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Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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–Pero aún no vino aquí, ¿verdad, Peter? —le pregunté.

–No, me trasladé a mis aposentos del collegey me quedé en ellos tres años, prefería tener gente alrededor. Pero ya ves; una noche, una sola noche dejé de custodiar su sueño o no sueño, y Valerie se me mató. No pudo vivir con aquello. Y yo no lo previ. Nunca me lo imaginé, ni siquiera cuando me mandó al piso de arriba, a la chambre de bonne. El pretexto era bueno y yo estaba desprevenido: fue la primera vez que me engañó. Luego, no sabes cuántas veces he pensado si habría llegado a tiempo de haber tardado menos en darme cuenta de dónde estaba, al despertar – 'Don' t linger or delay' pensé—; o de no haber recogido el libro, o de no haber apagado la luz, o de no haberme puesto la bata, o de haber bajado los dos tramos más rápido, o de haberlos bajado con el mismo sigilo pero sin haber abierto la boca, sin haber pronunciado su nombre, sin haberle hecho saber que estaba allí. Tonterías. Pero uno las piensa una y otra vez. —'Manchado de sangre y culpable, culpablemente despierto', recordé—. Pasado un tiempo, escribí a Maria Mauthner, me presenté, ella no sabía nada de mí. Le dije que Val había muerto, pero no cuándo ni cómo ni por qué. La Guerra, dije, eso bastaba. Ayudé a que su sobrino viniera a Inglaterra, aunque no quise tratarlo, habría sido como mirar la escopeta de Val. Y también he ayudado a su hijo, al Rendel que tú conoces: al parecer no es malo en el grupo, pero no está tan capacitado como Tupra o tú, le falta visión. Al menos tiene un buen empleo. La mía, mi visión, mejoró mucho desde entonces, te lo aseguro. Me prometí que nunca volvería a pasarme nada semejante con nadie, por no saber o no atreverme a ver. Aunque nadie fuera a importarme ya tanto, claro está: la mayoría de la gente a la que después he observado e interpretado, sobre la que he dictaminado, de la que he dicho si podía servir o no y para qué, no me ha importado ni la mitad de la mitad. Pero por lo menos ahora puedo decirte, sin temor a equivocarme, que tú sí podrás vivir con lo tuyo, con lo que me has venido a contar, porque te cuesta creerte responsable, a diferencia de lo que le pasaba a ella. —'Sí', pensé, 'yo siempre podré decirme mañana: "Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas de la fiebre y de la sombra y el sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de mi existencia paralela y brumosa que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno, al fin y al cabo yo no me sé ni me veo, no me ausculto ni me investigo, no me presto atención y he renunciado a entenderme, según el informe del viejo fichero con el encabezamiento « Deza, Jacques». Y además fue en otro país". Y entonces el juez diría: "Aquí no hay causa, no ha lugar'"—. Y además estás hecho de otra pasta y perteneces a otro tiempo, Jacobo, mucho más ligero. No, tú no eres como Valerie, descuida. De hecho nadie más lo ha sido, durante todos estos años en que no la he visto. O solamente en mis sueños, de vez en cuando. —'Dame tu mano y paseemos. Por estos campos de la tierra mía...' "Wheeler se quitó la mano de los ojos y me miró con sorpresa, o con sobresalto, como si saliera ahora de una larga ensoñación. O quizá es que abrió mucho los ojos como si viera por primera vez el mundo, con una mirada tan inescrutable como la de los niños de pocas semanas o días, que observan, supongo, ese sitio nuevo al que se los ha arrojado y tal vez intentan descifrar nuestras costumbres y descubrir las que serán las suyas. Lo vi muy cansado y muy pálido, de pronto temí por su salud. Me dieron ganas de ponerle la mano en el hombro, como a mi padre días atrás. Se fijó en las aceitunas machacadas y cogió y se comió dos de golpe. Luego bebió un poco más de jerez y el color le volvió a la cara, acaso había sufrido una bajada breve de tensión. Me tranquilicé del todo cuando al volver a hablar le oí otro tono de voz, y comprendí que la evocación, el relato, había tocado a su fin—: Anda, pregúntale a Mrs Berry si no es hora ya de almorzar —me pidió—. No sé por qué no nos llama, si hace rato que paró de tocar.

