Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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–Que las pongas. —Y se lo dije con calma, no me pareció necesario alzar la voz ni añadir un taco—. ¿O qué prefieres, que te meta una bala y ya no haya nada? No me cuesta hacerlo, es un instante. —Sí, qué raro es que alguien lo obedezca a uno en todo, que esté a su merced para lo que uno quiera.
Cerró y apretó los ojos al sentir el metal viejo en la piel, esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire y la destroza una bala. (A Custardoy le asomaba sangre por el corte de la mejilla, pero no le caía, sólo se le iba espesando donde tenía la herida.) Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; la palidez le cubrió aún más el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente y se aguarda el instante. Al igual que De la Garza, prefirió aguardar sin ver nada, los párpados le temblaban o palpitaban —quizá le corrían enloquecidas las pupilas debajo—. Y las puso, ya lo creo que las puso, las manos sobre la mesa, la dañada y la sana, aquélla con dificultad, no la pudo extender del todo, o dejarla plana. Y yo volví a ser rápido, no esperé más ni me entretuve, me hartaba su compañía y quería salir de allí pronto; también su cara me hartaba pese al parecido benigno, le di un segundo golpe y un tercero seguido con el atizador en la misma mano que antes y con la misma fuerza, creo que esta vez le rompí los dedos por debajo de los nudillos, o algunos de ellos, ese me pareció el sonido. Soltó otros dos aullidos y se la agarró con la derecha aún intacta, eso no podía evitarlo, que la una consolara a la otra, la izquierda la tenía hecha un asco pero se la vi muy poco, no quería mirarla ni contemplar mi obra como sí había visto las manos quebradas del padre de Pérez Nuix con las que trataba de protegerse en vano sobre una mesa de billar, en un vídeo, no quería enterarme del todo del estropicio que le había hecho, si no lo veía bien se me haría más fácil creer que todo había sido un sueño como de país extranjero, creerlo más tarde, en los años venideros y también de regreso al hotel dentro de un rato (tenía billete de vuelta y mi extranjero era España, para mí lo era ahora en parte y me iba). Con todo su dolor, a Custardoy le debió de parecer poca cosa, una suerte, había temido por su mano buena, y un disparo en la sien a bocajarro. Pero aún tuvo valor para quejarse. Dentro de su pánico era duro, nada que ver con el capullo.
–Qué quieres, joder —me dijo—, dejármela inservible.
Y entonces yo le dije lo que quería:
–En la derecha no te he hecho nada, pero puedo dejártela como la izquierda o peor. Hoy u otro día, a ti te encuentro cuando me dé la gana. Puedo dejártela, en efecto, inservible, y que no vuelvas a coger un pincel en tu vida. —Y aquí me fue imposible no recordarme una vez más a Reresby, cuando me dio instrucciones para De la Garza y yo se las fui traduciendo a mi compatriota tirado en el suelo, Tupra había soltado una fluida retahíla de órdenes como si lo tuviera todo muy pensado, yo debía dar la misma impresión de determinación y sapiencia o era presciencia, darle los planes hechos y masticados, decirle lo que iba a ocurrir y lo que él haría.
Custardoy había entreabierto los ojos para calibrar su daño y yo no le había vuelto a poner la pistola en la sien tras el segundo y el tercer golpe en la mano. Su mirada estaba turbia y como desviada, aturdida, pero también tenía algo de vengativo. Sin embargo me pareció que el afán de venganza que la animaba sin fuerzas era sólo hipotético, como si comprendiera que debía renunciar a ella por mucho que la deseara, o nada más pudiera verla como esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, de manera no muy distinta de como prefigurarían y acariciarían el Juicio los humanos de la fe firme durante muchos siglos, esto es, como algo que les sería dado en la larga muerte y que nunca podrían tomarse en vida. Yo había apartado la Llama de su frente al atizarle, ahora pensé que ya ni siquiera me hacía falta blandirla, la amenaza de destrozarle la mano derecha lo había hundido del todo, lo había vencido, sobre todo porque él ignoraba si aquello iba a suceder allí mismo inmediatamente, y tenía ante síla visión de la izquierda, y la sentía, su dolor debía de ser enorme. La coleta se le veía aún más ridicula en aquel estado, la corbata también, el bigote más ralo, su aspiración de elegancia, en aquellos momentos era un hombre iracundo pero temeroso, casi implorante, frenado en su ira indefinidamente. Aun así no guardé el arma. Y me imploró en efecto, aunque enmascarando el tono. Sus frases sonaron más como un reproche que como un ruego, pero decían lo que decían:
