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Veneno Y Sombra Y Adiós
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Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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–¿Y eso alegró a Valerie? Quiero decir, ¿la satisfizo? —le pregunté. Ahí vi ocasión de recordarle a la persona que a mí más me interesaba. Fue una ingenuidad por mi parte, también era la que más interesaba a Wheeler y ni por un momento la había olvidado. En realidad él nunca llegó a perder del todo el hilo, en mi presencia.

Se llevó un brazo a la frente —o fue la muñeca a la sien—, como si de repente le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o fue un gesto de pesadilla acaso. Fuera como fuese fue el mismo que cuando por fin abrió los ojos y se destapó los oídos tras las caprichosas pasadas del helicóptero que sonaba como una carraca gigante o como un viejo Sikorsky H-5, cuyo 'solo ruido provocaba el pánico', aquel otro domingo ya lejano en su jardín junto al río, sentados los dos en las butacas cubiertas por lonas o fundas de color gabardina clara, sobre aquellos muebles disfrazados de mamuts o de fantasmas encadenados, cuando yo aún no pertenecía al grupo y él me captó y me propuso que me integrara y formara parte. Tardó un poco en contestar y temí que se hubiera atascado de nuevo con alguna palabra. Pero no fue así, sino quizá —pensé un poco más tarde– que prefería no dejarme ver entero su rostro mientras contase lo que aún no había contado, o que procuraba tener el brazo o la muñeca ya bien cerca de los ojos, para tapárselos en un segundo como yo había estado tentado de hacer varias veces —y en alguna había cedido, si mal no recordaba– durante la proyección de los vídeos de Tupra en su casa. Como si quisiera estar listo para esconderse, o para meter la cabeza debajo del ala.

–La satisfizo —repitió—. Sí, eso puede decirse, supongo. La idea había sido suya, y fue su primera aportación personal, individual, distinguible, al desarrollo de la Guerra o a la búsqueda de la victoria. Fue felicitada por Jefferys en una de sus siguientes visitas. Ya te he dicho, venía una semana, dejaba un reguero de ideas y se largaba, y hasta un mes o más después no volvía a aparecer. Nunca he vuelto a oír hablar de él ni he visto su nombre en ningún libro, por eso estoy convencido de que era un alias. Sefton Delmer no lo menciona, quién sabe quién era en realidad. Pero también la dejó insatisfecha, con un resquemor. Se preguntaba por Use, por la mujer de Rendl, de vez en cuando se preguntaba en qué situación habría quedado tras la defenestración de su marido. Él era un enemigo nuestro y no uno cualquiera, no un pobre recluta sino un nazi voluntario, empeñado en pertenecer a las SS. Y además era un completo imbécil; pero también era el cuñado de su vieja amiga, y el marido de la hermana mayor que siempre había sido afectuosa y paciente con ella. La Guerra, sin embargo, no daba apenas tiempo, ni a las dudas ni a los remordimientos ni a nada. Por ese motivo algunas personas recuerdan los periodos de guerra como los más vitales de su existencia, como los más eufóricos, y hasta los echan de menos luego, en cierto sentido. Las guerras son lo peor, pero en ellas se vive con una intensidad desconocida, lo bueno que tienen es que impiden que la gente se preocupe por tonterías o se deprima, o se dedique a chinchar a los que están alrededor. No hay tiempo para nada de eso, se va de una cosa a otra sin cesar, de una angustia a un sobresalto, de un terror a una explosión de alegría, y todos los días son el último, o más aún, el único. Se marcha, se eshombro con hombro, todo el mundo está ocupado en sobrevivir, en derrotar a la bestia, en salvarse y en salvar a otros, y hay mucho compañerismo si no cunde el pánico. Aquí no cundió. Se lo habrás oído contar a tu padre y a otros, vuestra Guerra fue también así.

–Sí, lo he oído contar. No tanto a mi padre, que, aunque muy joven, ya era adulto cuando empezó, cuanto a los que aún eran niños entonces. Me imagino que sólo se pueden echar en falta esos periodos cuando de ellos se sale vencedor, téngalo en cuenta, Peter. Para mi padre no pudo ser lo mismo que para usted.

–Sí, en eso llevas razón. Yo no puedo concebir que hubiéramos perdido, y en ese caso, probablemente, sólo recordaría el horror. O habría hecho todo lo posible por olvidarlo, y quizá lo habría logrado, con gran esfuerzo. Se hace difícil imaginarlo. No lo sé, no lo puedo saber. —Y Wheeler se quitó el brazo de la frente y se puso la mano en una mejilla y se quedó cavilando, como si nunca se le hubiera ocurrido pensar en eso.

