Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Luisa se acercó a donde yo estaba, con el móvil aún en la mano y una expresión que era mezcla de desconcierto, renuncia y contrariedad. 'Aún te queda mucho', pensé, 'aún te vas a desesperar. Y entonces me buscarás, porque soy lo más conocido y el que quizá siempre va a estar.'
–Bueno, ya me voy —dije, y cogí mi gabardina y mis guantes. Ella le había pedido a su interlocutor que la llamara al cabo de cinco minutos, en seguida había estado dispuesta a sacrificar nuestra charla, la que íbamos a haber tenido, imprevistamente. Para ella era secundario que la perdiéramos, que se diera o no. A aquellas alturas, para mí también. En aquel viaje no estaba mi oportunidad, habría que esperar bastante más.
–Lo siento —murmuró ella—. Cosas del trabajo. La gente tiene comportamientos muy extraños. Anuncia una cosa y luego ni me acuerdo. Se larga. —No hacía falta que me diera explicaciones falsas. La índole de la conversación había sido a todas luces personal, en modo alguno laboral. Yo sabía lo que estaba pasando, ella todavía no. No me importaba llevarle tanta delantera, no me importaba engañarla. 'No es este el Jaime que yo conozco', me diría Cristina más tarde. Pero yo ya lo había pensado antes: 'No, no lo soy. I am more myself'.
Luisa me acompañó hasta la puerta. Nos dimos dos besos, pero esta vez ella también me abrazó. Noté que lo hacía más por desprotección, o por la repentina anticipación del abandono y la pérdida, que por afectuosidad. Aun así yo se lo devolví con fuerza y con ganas, ese abrazo. No me costaba en absoluto abrazarla, eso nunca me costó.
'Ven, vuelve a mí, tendré paciencia, esperaré; pero no tardes ya mucho más', pensé en el avión, mientras recordaba aquel adiós. Y a continuación cité para mis adentros, de un poema reciente en inglés que había leído en uno de mis viajes con Tupra, lo había leído en un tren: ' Why do I tell you these, things? You are not even here'. O lo que es lo mismo: '¿Por qué te digo estas cosas? Ni siquiera estás aquí'.
Eso fue lo último antes de que todo cambiara. Pedí a la azafata algún periódico inglés, debía acostumbrarme de nuevo al otro país. Tampoco aquel día había mirado todavía ninguno español, estaba demasiado pensativo para que me contara el mundo exterior, de hecho llevaba El Paísdoblado sobre las rodillas, aún sin abrir. La azafata me ofreció The Guardian, The Independenty The Times, cogí los dos primeros, del tercero ya no aguanto la decadencia espantosa bajo su actual imperio austral. Miré la portada de The Guardiany mi vista se fue al instante —los nombres que conocemos nos llaman, captan a gran velocidad nuestra atención– hacia una noticia que debió de sacarme los ojos de las órbitas y me los llevó corriendo a la de The Independent, para ayudarme a darle crédito y confirmar que no era una broma pesada y absurda ni tampoco una figuración. Ambos diarios la traían, no podía no ser verdad, y aunque no ocupaba demasiado espacio o no el principal, era de primera plana en los dos: 'Dick Dearlove, acusado de homicidio', rezaba un titular, y el otro era muy parecido: 'Dick Dearlove detenido por la muerte violenta de un menor'. Claro que ninguno decía 'Dick Dearlove', sino su verdadero nombre, Dearlove es sólo como he dado en llamarlo yo.
Busqué las páginas correspondientes y las leí con aprensión y avidez, luego con horror y con una creciente repugnancia hacia Tupra y hacia mí mismo, o en realidad esto último me vino como una exhalación. La información era muy incompleta y los hechos confusos, y no contribuían a aclararlos las sucintas y más bien herméticas declaraciones del portavoz y de los abogados de Dearlove, que eran quienes habían avisado a New Scotland Yard a la mañana siguiente a la noche del homicidio, lo cual hacía suponer que habrían dispuesto de unas horas para calibrar la situación y preparar y acordar la mejor línea de defensa, sobre la cual, por otra parte, no se aportaban apenas datos. En Inglaterra, según tengo entendido, y a diferencia de lo que ocurre en España, donde todo es griterío irresponsable desde el primer instante cuando no linchamiento verbal, se lleva muy a rajatabla la prohibición de violar el secreto de un sumario y de adelantar públicamente indicios y testimonios que vayan a formar parte de uno, y nadie con posibilidades de testificar acerca de un crimen está autorizado a relatar su versión a la prensa con anterioridad al juicio. Tanto los abogados como los periodistas se limitaban así a especular, con prudencia, insinuaciones vagas y considerable discreción. Se aludía a un posible intento de secuestro, a un posible intento de robo (' burglary'), también a un posible ajuste de cuentas pasional. La víctima tenía diecisiete años, al parecer era de origen búlgaro o ruso (no se sabía con seguridad, ni si poseía la nacionalidad británica o no; se imaginaba que no) y sólo aparecían sus iniciales, que curiosamente coincidían con las de su matador, esto es, pongamos que eran R D. Fuera como fuese, y yo supe en seguida cómo había sido en lo fundamental, de lo que no parecía caber duda era de que el cantante le había clavado una lanza en el pecho y en el cuello, de las varias que tenía en su casa colgadas en un salón contiguo al comedor, a aquel joven muy joven, dos noches atrás. Lo cual significaba probablemente que las televisiones de buena parte del mundo, sobre todo las británicas pero también las de mi país, llevarían ya una jornada entera desmenuzando el asunto, y no digamos los millones de voces anónimas o pseudónimas de Internet. Pero yo no había visto la televisión ni internet.