–No me hagas eso, joder. Con la mano derecha me gano la vida. No me jodas, ¿qué coño quieres? —Los tacos enmascaran mucho, ya lo creo, por eso los usa casi todo el mundo en España, el país más pueril y bravucón que conozco: para parecer más arrojado. Pero Custardoy ya me había pedido algo ('No me hagas eso'), y en esta ocasión no me vería envuelto por ello ni enredado ni anudado; al contrario, tiraría de navaja o filo para cortar aquel desagradable vínculo que nos apretaba: a Luisa y a mí, aunque lo hubiera establecido ella por su cuenta y riesgo. Sólo tenía que limitarme a decirle a aquel tipo: 'Esto otro querré a cambio'. —Yo me voy a ir ahora tranquilamente y tú te vas a estar quieto durante treinta minutos desde que yo salga, sin moverte de aquí ni llamar a nadie aunque te duela: te aguantas. Luego llama a un médico, ve a un hospital, haz lo que te dé la gana. Te llevará un tiempo curarte esa mano, si es que la recuperas del todo algún día. Piensa siempre que podía haber sido peor, y que siempre estaremos a tiempo de darle a la otra, o de cortártela con una espada, tengo un amigo muy ducho al que le encanta la espada, allí en Londres. Mientras se te cura, te largas de la ciudad, sé que no te falta el dinero para pasarte una temporada en un hotel, un sitio que te guste, un lugar con museos, un buen descanso. Y si no, te las compones. No quiero que te vea Luisa en este estado, ni por asomo debe asociar lo que te ha pasado con mi estancia en Madrid. La llamas y le dices que te has tenido que marchar inesperadamente. Un encargo importante y urgente, la copia o la reparación de algún cuadro, o de varios, en Berlín, en Burdeos, en Viena o en San Petersburgo, me da lo mismo. O mejor más lejos: en Boston, en Baltimore, en Malibú, un océano por medio, allí hay famosos museos podridos de pasta que podrían hacerte encargos, ya tú te lo inventas. La llamas desde el móvil o desde algún teléfono con número oculto, para que no pueda comprobar dónde estás realmente. Por mí, como si prefieres convalecer en Pamplona, me da igual dónde te vayas. Pero a ella le cuentas que estás muy lejos y muy ocupado y que ya la irás llamando cuando puedas, no se le vaya a ocurrir dejar a los niños unos días con alguien e ir a verte, si te cree cerca.
–No me dejará marchar sin despedirse, sobre todo si me voy a ausentar una temporada —me interrumpió Custardoy. Pero no me importó, porque aquello significaba que entraba en el plan y que lo estaba acatando, y que yo no tendría que machacarle la otra mano o plantearme si en efecto lo hacía, porque y luego qué, si lo hacía: no me quedaría ya nada para convencerlo y le habría de pegar un tiro, y eso ahora ya me parecía imposible. Había perdido todo calor, el que tuviera. Había adquirido la frialdad de Tupra momentáneamente, pero no tanta. Quizá ni siquiera Tupra tuviese tanta: no había cortado la cabeza, al fin y al cabo.
–¿No me entiendes? No podrá despedirse por mucho que quiera, porque cuando la llames ya te habrás largado, la llamarás desde fuera, ¿está claro?
–Le parecerá muy raro.
–Haz que no se lo parezca. Las emergencias existen, y los imprevistos. Y tampoco os veis a diario, ¿no? Tampoco os habláis a diario. —No esperé a que me contestara, prefería que no me contestara—. Durante tu ausencia la llamas poco, y cada vez menos, con menor frecuencia, hasta que cesas del todo de aquí a quince días. De aquí a quince días ya no das señales, ninguna, y si ella te localiza te muestras evasivo e irritado. Y cuando ya estés curado y regreses (si es que se te llega a curar esa mierda de mano que te he dejado), tampoco la llamas en absoluto. Antes o después se enterará de que estás de vuelta por alguien, y si para entonces aún le interesas, será ella quien te busque o te llame a pedirte explicaciones. Se las das entonces. Se las das con crudeza y con chulería, no creo que te cueste nada, lo habrás hecho cien veces. Ella ya es pasado para ti, ni te acuerdas. En las playas de Malibú has conocido a la nueva Bo Derek, a una vigilante, a la hija de Getty, a quien te dé la gana. O a una heredera de Boston con la que te casas, lo que sea. Le dejas claro que se acabó, que se largue, no quieres ni verla. Y no la ves más. Desde hoy mismo, ¿entiendes?, tú ya te has despedido. Y si le dices una sola palabra de lo que ha ocurrido aquí, de esta visita, si haces que se lo sospeche o que remotamente se lo imagine, ahora o más adelante, aunque sea dentro de diez años, te quedas sin mano derecha, ya lo sabes. – 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear. ' Me vinieron a la cabeza aquellos dos versos de la canción de Laredo: 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Custardoy abrió un poco más los ojos broncos, tenía un aspecto súbitamente envejecido, como si el cansancio inmediato que procura el alivio le hubiera echado de golpe diez años encima. Se acariciaba la mano tullida con mucho cuidado, debía de estar impaciente por terminar, por perderme de una vez de vista y acudir a un médico o a un hospital, por que le quitaran el dolor de alguna forma.