Ahora sigo viviendo solo pero ya no en otro país, sino de nuevo en Madrid. O quizá vivo semisolo, si es que eso se puede decir. Creo que llevo de vuelta casi tanto tiempo como permanecí en Londres, mi segunda estancia inglesa, más aturdidora que la primera pero menos transformadora, porque ya tenía una edad a la que se hace muy difícil cambiar, casi sólo cabe cerciorarse de lo que llevaba uno en el interior de sus venas y confirmar. Ahora tengo un poco más. Han muerto mi padre y Sir Peter Wheeler, el primero tan sólo una semana después de aquel último domingo en Oxford, no tan desterrado del infinito cuanto del pasado. Fue su muerte, de hecho, lo que precipitó mi regreso a la ciudad natal, para estar con sus nietos y mis hermanos y asistir al entierro. En la tumba en que está mi madre quedaba un hueco para él. Nadie más cabrá allí. Fue mi hermana quien me lo comunicó, me llamó a Londres y me dijo: 'Papá se ha muerto. Se le ha parado el corazón hace media hora. Ya sabes que lo tenía muy mal, pero aún no nos lo esperábamos. Ayer mismo estuve hablando con él. Como siempre, preguntó por ti, aunque convencido de que todavía seguías en Oxford, dando clases. Vendrás, ¿no?'. Y yo contesté que sí, que iría inmediatamente. Así que fui, consolé y fui consolado, vi a Luisa en el entierro tan sólo y allí me abrazó para consolarme también y volví a Londres, para cerrar el apartamento ingenuamente amueblado y dejar todas las cosas en orden antes de mi definitiva marcha, que en todo caso convenía ahora aligerar, había mucho de lo que ocuparse en Madrid: casa, muebles, libros, algunos cuadros —la copia de La Anunciación—, mis afectados hijos, una modesta herencia o no tanto; y empezar a recordar. Además de a solas, en compañía de los demás.

No estaba ya pendiente dejarlas en orden con Tupra, con él habían quedado claras y casi zanjadas al día siguiente de aquel domingo con Wheeler, en su despacho del edificio sin nombre (seguirá sin tenerlo, es de suponer). Como me había anunciado Beryl o quien se negó a decirme si era ella o no, Tupra se encontraba ya en él el lunes cuando yo llegué, había regresado de su viaje o ausencia de fin de semana. Nuestra conversación fue muy breve, entre otras razones porque resultó ser una repetición, quiero decir que la habíamos tenido ya idéntica, tanto tiempo atrás que yo lo llamaba todavía Mr Tupra entonces. Fui directo hasta su puerta nada más entrar, sólo les di los buenos días a Rendel y a la joven Pérez Nuix al cruzarme con ellos, a Mulryan no lo vi, quizá estaba encerrado con él. Y llamé.

'Sí, ¿quién es?', preguntó Tupra desde el interior.

Y yo contesté absurdamente:

'Soy yo', omitiendo avanzar mi nombre, como si fuera de los que jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, de los que están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan, de los que no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más —quién si no—, desde la primera palabra y el primer instante. Supongo que confundí mi punto de vista con el suyo, a veces creemos que nuestra urgencia es universal: yo llevaba muchas horas con impaciencia por verlo y pedirle cuentas y hasta encararme con él. Pero Tupra no tendría impaciencia alguna, probablemente yo era tan sólo un asunto o elemento más, un subordinado que se reincorporaba tras dos semanas de permiso en su país de origen, creo que se olvidaba con frecuencia de que yo no era aún inglés. Al no obtener inmediata respuesta y darme cuenta de mi ingenuidad o presunción, añadí: 'Soy yo, Bertram. Soy Jack'. Acepté llamarme por un nombre que no era el mío hasta el final, fue lo menor que acepté mientras tuve como trabajo remunerado escuchar y fijarme e interpretar y contar. Pero al menos no lo llamé Bertie en aquella ocasión.

