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Veneno Y Sombra Y Adiós
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Автор книги: Javier Marias



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Annotation

Con Veneno y sombra y adiós se cierra el periplo londinense de Jacobo -o Jacques o Jack o Jaime o Iago o Yago– Deza, el profesor que se inventaba etimologías en la oxoniense. El primer tomo comienza con el sonido de unos pasos a la espalda de Jacobo Deza y concluye con el autor de esos pasos llamando al timbre del protagonista. En el segundo sabemos que es Pérez Nuix quien llama, y sube al piso, y entretanto nos hemos enterado de cómo se las gasta Tupra, el jefe de la oficina innominada donde Deza ejerce de agente secreto. Ahora Pérez Nuix explica qué favor requiere, el inoculador de venenos Tupra esparce sus toxinas y Deza regresa a Madrid para comenzar una trama nueva que deberá cerrar por el bien de su familia, pero que le llevará a igualarse a ese Tupra o Reresby de quien poco se distingue, en el fondo. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aquí una historia que es mucho más que una historia el tercer y último volumen de "Tu rostro mañana". El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aquí los inesperados rostros de quienes lo rodean y también el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo más o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traición y violencia que se nos inocula como un veneno.

VENENO Y SOMBRA Y ADIÓS

V Veneno

VI Sombra

VII Adiós

Agradecimientos

VENENO Y SOMBRA Y ADIÓS


Tu rostro mañana Nº3

Con Veneno y sombra y adiós se cierra el periplo londinense de Jacobo -o Jacques o Jack o Jaime o Iago o Yago– Deza, el profesor que se inventaba etimologías en la oxoniense. El primer tomo comienza con el sonido de unos pasos a la espalda de Jacobo Deza y concluye con el autor de esos pasos llamando al timbre del protagonista. En el segundo sabemos que es Pérez Nuix quien llama, y sube al piso, y entretanto nos hemos enterado de cómo se las gasta Tupra, el jefe de la oficina innominada donde Deza ejerce de agente secreto. Ahora Pérez Nuix explica qué favor requiere, el inoculador de venenos Tupra esparce sus toxinas y Deza regresa a Madrid para comenzar una trama nueva que deberá cerrar por el bien de su familia, pero que le llevará a igualarse a ese Tupra o Reresby de quien poco se distingue, en el fondo. Con sus nuevos y cruciales episodios en Londres, Madrid y Oxford, con su desenlace sobrecogedor, se cierra aquí una historia que es mucho más que una historia el tercer y último volumen de "Tu rostro mañana". El narrador y protagonista, Jacques o Jaime o Jacobo Deza, acaba por conocer aquí los inesperados rostros de quienes lo rodean y también el suyo propio, y descubre que, bajo el mundo más o menos apaciguado en que vivimos los occidentales, siempre late una necesidad de traición y violencia que se nos inocula como un veneno.



Autor: Marías, Javier

©2007, Alfaguara

Colección: Alfaguara literaturas

ISBN: 9788420472355

Generado con: QualityEPUB v0.28

Para Carmen López M,

que ha tenido la gentileza

de quererme seguir oyendo

pacientemente hasta el final



Y para mi amigo Sir Peter Russell,

y mi padre, Julián Marios,

que generosamente me prestaron

buena parte de sus vidas,

in memoriam

V Veneno

—Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo. Todas esas ocasiones en las que alguien cubre con su cuerpo a otro, o se interpone en la trayectoria de una bala o de una puñalada, son excepciones extraordinarias y por eso se destacan, y la mayoría son ficticias, están en las novelas y en las películas. Las pocas que se dan en la vida son impulsos irreflexivos o dictados por un sentido del decoro aún muy fuerte y cada vez más raro, hay quienes no podrían soportar que su hijo o su amada se fueran al otro mundo con la idea última de que uno no impidió su muerte, no se sacrificó, no dio su vida por salvar la de ellos, como si se tuviera interiorizada una jerarquía de vivos que ya va quedándose anticuada y pálida, los niños merecen más vivir que las mujeres y las mujeres más que los hombres y éstos más que los ancianos, algo así, así era antes, y esa vieja caballerosidad pervive en algunas personas, cada vez en menos, en los de ese decoro tan absurdo si bien se mira, porque, ¿qué debería importar el pensamiento último, el despecho o la decepción fugaces de quien un instante después ya estará muerto, sin más capacidad de decepción ni despecho ni de pensamiento? Es verdad que aún hay unos pocos que tienen esa preocupación arraigada y a los que eso importa, y que por lo tanto actúan para el testigo a quien salvan, para quedar bien ante él o ella, y ser recordados con admiración y agradecimiento eternos; sin acordarse de veras en el decisivo momento, sin plena conciencia entonces, de que nunca disfrutaran esa admiración ni ese agradecimiento, porque serán ellos quienes un instante después ya se habrán muerto.