–¿Y qué pasó? Qué más. —Aquello era lo que me pedía siempre Tupra durante nuestras sesiones, 'Qué más, dime más'. Ya no volvería a hacerlo ni volvería a haberlas, eso estaba decidido.

–Lo malo vino tras el final de la Guerra, cuando todo el país levantó la cabeza para mirar a su alrededor y a algunos, no muchos, les dio por pensar en lo que había ocurrido, y en lo que habían visto, y en cómo habían vivido, y en lo que se habían visto obligados a hacer. Unos meses después de la rendición Valerie recibió una carta de su amiga Maria. No habían mantenido ningún contacto desde el 39, desde antes del estallido. Maria ni siquiera sabía que Valerie estaba casada y que su apellido era ahora Wheeler. Nos conocimos en el 40 y nos casamos en el 41, poco antes de cumplir yo los veintiocho y ella ya con veintiuno. La verdad es que ni siquiera sabían, ninguna de las dos, si la otra seguía viva. Maria envió su carta a casa de los padres de Val y la madre se la remitió a Oxford, donde acabábamos de instalarnos tras ser yo elegido Fellowde Queen's College, en el 46. Su padre había muerto en uno de los bombardeos de Londres. Valerie tuvo en el primer momento un arrebato de alegría, pero sólo le duró lo que tardó en abrir el sobre. Aquella carta fue nuestra condena. Bueno, supongo que es justo decir que sobre todo la suya. —Y al añadir esto Peter, me vinieron a la memoria, como una premonición, como un eco, las palabras que le había oído a Tupra en su casa: 'Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, también la amada, antes que uno mismo'—. Yo no estaba cuando la recibió y la leyó, me la enseñó después, o mejor dicho me la tradujo: aunque Maria hablaba inglés, el alemán de Val era mejor, y se escribían en esta lengua. Era una carta larga pero no demasiado, quiero decir que no lo era tanto como para poderle explicar qué había sido de ella durante todos los años de la Guerra; le resumía lo más importante. También se había casado y se apellidaba Hafenrichter ahora, aunque su marido había caído en el frente ruso y era viuda. Malvivía o sobrevivía en la zona internacional de Viena (ya sabes que, como Berlín, quedó dividida en cuatro: americana, británica, rusa y francesa, y el centro era internacional, es decir, lo controlaban y patrullaban a la vez las cuatro potencias). Le hablaba de sus penurias actuales, la misma situación dramática que en las ciudades alemanas, quizá con menos devastación solamente, y le pedía algo de ayuda, aunque no especificaba de qué tipo, si dinero, medicinas, ropa, víveres... Sus padres habían muerto, el señor y la señora Mauthner, así como una de las cuatro hermanas, la tercera, y también daba por muerta a la mayor, Use, desaparecida con sus dos hijas pequeñas. De los Rendl sólo quedaba el niño, del que ella se había hecho cargo y al que deseaba enviar ahora a Inglaterra, para eso solicitaba también la ayuda de Valerie, si era posible: el chico lo había pasado muy mal, en Austria lo aguardaba un futuro muy negro, lleno de miseria, y ella apenas si se podía mantener a sí misma. Pero lo peor fue... —A Wheeler le flaqueó la voz y vaciló un instante; pero se repuso—. Lo peor fue que le explicaba lo que había ocurrido: 'No sé cómo', le decía, y esa fue la frase que atormentó a Valerie desde que la leyó hasta su muerte, la que acabó con ella: 'No sé cómo', le decía, las SS habían descubierto que Rendl tenía una abuela judía y que había pagado sobornos para borrarla de los registros. Pero los documentos en cuestión no habían sido destruidos, sino tan sólo sustraídos y reemplazados por otros falsos; reaparecieron, y se comprobó la veracidad de la denuncia. Las SS eran muy estrictas respecto a la ascendencia racial, le contaba Maria imaginando que Valerie no tenía por qué estar enterada, y al parecer el caso llegó a oídos del mismísimo Himmler, quien montó en cólera ante el engaño y decidió dar un escarmiento, más que nada para hacer que confesaran voluntariamente cuantos oficiales de las SS pudieran estar en la misma o en parecida situación que Rendl, prometiéndoles que, si lo hacían, se sería con ellos más benévolo que con su compañero impostor, o no tan severo. El descubrimiento, unido a los rumores que había habido tras su muerte de que hasta Heydrich era 'medio judío' —'Heydrich', pensé, 'que murió lentamente y entre grandes dolores, por las balas envenenadas, untadas'—, lo llevó a sospechar, según supe más adelante, que su purísimo cuerpo se hubiera convertido, de hecho, desde la promulgación de las Leyes de Nuremberg, en un refugio de Mischlingey aun de 'medio judíos', con el siguiente razonamiento, propio de una mente tan enferma como la suya: ¿Qué mejor escondite para las presas que camuflarse de cazadores? O no tan enferma, si se piensa en la de Delmer o sobre todo en la de Jefferys, capaces de urdir los más enrevesados planes y maquinaciones. O en la mía, no lo sé, teníamos todos mentes de guerra, en la guerra no queda una sana y algunas no se recuperan nunca. Pero volviendo a la carta: Maria había logrado saber que Rendl, y ese fue el castigo ejemplar, había sido trasladado a un campo de concentración como prisionero, pese a no ser en realidad más que 'cuarto', y que un día la Gestapo se había presentado en su casa de Munich, donde ahora vivían, y se había llevado a las niñas. Al niño no porque no estaba, cuando ocurrió estaba en Melk con sus abuelos, y luego, pasado el inicial momento de ira, no se molestaron demasiado en buscarlo. Cuando Use preguntó horrorizada a qué se debía aquello, lo único que le contestaron fue que las niñas eran judías y que contra ella no había nada; si quería acompañarlas, era asunto suyo. En propiedad aquellas niñas eran sólo 'octavo de judío', y normalmente habrían sido 'alemanas' a todos los efectos. Pero esa fue la represalia, ese fue el escarmiento: convertir en 'judíos plenos' a los descendientes del que había engañado, del que se había burlado. Al fin y al cabo, como dijo Göring, o Goebbels, o quizá fue el propio Himmler, 'Es judío quien yo digo que lo es, eso es todo'. Nada de esto trascendió, claro está, habría causado una impresión pésima; se hizo saber solamente a los oficiales de las SS, para que anduvieran con cuidado, y por eso el PWE no tuvo apenas noticia. Las SS eran muy dadas al secreto y a los rituales pueriles. —Dijo 'secrecy', no 'secret'; algunos dirían hoy 'secretismo'—. Según los vecinos que asistieron a la escena, Use se montó con sus niñas en el coche que se las llevaba, y nunca más se supo, de ninguna de las tres. Era de suponer que, una vez en un campo de concentración, se habría perdido su rastro y también se habría olvidado su 'origen', es decir, el porqué de que estuvieran allí, y habrían pasado a ser, efectivamente, nada más que otras judías, o 'disidentes' en el mejor de los casos; no, mejor no: su destino era el mismo. Maria no quería engañarse con fantasías, no tenía ninguna esperanza. Las daba por muertas, sobre todo desde que se había sabido de las cámaras de gas, ya sin lugar a especulaciones ni dudas, y de los exterminios masivos. Así que eso era lo que contaba la carta, Jacobo. Maria se despedía diciendo que ignoraba si Valerie seguía viva y si alguna vez llegarían a sus ojos aquellas líneas. Pero le rogaba que, de ser así, le diera noticias y le echara una mano, sobre todo con el hijo de Use, con el pequeño Rendl. Tendría entonces once o doce años. —Wheeler hizo una pausa, tomó aliento y añadió—: Ojalá nunca hubieran llegado a sus ojos, aquellas líneas. Ojalá no le hubieran contado. Yo no la habría visto matarse. Ni me habría quedado solo y triste.

