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Veneno Y Sombra Y Adiós
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Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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Vi de reojo que Custardoy pedía al camarero, y retrocedí por la callejuela hasta la esquina con Mayor, pensando qué hacer, de momento quitarme de en medio. Desde allí no tenía visión de él, y desde casi cualquier otro punto él la tendría de mí, probablemente. Había allí una ridícula estatua ante la que Custardoy, con buen criterio, no se había detenido; era una de esas de 'tipos anónimos' que proliferan en nuestras ciudades (una contradicción en sí misma, la 'democratización' de los monumentos), pero el tipo se parecía sospechosamente a Hemingway, patrono de los turistas. Y había otra placa metálica en alto, que decía: 'En esta calle mataron al secretario de Don Juan de Austria, Juan Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua'. De nuevo me sonaba algo, aquel asesinato turbio; quizá la propia Princesa de Éboli había participado en él, aunque habría sido muy tonto mandar matar a un enemigo justo al lado de sus casas. (Más tarde fui a mirar en los libros y al parecer aún no se sabe si fue orden de la Princesa, del mismísimo Felipe II o de su conspirador secretario, Antonio Pérez, que acabó en el exilio; al cabo de cuatro siglos y pico todavía un crimen irresuelto, el de aquella calleja mínima llamada del Camarín de Nuestra Señora de la Almudena en aquel tiempo. Pero no sé por qué he dicho 'aún', 'todavía': de nada sirve el transcurso en algunos casos, tanto queda ignoto y negado y oculto, hasta para nosotros mismos de nuestros propios actos.) 'Mucho tuerto y mucho manco, mucho cojo y mucho muerto en estas antiguas calles', me sorprendí pensando. 'No se alterarán por uno más, si se tercia.'