Y mientras él hablaba me vino a la cabeza la expresión difícilmente comprensible si no intraducible, que por eso no dije en el acto, me habría llevado un rato explicársela a Tupra: 'Es lo que nosotros llamamos vergüenza torera', me acudió al pensamiento, y en seguida: 'Claro que los toreros cuentan con un montón de testigos, una plaza entera más millones de telespectadores a veces, y puede entenderse mejor que piensen; "Yo de aquí salgo con la femoral reventada, yo de aquí salgo cadáver antes que como un cobarde, ante tanta gente que lo contaría sin fin ya para siempre". Esos toreros temen el horror narrativo más que a la peste, el mal paso último que los defina, para ellos su final sí cuenta mucho, como para Dick Dearlove y casi cualquier personaje público, me imagino, cuya historia está a la vista de todos en todos sus tramos, o en sus capítulos, hasta el desenlace que acaba marcándola entera, o que le da injusto y falaz sentido'. Y luego no pude evitar soltarlo, aunque interrumpiera con ello a Tupra, brevemente, Pero era una aportación a lo que él decía, y una manera de fingir el diálogo:

–A eso lo llamamos en español ‘vergüenza torera'. —Y dije tal cual las dos palabras, para a continuación traducírselas—. 'Bullfighter's shame’literalmente, o 'sense of shame'. Otro día te explicaré en qué consiste, aquí no tenéis toreros. —Pero ni siquiera estaba seguro de que fuera a haber otro día, en aquel momento. Ni un día más a su lado, ningún día.

–Bien, pero no te olvides. No, no tenemos. —Tupra sentía siempre curiosidad por las expresiones de mi lengua sobre las que de tarde en tarde yo lo ilustraba, cuando venían a cuento y eran llamativas. Pero ahora me estaba ilustrando él a mí (ya sabía hacia dónde iba, y también él o su camino me provocaban curiosidad, más allá del rechazo al término del trayecto que preveía), de modo que prosiguió—: De eso a dejar morir a otro para salvarse hay sólo un paso, y a procurar que sea ese otro quien muera en lugar de uno mismo, y hasta a propiciarlo (ya sabes, es él o yo), tan sólo uno más y muy corto, y ambos se dan fácilmente, sobre todo el primero, lo da casi todo el mundo en una situación extrema. Por qué si no en los incendios de teatros y discotecas muere más gente aplastada y pisoteada que abrasada o asfixiada, por qué en el hundimiento de un barco hay quienes ni siquiera esperan a llenar un bote antes de descolgarlo, con tal de alejarse ellos pronto y sin carga, por qué existe esa misma expresión de 'Sálvese quien pueda', que supone prescindir de todo miramiento hacia los demás y reinstaurar de pronto la ley de la selva, que todos tenemos naturalmente asumida y a la que no nos cuesta volver ni un segundo, aunque llevemos más de media vida con ella en suspenso o manteniéndola a raya. En realidad nos hacemos violencia para no seguirla y no obedecerla en todo momento y en cualquier circunstancia, y aun así la aplicamos mucho más de lo que nos reconocemos, sólo que disimuladamente, con un barniz de civilidad en las formas o bajo el disfraz de otras leyes y regulaciones respetuosas, más lentamente y con numerosos rodeos y trámites, todo es más trabajoso pero en el fondo es la ley que rige, es la que manda. Así es, piénsalo. Entre las personas y entre las naciones.