Wheeler se quedó entonces callado y pensativo y volvió a llevarse el dorso de la muñeca a la frente, como para secarse un sudor súbito o como sí se tomara de nuevo la temperatura. 'Dame tu mano y paseemos', cité para mis adentros. 'Por estos campos de la tierra mía, bordeados de olivares polvorientos, voy caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo'. Conocía este poema desde la infancia, era lo que le había dicho Antonio Machado a su esposa niña ya muerta, Leonor, muerta de tuberculosis a los dieciocho años. Valerie no había muerto, sino que se había matado con algunos más, no muchos, mirando su propio reloj de arena y sosteniéndolo en su mano. Pero también había dejado a Peter del mismo modo, solo, triste, cansado, pensativo y viejo. Por mucho que después hubiera hecho.

Podía haber esperado aquella revelación tras cuanto Wheeler me había ido relatando, pero me quedé tan parado que no supe qué decir en el instante. Y como él no siguiera hablando inmediatamente, mencioné algo de lo que no pude evitar acordarme, aun a riesgo de desviarle el pensamiento hacia otro lado y perderme el final de la historia:

–Eso fue lo que me dijo Toby que le había pasado a él. Se lo conté, ¿no se acuerda? —Y también me vino a la memoria la irritada sorpresa de Wheeler al oírmelo. '¿Eso dijo, "he visto matarse..."? ', había repetido con un respingo, sin terminar la frase—. Que había visto matarse a la persona que amaba.

Wheeler reaccionó en el acto, pero ahora más bien fue conmiserativo.

–Sí. Me decepcionó, me enfadó un poco cuando me lo contaste. En fin, tú qué sabías. A él nunca le sucedió tal cosa; pero le gustaba hacerse el misterioso, y dar a entender que tenía un pasado más turbulento, o más trágico, del que en verdad tenía; no lo era poco, por otra parte: también él pasó lo suyo, como casi todo el mundo que atraviesa una guerra larga. Sin duda se apropió de mi historia cuando te dijo eso, para adornar un poco más la suya. Es lo malo que tiene el contar, que la mayoría olvida luego cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo vivido o alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, una anécdota, un chiste, un aforismo, una historia, un estilo, a veces hasta un texto entero, de los que se apropian ufanamente, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Es algo muy de nuestro tiempo, que no respeta las prioridades. Quizá no debí enfadarme como lo hice, con el pobre Toby, retrospectivamente. —Wheeler se detuvo, bebió dos sorbos de jerez y después murmuró con desgana, casi con aversión—: Por suerte para él, nunca tuvo que ver eso. No es una escena soportable, te lo aseguro. Las tragedias más vale ahorrárselas. Nada puede compensarlas. No desde luego contarlas.

–¿Cómo fue? —Y mi educación me llevó a añadir lo que ya le había dicho en alguna otra ocasión, aunque esta vez hube de forzarme para poder cumplir con lo que desde niño se me había enseñado, que nunca hay que apretarle las tuercas a nadie—. Si no quiere no me lo cuente, Peter.

Temía que la señora Berry cerrase el piano y bajase en cualquier momento y por así decir deshiciese el ensalmo, aunque aún nos llegaba su música discretamente, me pareció que ahora interpretaba a Scarlatti, siempre piezas alegres, casualmente de transterrados, Scarlatti se había pasado media vida en España y al parecer allí había muerto sin que se supiera bien cómo ni dónde ni si tenía tumba, lo mismo que Boccherini: en Madrid probablemente, los dos en mi ciudad mal enterrados. País indiferente a los méritos y a los servicios prestados. País indiferente a todo, sobre todo a lo que ya no existe, o a la materia pasada.