'Adelante, Jack', me contestó.

Así que abrí la puerta y me asomé. Estaba sentado detrás de su mesa, tomando notas o escribiendo algo en unos papeles. De hecho no levantó la vista cuando yo entré.

'Bertram', le dije, pero me interrumpió:

'Un momento, Jack, déjame terminar esto'. Esperé un minuto o fueron dos o quizá tres, lo suficiente, en todo caso, para prever que iba a pasar lo que sucedió. Me senté en la butaca frente a él y saqué un cigarrillo y lo encendí. Él echó mano automáticamente de sus Rameses II, el faraónico paquete rojo sobre la mesa. En teoría estaba prohibido fumar en cualquier dependencia oficial, pero no me imaginaba a nadie impidiéndole a Tupra inhalar y exhalar humo, ni tampoco elevando una protesta porque lo hiciera. Alguna ventaja tenía que haber en que el edificio careciera de nombre y nuestro grupo también, en que éste casi no existiera, más o menos como el de la propaganda negra del PWE y de Delmer y Jefferys durante la Guerra. Por fin terminó sus anotaciones y entonces sacó y encendió uno de sus cigarrillos preciosos. 'Dime, Jack, cómo te ha ido.' En su tono no hubo nada de particular, ni siquiera interrogación, como si se interesara rutinariamente por una encomienda sencilla que me hubiera hecho el día anterior. 'Me han dicho en casa que llamaste el sábado para algo urgente. ¿Problemas con tu problema de Madrid?'

Pero no contesté a su pregunta, sino que ya fui a lo mío sin más dilación:

'Qué ha pasado con Dearlove y ese chico ruso, qué es lo que has hecho', le dije. 'Me has pringado bien, yo te di la idea, joder.' Y 'joder' me salió en español, porque era lo que mi indignación pedía, así estuviera hablando en inglés.

Se quedó mirándome unos segundos con sus ojos azules o grises —eran grises a aquella luz—, a través de sus pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón, aquella mirada pálida que resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo, expresiva incluso en los momentos de inexpresividad como aquel, acogedora o apreciativa, ojos a los que nunca era indiferente lo que tenían delante. Y me respondió con el mismo tono, idéntico, con que me había dicho; 'Sí, lo he visto', cuando yo le había preguntado en aquel despacho, otra mañana de hacía siglos, si se había enterado del fallido golpe de Estado en Venezuela, y a mí se me había ocurrido que quizá se había ido al traste por no haber visto nosotros —por no haber percibido yo– suficiente determinación en el General o Cabo Bonanza, la primera persona que le traduje o sobre la que le improvisé un informe o le brindé mi interpretación.

'Está en todos los periódicos, lo que ha pasado.' Quizá aprovechó mi extemporáneo taco español, incomprensible para él, para fingir que se había enterado sólo de mi primera frase y hacer caso omiso de las demás. O no, no fingía, era una manera de decirme que el resto le parecía improcedente y que no me lo iba a consentir. 'Lo habrás leído. Hasta en la prensa española, supongo, ¿no dijiste que era tan famoso allí? Sobre todo... ¿dónde era, en el País Vasco?' Su memoria nunca le falló. 'Y ya me lo advertiste tú en Edimburgo, que Dearlove podía cometer cualquier barbaridad para que al menos se lo recordase por ella, siempre tan preocupado por su posteridad. Que podía echarle un borrón a su vida y así ingresar en la comunidad Kennedy-Mansfield, poca fe en que perdurase su música, ¿no es verdad? Así que ya ves. Tuviste ojo, estaba claro que podía acabar mal. Y deliberadamente, además.' Me había olvidado de aquel dictamen mío complementario, él en cambio no y ahora lo utilizaba como coartada. Comprendí que no iba a entrar en el asunto, que ni siquiera iba a prestarse a la conversación, yo seguía siendo un empleado que cumplía con mis tareas y por ello se me pagaba bien, no tenía derecho a preguntar por los objetivos ni los porqués, aún menos a pedir explicaciones o hacer reproches, así lo veía él. Tal vez por el aprecio que me tenía, por su pasajera debilidad por mí, me estaba poniendo en mi sitio sólo de manera indirecta, casi tácita, con disimulo. Y lo comprendí aún mejor cuando añadió: '¿Algo más, Jack?' Era lo mismo que había añadido en aquella lejana ocasión, tras contestarme escuetamente: 'Sí, lo he visto'. No, él no solía comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos, ni sus motivos ni sus fines, ni sus pactos ni sus transacciones o encargos. Ya había hecho bastante con decirme ahora 'Tuviste ojo'. Creo que esa fue, de hecho, la única vez que me felicitó.