Decidí dar pequeñas vueltas por las inmediaciones, de manera que cada no mucho rato pudiera regresar a algún punto desde el que viera a Custardoy a distancia y controlara sus movimientos, no debía perderme el momento en que pagara su consumición, se levantara y se pusiera de nuevo en marcha, desde El Anciano Rey de los Vinos hasta su presunta casa había muy poco trecho, tenía que atravesar sólo dos calles. Así que me alejaba un poco, me paraba ante otra estatua en Bailén, esta vez un tosco busto del admirable escritor madrileño Larra, que se suicidó en 1837 de un pistoletazo en la sien, ante el espejo, sin haber cumplido los veintiocho años (otro de la hermandad Kennedy-Mansfield, en verdad cuántos), tal vez por amores desgraciados pero quién sabe; y luego ante otra más, un poco grotesca, de un tal Capitán Melgar con condecoraciones y bigotes curvos, que me recordó levemente al improbable antepasado de Tupra dibujado por Kennington y visto en su casa, y del que leí en la inscripción que había muerto en la batalla del Barranco del Lobo, en Melilla, durante la Guerra de África, en 1909; lo grotesco no era tanto su busto como otra figura desproporcionada —no llegaba a liliputiense ni a Pulgarcito en comparación, pero sí casi a enano– de un soldado vestido de Beau Geste que intentaba trepar por el pedestal o columna con su fusil en la mano, no quedaba claro si para adorar a su Capitán en lo alto o para asaltarlo y cargárselo. Y a continuación desandaba el camino, sólo que por la otra acera, por la del gran adefesio católico, y observaba a Custardoy sentado. Le habían servido una caña y unos boquerones y unas bravas ('Así que se toma su aperitivo en toda regla', pensé; 'considerará que ha trabajado lo bastante, no lleva prisa, tendrá para rato'), y había desplegado un periódico que leía con las piernas cruzadas, alzando los ojos enormes y mirando alrededor de tanto en tanto, debía ser prudente por eso y volví a alejarme, hasta la altura del Palacio Real en esta ocasión, tan sólo para contemplar más estatuas espantosas, en Madrid una constante: toda una fila de reyes visigodos vestidos de pseudorromanos y con una inscripción poco comprensible, sobre todo para cualquier extranjero y yo me sentía algo extranjero: 'Ataúlfo, Mu. A° de 415', decía la primera, y la misma incógnita ¿'Murió Año de...'?) para Eurico, 'de 484', Leovigildo, 'de 585', Suintila, 'de 633', Wamba, 'de 680'... Más allá, un gran monumento, 'iniciado por mujeres españolas a la gloria del soldado Luis Noval', que tuvo que ser un soldado heroico y en verdad mimado por las mujeres, también iba vestido de Beau Geste o Beau Sabreur o Beau Ideal o de todos juntos: 'Patria, no olvides nunca a los que por ti mueren, MCMXII (en inglés ese vocativo tendría que haber sido 'Country', la palabra empleada por Tupra la noche de nuestro conocimiento y que me había hecho pensar si su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico). Pero mi país los olvida a todos, justamente, a los que mueren por él y a los que en modo alguno, incluido ese Noval, que nadie tendrá la menor idea en Madrid de quién diablos fue ni por qué se distinguió ni qué hizo. Y cada vez que retrocedía y volvía a entrar en mi campo visual la terraza, más aposentado me parecía el individuo de la coleta, así que me atreví a iniciar otro recorrido y bajar por la Cuesta de la Vega, 'Junto a este lugar se emplazó desde el siglo IX la Puerta de la Vega, principal entrada al Madrid musulmán', o bien 'Ymagen de María Santísima de la Almudena, ocultada en este sitio el año 712 y descubierta milagrosamente en el de 1085' ('La escondieron al año siguiente de la invasión de los moros', pensé, 'para que no se la cargaran, supongo.' Pero aquella efigie de una Virgen muy blanca con corona y Niño, metida en un nicho, no tenía ninguna pinta de ser del siglo VIII, así fuera una réplica de la verdadera, sino una falsificación descarada; Custardoy habría sabido decirlo), y hasta me llegué al Parque de Atenas, donde el busto vulgar de turno, casi clandestino esta vez por su emplazamiento recóndito, era nada menos que del jubiloso Boccherini, que vivió en Madrid veintitantos años y aquí murió en la penuria, sin que nunca lo haya honrado esta ciudad tan ingrata (ni siquiera se sabe dónde están sus huesos ni si hubo tumba para albergarlos); a su espalda había una lápida con una cita de un tal Cartier que rezaba: 'Si Dios quisiera hablar a los hombres, se serviría de la música de Haydn; pero si quisiera oír música, elegiría, sin duda, la de Boccherini'. Sí, también a mí me acompaña donde quiera que voy, como la de Mancini.

Me había alejado demasiado y subí la Cuesta a toda prisa, temeroso de quedarme sin saber lo que necesitaba saber, por un mal cálculo o un descuido. Al alcanzar de nuevo la esquina de Mayor con Bailén —miré hacia el portal a mi derecha, Custardoy no estaba entrando—, se me ocurrió que el mejor lugar desde el que dominar la terraza sin ser advertido, o parte de ella, era en lo alto de una doble escalera corta que llevaba directamente a la estatua del Papa polaco-jotero, así que la subí y me apoyé en la balconada, dándole la espalda a Totus tuus, su figura era en verdad la más fea y no por falta de competencia, la gente me tomaría por un devoto, andaba mezclado con unos cuantos que se hacían fotografiar ante ella imitando su postura de invitación a la danza. Desde allí veía al hombre, no se me escaparía cuando se levantara. Esperé. Esperé. Seguía leyendo el periódico con su sombrero puesto (estaba al aire libre, al fin y al cabo); había dejado su cartera sin asas en la silla de al lado, y parecía tener antenas para detectar a las mujeres con buen porte, porque cada vez que pasaba o se sentaba una alzaba los ojos y la repasaba, tal vez era olfato lo que reñía. 'Mal se lo ha puesto Luisa, también en ese aspecto', pensé. 'Ha de ser hombre al que nunca le basta una sola'. Deseé tener prismáticos para observarlo mejor. Aun así, a aquella distancia, seguía habiendo algo en él que me recordaba a alguien, una afinidad o un parecido, de la misma manera que Incompara me había traído a la memoria a mi antiguo compañero de clase Comendador, ahora constructor respetable en Nueva York o Miami o donde hubiera ido. Pero no caía, no lograba identificar al modelo, quiero decir al primer individuo de aquel estilo con el que alguna vez me había cruzado.