Tupra había dicho el equivalente inglés de 'Sálvese quien pueda', que quizá denote aún menos escrúpulos, 'Every man for himself', esto es, 'Cada hombre por su cuenta' o 'Cada uno a lo suyo': que cada uno mire por su pellejo y se ocupe de sí mismo tan sólo, de ponerse a salvo por cualquier medio, y allá se las compongan los otros, los más débiles, torpes, ingenuos y tontos (también los más protectores, como mi hijo Guillermo). En ese instante se permite implícitamente empujar y arrollar y pasar por encima soltando coces, o abrirle la cabeza con el remo al desgraciado que intente retener nuestro bote y subirse a él cuando ya se desliza hacia el agua conmigo y con los míos dentro, y nadie más nos cabe, o no queremos compartirlo ni correr así el riesgo de que nos lo vuelquen. Con ser las situaciones distintas, esa voz de mando pertenece a la misma familia o género que otras tres, las que ordenan fuego a discreción, una matanza y una desbandada, una huida en masa: la que autoriza a disparar a mansalva y sin ningún criterio, a quien uno aviste y a quien uno pille, la que insta a pasar a bayoneta o cuchillo y a no hacer prisioneros ni a dejar cuerpo vivo ('Sin cuartel', es el aviso, o aún peor, si es 'A degüello'), y la que urge a salir corriendo, a retirarse con las filas rotas e indisciplinadas, pêle-mêleen francés o pell-mellen el inglés que lo calca, es decir, en tropel o atropelladamente; o bien dispersas, cada soldado en una dirección acaso y no hay suficientes para separarlos, atento sólo a su instinto de supervivencia y desentendido entonces de la suerte de sus compañeros, que ya no cuentan y en realidad dejan de serlo, aunque vayamos aún todos uniformados y sintamos el mismo miedo en la fuga única, más o menos.

Me quedé mirando a Tupra a la luz de las lámparas y a la luz del fuego, ésta hacía su tez más cobriza que de costumbre, como si tuviera sangre india de América —quizá sus labios eran de sioux, se me ocurrió entonces—, y más que de color cerveza se le veía del color del whisky. Todavía no había llegado a destino, acababa de iniciar su recorrido y no lo haría muy lento, y era seguro que antes o después volvería a preguntarme aquello, '¿Por qué no se puede? ¿Por qué no se puede ir por ahí pegando y matando, según has dicho?'. Y yo aún no tenía respuestas que con él valieran, debía seguir pensando en lo que nunca pensamos porque lo damos por universalmente acordado, es decir, por inmutable y consabido y cierto. Las que me rondaban la cabeza valían para la mayoría, tanto que cualquiera podía enunciarlas; pero no para Reresby, tal vez era aún Reresby o nunca dejaba de serlo y era siempre todos, a la vez Ure y Dundas y Reresby y Tupra, y quién sabía cuántos más nombres a lo largo de su vida agitada en tantos sitios distintos, aunque ahora pareciera estabilizado. Seguramente eran legión sus nombres y él no los recordaba hasta el último, o hasta el primero, quienes acumulan tanta experiencia suelen olvidarse de lo que hicieron en alguna época, o en varias. Ni siquiera hay rastro en ellos de quienes fueron entonces, y es como si no hubieran sido.

–También hay quien echa una mano, en esas situaciones —murmuré sin el menor énfasis—. Hay quien ayuda a subir a otro al bote o quien lo saca de entre las llamas, jugándose la propia vida. No todo el mundo sale despavorido, a ponerse a resguardo. No todos dejan atrás a los desconocidos.

Y la vista se me quedó helada en las llamas. Cuando llegamos aún había rescoldos de un fuego anterior en la chimenea, y a Tupra le costó poco avivarlo, sin duda por gusto o por ahorrar en calefacción, la noté baja, les da por economizar así a muchos ingleses, no importa si están forrados. Eso significaba que tenía servicio o que no vivía solo, allí en su casa de tres pisos que en efecto estaba en Hampstead, el lugar era casi de lujo o al menos de adinerados, quizá ganaba mucho más de lo que yo habría supuesto (tampoco me había parado a pensarlo), no dejaba de ser un funcionario por alta que fuese su jerarquía, y yo no la hacía tan alta. Así que tal vez la casa no era de él sino de Beryl y la debía a su matrimonio aún no disuelto, o más bien al primero y a un divorcio ventajoso, Wheeler me había dicho que se había casado dos veces y que Beryl se planteaba reconquistarlo por no haber mejorado en ningún aspecto desde que se habían separado. O bien Tupra contaba con otras fuentes de ingresos aparte de su profesión conocida, o los extras que le aportaba ésta ('las gratas sorpresas frecuentes, y en especie', según Peter) excedían con mucho mi capacidad imaginativa. Me parecía improbable que hubiera heredado semejante casa del primer Tupra británico y aun del segundo, uno u otro habrían sido emigrantes de algún país de escaso rango. Aunque quién sabía, quizá el abuelo o el padre habían espabilado y habían amasado una fortuna rápida, todo puede darse, acaso sucia o de usura o banca que son lo mismo, esas vuelan como relámpagos sólo que se quedan ycrecen, o eran ellos los que habían hecho gran boda, inverosímilmente a no ser que ya poseyeran la sabiduría irresistible con las mujeres y fuera ésta un legado de ellos a su descendiente.