'Sí, algo más', le contesté. 'Tengo que marcharme, he de volver a Madrid. Allí se han puesto las cosas un poco complicadas, demasiado largo para explicártelo, te aburriría. Pero no puedo seguir en Londres. No me queda más remedio que dejar el trabajo. Por eso te llamé el sábado a casa, para comunicártelo lo antes posible, por si querías empezar a buscar un sustituto. En eso, obviamente, yo no te puedo ayudar.'

Jugué a lo mismo que él, recurrí a una coartada aceptable, prefería no hacerle frente, no insistir, al fin y al cabo él sería ya muy pronto sólo pasado para mí, materia muda, o quizá sueño, como yo para él. Pero estoy seguro de que también entendió la verdadera razón de mi abandono. Debió de parecerle ridicula. No lo manifestó.

'Como quieras', dijo con frialdad. 'Tú sabrás.'

'Si te conviene, puedo seguir viniendo estos días, hasta que me vaya', añadí.

'Bien', dijo él. 'Así algunas cosas no se quedarán a medias. Pero tampoco es necesario. Haz como prefieras. De verdad'. En su tono no había tanto como despecho, pero sí sequedad, o una indiferencia no sé si aparentada o recién adquirida. En todo caso era nueva. Le daba lo mismo que viniera o no.

'Lo iremos viendo, así pues. Si puedo vendré algún día. Aunque tendré muchos preparativos que hacer.'

'Ya. ¿Algo más, Jack?', repitió, y cogió la pluma como si se dispusiera a reanudar sus anotaciones en cuanto yo saliera del despacho.

Y esta vez sí le contesté lo mismo que aquella anterior:

'Nada más, Mr Tupra'. Así lo llamé.

Me levanté y me fui hacia la puerta, y cuando estaba a punto de abrirla me retuvo su voz:

'Una curiosidad, Mr Deza'. Al devolverme el tratamiento entendí que le había hecho gracia el que yo le había dado a destiempo, para decirle adiós. Me volví y me pareció ver el final de una sonrisa, una sombra, en sus mullidos y carnosos labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos o acaso sioux. '¿Arreglaste lo de Madrid? ¿Te encargaste de aquel tipo de tu mujer? ¿Lo sacaste fuera del cuadro?'

Me quedé parado un instante. Pensé.

'Creo que sí', le contesté.

Ahora sí sonrió abiertamente, blandiendo la pluma en la mano como si me reconviniese con ella:

'Cuidado, Jack. Si sólo lo crees, entonces es que no lo hiciste'.