Por fin le vi chasquear los dedos dos veces, con el brazo en alto, una manera desdeñosa y ya anticuada de llamar a los camareros. 'No irá a pedir otra cerveza', pensé, 'ya tiene dos vasos vacíos.' Llamaba para pagar, por suerte; se sacó del bolsillo del pantalón unos billetes (también yo los llevo así, sin cartera) y dejó uno sobre la mesa, como hacíamos los madrileños de antes, el dinero nunca debe ir de mano a mano, sin pasar por lugar neutro. Conocía al camarero, lo cual hacía más descorteses sus ya muy clasistas chasquidos: mientras éste depositaba la vuelta, asimismo sobre la mesa, él le dio una leve palmada en el brazo, como había hecho con los libreros, quizá tomaba el aperitivo a diario en El Anciano Rey de los Vinos. Le dijo algo ya al marcharse y el camarero rió con ganas, lo mismo que los de Méndez y que la joven General Custer o Coronel Crockett con flecos, aquel tipo tendría su gracia. Llegaba el momento de averiguar si él era él o era otro. No salió de aquel recodo por la calleja del asesinato irresuelto, sino por Bailén, eso era buen indicio. Al pasar por delante, miró los escaparates de la tienda de instrumentos musicales que ocupa toda esa esquina, cruzó Mayor sin tardanza y se paró ante el semáforo de Bailén, para él en rojo. Pero entonces me quedé sin visión suya y retrocedí apurado en seguida, hasta encontrar un punto desde el que volviera a verlo, a la izquierda de la tienda del horroroso templo, que estaba a la izquierda de Totus, quién diablos compraría allí nada. Desde allí divisaba todo el ángulo, tras unas rejas, quedé justo enfrente de su portal, si es que lo era, sólo que en alto, no repararía en mí, no miraría hacia arriba, me sentí como el vampiro de Dusseldorf cuando acechaba. Custardoy ya sólo tenía que atravesar aquella calle, cuando el disco se le pusiera en verde, y meterse en aquel portal hacia el que yo lo empujaba, estaba una vez más cerrado. Ahora lo veía bien, era inconfundible con su sombrero, vería también sus pasos cuando empezara a darlos. 'Uno, dos, tres, cuatro, cinco...', me puse a contarlos mentalmente al abrírsele el semáforo, tenía los pies pequeños considerando su estatura, siguió por donde debía, ya no habría de pararse,'... cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho; y cuarenta y nueve.' Y allí se detuvo, ante el portal adecuado, ya llevaba la llave en la mano. Y entonces pensé con una efímera sensación de triunfo: 'Ahí te quería ver, ahí te tengo'.

Todavía aguardé unos minutos, por ver si se abría alguna ventana que me indicara en qué piso vivía y que había entrado en su casa. No hubo suerte en eso. Bajé la escalera, crucé las dos calles que tal vez cruzaría Luisa a menudo si es que iba mucho a verlo —a dormir no podría—, dudé si coger un taxi hasta el Palace, no vi ninguno libre en la duda, inicié el recorrido de vuelta. A la altura de la Plaza de la Villa me detuve a mirar mejor la estatua que él había mirado, Don Alvaro de Bazán o Marqués de Santa Cruz, acaso era la menos fea de cuantas había encontrado. La rodeé, en la parte posterior del pedestal se leía una inscripción: 'El fiero turco en Lepanto, en la Tercera el francés, en todo el mar el inglés, tuvieron de verme espanto. Rey servido y patria honrada dirán mejor quién he sido por la Cruz de mi apellido y con la cruz de mi espada'. 'Siempre tan fanfarrones los españoles', pensé, sintiéndome aún muy ajeno, 'debería aprender de ellos, para creer que mis enemigos huyen diciendo: "Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando...". Ellos se lo dicen todo siempre, aunque tengan enfrente a un compatriota que no se irá tan fácilmente. Custardoy y yo lo somos.' El Almirante tenía el brazo extendido, y en esa mano llevaba algo. No se veía muy claro, podía ser un mapa enrollado, o una bengala de General, más probablemente. La otra mano, la izquierda, asía el puño de su espada enfundada, más o menos como la del solitario Conde en su cuadro. 'Muchas espadas también', pensé, 'por estas antiguas calles.'

