Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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–Me sonaba. Asociaba el nombre. Alguna vez me lo habrá mencionado. Por qué, ni idea. Me sonaba —dijo satisfecho de su buena memoria.
De la Garza no atendía a este intercambio hueco. Se había alejado de donde yo estaba, se había colocado detrás de su mesa, de pie, como para protegerse con ella y poder correr si hacía falta.
–¿Qué coño quieres? —me dijo de pronto. Pero a pesar del taco, su tono no fue hostil ni destemplado, más bien implorante, como si lo único que le importara fuera perderme de vista como por ensalmo (que le desapareciera la mala visión, el mal sueño) y deseara con todas sus fuerzas que yo le contestara: 'Ya me voy. Nada. No he venido'.
–Nada, Rafita, sólo quería cerciorarme de que ya estabas bien de tu percance, de que no te había dejado secuelas. Pasaba por aquí cerca y se me ha ocurrido entrar a preguntarte, me tenías preocupado. Es una visita amistosa, en seguida me iré, no te impacientes. ¿Estás bien? ¿Ya del todo? Sentí mucho lo que te pasó, te lo aseguro.
–¿Qué fue eso? ¿Qué percance? —intervino Rico con escepticismo—. Cualquier cosa que te pasara fue poca, visto lo visto y oído lo oído —añadió como para sus adentros, pero se le oyó perfectamente.
Rafita, sin embargo, no hizo caso al comentario crudo, había puesto en un segundo plano al Profesor y su enfado, estaba demasiado ocupado conmigo, alerta, tenso, como si temiera que en cualquier instante le saltara como un tigre al cuello. Para mí fue una sensación rara, al principio divertida en parte, me sabía incapaz de hacerle daño y no tenía voluntad de hacérselo. Yo lo sabía pero él no, y el saber no es transmisible, en contra de lo que los docentes creen; sólo puede persuadirse. Me hacía un poco de gracia el abismo entre su percepción y mi conocimiento, y a la vez me angustiaba verme sentido así, como un peligro, como alguien amenazante y violento. De la Garza estaba casi fuera de sí, estaba en ascuas.
–De verdad que sólo quiero saber cómo estás, créeme —intenté calmarlo, convencerlo—. Te pusiste muy pesado, metiste la pata hasta el fondo, mucho más de lo que te imaginas, pero esa reacción de mi jefe no me la esperaba, lo siento. Me pilló por sorpresa y me pareció desproporcionada. Desconocía sus planes, no pude hacer por evitarla.
–¿Qué jefe, Sir Peter? No me entero de nada, de qué estáis hablando, élgar. Si tuvo una mala reacción con él no me extraña, no tiene edad para imbecilidades. —Rico volvió a la carga, no tanto porque le interesara el asunto cuanto porque se aburría. Parecía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva, y si uno no entiende lo inmediato ajeno, se encuentra con ella nada más que esperando, algo inaguantable para los que sin cesar conciben. 'Élgar' denotaba exigencia.
–Vete, vete de aquí, vete ya —me dijo el mameluco con infantilismo. No me escuchaba, no atendía a razones, probablemente ni me oía. Había perdido los nervios del todo y lo había hecho en un muy breve lapso, lo cual me reafirmó en mi idea de que habríamos paseado por sus pesadillas largamente, Tupra y yo, a buen seguro allí inseparables—. Por favor, márchate, te lo ruego, déjame, qué más queréis, joder, no he dicho nada, no le he contado la verdad a nadie, ya basta.
Rico encendió otro cigarrillo, se había dado cuenta de que el oscuro conflicto era entre De la Garza y yo exclusiva y quizá patológicamente, y de que no iba a sacar nada en limpio. Hizo un gesto de desentenderse, de abandonar sus tentativas sin pena, y murmuró otra de sus onomatopeyas variadas:
–Esh —dijo. Me sonó exactamente como 'Allá este par de idiotas, voy a meditar mis cosas, no puedo perder más el tiempo'.