–Yo no soy de los que se casan, yo no soy como tú —me contestó con un exiguo resto de desprecio, apenas perceptible. Pero lo percibí. No importaba, era su mínimo resarcimiento. No sabía que yo era también como él, aunque me hubiera casado, contra el pronóstico de mi padre—. ¿Algo más?
–Media hora aquí quieto, ya te lo he dicho, sin moverte ni llamar a nadie. No le vuelvas a poner una mano encima. No la vuelvas a ver. Yo me enteraré si no cumples, y Londres está a dos horas de aquí, no me cuesta nada acercarme y cortarte la mano, tú verás.
Arrojé el atizador a la chimenea, tenía un poco de sangre, que la limpiara él. Extraje la tercera bala que no había llegado a usar, me guardé la Llama en el bolsillo de la gabardina y me dirigí hacia la puerta sin quitarle ojo, hasta que desapareciera de mi campo visual. Allí estaba sentado en su sofá, con su ropa arrugada y su mano hecha polvo y su chirlo en la cara. Me sostuvo la mirada entonces, pese a su repentina fatiga, a su sobrevenida añosidad. Nunca me han mirado con tanto odio como lo hizo él. Aun así no temí que intentara nada, que se abalanzara sobre el atizador y me diera por la espalda en la nuca. Había sentido suficiente peligro para arriesgarse, ya lo había pasado bastante mal. El suyo era un odio impotente y sin consecuencias, frustrado, estaba teñido de temor o de susto; o era como el de los niños, que se saben condenados a permanecer demasiado tiempo en sus incongruentes cuerpos de niño, obligados a una inútil espera que los desquicia, pero que ya no recordarán como suya cuando por fin hayan crecido. Me miraba a sabiendas de que yo no estaba a su alcance ni lo estaría durante largo tiempo, tal vez jamás: como un adolescente rabioso que contempla el rápido transcurrir del mundo al que aún no le está permitido subirse; o como el preso que sabe que nadie espera ni se abstiene de nada porque él esté ausente, y que con el mundo que corre se está yendo también sutiempo, contra el que nada podrá hacer; y esto también lo saben los que se mueren, sólo que más trágicamente.
Al salir yo del salón desapareció de mi vista. Me siguió con su enturbiada mirada de odio hasta entonces, y es posible que aún la mantuviera unos segundos fija en la puerta por la que mi enguantada figura le había dado su adiós. Tardaría un rato en acostumbrarse a la idea de lo que le tocaba hacer. Luego le costaría dar crédito a que le hubiera ocurrido lo que le había ocurrido, pero contaba con un buen recordatorio, o con dos, ahora sentiría en la mano y en la mejilla lo que habría sentido Luisa en su ojo de los mil colores y quizá asimismo en su cara con anterioridad, según su hermana. Tendría muchos días para observar la evolución de su cicatriz, y desear la buena soldadura de sus pequeños huesos bajo la escayola o lo que ahora pongan, si es que no lo habían de operar. También se miraría la mano sana y tal vez pensaría: 'Qué suerte, al menos esta la tengo intacta'. Y recordaría el cilindro metálico en la sien, y entonces también pensaría: 'Qué suerte. Pudo haberme disparado, creí que iba a hacerlo. Pero uno siempre prefiere que muera el que está a su lado, cada uno a lo suyo. Me salvé y aquí estoy'.