VII Adiós

A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro, pero necesita que además se lo digan o se lo confirmen o se lo discutan o se lo aprueben, en cierto sentido es una maniobra que uno lleva a cabo para descargarse un poco de responsabilidad, para difuminarla o para compartirla, aunque sea ficticiamente, porque lo que uno hace lo hace tan sólo uno, independientemente de quién nos convenza o nos persuada o nos aliente o nos dé el visto bueno, o hasta nos lo ordene o encargue. En algunas ocasiones disfrazamos esa maniobra de duda o de desconcierto, nos presentamos ante alguien y le hacemos la gran faena de pedirle opinión o consejo —la gran faena de pedirle o preguntarle algo—, y con eso ya logramos, como mínimo, que la siguiente vez que nos hablemos ese alguien nos inquiera por ello, qué pasó, cómo salió todo, qué decidimos por fin, si nos resultó o no de ayuda, si le hicimos o no caso. Con eso ya está envuelto, si es que no enredado, si es que no anudado. Lo hemos obligado a ser partícipe, sea nada más como oyente, y a plantearse la situación y preguntarse por el desenlace; le hemos hecho conocer nuestra historia y ya nunca podrá ignorarla o borrarla; y también le hemos dado cierto derecho a interrogarnos más tarde al respecto, o es cierto deber que le hemos impuesto: '¿Qué hiciste al final, cómo resolviste aquello?', nos dirá esa vez siguiente, e incluso parecería raro, una falta de interés o de cortesía, que no volviera a referirse al caso expuesto y al que lo forzamos a contribuir con palabras, o, si declinó pronunciarse y no soltó prenda, con la mera escucha de nuestra consulta. 'No lo sé, no puedo ni debo opinar, y además no quiero saberlo', pudo muy bien contestarnos, y aun así ya dijo algo: con esa respuesta dijo que el asunto no le gustaba y que le parecía venenoso o turbio, que no quería tomar parte en él ni siquiera como testigo auditivo, que prefería no estar enterado y que ninguna opción le hacía gracia, que era mejor que no hiciéramos nada y que lo dejáramos correr o nos apartásemos; y que le ahorrásemos a él el cuento, en todo caso. Aunque uno diga 'No sé' o 'No quiero oír' ya dice mucho, no hay escapatoria cabal cuando se le pregunta a alguien, ni siquiera con inhibirse ni con callar se salva, porque con su silencio está ya reprobando o desaconsejando, mucho más que otorgando, contrariamente a lo que afirma el dicho. Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera. Pero eso nunca ocurre, es un deseo baldío. Siempre nos llega alguna pregunta penúltima, siempre queda alguna petición rezagada. Ahora era yo quien preguntaría, ahora iba yo a hacer la mía, en principio comprometedora para cualquier destinatario, salvo quizá para el que iba a escucharla. De él tenía que aprender aún bastante, para mi desasosiego y tal vez mi desgracia.