Vi a Rafita desencajado, con los puños apretados aún pegados al cuerpo (no como arma sino como escudo), la mirada turbia, la respiración muy agitada, le había entrado una tos intermitente pero incontenible en cada acceso, presa de un pánico que revivía y que quizá llevaba también meses temiendo. Aún le duraría esa nebulosa de perpetuo miedo, se lo fiaba largo. Muy mal lo habría pasado aquella noche, el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Era inútil insistirle. Me pregunté qué le habría ocurrido si hubiera sido Reresby, y no yo, quien se le hubiera aparecido imprevistamente a la puerta de su despacho. Habría perdido el conocimiento, le habría dado un ictus, un doble infarto. Yo había ido allí en favor suyo (en la medida en que eso era posible), no tenía sentido que él siguiera padeciendo por mi presencia. Podía irme tranquilo, por otra parte. Lo veía bien físicamente. Quién sabía si le quedaba algún dolor, o desperfectos, pero estaba recuperado en conjunto. Otra cosa era su inseguridad presente y también futura, lo acompañaría durante mucho tiempo. Ahora estaría mal instalado en el mundo, con un suplemento de miedo y una permanente sensación de zozobra. Aunque eso no le impidiera seguir diciendo sandeces, habría acabado con su ufanía de fondo, con la más profunda.
–Ya me voy, no te alteres. Veo que estás bien, aunque no lo parezcas en este momento. Supongo que soy yo. Mientras canturreabas tus pareados se te veía en forma. Ya nos veremos. —Advertí que con esta última frase inocente lo había aterrorizado aún más. Sin duda desde su punto de vista equivalía a una amenaza. Pero no me importó, no lo saqué de su error, no lo habría conseguido, y a la postre me daba lo mismo. Había tenido un poco de debilidad y con mi visita ya había pagado el tributo—. Adiós, Profesor. Un honor conocerlo. Lamento que haya sido un encuentro tan breve y anómalo.
–Todo es anómalo con el joven De la Garza —dijo con desdén, restando trascendencia al episodio, habría asistido a otros peores; yse puso en pie, no para estrecharme la mano sino para marcharse. Se le había pasado el enfado, nada de aquello iba con él, sumente vagaba por mejores terrenos—. Espere, yo también me largo. Te veré esta tarde, Rafita. No tendré la fortuna de que faltes a mi conferencia.
Allí lo dejamos, a De la Garza, protegiéndose todavía detrás de su mesa, sin atreverse a sentarse. No se despidió, no debía de ser aún capaz de articular palabras civilizadas. Y mientras los dos recorríamos el laberinto llevadero, el Profesor y yo, camino de la salida, no pude por menos de esbozar una disculpa:
–Ya ve, tuvimos un incidente y no se le ha pasado.
–No —contestó—. Ya puede usted sentirse satisfecho: lo tenía cagado, menudo canguelo. Suerte la suya, de mantenérselo así alejado. Es pegajoso. Yo tengo algo de amistad con su padre, por eso he de tolerarlo. De tarde en tarde, menos mal, sólo cuando vengo a Londres a una de estas latas oficiales.
Cuando salí a la calle y nos separamos (no fue antes, extrañamente), noté que aquel miedo de Rafita también me había halagado. Imponer respeto, infundir temor, verse a uno mismo como peligro, tenía su lado grato. Lo hacía a uno sentirse más confiado, más optimista, más fuerte. Lo hacía sentirse importante y —cómo decirlo– dueño. Pero antes de coger el taxi también me dio tiempo a que aquella inesperada vanidad me repugnara. No es que esto último ahuyentara el engreimiento, sino que convivió con él. Las dos cosas estaban mezcladas, hasta que se disiparon, y más tarde se me olvidaron.