Yo descendí la escalera a buen paso ( "'Do I dare?" and, "Do I dare?" Time to turn back and descend the stair...'), con prisa por salir de allí y alejarme, por coger un taxi e ir a devolverle en seguida su vieja pistola a Miquelín tras restituir los tres proyectiles sacados al cargador, y decirle: 'Un millón de gracias, Maestro, esto yo no lo voy a olvidar. Aquí la tienes. No le falta ni una bala, queda tranquilo. Y ni siquiera tiene mis huellas. Como si no me la hubieras prestado, como si no hubiera salido de aquí.
No pasaban taxis libres, siempre el cielo nublado, rayos sin truenos, a punto de descargar sin descargar, así que eché a andar con rapidez, siempre por el mismo camino en línea recta, de la calle Mayor a mi hotel, siempre con mis guantes puestos, me quería apartar del lugar. Llevaba la ligereza de quien se ha salido con la suya, y algo del engreimiento que había sentido tras descubrir que le infundía miedo a Rafita, le provocaba espanto sin querer. Verse a uno mismo como peligro tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y —cómo decirlo– dueño. A diferencia de entonces, aquella vanidad no me repugnó acto seguido. Pero también llevaba conmigo una sensación de peso súbito, la traen varias combinaciones, la de sobresalto y prisa, la de hastío ante la represalia fría que nos es forzoso llevar a cabo, la de mansedumbre invencible en una situación de amenaza. Algo había en mí de hastío, también algo de prisa, mi represalia ya la había llevado a cabo. Fue a la altura de la Plaza de la Villa, al ver de nuevo la estatua del Marqués de Santa Cruz ('El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto...' 'And in short, they were afraid'), cuando empecé a pensar sin parar, una y otra y otra vez: 'No se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? No se puede ir por ahí pegando a la gente... Díme según tú: ¿por qué no se puede?, ... no se puede ir matándola. ¿Por qué no se puede? Según tú'. Y recordé también las palabras de Tupra en su casa, al terminar la sesión de sus atesorados vídeos: 'Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede'. Y me contesté lo que llegué a contestarle justo antes de que nos interrumpiera Beryl o quien fuese aquella mujer, la persona a su lado, su punto flaco como Luisa era el mío: 'Porque no podría vivir nadie'. Esta frase mía se había quedado sin responder. Pero en la Puerta del Sol mis pensamientos habían cambiado, y esto era ya lo único que se repetían: 'Mucho tuerto y mucho manco, pero está fuera del cuadro. Mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles, pero está fuera del cuadro. Sí, ahora está fuera del cuadro, y que no se le ocurra volver a entrar'.
Pero en realidad no pensé mucho en nada hasta que estuve metido en el avión de regreso a Londres, quiero decir que aplacé todo pensamiento ordenado y me limité a los sentimientos, las sensaciones y las intuiciones durante los pocos más días que me quedaban ya en Madrid. Los dediqué a los niños y a sacarlos por ahí (niños insaciables, como todos los de ahora, supongo, han desaprendido la costumbre de estar en sus casas, que ven como condenación, y requieren distracciones continuas en el fatigoso exterior), y también a mi padre, que empeoraba muy lenta, pero perceptiblemente.
La última vez que fui a visitarlo, la víspera de mi partida, estaba como casi siempre sentado en su sillón, con las manos entrelazadas como quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera —a que se haga de noche y luego otra vez de día, quizá—, y de vez en cuando se llevaba los dedos a las cejas y se las alisaba inconscientemente, y luego se pasaba el pulgar y el índice por debajo del labio inferior, era un gesto muy suyo de siempre, se acariciaba, casi se frotaba esa zona, y era un gesto de meditación. Pero verlo así, sin que me hablara apenas, en aquella extraña espera, llevando yo la charla por él y arrancándole pocas palabras, devanándome los sesos en busca de preguntas y temas de conversación que lo pudieran hacer reaccionar y animarse, sin que el alcance de su meditación se manifestara o brotara como era habitual en él, me causó considerable angustia; de pronto me resultaba tan impenetrable como un bebé, que algo deben de pensar sobre lo que los rodea, puesto que para ello están facultados, pero nunca hay con ninguno la menor posibilidad de averiguar qué es.
–¿En qué piensas? —le pregunté por fin, tras varias tentativas fallidas de interesarlo por noticias y acontecimientos recientes.
–En los primos —me contestó.
–¿Qué primos?
–Cuáles van a ser. Los míos.
–Pero si tú no tienes primos, nunca has tenido primos —le dije con un poco de alarma.
Se quedó parado, como si se hiciera una corrección mental, y a continuación disimuló, no insistió, sino que volvió a contestar como si fuera la primera vez.
–En mi tío Víctor —dijo—. Decidle que haga el favor de avisar a mi padre de que ahora voy para casa.