No volví a aparecer por el edificio, así que esa fue la última vez que lo vi. Pero me acuerdo de él más de lo que me imaginaba, ahora en Madrid. Pese a aquel final algo abrupto, pese a la posible decepción que debí de causarle y a la segura que me causó él a mí, es alguien con quien siento que todavía podría contar. En un momento de dificultad, o de desconcierto, de apuro, incluso de peligro. Alguien a quien podría llamar cualquier día y pedir consejo u orientación, sobre todo en los asuntos en que yo no me sé manejar demasiado bien. Y ahora que ha muerto Wheeler, es como si Tupra, extrañamente —quién sabe si por su vinculación con Rylands, el hermano de quien fue discípulo—, fuera lo más próximo que me queda a él, aunque sea sólo en la memoria y en la imaginación: su inesperado relevo o sucesor, casi su herencia, en ese permanente proceso de renovación de las figuras perdidas de nuestra vida, en ese escandaloso y persistente esfuerzo por cubrir toda vacante, en esa falta de resignación a que se reduzca el elenco sin el cual nos soportamos mal y apenas nos sostenemos; o es ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo, que al ser de todos es el nuestro, y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos.

Peter murió seis meses después que mi padre, aunque era unos ocho mayor. La señora Berry me telefoneó a Madrid, fue muy sucinta, pertenecía a la generación ahorrativa y quizá tuvo muy presente que estaba llamando al extranjero. O tal vez era su estilo, de extremada discreción. 'Sir Peter passed away last night, Jack' me dijo con el eufemismo de rigor. 'Anoche falleció Sir Peter, Jack', eso fue todo. O bueno, añadió: 'Sólo quería que lo supiera. No me parecía justo' – 'fair'fue el adjetivo– 'que lo creyera vivo cuando ya no lo está'. Y cuando intenté averiguar cómo había sucedido y la causa, se limitó a contestarme 'Nada inesperado. Yo llevaba esperándolo ya semanas', y a anunciar que me escribiría más adelante. Ni siquiera pude preguntarle para quién habría sido 'unfair', si para Peter o para mí. (Pero seguramente era para los dos.) Unos días más tarde recordé que en Inglaterra se tarda mucho en sepultar a los muertos, en comparación con España, y que tal vez estaba a tiempo de viajar hasta Oxford para asistir al entierro. Así que la llamé varias veces y a diferentes horas, pero nadie respondió el teléfono. Acaso la señora Berry se había trasladado con algún familiar, había abandonado la casa nada más morir su patrón, y caí en la cuenta de que ya no podía dirigirme a casi nadie más en busca de información. A Tupra, pero no lo hice: aquella no era exactamente una situación de dificultad, ni de desconcierto, de apuro ni de peligro, y tampoco él se había dignado comunicarme por su cuenta la defunción. Me asaltó la sensación —o fue una superstición– de no querer gastar inútilmente un cartucho, como si con él los tuviese contados a lo largo de nuestras respectivas vidas. Tampoco la joven Pérez Nuix se molestó en avisarme: aunque no hubiera conocido a Peter personalmente, estaría enterada. Podía llamar a alguno de mis antiguos colegas, a Kavanagh o a Dewar o a la Frasca Lord Rymer o incluso a Clare Bayes —qué idea—, pero hacía demasiado tiempo que había perdido el contacto con todos ellos. Podía intentarlo con Queen's o Exeter, los collegesa los que Peter había estado ligado, pero era casi seguro que su burocracia me llevaría infructuosamente de delegación en delegación. Reconozco que me dio pereza, el recuerdo y la pena no tienen por qué hacerse presentes en las ocasiones sociales. Estaba muy atareado en Madrid. Habría tenido que desempolvar mi birrete y mi toga. Lo dejé estar.