Cuando uno lleva tiempo sin volver a un sitio bien conocido, aunque sea la ciudad en la que nació y a la que está más acostumbrado, en la que ha vivido más largamente y en la que aún están sus hijos y su padre y hermanos y hasta el amor que tuvo firme durante muchos años (aunque ese lugar sea para él como el aire), llega un momento en que se le difumina y el recuerdo se le enturbia, como si la memoria se le viera aquejada, de miopía y —cómo decirlo– de cinematografía: las diferentes épocas se le yuxtaponen y empieza a no saber del todo qué lugar dejó o de cuál salió la vez última, si del de su infancia o del de su juventud o del de su edad viril o ya madura, en la que el entorno pierde peso y a uno le cuesta admitir que en realidad le vale un rincón propio en casi cualquier parte del mundo.
Así había llegado a ver Madrid durante mi ya prolongada ausencia: difuminada y turbia, acumulativa, oscilante, un escenario que me atañía poco pese a tener en él tanto invertido —tanto pasado, también tanto presente a distancia, y que sobre todo podía pasarse sin mí con indiferencia (al fin y al cabo me había dado de baja, me había expulsado de su representación modesta). Cierto que cualquier sitio puede pasarse sin uno, en ninguno es imprescindible, ni siquiera para las pocas personas que afirman echarlo en falta o aun morirse sin su presencia, porque todo el mundo busca sustitutos y los encuentra más pronto o más tarde, o acaba por conformarse y en la conformidad se vive cómodo y ya no se quiere introducir ningún cambio, ni siquiera para que lo perdido vuelva, o lo muy llorado, ni para recuperarnos... Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, sin que importen el vacío o la huella que creyéramos haber dejado o dejáramos en efecto, hayamos desaparecido o muerto como hayamos desaparecido o muerto, malogrados o ya cumplidos, violenta o apaciblemente: en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en las maquinaciones y en el miedo, en la dominación y hasta en la propia añoranza, en el odio que también acaba por cansarse de nosotros y en el afán de venganza, que se nubla y cambia de objetivo porque se entretiene y espera o it delays and lingers, como me dijo Tupra que no hiciera; en las casas en que habitamos, en los cuartos en que crecimos y en las ciudades que nos consienten, en los pasillos por los que corrimos de niños alocadamente y en las ventanas a las qué nos asomamos de jóvenes soñadoramente, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, ante nuestros mostradores y ante nuestras mesas y en la partida de ajedrez y en la de cartas, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, una generación tras otra y todas tristes a su término; en los restaurantes y en los paseos y en los amenos parques y campos, en los balcones y en los miradores desde los que vimos pasar tantas lunas aburridas de nuestro espectáculo, y en nuestras butacas y sillones y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos para mejor olvidarnos (si la almohada es aún la misma, o para que no nos entrometamos en una traicionera ráfaga de la visión mental incontrolable); en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, y así sólo somos todos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para...
Hacía tiempo que yo había parado en Madrid, también me había evaporado o fundido, de mí no quedaba ni rastro o eso era lo más probable, o tal vez solamente el cerco, lo que más tarda en quitarse, y también el nombre, del que no me había desprendido, no había llegado aún a eso extraño. No en la casa de mi padre, claro está, allí no había cesado, pero yo no me refería a esa, sino a la que fue la mía. Y ahora quizá sabría quién me había sustituido en mi sitio, aunque fuera alguien provisional y que en modo alguno iba a quedarse, el definitivo se hace esperar o aguarda paciente su turno, el que nos sustituye de veras siempre tarda, deja que pasen otros y se quemen en la pira que encendió Luisa para nosotros un día y que luego sigue ardiendo y consumiendo a quienes se acercan, sin extinguirse automáticamente después de nuestro calcinamiento. Por aquel que estuviera hoy a su lado no debía aun preocuparme, o sólo lo justo, levemente, por el mero hecho de que estuviera a su lado, y al de mis hijos.