–No es agradable de recordar, ni de oír tampoco, Jacobo. Pero creo que con todo puedo contártelo. Alguna vez hay que contar las cosas, supongo, al cabo de mucho tiempo, para que no parezca que no pasaron o que fueron sólo un mal sueño —me respondió Peter—. 'No sé cómo', había escrito Maria en su carta, y Valerie, desde que la leyó, no dejó de repetir, incluso a veces en alemán como si hablara con ella: 'Yo sí sé cómo, yo sé cómo, lo sé muy bien, en realidad fui yo quien se lo hizo saber a las SS' . Y también se reprochaba insistentemente: 'Los niños. Cómo no pensé en Use y los niños. Debí haber pensado en ellos, cómo es posible. Y en cambio ni siquiera los tuve en cuenta'. Los últimos días de su vida los pasó atormentada, en un verdadero infierno, y en ningún momento pensó contestar a su amiga. 'Prefiero que me crea muerta', decía. 'No podría soportar confesárselo.' ' Y si no se lo confesaras y te limitaras a ayudarla?', trataba yo de convencerla. 'Quizá se podría hacer algo por el niño, conseguirle algún tipo de permiso, y una beca, no sé, yo podría hablar con gente, y echarle una mano económicamente.' Siempre he tenido dinero de familia, mi abuelo materno, Thomas Wheeler, vendió con provecho los periódicos de los que era propietario en Nueva Zelanda y Australia, y a Toby y a mí, aún muy jóvenes, nos tocó una buena herencia a su muerte. Hasta le propuse que lo adoptáramos, al joven Rendl, con el nulo entusiasmo que me provocaba la idea. Pero Val estaba paralizada por el horror y el pesar, no quería saber nada, no reaccionaba. Se pasaba las noches en vela, y si algún rato caía rendida, se despertaba sobresaltada en mitad de la noche, llorando y empapada en sudor, y me decía con una angustia exaltada: 'Esas niñas. Si al menos yo hubiera averiguado la historia por mis propios medios, quizá habría tenido algún derecho, quizá, no lo creo. Pero la sabía por Maria, y la traicioné sin pensármelo, cómo pude hacer eso, cómo no caí en la cuenta. Y esas niñas muertas por mi culpa en un campo, no entenderían nada, y su madre que se montó con ellas, qué otra cosa iba a hacer la pobre, santo cielo...'. —Wheeler se paró un momento y se mordisqueó el dedo índice, pensativo y tenso. ('El pesar rondó tu cama', cité yo para mis adentros.) Luego dijo—: La traición no estaba en su esencia, y la delación aún menos. Es más, esas eran las últimas cosas de que habría sido capaz en circunstancias normales. Era una persona excelente, en la que se podía confiar a ciegas. Era la antítesis de la mala fe, de la insidia, no sé cómo decírtelo: era una persona limpia. Pero la guerra lo trastorna todo, o crea dobles lealtades inconciliables. Tampoco estaba en su esencia regatear esfuerzos, no colaborar con su país al máximo cuando su supervivencia estaba en juego. Ya tenía la espina clavada de no haber tenido valor para infiltrarse en territorio enemigo, así que habría sido imposible que se guardase aquel dato, el de Hartmut Rendl, una vez convencida de que aportarlo era importante y de que podía salvar vidas inglesas. Pero ahora su perspectiva había cambiado, como ocurre siempre en tiempo de paz, excepto para los que sabemos que el de guerra acecha constantemente y está a la vuelta de la esquina, aunque casi nadie más lo crea; y que lo que en la paz nos parece condenable, espantoso y exagerado, podría repetirse mañana con el consentimiento de la nación entera. 'Crímenes de guerra', se llama hoy a cualquier cosa, como si la guerra no consistiese en la comisión de crímenes, de antemano perdonados en su gran mayoría. Pero ahora Valerie no lograba ver la utilidad, de qué modo lo que ella había contado, la idea que había dado, habían contribuido a la victoria, o mejor dicho, estaba segura de que si se hubiese callado el resultado habría sido el mismo. Y sin duda no le faltaba razón, como la habrían tenido todos los demás británicos respecto a su particular grano de arena, con excepciones muy contadas. Es lo que también pasa en las guerras, Jacobo. Se hace todo lo necesario, y eso incluye lo innecesario. Pero quién distingue lo uno de lo otro en su día. A la hora de destruir al enemigo, incluso sólo de vencerlo, es imposible medir qué es lo que de verdad le hace daño y qué es matarle los caballos, o alancear moros muertos, como decís vosotros, o hacer leña del árbol caído. Y estas dos últimas expresiones las dijo Wheeler en mi lengua—. Yo intenté hacerle ver eso por todos los medios: 'Valerie, era la guerra', le decía, 'y en ella los soldados matan a veces hasta a sus compañeros, sabes lo que es el fuego amigo; o los mandos sacrifican a sus propias tropas, las envían al matadero y no siempre eso sirve de nada: piensa en Gallípoli, en Chunuk Bair, en Suvla, y no te quepa duda de que con los años sabremos de casos parecidos e igual de sangrantes en esta Guerra nuestra recién ganada. En todas caen inocentes y se cometen errores y frivolidades, y siempre hay políticos y militares imbéciles o desaprensivos, en todas partes. En todas hay superfluidades. ¿Qué te crees, que yo no he hecho cosas repugnantes, si las miro ahora, o en el futuro, que tal vez me podría haber ahorrado? Las hice en Kingston, y más en Accra, y en Colombo. Lo son ahora y lo serán más dentro de un tiempo, cuanto más lejanas, pero no lo eran entonces. Y eso es lo que no puede hacerse, mirarlas fuera de sus circunstancias y en frío. La vista no se vuelve atrás después de una guerra, ¿no lo entiendes? Para poder seguir viviendo'.

Wheeler se paró de nuevo, esta vez, más que nada, para tomar aliento. Era obvio que lo necesitaba. Tenía la mirada algo extraviada, vuelta hacia la escalera sin verla. Lo sentí muy cansado y a la vez agitado, como si hubiera revivido más de la cuenta aquellas palabras dichas a Valerie un siglo antes, quizá en la cama rondada, quizá cuando ella lo despertaba con sus llantos y sus pesadillas que se correspondían con la realidad, y esas son las que no se aguantan, cuando la vigilia repite lo que dijo el sueño: Pese yo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho. Desespera y muere'. Esperé. Esperé. Esperé. Y por fin dije:

–Entiendo que no sirvió de nada.