Estábamos en un salón amplio que no era el único de la casa (había visto otro desde un pasillo, o era sala de billar tan sólo, tenía mesa con tapete verde), bien amueblado, bien alfombrado, con estanterías muy caras (eso yo sé calcularlo) y en ellas muy nobles libros costosos (eso lo sé yo ver de lejos, y de una sola ojeada), y divisé en las paredes un seguro Stubbs de caballos y lo que me parecieron un probable Jean Béraud de gran tamaño, escena de casino antiguo elegante, Baden-Baden o Montecarlo, y un posible De Nittis de dimensiones más discretas (pues también de eso distingo), escena de sociedad en el parque con purasangres al fondo, no creía que fueran copias. Alguien entendía allí de pintura o había entendido, alguien aficionado a las carreras o en general a la apuesta, y desde luego mi anfitrión lo era a aquéllas, como lo era al fútbol o al menos a los bluesdel Chelsea. Para adquirir tales cuadros no hay que ser multimillonario en libras ni en euros, pero sí le ha de sobrar a uno el dinero, o estar muy convencido de que va a seguirle entrando después de cada dispendio. El ambiente era más propio del hogar de un diplomático acomodado o de un profesor eminente para el que es prescindible su sueldo, de los que ejercen no tanto para ganarse la vida como para gozar de reconocimiento, que de un cargo del Ejército destinado a indefinibles y oscuras labores civiles, no olvidaba que las iniciales del MI6 y el MI5 significaban Military Intelligence; y entonces caí en la cuenta de que Tupra podía tener una graduación alta, Coronel, o Mayor, o tal vez Comandante o Capitán de Fragata como Ian Fleming y su personaje Bond, sobre todo si procedía de la Marina, del antiguo OIC que había dado los mejores hombres según Wheeler, el Operational Intelligence Centre, o de la NID que lo englobaba, la Naval Intelligence División, poco a poco iba yo estudiando y enterándome de la organización y distribución de esos servicios en los libros que guardaba Tupra en su despacho y que en ocasiones yo hojeaba, cuando me quedaba solo hasta tarde en el edificio sin nombre o llegaba a él temprano para adelantar o completar algún informe, y entonces podía encontrarme a la joven Pérez Nuix secándose el torso con una toalla, porque había pasado allí la noche o eso es lo que me decía.

Fijé los ojos cansados en el fuego que Reresby había encendido y que contribuía no poco a hacer de su salón un lugar de cuento o de encantamiento, me vino a la memoria la imagen del Londres más acogedor y en realidad infrecuente si es que no nunca existente, cómo decir, el de la casa de los padres de Wendy en la versión de Peter Pande Walt Disney, con sus cristaleras cuadriculadas por listones de madera lacada en blanco y sus estanterías igualmente blancas, sus racimos de chimeneas y sus apacibles cuartos abuhardillados, o así recordaba yo aquel hogar visto a oscuras en la infancia, de dibujos animados tan reconfortantes que uno deseaba quedarse a vivir en ellos. Sí, era cómoda y suave la casa de Tupra, de las que ayudan a abstraerse y a apaciguarse, algo tenía también de la del Profesor Higgins encarnado por Rex Harrison en My Fair Lady, aunque la de éste estuviera en Marylebone y la de Wendy en Bloomsbury, creo, y la suya allí en Hampstead, más al norte. Quizá necesitaba de ese entorno tranquilo y benigno para compensarse y aislarse de sus muchas actividades entrecruzadas y turbias y hasta violentas, quizá su ascendencia extranjera sin categoría o sus orígenes en Bethnal Green o en otro barrio deprimente lo habían hecho aspirar a un modelo de decoración tan opuesto a lo sórdido que casi no se encuentra más que en las ficciones, para niños si son de Barrie o para adultos si son de Dickens, era seguro que habría visto esa película que salió del primero, del dramaturgo, como todos los nifios de nuestra época en cualquier país del mundo nuestro, yo la había visto un montón de veces, en el mío.