Sí había tenido un tío Víctor, pero él y mi abuelo llevaban muertos muchísimos años, tantos que yo no había llegado a conocerlos, a ninguno de los dos. Era la primera vez que se le iba la cabeza, al menos en presencia mía. Quizá la expresión es incorrecta, y lo que se le había ido era el tiempo, que tal vez nunca pasa del todo en contra de lo que solemos creer, como tampoco nunca dejamos de ser enteramente los que hemos sido, y no es tan raro deslizarse en el pasado de un modo tan vivo que éste se yuxtaponga al presente, sobre todo si es el presente de un viejo, que le ofrece poco y no es variado, con sus días indistinguibles. Quien espera sin impaciencia o sin saber a qué espera tiene motivos para instalarse en la época que le sea más grata o que más le convenga, el hoy no le hace caso y él tiene derecho a no hacérselo a él, y no hay razón para la reclamación recíproca.
–Pero si tu padre está muerto —volví a enmendarle—, desde hace muchísimo, y tu tío Víctor también.
De nuevo no se empeñó, sino que ahora dijo;
–Ya lo sé que están muertos. Vaya novedad me traes, Jacobo. —Y se rió con indulgencia, como si el que estuviera disparatando fuera yo.
Quizá ahora mi padre iba y volvía a lo largo del tiempo con enormes facilidad y rapidez. Quizá iba siendo dueño del tiempo y en la mano tenía el reloj, el de sí mismo o de su existencia, y mientras lo miraba avanzar con calma, él viajaba a voluntad. Acaso eso sea lo único que en verdad les queda a los muy ancianos —sobre todo si no son ancianos astutos, como Wheeler—: cuando ya no se esfuerzan por cubrir las vacantes, por buscar relevos o sucesores de las muchas figuras perdidas a lo largo de sus vidas; y al no participar ya más de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo —que al ser de todos es el nuestro—, dejan de añadirse remedos y de rodearse de ellos, para recuperar en cambio los originales en toda su plenitud. Ya no necesitan la vida, que es floja y pálida y huidiza, sino sólo el pensamiento, que se les hace cada vez más potente y nítido y abarcador, al no tener que convivir más que a ratos con la realidad.
–Tú tienes una pistola, ¿verdad? —se me ocurrió preguntarle entonces. Cuando muriera aparecería, y era de temer que eso ya no tardaría mucho más en pasar; y alguno de nosotros, mis hermanos, mi hermana o yo, la heredaríamos como Miquelín había heredado de su padre la Llama que acababa de estar en mis manos. Quizá me convenía saber dónde encontrar en el futuro una limpia, sin necesidad de recurrir a nadie.
Me miró algo sorprendido con sus ojos claros que veían mal.
–Sí. ¿Por qué me lo preguntas? —Y aquello pareció despertarlo, o volverlo al hoy.
–De dónde sale. Por qué la tienes. —No le contesté.
Se llevó una mano a las cejas, esta vez no para alisárselas con expresión absorta, sino como para pensar o recordar.
–Bueno, a mi padre le gustaban mucho las armas. No era apenas cazador, pero sí tirador. Le encantaba y era muy hábil. Era socio del Tiro Nacional, y tenía muchas. Una carabina Mauser, un rifle Baker, una deportiva Le Page, muy decorada; y hasta una 'Rabo de Mono', no recuerdo por qué se la llamaba así; pistolas y revólveres, algunos muy antiguos, como del Oeste, había un Le Mat americano, y un Beaumont-Adams inglés y un par de Derringers, uno de ellos de doble cañón, y pistolas del siglo XVII o XVIII, recuerdo una Blunderbuss, muy dorada, y una Miquelet de duelo, y una 'Reina Ana' muy plateada, una buena colección. Y también armas blancas de países exóticos: gumías, yataganes, bolos de Filipinas, un kriss malayo... Y espadas de cazoleta, claro. —Hizo una pausa y se acordó de dos más—: Un kukri nepalés, y hasta un bhuj de la India, que era muy raro, mitad cuchillo y mitad hacha, se lo conocía también como 'Cabeza de Elefante' porque tenía una labrada en latón entre la hoja y el mango, que era estrecho y largo... —Lo estaba viendo, comprendí que estaba viendo aquel bhuj de su infancia y también las demás armas, se le puso esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente sino concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. Y tras su breve ensoñación siguió contando—: A mi hermano y a mí nos contagió esa afición, sobre todo a mí. Nos las enseñaba, nos explicaba todo, nos acostumbraba a manejarlas con escrupulosa precaución.