–No, no sirvió, y lo peor es que yo ya lo sabía. Sabía que todo sería inútil, que la vida se le había torcido del todo y que ya nunca se le enderezaría. Por entonces yo ya formaba parte del grupo, que se creó demasiado tarde para salvarle la vida. No es que mi don, mi capacidad de interpretación fuera menor antes de eso, claro está, pero uno acopla su visión a la tarea que lleva a cabo, y la agudiza, y se acostumbra a desentrañar y a ahondar en lo que vendrá mañana. Tú también habrás notado ese cambio, ese aumento de la perspicacia, desde que estás con Tupra, ¿me equivoco?

–No, no se equivoca. Ahora estoy más alerta. Y tiendo a interpretarlo todo, hasta cuando no estoy trabajando y nadie me va a pedir un informe de lo que perciba. —Y aproveché para preguntarle algo que no me encajaba, aun a riesgo de perder un tiempo precioso y de que la señora Berry nos interrumpiera—: Si no recuerdo mal, Peter, la primera vez que me habló del grupo me dijo que Valerie ya había muerto —'... that Valerie was already dead' fueron mis palabras– cuando la idea le vino a Menzies o a Vivian o a quien fuera. No lo entiendo, si el grupo se formó durante la Guerra.

Wheeler pareció desconcertado, perplejo. Se quedó pensando unos momentos y luego dijo en español, con el rostro iluminado de quien ha dado con la solución a un pequeño enigma (hasta el final disfrutó de las curiosidades lingüísticas):

–Ah. Ah. Debió de ser un problema de ambigüedad, o de mala comprensión tuya, Jacobo. Si lo dije como lo has dicho tú ahora, ' she was already dead', sin duda eso equivalía en tu lengua a 'estaba ya muerta', pero en el sentido coloquial, figurado, de que estaba ya condenada, no de que ya había muerto literalmente. —Y aquí pasó al inglés de nuevo, porque a aquellas alturas era evidente que lo fatigaba más hablar en una lengua extranjera—. Lo que quise decir fue probablemente que para entonces ya era demasiado tarde, que ya había hecho lo que luego la llevaría a matarse, que su suerte estaba echada. Y esa fue la cosa: de haberse creado el grupo antes, puede que alguien hubiera dictaminado, seguramente yo mismo con la mirada acechante, entrenada, lista, que así como Valerie no habría ido lejos como espía, y de eso ella era consciente, tampoco estaba facultada para la propaganda negra, demasiado sucia para sus escrúpulos y para su aversión al engaño. Menos aún para poner en peligro o sacrificar vidas de inocentes, por alemanas que fueran. Ya sabes: paso a paso uno va haciendo cosas para las que no tiene estómago o no está capacitado, y en la guerra se estira mucho de las personas, o son ellas mismas las que insensiblemente se estiran más allá de sus fuerzas, aunque sólo se rompan cuando todo ha terminado. Si alguien hubiera visto sus limitaciones a tiempo, tal vez se la habría retirado de Milton Bryant. Se la habría devuelto al Foreign Office, no sé, o se la habría ceñido sólo a la propaganda blanca. —Wheeler se pasó la mano por la frente, casi se la estrujó ahora—. A veces me digo que yo debería haberlo sabido, de todas formas. Pero es fácil hacerse reproches a toro pasado, como también decís vosotros, cuando se conoce la dimensión de los hechos. Yó ni siquiera estaba muy al tanto de lo que Valerie hacía en el PWE, a millares de millas la mayor parte del tiempo. Y ella ni siquiera me mencionó nunca aquel término, 'propaganda negra', luego es posible que la practicara ignorando su existencia, o mejor dicho, su concepto. También es posible que hasta conmigo fuera discreta, cumpliendo órdenes. No sé. Si Delmer era diabólico, aquel Jefferys sería Lucifer en persona. —Hizo una pausa mínima y añadió—: Me quedaré sin saber quién era, quién se escondía tras ese nombre. Tengo ya muy poco tiempo, Jacobo. Apenas nada.