Había tomado la decisión de no avisarlos de antemano, desde Londres, sino sólo una vez que estuviera instalado, y que a mi llamada pudiera seguirla una inmediata visita semisorpresa. Pensaba asegurarme de que estaban en casa —conocía los horarios, pero siempre puede haber excepciones o emergencias– y entonces aparecer a los pocos minutos, con grandes risas y con mis regalos. Ver la algarabía de los niños, y de reojo la mirada divertida de Luisa, quizá nostálgica momentáneamente, eso ya me habría supuesto un simulacro de triunfo y una corta mecha de esperanza ilusa, acaso la suficiente para sostenerme durante aquella estancia artificial de dos semanas, nada más aterrizar ya la vi larga.
Me alojé en un hotel y no en casa de mi padre, sabía por mis hermanos —más que por él, que se callaba lo malo– que su salud había empeorado mucho en los últimos dos meses, tras descubrirle los médicos tres pasados 'infartitos’ —así los llamaron extraoficialmente– de los que él ni se había enterado, no sabía decir en absoluto en qué momentos los había sufrido; y aunque mis hermanos, mi hermana, algunas nietas y mis cuñadas pasaban con frecuencia a verlo, no había quedado más remedio que meterle allí a una cuidadora, una señora colombiana bastante dulce que dormía en el cuarto que yo podría haber ocupado, y que descargaba además de tareas a la criada de siempre, ya entrada en años; Así que no quise alterar con mi presencia la nueva organización establecida. Podía costearme sin problemas hasta el Palace, con mis actuales ganancias, y en él me reservé una habitación amplia. Me resultaba más fácil estar allí que en cualquier casa ajena, incluidas la de mi padre y las de mis mejores amigos o amigas, las mujeres más hospitalarias: en ellas no sólo me habría sentido intruso sino exiliado de la mía, mientras que en un hotel podía fingirme extranjero del todo y visitante, ya que no turista, y no tener tanta sensación ingrata de repudiado y recogido.
Hablé por teléfono con mi padre, como siempre una conversación breve, aunque ahora él no tuviera el pretexto de que lo llamaba desde Inglaterra y supusiera eso muy caro (pertenecía a una generación ahorrativa que utilizaba ese aparato sólo para dar o recibir recados, si bien Wheeler no era así, quizá fuera una generación de España), quedé en ir a verlo al día siguiente. Le noté la voz normal, no distinta de las ocasiones últimas desde Londres, lo telefoneaba cada semana o aun conmenos intervalo; algo cansada, no más de eso, y no le gustaba sostener el brazo en alto. Lo raro fue, sin embargo, que me hablara sin la menor alharaca ni tono celebratorio alguno, como si nos hubiéramos visto un par de días antes, si no la víspera. Era como si no tuviera de pronto mucho sentido del tiempo, o del transcurso, y lo que le era conocido o muy próximo lo tuviera presente siempre, tanto como para no echarlo de menos, quiero decir palpablemente, o no darse cuenta de que en realidad faltaba. Yo era yo, uno de sus hijos, y por lo tanto alguien invariable, estaba lo suficientemente asentado en su mente como para no reparar de veras en mi ausencia física ni en mi distancia ni en el espaciamiento anómalo de mis visitas o más bien en su inexistencia. Él no salía ya apenas. 'He venido de Londres, papá', le dije, 'estaré por aquí unos quince días.' ‘Ya. ¿Y qué te cuentas?', me preguntó sin énfasis. 'No demasiado. Pero ya hablaremos, iré a verte mañana. Hoy quiero ir a ver a los niños, casi no voy a reconocerlos.' 'Estuvieron aquí hace unos días, con su madre. Ella no viene mucho, pero sí cuando puede. Y llama.' Luisa no era tan fija y estable como yo, por eso se percataba de sus venidas o no venidas, hasta cierto punto aún le era nueva. 'Estará muy agobiada', contesté como si todavía fuera algo mío y debiera disculparla. Sabía que no hacía falta, ella le tenía mucho afecto a mi padre y además el suyo se le había muerto unos años antes, había sustituido en lo posible con él a esa figura perdida. Si no iba a verlo con más frecuencia sería porque en verdad no podía. '¿Estaba guapa?', le pregunté estúpidamente. 'Es guapa, Luisa. No sé por qué me preguntas, tú la verás más que yo.' Él sabía de nuestra separación, no se le había ocultado, como se hace a veces con los viejos con las noticias que les disgustan. 'Ahora vivo en Inglaterra, papá', le recordé, y hace tiempo que no la veo'. Se quedó callado un momento y contestó: 'Ya sé que vives en Inglaterra. Bueno, hijo, si eso quieres. Espero que esa estancia en Oxford te esté siendo fructífera'. No es que ignorara que ahora estaba en Londres, pero a ratos se le mezclaban los tiempos, lo cual no tiene en realidad nada de extraño, son un continuumy se está siempre en él, de todas formas, hasta que deja de estarse aparentemente.