–Pero las armas blancas, ¿para qué las quería? Porque con ellas no tiraría, ¿no? En el Tiro Nacional no le permitirían arrojar un kriss malayo.
Ahora sí estaba interesado del todo en la conversación, o al menos en su rememoración remota, así que reaccionó con presteza a mi broma, divertido pero fingiendo que no:
–Mira que sois majaderos, nunca perdéis ocasión de decir alguna tontería. —Aquel plural que nos englobaba siempre a los cuatro hijos, aunque sólo uno estuviera presente—. Claro que no tiraba con ellas. Pero le gustaban. No sé. Había nacido en 1870, y la gente de aquella época tenía gusto por las armas en general. Era algo bastante normal. Entonces no era tan frecuente darles un uso criminal como ahora.
–Ya —dije yo—. Lo que no parece muy prudente es que se las dejara manejar a niños, ¿no? Os podíais haber volado la cabeza o cortado el cuello, tu hermano y tú. ¿Espadas de cazoleta, has dicho que tenía? Yo sé lo que corta una espada. Hoy las autoridades, qué digo, los vecinos, pondrían el grito en el cielo ante una cosa así. Hoy a tu padre lo enchironarían por eso.
La palabra 'enchironar' aplicada a su padre debió de irritarlo, aunque hubiera salido de mí, con guasa.
–Hoy se hacen muchas ridiculeces —me contestó con reproche, como si yo fuera una autoridad o un vecino—. Hoy todo da pavor y la gente es muy poco libre en lo personal, y cada vez lo es menos en la educación de sus hijos. A los niños, antes, se les enseñaban muchas cosas en cuanto tenían uso de razón, por algo se llamaba así. Cosas que les podían ser útiles cuando fueran mayores, porque nunca se perdía de vista que un niño acabaría por ser mayor. No como ahora, en que lo que más bien se pretende es que los adultos continúen siendo niños hasta la ancianidad, y además niños bobos y pusilánimes. Por eso hay tanta tontuna en todas partes. —Se llevó los dedos a los labios y musitó—: Es triste asistir a una época de decadencia, habiendo conocido otras mucho más inteligentes, dónde va a parar. Será una de las razones por las que no lamentaré demasiado mi marcha. Eso está cerca, ya te das cuenta, me parece a mí.
–O no tanto, quién sabe —le respondí yo—. A lo mejor nos sobrevives a todos. El orden de la muerte no lo sabe nadie, ¿verdad? —Y al no contestarme él nada, le insistí—: ¿Verdad?
–Verdad —me concedió—. Pero hay una cosa que se llama cálculo de probabilidades, que funciona con bastante acierto. Sería una crueldad gratuita que a estas alturas de mi vida murierais alguno antes que yo. Lo sería para vosotros y sobre todo para mí. Dios lo impida. —Yo habría tocado madera, en su lugar. No porque crea en la madera, sino por expresividad.
Aquella derivación era melancólica, y justamente se trataba de evitárselas con cualquier asunto o conversación que lo distrajera: de su espera de la noche y su espera del día, y de las siguientes esperas de la noche y el día, hasta que ya no hubiera más. Era mi última visita antes de regresar a Londres, tardaría en venir de nuevo a Madrid. 'Tal vez ya no lo vuelva a ver', pensé con desmayo. (No, el inglés se me estaba infiltrando, no fue con desmayo sino con dismay, es decir, consternación.) Así que le puse la mano en el hombro, eso le gustaba y lo calmaba, pero esta vez lo hice para calmarme a mí, para notar sus huesos y que me acompañara su respiración.
–Pero entonces, ¿qué ibas a decirme? —Volví atrás, a lo que lo había despejado y entretenido un poco—. ¿Que tu pistola es una de las de la colección de tu padre?
–No, qué va. Toda esa colección fue desapareciendo luego, hace siglos, cuando llegaron las vacas flacas. Mi padre hacía grandes negocios y entonces se ponía eufórico y dilapidaba los beneficios, los invertía en disparates, ya lo sabéis. Después se recuperaba más o menos, cuando le volvía la sensatez, hasta que un día ya no hubo recuperación posible. Las pocas armas que aún quedaban se vendieron al empezar la Guerra Civil, y la misma suerte corrió la colección de relojes. Y no sé si alguna la confiscaron.
–¿Y entonces la pistola?