Al atardecer llamé a Tupra desde la habitación de mi hotel, sólo podía tocarle a él darme consejo, e instrucciones con suerte, hacerme recomendaciones y servirme de guía, y además era el más indicado para esa clase de cuestiones en las que con hablar no basta; también era el más previsible, esto es, quien más probablemente me confirmaría que debía hacer lo que creía, o no me disuadiría de lo que debía. Calculé que podía ya estar en casa a aquella hora, aunque fuera una menos en Inglaterra, a no ser que tuviera el día multitudinario y festivo y hubiera reclutado a todos, incluidos Branshaw y Jane Treves, para salir en manada. Marqué su numero directo y lo cogió una mujer, sin embargo, seguramente la silueta atractiva, anticuada (casi figura de clepsidra), que había visto al final de aquella noche de vídeos, recortada contra la luz de un pasillo, a la puerta de su pequeño estudio; si era su mujer o ex-mujer, si era Beryl, él entendería aún mejor mi caso.

'¿Cómo te va, Jack? Qué gentil por tu parte llamar a dar noticias. ¿O es para interesarte por mí y por los demás? Más amable todavía, en medio de tus vacaciones.'

Había algo de ironía en su tono, desde luego, pero también le noté cierta alegría de oírme, o era divertimiento, conmigo aun se divertía. Preferí no disimular ni engañarlo más allá de los saludos.

'Tengo un asunto que resolver aquí, Bertie. Me gustaría saber qué te parece, qué debería hacer según tu criterio.' Lo llamé Bertie para complacerlo, para bien predisponerlo, aunque él se daría cuenta de eso, y le resumí la situación sin rodeos: 'Hay un tipo aquf, le dije. 'Creo que pega a mi mujer, o a mi ex-mujer, lo que sea, aún no estamos divorciados, salen juntos no sé desde cuándo, probablemente hace unos meses. Ella lo niega, pero ahora mismo tiene un ojo morado, y no es la primera vez que se da un buen golpe por accidente en los últimos tiempos, según su versión, claro. Eso me ha contado su hermana, que piensa como yo, por sucuenta. No me hace ninguna gracia que mis hijos corran el más mínimo riesgo de quedarse sin madre, estas cosas nunca se sabe cómo acaban, hay que cortarlas de raíz, ¿tú no crees? En fin, no me quedan demasiados días para arreglarlo. Me gustaría dejarlo zanjado antes de volverme, la intranquilidad es insoportable en la distancia, y distrae mucho del trabajo. No quisiera que ella se enterase de mi intervención, fuera cual fuese, en todo caso. Aunque sería difícil que no sospechase, estando yo aquí estos días, si resulta que por mi acción el panorama le cambia, y de eso se trata. Hablar con él no tendría sentido, lo negaría. Ademas no parece un tipo apocado, ni un pusilánime, más bien todo lo contrario; desde luego no es ningún De la Garza. Tampoco ganaría nada con insistirle a ella para que lo admita, la conozco bien, es muy terca. Y aunque lo consiguiera: la situación no variaría en esencia, ella está con él pese a todo.' Me paré. Lo que vino a continuación me costaba más decirlo: 'Debe de estar muy colada. Aunque no le haya dado tiempo a eso, quiero decir a estarlo de veras. Eso no ocurre en unos meses, ha de hacerse poso. Supongo que es la novedad, el primero que me sustituye, la ilusión excesiva, algo pasajero. Pero todo dura mientras dura, no sé si me entiendes. Y dura ahora'.

Tupra se quedó callado unos segundos. Luego contestó ya sin ironía, pero tampoco con mucha seriedad, había cierta ligereza en su tono, como si mi problema no le pareciera gran cosa, o no le viera una solución complicada.

'¿Y me preguntas a mí qué debes hacer? ¿O qué me preguntas, lo que yo haría? Tú lo sabes bien a estas alturas, Jack, lo que yo haría. Supongo que tu consulta es en realidad retórica, y sólo quieres que te reasegure. Pues bien, te reaseguro, faltaría más. Si quieres quitar el problema de en medio, quítalo.'