Tenía que llamar a Luisa antes de presentarme en su casa, no sólo para cerciorarme de que los niños iban a estar, sino por respeto a ella. Aún guardaba las llaves del piso y quizá no se habían cambiado las cerraduras; a lo mejor podía entrar sin más y sin avisar a nadie, primero susto y sorpresa luego; pero la posibilidad me parecía abusiva, a ella eso no le habría hecho gracia, y además me arriesgaba a tropezarme con mi sustituto provisional, fuera quien fuese, si se le había concedido ya acceso habitual a la casa. No era probable, pero en la falta de certeza hay que abstenerse: habría resultado violento y a mí me habría hecho aún menos gracia. La sola idea de encontrarme a un tipo desconocido en el sofá, en mi sitio, o preparando algo de cena rápida en la cocina, o viendo la televisión con los niños para hacerse el paternal y el simpático, o corte Guillermo el camarada, me revolvía el estómago. Estaba preparado para el dato, no para la visión directa, que se me representaría más tarde en Londres y no olvidaría en la vida.
Marqué el número, era media tarde, los niños ya habrían vuelto del colegio. Me contestó ella misma, cuando le dije que estaba en Madrid se quedó muy cortada, tardó en reaccionar, como si se estuviera haciendo su rauda composición de lugar ante el imprevisto, y luego: cómo no me has avisado, a quién se le ocurre, esto no se hace; quería daros una sorpresa, bueno, sobre todo a los críos, aún quisiera dársela a ellos, no les digas que estoy aquí, déjame aparecer por la puerta sin que sepan nada, ya no saldrán hoy, supongo, ¿puedo ir ahora?
'Ellos no, pero yo sí', me contestó con precipitación y algo turbada, hasta el punto de que me pregunté —fue involuntario– si era cierto o si acababa de decidirlo, quiero decir salir de casa, largarse, quitarse de en medio cuando se produjera el encuentro, para ahorrarse verme yno coincidir conmigo.
'¿Tienes que salir ahora?' Había contado con su presencia, con su mirada benevolente ante la reunión de los cuatro, no tenía el mismo valor si ella no era testigo.
'Sí, dentro de un rato, estoy esperando a la canguro', dijo. 'Casi déjame que la llame en seguida, antes de que se ponga en camino, para advertirle de tu venida. Ella no te conoce, podría no querer dejarte entrar si no está enterada, le tengo ordenado no abrir a desconocidos bajo ningún concepto, y para ella lo serías, lo siento. Cuelga para que la avise y te llamo luego. ¿Dónde estás?'