La carta de la señora Berry tardó en llegar más de dos meses. Se disculpaba por el retraso, había tenido que ocuparse de casi todo, hasta del Memorial Serviceo especie de funeral que se acababa de celebrar, allí suelen hacerse bastante tiempo después de la muerte. Tenía la amabilidad de enviarme un recordatorio del oficio fúnebre, con el programa de himnos y lecturas. Aunque Wheeler no era religioso, había preferido acogerse a los ritos de la Iglesia Anglicana, ya que, me explicaba la señora Berry, 'él detestaba las ceremonias improvisadas, esas parodias laicas que hoy tanto abundan'. El oficio había tenido lugar en la University Church of St Mary the Virgin, de Oxford, yo la recordaba bien, allí había predicado el Cardenal Newman antes de su conversión. Se había tocado a Bach, a Gilles y el sosegado e irónico Carillon des mortsde Michel Corrette; se habían cantado himnos; se habían leído unos pasajes del Eclesiástico ('... él conserva los dichos de los hombres famosos y penetra en las sutilezas de las parábolas; indaga el sentido oculto de los proverbios y estudia sin cesar las sentencias enigmáticas... viaja por países extranjeros, porque conoce por experiencia lo bueno y lo malo de los hombres... Muchos alabarán su inteligencia, que nunca caerá en el olvido; su recuerdo no se borrará jamás y su nombre vivirá para siempre... Si vive largo tiempo, tendrá más renombre que otros mil; si entra en el reposo, eso le bastará'), así como el Prólogo de La Celestinaen la traducción de James Mabbe de 1605 y un fragmento de una novela de un autor contemporáneo por el que sentía debilidad; y habían hecho su elogio algunos de sus antiguos colegas de la Universidad, entre ellos Dewar el Inquisidor o el Martillo o el Matarife, que había estado especialmente acertado y conmovedor. Todo según las muy precisas indicaciones que había dejado por escrito el propio Wheeler.

También me incluía la señora Berry una foto en color de Peter ('Creo que le gustará conservarla', me decía), de unos cuantos años atrás. Ahora la tengo enmarcada en mi estudio y la miro a menudo, para que el paso del tiempo no empiece a difuminarme su rostro y alguien se lo vea aún. Ahí está, con la toga de Doctor of Letters. 'Es paño escarlata con ribetes o vueltas de seda gris, lo mismo que las mangas', me ilustraba la señora Berry. 'La de Sir Peter había pertenecido al Doctor Dacre Balsdon, y el gris había perdido parcialmente su color, hasta parecer un azulado sucio o un rosa grisáceo: probablemente había estado expuesta a la lluvia. Yo saqué la foto el día en que recibió ese título, en Radcliffe Square. Lástima que se quitara el birrete cuadrado para posar.' En realidad utilizaba la intraducibie palabra específica, 'mortar-board'. Bajo la toga Peter lleva el traje oscuro con pajarita blanca que se llama en su conjunto 'subfusc', preceptivo en algunas ceremonias. Y así está él ahora en mi estudio, fijado para siempre en un día lejano, de cuando yo no lo conocía aún. La verdad es que no cambió mucho desde entonces hasta su final. Lo reconozco perfectamente cuando me mira con los ojos un poco guiñados, y se le ve bien la cicatriz en el lado izquierdo del mentón. Me quedé sin preguntarle cómo se la había hecho. Recuerdo que aún dudé si

hacerlo aquel último domingo, tras el almuerzo, cuando ya me disponía a irme hacia la estación para regresar a Londres y él me acompañó hasta la puerta apoyándose más que nunca en su bastón. Le noté entonces las piernas más frágiles que cualquier vez anterior, pero sin duda aún eran capaces de llevarlo por la casa y por el jardín, y aun de subirlo hasta su dormitorio del primer piso. Pero lo vi muy fatigado y no quería hacerle hablar más, así que elegí preguntarle otra cosa, sólo una más, al decirle adiós;

'¿Por qué me ha contado todo esto hoy, Peter? No se crea, me ha interesado muchísimo, me he quedado con ganas de saber mucho más. Pero me resulta extraño que me haya hablado de tantas cosas, tras tantos años de conocernos y de no haberme dicho jamás una palabra sobre ninguna de ellas. Y una vez me dijo, además: "En realidad no debería uno contar nunca nada", ¿se acuerda usted?'