Dejó de sonar la música, y a los pocos segundos oí los pasos de la señora Berry bajando la escalera. 'Ya está, se acabó', pensé. 'Yo me quedaré sin saber cómo se mató Valerie y por qué lo vio Peter, aunque tenga en principio más tiempo, y no apenas nada. Y cómo no lo impidió, si llegó a verlo.' Y añadí para mis adentros: 'Pero tampoco podré quejarme. Hoy he averiguado mucho, y ni siquiera venía a eso'. Sin embargo la señora Berry no entró en el salón ni nos llamó para el almuerzo, sino que se fue directa a la cocina y allí la oí trajinar. Quizá dispusiéramos todavía de tiempo, si ella había de ultimar preparativos y yo me daba prisa.

–¿Cómo se mató Valerie, Peter? —le pregunté, ahora ya sin el menor tacto—. ¿Y cómo es que usted lo vio?

Wheeler se removió en su asiento, buscó hasta encontrar una mejor postura y se llevó el pulgar cerca de la axila; se lo puso casi debajo, vuelto, como si fuera una diminuta fusta, y me dio la impresión de que sobre él cargaba todo el peso de su tórax. Era como si necesitara apoyarse en algo, aunque fuera simbólico: un pobre pulgar, por más que sus dedos fueran largos.