Le di los números del hotel y de la habitación. Era como si tuviera una prisa excesiva, y hoy todas las canguros podrán ser localizadas en cualquier momento aunque no estén en casa, ninguna carecerá de móvil. Se me pasó por la cabeza que quizá iba a llamarla por vez primera, para que viniera volando ante la situación creada, de ahí la urgencia, y así le diera tiempo a llegar —y a ella a irse– antes de que yo me presentara. Si su salida era improvisada, no iba a dejar a los niños solos ni siquiera un rato, esperándome sin saberlo y si mi llave valía. Tuve la desoladora sensación de que quería evitarme. Pero no podía fiarme, tal vez me había acostumbrado demasiado a interpretar a la gente, a toda, a la del trabajo y a la de fuera, a analizar cada inflexión de voz y cada gesto y a percibir algo oculto tras cada aceleración o demora. Esa no era manera de andar por el mundo, sino la más indicada para las figuraciones.
Tardó de más en devolver la llamada, me dio tiempo a impacientarme, a recuperar mis sospechas, a desear que me comunicara la cancelación de su cita y así disiparlas. También a pensar que estaba ganando tiempo, quiero decir haciéndolo, dándoselo a la canguro para desplazarse y retrasando así de paso mi puesta en marcha en la misma dirección, hacia nuestra casa que ya no era mía. Aguardé sin moverme, sentado en la cama, así se hace cuando algo es cuestión de un momento a otro, maldita esa expresión que eterniza cada segundo y nos suspende. Había pasado más de un cuarto de hora cuando por fin sonó el teléfono.
'Hola, soy yo’ dijo Luisa como había dicho la joven Pérez Nuix al llamar a mi puerta en la noche de la lluvia sostenida y fuerte, en Luisa estaba más justificado, al fin y al cabo para mí había sido un 'yo' inequívoco durante muchos años —eso suele darse por descontado, que no hay más 'yo' en los matrimonios– y llevaba un buen rato ahora esperándola. También estaba en su derecho de no dudar que iba a reconocerla sin necesidad de más —quién si no, quién sino yo, sino ella—, desde la primera palabra y el primer instante, y podía estar casi segura de ocupar mucho o bastante mis pensamientos, aunque eso no debió de planteárselo en aquel momento, su cabeza se encontraba en otro sitio, o intentaba combinar ese sitio con mi indeseada presencia, no lograba sacudirme la impresión de que para ella era eso, un contratiempo. 'Perdona, la canguro ha estado comunicando hasta ahora mismo. Ya está avisada de que vendrás y de que no debe chafarte la sorpresa, no les dirá nada a los niños. ¿Cuánto tardarás?'
'No sé, desde aquí unos veinte minutos, calculo, cogeré un taxi.'
'Entonces haz el favor de no salir hasta dentro de otros quince o veinte, para darle tiempo a ella a instalarse y a poner a los niños en orden. Procura no alterarles demasiado el horario, por favor, o si no mañana estarán muertos de sueño y tienen colegio. A ver si puede ser que estén acostados no más tarde de las once, y eso ya es mucho para sus costumbres. Ya tendrás más ocasiones de verlos, ¿cuántos días te quedas?'
'Dos semanas', contesté, y volvió a parecerme que eso suponía para ella otro problema imprevisto, si es que no una contrariedad, algo con lo que habría de lidiar, un fastidio.
'¿Tanto?' No fue capaz de reprimirse, sonó más alarmada que alegre. '¿Y eso?'
'Ya te dije que tenía que acompañar a mi jefe en un viaje. Al final resultaron ser cuatro, uno tras otro. Así que me ha premiado, supongo, con uno largo para mí solo.' Y añadí: '¿No voy a verte hoy entonces?'.
'No, no lo creo, volveré cuando los niños ya estén dormidos. La canguro se quedará lo que haga falta, por eso no te preocupes; en cuanto los meta en la cama te puedes ir tranquilamente, no se te ocurra esperarme. Si me hubieras advertido que venías, lo habría arreglado de otra forma. Ya hablaremos, ya quedaremos con calma.'