Sacó uno de sus cigarrillos egipciacos y me ofreció, ahora era mi anfitrión y lo tenía presente maquinalmente, también me había ofrecido una copa que yo había declinado por el momento, él se había servido un oporto no de botella, sino de garrafa con medalíita colgada al cuello, como las que se pasaban velozmente los comensales (eran varias, nunca cesaban), en el sentido de las agujas del reloj, a los postres de las high tablesa las que a veces era invitado por mis colegas en mis lejanos tiempos de Oxford, quizá los suyos le mandaban todavía frascas de producción propia, de las que no se consiguen en el mercado, extraordinarias. No había estado al tanto de cuánto había bebido Tupra a lo largo de la inacabable velada que aún no acababa, pero no menos que yo, suponía, y a mí no me apetecía o cabía una gota más, a él el alcohol no parecía afectarlo, o sus estragos no se hacían en él visibles. No habían sido producto de eso su aterramiento y su castigo o paliza o thrashinga De la Garza, en todo ello había actuado con precisión y cálculo. Pero quién sabía si lo habría sido la decisión de mostrarle su muerte variante —sus variadas muertes– y de dejarnos vivos a ambos para que las recordáramos siempre, rara vez coinciden la resolución de hacer algo y la ejecución del acto, aunque vayan seguidas y aun parezcan simultáneas, tal vez había tomado aquélla con la cabeza vaporosa, humeante, y se la había despejado y helado durante los pocos minutos en que yo había permanecido aguardándolo con nuestra confiada víctima en el lavabo de los tullidos, yo se la había llevado hasta allí con engaño y con la falsa promesa de una buena raya, aunque yo ignorara entonces para qué se la ponía donde me la había pedido, a la víctima, y que la promesa era un pretexto. Debía haberlo imaginado, debía haberlo previsto. Debía haberme negado a todo. Se la había preparado a Tupra, se la había servido, había acabado por tener parte en ello. Iba a preguntarle por curiosidad: '¿Era coca de verdad lo que le has pasado al pobre diablo?'. Pero, como ocurre tras los silencios, los dos hablamos a la vez y él se adelantó una fracción de segundo, para responder a lo último que yo había dicho:

–Oh sí. Sí, claro —murmuró Reresby como con pereza—. Siempre hay quien se mira actuar, quien se ve a sí mismo como en una representación continua. Quien cree que habrá testigos que relatarán su generosa o ruin muerte y que eso es lo que más importa. O que se los imaginan si no puede haberlos, el ojo de Dios, el escenario universal, lo que tú quieras, todo eso. Quien cree que el mundo depende de sus relatores y los hechos de que se cuenten, aunque sea muy improbable que nadie vaya a molestarse en contarlos, o en contar esos concretos, quiero decir los de cada uno. La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurren y no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquello de lo que nos llega noticia es una porción infinitesimal de lo acontecido. La mayoría de las vidas, y no digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y no dejan ei menor rastro, o se hacen desconocidas al cabo de un poco de tiempo, unos años, unos decenios, un siglo, eso es en realidad muy poco tiempo, tú lo sabes. Piensa en las batallas, por ejemplo, en cuan importantes fueron para quienes las libraron y a veces para sus compatriotas, de cuántas no nos dice nada ni siquiera el nombre, hoy en día ignoramos hasta la guerra a la que pertenecieron, y además nos traen sin cuidado. ¿Qué significan hoy para nadie Ulundi y Beersheba, o Gravelotte y Rezonville, o Namur, o Maiwand, Paardeberg y Mafeking, o Mohacs, o Nájera? —Este último lugar no lo pronunció como es debido—. Pero hay muchos que se resisten a eso, incapaces de aceptarse como insignificantes o como invisibles, me refiero a una vez muertos y convertidos en materia pasada, una vez que no están ya presentes para defender su existencia, para gritar: 'Eh, que estoy aquí. Puedo intervenir y tener influencia, hacer el bien o causar daño, salvar o afligir, y hasta torcer el curso del mundo, puesto que aún no he desaparecido'. —'Soy aún, luego es seguro que he sido', pensé, o recordé que lo había pensado mientras limpiaba la mancha roja de la escalera de Wheeler y su cerco no se borraba del todo (si es que había habido tal mancha, cada vez más lo dudaba), el esfuerzo de las cosas y de las personas por evitar que digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'—. Tú hablaste de esos individuos —prosiguió Reresby, que había ido tomando un extraño impulso, para elevarse—. No son muy distintos de Dick Dearlove, según la interpretación que de él hiciste. Padecen de horror narrativo, esa fue tu expresión si mal no recuerdo, o repugnancia. Temen que el final lo emborrone y lo condicione todo, un episodio tardío o último arrojando su sombra sobre cuanto vino antes, cubriéndolo y anulándolo: que no se diga así que no eché una mano, que no me arriesgué por los otros o me sacrifiqué por los míos, piensan en los momentos más absurdos, cuando no hay nadie para contemplarlos o van a morir quienes los vean, empezando por ellos mismos. Que no se propague que fui un cobarde, un desalmado, un carroñero, un asesino, piensan sintiéndose bajo los focos, cuando nadie los enfoca ni va a hablar jamás de ellos, por su poca importancia. Serán vivos anónimos y serán muertos anónimos. Serán como si no hubieran sido. —Se quedó callado un instante, dio un sorbo a su oporto y añadió—: Tú y yo seremos de esos, de los que no imprimen huella, dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo. No sé tú, pero yo no pertenezco a esa clase de sujetos, los que son como Dearlove aunque no sean celebridades sino todo lo contrario. Hablaste de ellos. Los que padecen el complejo K-M, según nuestra jerga, en alguna de sus modalidades. —Se paró, miró de reojo a la lumbre y agregó—: Yo sé que soy invisible, y lo seré aún más cuando esté muerto, cuando ya sólo sea materia pasada. Materia muda.