'No estoy del todo seguro de entenderte, Bertie. Ya te he dicho que hablar con él no llevaría a ninguna parte...' Pero no me dejó terminar la frase. Quizá tenía algo de prisa, o se había irritado por mi lentitud (podría haberme dicho de nuevo 'Don 't linger or delay, just do it'). Quizá lo había pillado en la cama con Beryl, o con quien fuera la mujer que tenía al lado y por eso ella había contestado el teléfono, por estar tan cerca, encima o debajo, de frente o de espaldas, a lo mejor les había interrumpido un polvo, nunca sabemos lo que pasa al otro lado del hilo, o mejor dicho, lo que pasaba justo antes de que sonara el timbre. Cuántas veces habría llamado desde Londres a Luisa y ella acabaría de regresar de verse con Custardoy en su estudio, o cuántas estaría él presente en su dormitorio, en mi casa, mirándola hablar medio desnuda conmigo, aguardando impaciente a que terminásemos. Si la visitaba. Podía ser que no o solamente de noche, por los niños. Yo no les había preguntado, pero tampoco ellos lo habían mencionado espontáneamente, de hecho no habían mencionado a nadie nuevo ni ajeno.

'Look, Jack, just deal with him' dijo Tupra. ' Just make sure he's out of the picture.' Esas fueron en inglés sus palabras, y ahí lamenté enormemente que esa no fuera mi lengua, porque no sé para un anglohablante, pero para mí eran demasiado ambiguas, no acababa de entenderlas con la nitidez que habría querido; si me hubiera dicho 'Just get rid of him'o ' Well, dispose of him', habría sido más claro, aunque tampoco enteramente: 'Deshazte de él' es lo que significa eso, y al fin y al cabo hay muchas maneras de deshacerse de alguien, no sólo con el matarife; o tal vez si la frase hubiera sido ' Just make sure you get him off her back' o bien '... off your backs' habría sabido que me decía 'Asegúrate de que se lo quitas a ella de encima', o bien '... de que os lo quitáis los dos de encima', pero tampoco me habría sentido capaz de traducir esa expresión a una acción concreta e inequívoca, porque hay asimismo muchas formas de sacudirse de la espalda a alguien, que es lo que el inglés diría. Ojalá lo que le hubiera oído fuera ' Just scare him away, scare him to death' y entonces me habría constado que sólo me recomendaba ahuyentarlo con un susto de muerte, como había hecho él con De la Garza, no más que eso, y convertirme a lo sumo en Sir Punishmenty en Sir Thrashing, nunca en Sir Deathni en Sir Cruelty. Pero lo que salió de sus labios fue más bien 'Encárgate de él. Asegúrate de que lo sacas del cuadro', literalmente, o '... de que se queda fuera del cuadro', no sé, el vocablo 'picture'podía entenderse igualmente como 'dibujo' o 'retrato' o 'panorama' o 'escena', o incluso como 'foto' o 'película', sin embargo me quedó la idea literal primera, la de cuadro o pintura, había que sacar a Custardoy del cuadro, suprimirlo de él o ponerlo aparte, como al Conde de San Segundo en el Prado, que estaba fuera del de su familia, aislado, sin poder acercarse ya nunca más a su mujer ni a sus hijos, por los siglos de los siglos. De haber tenido lugar el breve diálogo en un episodio de Los Soprano, o en El Padrino, habría comprendido perfectamente que me sugería o me incitaba a cargármelo. Pero quizá entre mafiosos hay ya unos códigos preestablecidos, por si resultan ser objeto de escucha, que les permiten ser muy lacónicos en sus órdenes y aun así interpretados correctamente a la primera. Además, aquel no era un diálogo de película ni nosotros éramos mafiosos ni yo estaba recibiendo una orden, a diferencia de otras veces con Tupra o Reresby o Ure o Dundas, sino solamente orientación, el consejo que le había solicitado. Pero el lenguaje es difícil cuando uno no sabe a qué atenerse y necesita saberlo con precisión, porque casi siempre es metafórico o figurado. No debe de haber mucha gente en el mundo que diga abiertamente ' Kill him' o que en español diga 'Mátalo'.