Wheeler me sonrió con una mezcla de melancolía y malicia, ambas fueron muy tenues, casi imperceptibles, juntó las dos manos sobre el bastón y me contestó:

'Así es, Jacobo, uno no debería contar nunca nada... hasta que uno mismo es pasado, hasta su final. El mío avanza ligero y llama ya a la puerta con insistencia. Tienes que ir entendiendo la debilidad, habrá un día en que te alcanzará a ti. Y al llegar ese momento, le toca a uno decidir si algo queda borrado para siempre, como si no hubiera ocurrido ni hubiera tenido cabida en el mundo, o si le da una oportunidad de...'. Dudó un instante, buscó la palabra, no debió de encontrar la justa, se conformó con la aproximación: '... De flotar. De que alguien más pueda investigarlo o contarlo. De que no se pierda enteramente. Entiéndeme: no te estoy pidiendo nada, ni eso ni lo contrario. Ni siquiera estoy convencido de haber obrado bien, es decir, de haber obrado como yo quería. En este último tramo ya no sé cuáles son mis deseos, ni si los tengo. Es extraño, parece inhibirse, sustraerse la voluntad hacia el fin. En cuanto salgas por esta puerta y te alejes, probablemente me arrepentiré. Pero me consta que Mrs Berry, que conoce la mayor parte, jamás dirá una palabra a nadie cuando yo no esté. Contigo no estoy tan seguro, en cambio, y así lo dejo a tu elección. Quizá prefiero que calles, bien puede ser. Pero a la vez me tranquiliza pensar que contigo mi historia aun podría...'. Volvió a buscar otra palabra mejor, pero siguió sin dar con ella: '... Sí, aún podría flotar. Y en verdad no es más que eso, Jacobo: sólo flotar'.

Y yo pensé, y seguí pensándolo ya camino de Paddington, en el tren: 'Me ha escogido como cerco, como lo que se resiste a salir y a borrarse y a desaparecer, lo que se aferra a la loza o al suelo y más cuesta sacar. Ni siquiera sabe si quiere que me encargue de limpiarlo yo —"la constitución del silencio"—, o que no frote con demasiada fuerza y deje una sombra de huella, un eco de eco, un fragmento de circunferencia, una mínima curva, un vestigio, una ceniza que pueda decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido: tú me ves y tú me has visto", e impida que los demás digamos "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido"'.

De aquella sangre de la escalera me habló la señora Berry en su carta. No había podido evitar oír parte de nuestra conversación mientras trajinaba en la cocina y entraba y salía, aquel último domingo en que los visité (el verbo que empleaba era 'to overhear' que implica involuntariedad), y cómo Wheeler se refería de pasada a la mancha como si hubiera sido producto de mi imaginación ('Justo ahí, donde dices que viste...'). Se sentía mal por haberme mentido en su día, decía, por haber fingido no saber nada, por haberme hecho dudar de lo que había visto, tal vez. Me rogaba que la disculpara. 'Sir Peter murió de cáncer de pulmón', escribía. 'En el fondo sabiéndolo, aunque él no lo quiso saber. No hubo manera de que fuera al médico, hasta que yo le llevé uno a casa muy tarde, amigo mío, cuando ya nada se podía hacer, y ese médico se guardó el diagnóstico ante él: para qué contárselo ya, me lo confirmó sólo a mí. Por suerte su muerte fue súbita, por embolia de pulmón masiva, según me explicó luego el doctor. No padeció larga agonía y vivió aceptablemente hasta el final.' Y al leer esto me acordé de que la primera vez que le sobrevino a Wheeler una afasia en mi presencia —cuando se le atragantó el necio vocablo 'cojín'—, yo le había preguntado si había consultado al médico y él me había respondido con despreocupación: 'No, no, no es cosa fisiológica, eso lo tengo muy claro. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase. Es como un anuncio, o una presciencia...'. Y al no terminar la frase y preguntarle yo una presciencia de qué, me lo había dicho y a la vez no: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es ese tu estilo'.