–Vivíamos entonces en una casa parecida a esta, sólo que toda ella más pequeña —me dijo—, de dos o tres pisos según se mirase, porque el último era muy chico, con una chambre de bonnesolamente, como si dijéramos, que utilizábamos de vez en cuando para alguna visita. Estaba, está en Plantation Road, cerca de donde tú viviste. Bastante por encima de mi sueldo de entonces, desde luego, pero el dinero heredado me permitía estos privilegios, me los ha permitido siempre, bien, al cabo de cuatro noches agitadas y en vela casi permanente —'Sí, el pesar rondó y rondó tu cama', repetí para mis adentros—, Valerie me convenció de que me trasladara a dormir a aquel cuartito del último piso, para que descansara un poco hasta que ella se apaciguase, esperaba que no le durara muchos más días el círculo vicioso de pesadillas e insomnio, de detestarse despierta y tener pánico a dormirse, de no soportarse en el sueño ni en la vigilia. Me daba angustia dejarla sin compañía durante aquellas horas nocturnas, porque sin duda eran las peores y las más difíciles de atravesar, pero también pensé que quizá necesitaba pasarlas a solas para empezar a sobreponerse, que podía convenirle que yo no estuviera allí a su lado para hablar con ella e intentar consolarla y preguntarle, para razonarle y argumentarle, tampoco eso había servido de nada durante cuatro días con sus noches en claro, ni un avance. No sé: cuando una situación no cambia uno piensa cualquier cosa. Recuerdo que me metí en la cama intranquilo, con la puerta abierta para poder oírla si me llamaba, yo acudiría de inmediato, nos separaba sólo un piso, dos tramos breves de escalones. Pero tenía tanto agotamiento acumulado que no tardé en dormirme. Debió de ser algo invencible, porque ni siquiera apagué la luz de la mesilla ni cerré el librito que estuve leyendo, se quedó encima de la colcha. Sólo me desperté de madrugada y debía de haber permanecido muy quieto, porque fue entonces, no antes, cuando se cayó el libro al suelo, sin apenas ruido: era Little Gidding, el último de los Cuartetos, la edición en rústica de Faber, eso no puede olvidarse, entonces aún era reciente y no había podido leerlo durante la Guerra, a Ceilán no llegaban esas cosas, ni a Costa de Oro. —Y a continuación murmuró lo que a buen seguro eran versos o trozos de versos sueltos—: 'Ash on an old man’s sleeve... This is the death of air... the constitution of silence... What we call the beginning is often the end...' todo eso, ¿no? —O bien: 'Ceniza en la manga de un viejo... Esta es la muerte del aire... la constitución del silencio... Lo que llamamos el principio a menudo es el fin...'. Y después siguió—: Así que no fue la caída del libro lo que me despertó, no sé lo que fue. Tardé unos segundos en comprender que estaba en la chambre de bonnesolo, y en recordar por qué. Recogí el volumen y lo dejé en la mesilla, miré el reloj, eran casi las cuatro, apagué la luz en un gesto maquinal, no con la intención de volver a dormirme en seguida, la intranquilidad me volvió. Preferí, decidí asomarme antes a la alcoba nuestra, ver sin entrar si Valerie dormía o no, y preguntarle si necesitaba algo, si no; o si acaso me quería allí. Me puse mi bata y bajé con cuidado, para no despertarla si se había dormido, y entonces la vi donde no tenía que estar, sentada en lo alto del primer tramo de la escalera, luego de espaldas a mí. —Wheeler señaló con el dedo hacia su izquierda y hacia arriba, hacia lo alto del primer tramo de la escalera de su casa de ahora, junto al río Cherwell y no en Plantation Road—. Justo ahí, donde dices que viste una mancha de sangre. Es curioso, ¿no? La vi vestida de calle, no en camisón ni en bata, como si no se hubiera acostado en absoluto o se dispusiera a salir, y eso fue lo que más me extrañó, durante el poquísimo tiempo que me dio a extrañarme. Pero no me alarmé, la verdad es que