Me atreví a insistirle un poco, aunque suponía que eso podría impacientarlo. O bueno, colé mi pregunta a toda prisa antes de que me colgase, aquellas dos últimas frases suyas me habían sonado a conclusión, a despedida casi, como si ya no tuviera nada más que añadir, después de eso. O como si lo hubiera aburrido mi consulta, mi pequeña historia.

'¿Puedes indicarme cómo, Bertie?', le dije. 'No estoy tan acostumbrado como tú a espantar a individuos.'

Oí primero su risa paternalista, seca, levemente despreciativa, no era una risa que pudiéramos haber compartido, no era la que une a los hombres desinteresadamente entre , y entre sí a las mujeres, y la que entre mujeres y hombres puede establecer un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad, quizá Luisa y Custardoy tenían esa, la espontánea e inesperada, la simultánea, ya que él hacía reír con facilidad a todo el mundo, según parecía. La de Tupra fue una risa de cierta decepción menor, de impaciencia, dientes pequeños con luminosidad, se la había visto en persona otras veces. Luego me contestó:

'Si de verdad no sabes cómo, Jack, entonces es que no puedes hacerlo. Más vale que no lo intentes, deja que las cosas sigan su curso. Déjalo correr, renuncia a torcerlo, y que tu mujer se las componga, tú verás, allá ella. Pero yo creo que sí sabes cómo. Lo sabemos todos siempre, aunque no estemos acostumbrados. Otra cosa es que no nos veamos en ello. Es cuestión de verse. Y ahora tengo que dejarte. Suerte.' Y puso fin a la comunicación, se la había alargado yo un poco.

Ya no me atreví a llamarlo de nuevo, debía manejarme con lo que tenía. 'Y que tu mujer se las componga, tú verás, allá ella', eso me había sonado a reproche o a afeamiento encubierto, como si en realidad me hubiera dicho: 'Vas a abandonarla a su suerte, quizá vas a permitir que la maten un día y que tus hijos se queden huérfanos'. Y también tuvo eco esta otra frase: 'Es cuestión de verse'. Lo que probablemente había querido decir con aquello era que la única manera de imaginarse haciendo lo que uno nunca se imagina haciendo es pasar a hacerlo, y entonces se ve uno sin remedio en ello, por fuerza se acaba viendo.

A continuación llamé a un antiguo amigo a la madrileña, esto es, a alguien con quien uno ha tenido un buen trato superficial hace años y al que no ha vuelto a frecuentar desde entonces: si con él no ha habido ningún roce o discusión o pelea, nominalmente sigue siendo un amigo, aunque podamos no haber mantenido jamás una conversación con él a solas, fuera del amplio y variable grupo que nos reunía en el pasado cada vez más remoto. Era uno de esos toreros con seguidores fanáticos que se retiran y regresan a los ruedos cada pocos años y vuelven a retirarse —ya no estaría muy lejos la tarde en que se hubiera de cortar la coleta definitivamente—, y con el que había coincidido en una época de mi vida, con Comendador y más tarde (Comendador me lo había presentado, él se infiltraba en todos los ámbitos), en las timbas nocturnas, hasta muy altas horas, que el Maestro organizaba en su casa con miembros de su cuadrilla y algún colega y toda clase de moscones, entre los que yo me encontraba; hay toreros que no están ni un minuto solos y que además reciben a todo el mundo, si viene avalado por alguien de confianza, aunque sea de tercera mano: el amigo de un amigo del que verdaderamente es amigo, y no sólo a la madrileña. Era un hombre muy cordial y cariñoso, también sentimental respecto a cualquier tiempo de su vida pasada, y cuando le pedí ir a verlo no sólo no puso ningún inconveniente ni mostró el menor recelo tras un decenio o más de silencio entre nosotros, sino que me instó a ir cuanto antes:

'Vente hoy mismo, hombre. Además hay partida esta noche.'

'¿Qué tal te iría mañana por la mañana?', le pregunté. 'Estoy aquí pocos días, ahora vivo en Londres, y hoy he de ir a ver a mi padre, que anda regular, con muchos años.'