La ciudad que un día antes estaba difuminada y turbia se hace nítida al instante en cuanto uno vuelve a pisarla; el tiempo se comprime, desaparece el ayer —o es intermedio—, y es como si no hubiera salido uno nunca. De pronto sabe otra vez qué calles hay que tomar, y en qué orden, para ir de un lugar a otro, los que sean, y también cuánto se tarda. Veinte minutos, había calculado en taxi, desde el Palace hasta mi casa con el tráfico abominable, y esos fueron casi exactos. Y en vez de pensar con ilusión en mis niños, a los que por fin iba a ver tras larga ausencia, no pude evitar cavilar sobre Luisa durante el desencantado trayecto. No es que esperara un gran recibimiento suyo, pero al menos curiosidad, simpatía, las que me había manifestado por teléfono cada vez que había hablado con ella desde Londres, qué había cambiado, qué le había entrado conmigo, por respirar el mismo aire. Tal vez me tuviera esa simpatía ysintiera esa vaga curiosidad por mí sólo a distancia, si me sabía lejano, si yo era una voz al oído sin rostro ni cuerpo ni visión ni alcance; entonces podía permitírselas, pero no aquí, no donde habíamos vivido contentos y juntos y luego nos habíamos hecho algo de daño. Aquí había prescindido, se había desacostumbrado a mí y no sabía bien dónde meterme: yo ya no rondaba hacía tiempo. No había soltado prenda sobre su cita, aquella salida que le había surgido al enterarse de que yo andaba cerca en carne y hueso, estaba medio convencido de ello. No tenía obligación de soltarla, desde luego, ni yo le había preguntado, ni le había insistido en que anulara su compromiso, eso es fácil y gratis y cualquiera lo hace con menores motivos o por simple antojo ('Por favor, por favor, hoy es un día especial, me gustaría tanto veros a todos juntos, seguro que puedes cambiarlo, anda, qué te cuesta intentarlo'); pero lo normal es que todo el mundo dé explicaciones aunque no se le pidan, y se excuse sin necesidad, y cuente su vida inane y se explaye y raje, por el mero placer de usar la lengua, por suministrar información superflua o por evitar vacíos, por provocar celos o envidia o por no levantar sospechas al resultar enigmático. 'El hablar funesto', había dicho Wheeler. 'La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento.' Luisa lo había retenido, ese aliento, se había limitado a decirme: 'Ellos no saldrán ya hoy, pero yo sí, dentro de un rato', y ni siquiera había añadido lo mínimo en estos casos, 'Es una cita que no puedo deshacer, de hace semanas', o 'Ya no me da tiempo a avisar', o 'No me es posible aplazarla, porque es con gente de fuera que no estará en Madrid ya mañana'. Tampoco había expresado el educado pesar que le causaba la coincidencia, aunque el pesar fuera falso (pero al dejarlo de lado eso algo le consuela, o le conforma): 'Qué rabia, qué mala pata, qué lástima, me habría encantado ver a los niños al verte. Si lo hubiera sabido antes. No querrás esperar hasta mañana, ¿verdad? Tanto tiempo'. Había puesto punto en boca, en realidad como si no supiera qué cita tenía ni dónde iba, como si acabara de inventársela más que como si quisiera ocultarla. Esa fue mi sospecha, por deformación profesional acaso, mi deformación inglesa. Tendría donde ir de todas formas, dónde refugiarse unas horas, las que yo pasaría en su casa. No le faltaría ya un novio, un amante, aunque fuese pasajero. Sería cuestión de localizarlo, o a lo mejor ni de eso, si él le había dado ya unas llaves. 'Parece que no quiere verme', pensé en el taxi. 'Pero me va a ver, seguramente. No he venido hasta aquí para aguantar un día más sin mirarla, sin volver a contemplar su rostro.'