–Ah, la tengo desde la Guerra, una Astra De Luxe, de calibre 7,65. Es bastante bonita para ser de fabricación española, un poco historiada quizá: el cañón adornado con grabados plateados en relieve y el mango con cachas de nácar. ¿Por qué lo quieres saber?
–No, por nada, por curiosidad. ¿Puedo verla? Nunca te la he visto. ¿Dónde está?
–No lo sé —me contestó sin vacilación, y no me sonó a excusa para no mostrármela—. La ultima vez que la tuve en mis manos, hace ya años, decidí esconderla mejor en algún sitio, para que no la pudieran encontrar los nietos, cuando vienen y lo revuelven todo. A vosotros os controlaba vuestra madre, pero ella ya no está. Y debí de guardarla tan bien que no tengo ni idea de dónde diablos la dejé. Se me ha olvidado. Estaba con su munición y todo, bien conservada, con aceite. ¿Para qué la quieres? —Era extraño, era como si notara que la quería para mí. No era el caso exactamente, yo ya había cumplido mi parte con otra prestada, ya no me hacía falta. Pero llevarla en el bolsillo daba seguridad.
–No, si yo no la quiero para nada —dije—. Era sólo curiosidad. ¿Cómo es que te arriesgaste a guardarla, después de la Guerra? Si te la hubieran pillado durante el franquismo, en un registro, se te habría caído el pelo, supongo, más aún con tus antecedentes. ¿Por qué la conservaste? ¿Por qué la conservas, aunque ya no sepas dónde la tienes?
Mi padre se quedó pensando un momento. Quizá como si le costara responder, quizá como si quisiera ponderar sus palabras, no lo sé. Luego dijo escuetamente:
–Nunca se sabe.
–¿Nunca se sabe qué?
–Lo que uno va a necesitar.
Él siempre había contado que, durante la Guerra, tuvo la suerte —en un aspecto– de permanecer en Madrid, destinado a servicios auxiliares a causa de su miopía. Y aunque vistió el uniforme del Ejército de la República, no había tenido que ir al frente, ni que disparar una sola vez. Y decía cuán contento estaba de eso, esto es, de tener la absoluta seguridad de no haber matado nunca a nadie, de no haber podidomatar nunca a nadie. Se lo recordé:
–Siempre has dicho lo que te alegraba saber con certeza que en la Guerra no habías matado a nadie, que no hubiera habido ocasión. Eso no casa mucho con guardar una pistola luego, cuando las cosas no estaban tan mal. Quiero decir cuando la vida era menos expuesta y menos caótica, aunque durante una dictadura tampoco esté nadie a salvo, claro está. ¿Cómo es que no la entregaste, o te desprendiste de ella?
–Porque después de haber vivido una guerra, ya nunca se sabe —repitió. Y se quedó callado, pero con las dos manos apoyadas en los brazos de su sillón, como si fuera a tomar impulso en ellos para añadir algo más, así que esperé. Y en efecto añadió algo más—: Sí, me alegro mucho de no haber matado a nadie. Pero eso no significa que no lo hubiera hecho, si no me hubiera quedado otro remedio. Si vosotros o vuestra madre hubierais estado amenazados de muerte y yo la hubiera podido impedir así, lo habría hecho, estoy seguro. Cuando erais pequeños, quiero decir, porque ahora ya os podéis defender, es muy distinto. Ahora ya no mataría por vosotros, supongo. Aparte de no estar capacitado, mírame cómo estoy, vosotros mismos lo podéis hacer. No me necesitáis para eso. Y además no sabría si os lo merecíais, cada uno lleváis vuestra vida y yo no sé cómo la empleáis. Antes era distinto, antes lo sabía todo de vosotros, cuando erais pequeños y estabais aquí. Tenía todos los datos, ahora ya no. Es raro que los hijos se conviertan en unos semidesconocidos, hay muchos padres que no lo aceptan y que les son incondicionales en todo caso, incluso contra toda evidencia. Yo conozco al que fuiste, y creo reconocerlo en ti. Pero a ti no te conozco, en realidad, como lo conocía a él, en modo alguno; y lo mismo con tus hermanos. A vuestra madre, en cambio, la conocí hasta el final, por ella sí habría matado hasta el final. —Ahora la cabeza y el tiempo le funcionaban perfectamente, y tras una mínima pausa para cerrar el paréntesis, regresó a lo anterior—: Uno nunca sabe, nunca sabe, y puede que un día deba utilizar una pistola. Mira lo que pasó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Durante mucho tiempo no sabíamos si se extendería hasta aquí, pese a las