'Hecho, no se hable más. Mañana. Pero vente hacia la una, ya para el aperitivo. Esta noche acabaremos tarde.'

'Es para pedirte un favor', preferí anticiparle. 'Un préstamo. No de dinero, ando bien, no te preocupes.'

'Que no me preocupe, dice', me contestó riendo. 'A mí tú no tienes con qué preocuparme, Jacobito.' Era de los que me llamaban Jacobo, no recuerdo ya por qué. 'Óyeme: lo que sea. Como si me quieres pedir mi mejor traje de luces, niño.' No seguía mucho la actualidad taurina, y menos aún desde Londres, pero deduje que ahora estaba en activo. Más valía que me informara un poco, antes de visitarlo, por no faltarle al respeto con mi ignorancia.

'Pues mira, no andaremos muy lejos de eso', le dije. 'Mañana te lo explico.'

'Tú te vienes, miras a tu alrededor y te llevas de aquí lo que quieras, chiquillo.' En verdad era un hombre generoso, no lo decía por decir, eso seguro. Se llamaba Miguel Yanes Troyano, su apodo era 'Miquelín' y era hijo de banderillero.

A la mañana siguiente, al tanto ya de sus últimos triunfos por Internet, y con un regalo, me presenté en su inmenso piso de la zona que en mi infancia se conocía como 'Costa Fleming', más cerca de Chamartín, el estadio por antonomasia, el del Real Madrid, que de Las Ventas, la plaza de toros por cuya puerta grande había salido a hombros unas cuantas veces. Habría preferido hablar a solas con él, pero eso era imposible, siempre estaba acompañado. Puesto que él ya sabía que le iba a pedir un favor y un préstamo, había tenido la consideración, sin embargo, de no imponerme varios testigos. Pero allí estaba su apoderado de toda la vida, él nunca faltaba, un hombre de su edad, taciturno, muy discreto, lo conocía poco pero de antiguo.

–No sé yo si al señor Cazorla le va a aburrir nuestra charla, Maestro —dije tanteando, por si acaso.

–Nada —contestó Miquelín lanzando dos dedos al aire; me había recibido con un gran abrazo y un beso, como si yo fuera un sobrino—. Eulogio nunca se aburre, y si se aburre piensa, ¿verdad, Eulogio? Delante de él puedes decir lo que quieras, Jacobito, que ni lo va a contar ni va a juzgarte. Tú me dirás, en qué puedo servirte.

Me costó arrancar unos instantes, mi petición me daba algo de vergüenza. Pero la manera de vencer ésta era formular aquélla y pasar el trago. Todo da más corte antes que luego, y hasta que durante.

–Quisiera saber si me podrías prestar una espada, un estoque de los tuyos, durante un par de días, calculo.

Vi que no se lo esperaba y que Cazorla daba un respingo, se estiró una manga. Iba vestido con traje, chaleco incluido, de un gris demasiado claro, asomándole un pañuelo en pico del bolsillo exterior de la pechera, una florecilla en el ojal, era de la vieja escuela. Pero él no hablaría si Miquelín no lo invitaba a hacerlo. Éste encajó bien la sorpresa y respondió en seguida:

–Uno y dos y tres, los que tú quieras, Jacobo. Ahora mismo vamos donde los trastos y eliges el que más te guste, claro que no son muy distintos. Ahora bien, y me perdonas: si me hubieras pedido dinero lo último que se me habría ocurrido es preguntarte para qué lo querías; pero en fin, una espada es más raro. ¿Qué es, para disfrazarte?

Podía haberle mentido, aunque disfrazarse sólo con espada no tenía ningún sentido. Podía haber inventado otra cosa absurda, como que iba a ir a una becerrada privada, pero no me pareció bien engañar a un hombre tan bueno, tampoco creo que lo hubiera logrado. Supuse que comprendería mi causa y que él tampoco me juzgaría.


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