La sorpresa de los niños fue enorme. Marina me miró al principio con fijeza y con desconfianza; luego se acostumbró, más como suelen hacerlo los crios pequeños con los desconocidos —es asunto de minutos, si el adulto tiene algún arte– que como si me recordara con precisión, es decir, con datos. También ayudó que su hermano la instruyera al instante ('Es papá, tonta, ¿no te das cuenta?'). Los regalos contribuyeron a facilitar el encuentro, y la sonrisa aprobatoria, casi beatífica de la canguro, una chica joven con buena mano que acudió a abrirme la puerta: no me atreví a probar mi llave por si estaba caduca, llamé al timbre como cualquier visitante. La niña hizo preguntas absurdas ('¿Y dónde vives?', '¿Tienes perro?', '¿Y llueve siempre?', '¿Hay osos?'), Guillermo se encargó de las que contenían reproche ('¿Por qué no te vemos nunca?', '¿Allí te lo pasas mejor que aquí?', '¿Conoces a niños ingleses?') y también de las aventurero-librescas, veía películas sin parar y ya leía bastante ('¿Has visitado la escuela de Harry Potter?', '¿Y la casa de Sherlock Holmes?', '¿No te da miedo salir de noche, con la niebla y los destripadores, o ya no hay destripadores en Londres?', '¿Es verdad que las figuras del Museo de Cera no se distinguen de las reales si se ponen juntas?'). (No había estado en aquella escuela, pero sí en el 221B de Baker Street, de hecho vivía muy cerca y me pasaba por allí a menudo; y en York había descubierto la oscura y descuidada tumba de Dick Turpin, el bandolero de la casaca roja y el antifaz y el sombrero de tres picos y las botas altas hasta los muslos, con él estaba enterrado su fiel caballo Black Bess, que en realidad era una yegua, y había visto el lugar donde lo habían ahorcado, en Tyburn, en las afueras, vestido elegantemente. Una noche me había seguido un perro blanco, tis tis tis, a lo largo de calles y plazas y parques hasta mi casa, él solo bajo la lluvia intensa, para los niños era mucho más misterioso si omitía a su dueña; lo dejé secarse y dormir en casa, y sí, me lo habría quedado, pero se fue a la mañana siguiente, cuando lo saqué de paseo, y ya no he vuelto a verlo nunca, quizá no le gustó mi comida para personas, para perros no tenía. Otra noche había visto a un hombre sacar una espada en una discoteca, de dos filos, la sacó del abrigo y amenazó a la gente, que se apartó aterrada; cortó unas cuantas cosas con gran habilidad y dominio, una mesa, un par de sillas, unas cortinas, hizo añicos unas cuantas botellas y a dos mujeres les rajó la falda sin causarles el más mínimo daño, medía muy bien, era un artista; luego envainó la espada en su abrigo largo, se lo puso —eso lo obligaba a caminar muy rígido, como un espectro– y se marchó tan tranquilo, sin que nadie se atreviera a pararlo; tampoco yo, cómo se os ocurre, estáis locos, me habría hecho trizas en un instante, era muy rápido con su arma (era como un rayo sin trueno que despedaza callando). Estuve a punto de decirles que una tercera noche la había pasado en la casa de Wendy, la novia de Peter Pan, pero me abstuve: la niña era lo bastante pequeña para creérselo, el niño no, pero sobre todo no quería rememorar los vídeos que allí se me habían mostrado, de hecho no quería recordarlos nunca y los recordaba constantemente ('El viento mueve la mar y los barcos se retiran, con los remos presurosos y las velas extendidas. Entre el ruido de las olas sonó la fusilería... ¡Malhaya el corazón noble que de los malos se fía!... Sobre los barcos lloraba toda la marinería, y las más bellas mujeres, enlutadas y afligidas, lo van llorando también por el limonar arriba.' El romance de Torrijos se me quedó para siempre asociado a aquella tanda de escenas siniestras). Y me di cuenta —lo había olvidado, hacía tanto que no charlaba con Guillermo y Marina– de que casi todo lo que le pasa a uno, sin apenas cambios, puede convertirse fácilmente en una historia para niños. Historias intrigantes o tenebrosas, de las que los protegen y los preparan, y les dan recursos.)