promesas de Franco, como para fiarse de ellas, y a sus largas y evasivas con Hitler. No sé si te das cuenta de que en esa Guerra hubo que recurrir a todo, nadie se pudo guardar ni un cartucho, limpio o sucio. Fue mucho peor que la nuestra, en un sentido. En otro, claro, fue menos mala. En uno cualitativo, la de aquí fue la peor. —De nuevo se detuvo y me miró más fijamente, aunque tuve la sensación de que en aquel momento no me veía en absoluto, de que miraba como los ciegos, sin calcular la distancia. Noté que lo excitaba lo que se aprestaba a decir—: Pero de lo que estoy más contento, Jacobo, es de que nadie haya muerto nunca por lo que yo haya dicho o contado. Si uno le pega un tiro a alguien, en el frente o para defenderse, malo es, pero con ello se puede seguir viviendo, y no por eso se pierden la decencia ni la humanidad, no por fuerza. Pero si alguien muere por lo que uno cuenta, o aún peor, por lo que inventa; si alguien muere por su causa sin necesidad; si uno podía haber guardado silencio y esa persona seguiría viva; si uno habló cuando debía o podía callar y con ello trajo una muerte, o varias..., yo creo que con eso no se puede vivir, aunque muchos vivan o parezca que viven. —'Eso tal vez era antes', me dio tiempo a pensar, o lo pensé más tarde en el avión de regreso a Londres, al recordar la conversación; 'mi padre aún piensa en un mundo en el que los hechos dejaban huella y la conciencia solía hablar. No siempre, desde luego, pero sí a la mayoría. Ahora, en cambio, es al revés: resulta fácil acallarla o amordazarla, o ni siquiera hace falta: aún es más fácil convencerla de que no tiene razón para hablar. La tendencia actual es a sentirse inocente, a encontrar una inmediata justificación para todo, a no rendir cuentas y a lo que en español se llama cargarse de razón, no sé cómo se diría eso en inglés, no importa, aún no vuelvo a hablar esa lengua sin cesar, mañana ya sí me tocará. Claro que puede vivirse hoy con eso, y con cosas mucho peores también. Los que se atormentan son hoy la excepción, gente anticuada que piensa: "La lanza, la fiebre, mi dolor, la palabra, el sueño", y otras cosas igual de inútiles.' Y mi padre continuó—: Y en esa Guerra nuestra hubo tanto de eso, hubo tanta delación y tanto envenenamiento, tanto insultador, tanto difamador y enardecedor profesional, dedicados todos sin descanso a sembrar y fomentar el odio y la saña, la envidia, el anhelo de exterminación, en los dos bandos pero sobre todo en el de los vencedores pero en los dos..., que no fue fácil quedarse del todo limpio en ese aspecto: quizá en el que menos. Y aún le resultó más difícil al que escribía en un periódico o hablaba en la radio, como hice yo durante la Guerra. No sabes qué cosas se leyeron y oyeron, no sólo durante aquellos tres años, sino en los muchos más que vinieron luego. Se pronunciaba una sola frase y se mandaba al paredón a alguien con ella, o a una cuneta. Y sin embargo estoy seguro de no haber dicho ni escrito una palabra que pudiera perjudicar gravemente a nadie. Ni tampoco la dije después, en el ámbito estrictamente personal de mi vida posterior. Jamás traicioné un secreto ni una confidencia, por pequeños que fueran, ni conté lo que sabía por haberlo visto u oído, si podía hacer daño con ello y no necesitaba contarlo para salvar ni exonerar a nadie. Y es de eso, Jacobo, fíjate, de lo que estoy más contento. —Mi padre estaba echando cuentas antes de morir, eso pensé. Y durante un instante me pregunté si sería como él decía o si se estaría engañando como un hombre de mi tiempo más que del suyo, y alguna vez algo se le habría escapado que hubiera tenido consecuencias atroces. Imposible saberlo. Hasta para él era imposible, uno no puede recordarlo todo, como si fuera el Juez de la antigua fe firme. Y a veces, simplemente, no nos enteramos de las consecuencias, pensé en las viñetas de la careless talkque me había enseñado Wheeler: cómo podía imaginar el marino que le había contado algo a su novia, que eso acabaría en el hundimiento de un barco lleno de compatriotas suyos. En realidad nunca hay manera de saber eso, si uno dice adiós sin ninguna carga encima. Pero entonces me acordé, y pensé que aquel recuerdo lo ayudaría a convencerse.