–¿K-M? —pregunté, pasando por alto sus últimas frases proféticas o vaticinadoras—. ¿Y eso qué es, Matar-Asesinar? —Hablábamos en el inglés con él obligado, luego dije 'Killing-Murdering’así sí coincidían las iniciales.

–No, no significa eso, aunque podría, no se me había ocurrido —respondió Tupra sonriendo muy levemente á través del humo—.Sino Kennedy-Mansfield. El segundo apellido fue un empeño de Mulryan, al que siempre fascinó la actriz Jayne Mansfield, era su favorita desde la infancia, apostó a que perduraría en la memoria de todo el mundo y no sólo por su singular muerte, se equivocó de plano. La verdad es que era el sueño de cualquier niño o adolescente, ¿no? Y de cualquier camionero. ¿La recuerdas? Seguramente no —siguió sin darme tiempo a contestarle—, lo cual demostraría aún más lo inapropiado y gratuito, lo exagerado de su Mpara dar nombre a ese complejo. Pero bueno, así lo llamamos ya desde hace tiempo, es la costumbre, y casi siempre es para uso interno. Aunque no creas —rectificó—, así han acabado llamándolo algunos altos cargos, por contagio nuestro, y hasta ha aparecido el término en algún libro.

–Creo que sí recuerdo a Jayne Mansfield —dije aprovechando una mínima pausa.

–¿Ah sí? —Tupra se mostró sorprendido—. Bueno, tienes edad para ello, pero no sabía si en tu país se llegaban a ver esas películas frivolas. Durante la dictadura.

–En lo único en que no estábamos aislados era en el cine, a Franco le encantaba y tenía su propia sala en El Pardo, el Palacio en el que vivía. Veíamos casi todas las películas, excepto unas pocas que la censura prohibía terminantemente (no para él, desde luego: le gustaba escandalizarse, como a los curas, y admirarse de las infamias del mundo exterior, de las que nos protegía). Otras las proyectaban cortadas o con los diálogos cambiados en el doblaje, pero la mayoría se estrenaban. Sí creo recordarla, a Jayne Mansfield. No es que se me aparezca ahora mismo su cara, pero sí su estampa. Una rubia platino voluptuosa, ¿no?, llena de curvas, hacía comedias en los años cincuenta o quizá sesenta. Bastante tetuda.