nunca, nunca, ni en aquellos fugaces instantes ni con anterioridad, se me ocurrió sospechar, se me ocurrió temer que fuera a hacer lo que hizo, ni una sola vez. Ahí fallé. Mi don, o mi facultad, o mi capacidad, como quieras llamarlo, la que tenéis Tupra y tú y esa joven medio española, la que tuvo Toby y tantas veces he tenido yo en asuntos que no me importaban, fracasó estrepitosamente en aquella ocasión. Cómo pude no adivinarlo, cómo pude no verlo, cómo es que no tuve el más mínimo atisbo, me lo llevo preguntando desde el año 46. Cómo fui tan estúpidamente optimista, confiado, inconsciente, cómo nada me lo avisó. Mucho tiempo, ¿no? En lo que a uno más lo atañe, nunca quiere atender a los avisos, porque lo cierto es que siempre los hay. De todo. Uno nunca está dispuesto a ponerse en lo peor. —Ahora Wheeler se tapó los ojos con una mano, se la puso como una visera inclinada hacia abajo, quizá como yo me había puesto la mía en algún momento mientras miraba y no miraba los espantosos vídeos de Tupra aquella noche en que fue Reresby—. Comprendía su disgusto, su mala conciencia, incluso su horror —volvió a hablar Wheeler con la vista oculta—. Pero pensé que se le pasaría o le amainaría antes o después, como a casi todo el mundo se le pasó lo que había visto o hecho en la Guerra, lo que había perdido y lo que había sufrido. Hasta cierto punto, claro está, lo suficiente para vivir. Es una de las cosas que trae el tiempo de paz para la gente que no sigue en guerra, a algunos nos toca seguir, vigilar. Trae el olvido, al menos el superficial, o la sensación de que todo fue un sueño. Aunque se repita todas las noches y durante el día aceche: sólo un sueño malo. Pésimo. Pero lo habíamos ganado, al fin y al cabo. 'Valerie', le dije, eso fue lo único que me dio tiempo a decir. Tenía el pelo recogido. Ella no se volvió, sino que vi su nuca y su espalda estremecerse y a continuación caer toda ella con violencia hacia atrás, a la vez que sonaba el estampido. Y sólo entonces, en medio de mi desesperación y mi incredulidad, me di cuenta de que había estado sentada allí, quién sabía cuánto tiempo, con la escopeta de caza en las manos apuntándose al corazón. Tal vez había estado dudando, o aguardando el momento de mayor valor, ella que tenía tan poco. Seguramente yo fui la señal, fue mi presencia, mi voz, fue oír su nombre. —'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto... '—. Seguramente pensó que yo le arrebataría el arma de un manotazo y que ya no habría más momentos después, no lo sé.– 'And indeed there won 't be time to wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?" Do I dare disturb the universe? Time to turn back and descend the stair... And in short, I am afraid...''No, no habrá ya tiempo para preguntarme si me atrevo y me atrevo, si me atrevo a turbar el universo, tiempo para darme la vuelta y descender la escalera... Y en resumen, tengo miedo... Así que será mejor no esperar—. Quedó ahí tendida. —Y Wheeler volvió a señalar hacia lo alto del primer tramo de la escalera de su casa de ahora, donde yo había descubierto la mancha de sangre y la había limpiado con tanto ahínco y dificultad—. Costó mucho borrar esa sangre. Brotó, manó, aunque yo taponé el orificio en seguida, con toallas. Sabía que ya estaba muerta y aun así se lo tapé. Se había vestido y se había arreglado, se había recogido el pelo en la nuca, se había pintado los labios para decirme adiós, era una cuestión de educación, de la época, de su hoy ya antiquísima educación, ella nunca recibió a una visita ni salió a la calle sin pintar... Y, cuando ya no quedó rastro, yo seguí viendo la sangre. —'Lo ultimo en salir sería el cerco', pensé. 'O serían varios, porque tuvo que haber más de una mancha, y quizá hacerse reguero'—. Y entonces me mudé, no podía permanecer allí.


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