pretexto o consulta ociosa, me resultaría difícil preguntarle luego por su estado físico, de repente y sin venir a cuento, siendo un supuesto desconocido. Decidí, pues, visitarlo por sorpresa, esto es, sin cita previa. Pero como en ningún sitio oficial hoy entra nadie sin especificar a qué viene y demostrar que algo allí se le ha perdido, telefoneé a un conocido de la BBC Radio con el que había compartido tediosos programas sobre terrorismo y turismo al principio de mi vida en Londres, antes de ser reclutado por Tupra o más bien por Wheeler, y que, al igual que yo, había logrado abandonar pronto su aburrido puesto y mejorar su posición sin duda, con un cargo impreciso pero no del todo menor en la Embajada española en la Corte de mi patrón St James, o San Jacobo. Este individuo, untuoso y traicionero, con espíritu de déspota a la vez que de fámulo (con frecuencia van unidos, pese a la oposición de superficie), se llamaba Garralde y carecía enteramente de escrúpulos cuando su medro andaba en juego; siempre estaba dispuesto a mostrarse servil no ya con los poderosos y famosos, sino con quienes él calculaba que podrían serlo un día, aunque fuese poco: lo suficiente, sin embargo, para hacerle un favorcillo futuro o poder él reclamárselo; de la misma manera, era despreciativo con quienes en sus previsiones jamás iban a serle de utilidad alguna, si bien tampoco tenía reparo en volverse encantador con ellos súbitamente y con el mayor cinismo, si descubría al cabo del tiempo que se había equivocado. Tenía una cara ancha, de luna a punto de ser llena; los ojos chicos, la piel muy porosa, como si fuera pulpa, y los dientes algo separados, y éstos le conferían un aspecto salaz que, por lo que yo sabía, se correspondía sólo con su mentalidad ansiosa —era como si segregara jugos sin pausa—, pero no con sus actividades: esa clase de sujeto que requiebra a todo el mundo entre risas —probablemente a mujeres y a hombres, a éstos sólo de manera implícita, cómo decir, e interrogativa, interesándose mucho por ellos—, pero que, llegado el raro caso de por fin ser requerido por alguno de sus requebrados, se escabulle también entre risas, temeroso de sus incumplimientos. Llevaba ua pelo extraño, parecía un gorro de Davy Crockett (sin la cola de castor o de mapache o de lo que fuera, había ya suficientes colgajos con los de De la Garza en esa Embajada; aunque allí no sé los pusiera), y siempre me pregunté si aquel pelo-gorro de trampero no era en realidad un pelucón tan aparatoso y tupido que justamente por eso nadie se atrevía a sospechar que lo fuera. Cada vez que lo veía me entraban ganas de darle un buen tirón, enmascarado de viril cariño o de viril y pesada broma, por ver si me lo quedaba en la mano, yde paso probar su tacto (lucía grimoso pero aterciopelado).


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