'Lo cierto es que su único síntoma, durante casi todo el tiempo', continuaba la señora Berry empleando un término sin duda aprendido de su amigo médico, 'fue alguna que otra expectoración hemoptoica, es decir, con sangre.' Y yo pensé al leer este párrafo: 'Buena parte de lo que nos afecta y determina está tapado'. 'Solían ser involuntarias, producidas por una sola tos fuerte y breve, y a veces ni se daba cuenta de que había manchado; recuerde que, aunque no lo pareciera, Sir Peter tenía ya muchos años. Así que es imposible estar seguros, pero pudo ser eso lo que usted encontró aquella noche en lo alto del primer tramo, y limpió con tanto esmero. Mucho se lo agradezco ahora, porque era tarea mía. En un día normal habría sido muy raro que algo así se me pasase por alto, pero aquel sábado anduve muy ajetreada con los preparativos de la cena, tanta gente, y si no recuerdo mal, usted señaló la madera, no la parte central alfombrada, donde todo es más visible. Pero en su ultima visita, cuando le oí a Sir Peter hablarle de la sangre de su mujer en lo alto de aquel primer tramo, sesenta años atrás y en otra casa, bueno, me dio apuro que pudiera creer haber visto algo sobrenatural o visiones, y tenía que advertirle de esta posibilidad existente. Espero que sepa perdonarme por mi actitud falsamente incrédula de hace ya tiempo. Pero no podía mencionar entonces algo que Sir Peter deseaba ignorar. Bueno, la verdad es que nunca hizo caso, y hasta el final quiso ignorarlo. De hecho murió sin saber que moría, murió sin creérselo. Para él una suerte.' ( 'Lucky him', escribía.) Y entonces yo me acordé de dos cosas que le había oído decir a Wheeler en diferentes contextos y ocasiones: 'Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido'. Y también había dictaminado, o juzgado: 'Y así hoy nadie quiere enterarse de lo que ve ni de lo que pasa ni de lo que en el fondo sabe, de lo que ya se intuye que será inestable y movible o será incluso nada, o en un sentido no habrá sido. Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo'.

Sí, ahora vivo en Madrid de nuevo, y también aquí todo apunta hacia eso, eso creo. He vuelto a trabajar con un antiguo socio, el financiero Estévez, el que tuve durante unos años tras mi etapa de Oxford, cuando me casé con Luisa. Ya no se hace llamar 'impulsor', como en nuestra asociación primera, se ha hecho demasiado importante para vanidades nominales, no las precisa. Contacté con él desde Londres, para ver qué posibilidades había ante mi regreso inminente: aunque había ahorrado bastante, preveía en Madrid muchos gastos. Y al contarle por teléfono lo que había sido de mí en los últimos tiempos, someramente, noté que mi paso por el MI6 lo impresionaba, aunque hubiera sido en un grupo tan desconocido y raro como el del edificio sin nombre, del que nunca hablan los libros —tan etéreo, tan fantasmal que ni siquiera exigía a sus miembros la nacionalidad británica ni ningún juramento—, y yo no pudiera presentarle pruebas, sino sólo conocimientos. Tampoco le quise dar muchos detalles, o los que le di fueron inventados. Fuera como fuese, me incorporó en seguida a sus proyectos y se fía de mi criterio, sobre todo con las personas. Así que aún las interpreto, para él, de vez en cuando, y, dado mi anterior servicio —dados mis precedentes—, me escucha siempre como a un oráculo. A su lado gano suficiente dinero para poder invitar a bottoxa Luisa, si se le antoja un día, o a cualquier otra cosa para mejorar su aspecto, si le entra ese pánico, no lo creo, no está en su carácter. Yo aún se lo veo tan bueno como antes de irme, quiero decir a Inglaterra y de casa, quiero decir el aspecto. Y también se lo veo en aquello que no pude ver durante mucho tiempo y sí vio otro en mi ausencia. Si no vivo solo sino semisolo es porque saco o visito a los niños casi a diario, y Luisa viene a mi casa algunas tardes, dejándolos con otra canguro, la severa polaca Mercedes se casó y se estableció por su cuenta, al parecer montó un negocio.


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