–¿Bastante? Santo cielo, no la recuerdas en absoluto, Jack. Espera, te voy a enseñar una foto divertida, la tengo por aquí a mano. —No le costó mucho a Tupra encontrarla. Se levantó, fue hasta un estante, agitó los dedos como si fuera a activar con tiento la combinación de una caja fuerte y sacó de él lo que parecía un libro grueso pero resultó ser una caja de madera y no metálica, que se fingía un volumen. La tumbó, la abrió allí mismo y rebuscó un par de minutos entre las cartas que guardaba, a saber de quién serían, para tenerlas tan localizadas, tan cerca. Mientras lo hacía arrojó ceniza a la alfombra, el pulgar contra la boquilla de su Rameses II, como si no importara. Contaba con servicio, seguro. Permanente. Por fin extrajo una postal de un sobre, con cuidado, el índice y el corazón haciendo pinza, me la acercó—. Aquí está. Mira. Ahora la recordarás mejor, con toda nitidez. En cierto sentido es inolvidable, si la descubrió uno de chico. Puede comprenderse la fascinación de Mulryan. Nuestro amigo ha de ser más lujurioso de lo que parece. Sin duda privadamente. O lo fue en su tiempo —añadió.

Cogí la foto en blanco y negro con los mismos dedos que Tupra había empleado, y en efecto me hizo sonreír al instante, mientras él me la comentaba con palabras similares a las de mi pensamiento. Sentadas a una mesa, codo con codo, en plena cena o antes de empezar o a los postres (hay unos tazones que desorientan), dos actrices entonces célebres, a la izquierda de la imagen Sofía Loren y a la derecha Jayne Mansfield, su rostro dejó de serme desvaído nada más volver a verlo. La italiana, que precisamente nunca fue plana sino exuberante —otro sueño de muchos, de duración larga—, luce un muy púdico escote y mira de reojo pero indisimuladamente, las pupilas se le van sin poder dominarlas, como con mezcla de envidia, perplejidad y susto o es decir con incrédula alarma, los pechos mucho más abundantes y descubiertos de su colega americana, en verdad llamativos y destacados (hacen aparecer exiguo su busto, por contraste), y aún más en una época en la que la cirugía aumentativa era improbable, o infrecuente en todo caso. Las tetas de Mansfield, hasta donde puede de juzgarse, se ven naturales, sin rigidez, sin hieratismo, con blandura grata y movimientos imaginables ('Ojalá me hubieran tocado unas así a mí esta noche y no las rocosas de Flavia', pensé fugazmente), y debieron de ser apoteósicas en aquel restaurante romano o americano, quién sabe, meritoria la impasibilidad del camarero que se divisa entre las dos, al fondo, sólo la figura, la cara le queda en sombra, aunque cabría preguntarse si no utilizaba su servilleta blanca como escudo o como pantalla. A la izquierda de Mansfield hay un comensal masculino de quien sólo se ve una mano que sujeta una cuchara, a él se le debían de fugar los ojos hacia su derecha tanto como los suyos a Loren hacia su izquierda, con distinta avidez seguramente. A diferencia de ésta, la rubia platino mira de frente a la cámara con sonrisa cordial un poco helada, y si no con despreocupación —es bien consciente de su muestrario—, sí con tranquilidad absoluta: ella es la novedad en Roma (si es que están en Roma), y a la gloria local la ha hecho menguar, la ha convertido en pacata. Una mujer guapa de rasgos, Jayne Mansfield, sí me alcanzó un recuerdo de infancia y con él acudió un título, La rubia y el sheriff: grande la boca y los ojos grandes, toda ella belleza vulgar y grande. Para niños, era cierto; también para mucho adulto, como yo mismo.

Esto decía Tupra y esto pensaba yo, mientras él me iba ilustrando. Intercalaba risas breves, le hacían gracia la foto y la situación, y es verdad que la tenían.

–¿Puedo mirar cómo la titularon? ¿Puedo darle la vuelta? —le pregunté, no fuera yo a ver sin permiso lo escrito por quien se la hubiera mandado en su día.

–Claro, adelante —me contestó con un ademán de generosidad.

Nada notable ni imaginativo ni chusco, la postal sólo rezaba ‘Loren & Mansfiel’, The Ludlow Collection, llegué a ver eso, no me entretuve en intentar leer lo que le habían garabateado con rotulador tiempo atrás, dos o tres frases, algún signo de admiración bromista, con una letra quizá femenina, amplia, algo redonda, mi vista cayó sobre la firma un segundo, nada más que una inicial, 'B', podía ser Beryl, también sobre la palabra 'fear', que es 'miedo' en inglés.


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