Lamenté momentáneamente que en el avión no tuvieran algún periódico sensacionalista y de baja estofa como The Sun, del mismo imperio austral que The Timesy más dado por tanto al escándalo, la moralina y el rumor: esa clase de prensa estaría frotándose las manos y arriesgándose a quebrantar toda ley con tal de vender más ejemplares. Eché un vistazo a El País, por si acaso, pero su tratamiento era sobrio y somero y no contaba nada distinto de lo que sus colegas de Londres se atrevían a saber. Pero mi lamento no duró nada, ya digo, fue un instante de ingenuidad, porque no me hacía falta conocer los detalles ni las circunstancias ni los antecedentes ni los motivos, ni siquiera la explicación psicológica sobre la que se preguntaban los periodistas y algún que otro opinador. Para mí estaba claro que Tupra había arrojado el máximo horror biográfico sobre aquel ídolo, que lo había sumergido en la repugnancia narrativa como en una tinaja de nauseabundo vino, que le había prendido una tea y lo había inscrito con letras de fuego en la lista de los aquejados por la maldición K-M o Killing-Murderingo Kennedy-Mansfield, en lo que así se llamaba en nuestro reducido grupo sin nombre y quién sabía si, por mimetismo, en algún otro y más altivo lugar; que Reresby o Ure o Dundas lo había condenado no ya a unos cuantos años de cárcel, que para alguien tan famoso como Dearlove supondrían un lento e incesante infierno —quiero decir más incesante y más lento que para los demás—, o en el mejor de los casos se verían interrumpidos por una muerte veloz a manos de otros presidiarios, con un delito a sus espaldas de semejante turbiedad, sino a que la historia entera de su vida y sus logros quedara empalidecida de un solo brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, a que cayeran en el inmediato olvido su trayectoria y su construcción, y a que ya nunca nadie pudiera mencionar, leer u oír su nombre sin asociarlo al instante con aquel crimen final. Hasta las madres lo sacarían a colación para prevenir a sus hijos desprevenidos, y además lo harían, al cabo del tiempo, con distorsión y exageración: 'Lleva cuidado de con quién te mezclas y de con quién vas, no se puede fiar uno de nadie. Acuérdate de lo que le hizo Dick Dearlove a aquel chico ruso, se lo llevó a su casa y lo abrió en canal'. Y tan seguro estaba de que aquello era así como de que en poder de Tupra obraría ya una grabación, una filmación con los hechos sobre los que la prensa aventuraba hipótesis y que aún no conocía casi nadie más; en ella se vería seguramente la secuencia entera, desde que el joven búlgaro R D se presentara en casa de Dearlove hasta el momento furioso o empavorecido en que éste lo alanceara causándole la muerte rápida, aunque debió de requerir dos golpes —primero en el cuello y luego en el pecho, o podía haber sido al revés– para callarlo del todo y acabar con él; y para entonces, tal vez, todavía ofuscado ypuerilmente triunfal (poco le duraría esa sensación, y durante el resto de sus días le tocaría deplorarla sin más), quitarle a su cadáver el móvil o la pequeña cámara con los que habría hecho sus fotos comprometedoras y que Dearlove no le habría encontrado al cachearlo juguetónamente al llegar, porque acaso Tupra se habría encargado de que no tuviera que llevarlos encima sino de que estuvieran escondidos en algún lugar de la casa con anterioridad a la cita galante o comercial de los dos, como la famosa pistola que aguardaba a Al Pacino en el lavabo de un restaurante en la primera parte de aquella gran obra maestra que constó de tres, a cual mejor.
Tupra no iba a necesitar hacer uso de aquella cinta o DVD, lo importante en aquella ocasión no había sido conseguirla y guardarla para el futuro, para sacarle algo a Dearlove o impedírselo más adelante, lo importante había sido que éste se diera cuenta de uno solo de los engaños a que se lo sometía y su consiguiente e irreparable reacción. Tan irreparable y tan inocultable que el castigo iba a llegarle sin hacerse esperar. Tupra sólo tendría aquel vídeo por tenerlo, para contemplarlo a solas o regodearse con la ejecución de su plan, como pieza de orgullo para su colección. No le serviría para nada más, puesto que el hecho principal había quedado al descubierto nada más cometerse: Dearlove had done the deedy el mundo entero ya estaba al corriente. Había matado a un joven con una lanza.
Pero quien lo había instigado en última instancia era yo. O quizá no exactamente: más bien lo había inventado, lo había concebido, lo había expuesto o lo había dictado, había imaginado su escenificación. Había dado la idea —nadie tiene nunca en cuenta ese peligro, el de dar ideas y se dan sin pausa, a todas horas y en todas partes—, y no pude evitar preguntarme cuántas más de mis interpretaciones o traducciones habrían tenido consecuencias sin yo enterarme. Cuántas y cuáles. Me había pasado mucho tiempo dictaminando a diario con cada vez mayor soltura y despreocupación, oyendo voces y mirando caras, frente a frente u oculto desde la estación-estudio o en vídeo, diciendo quién era de fiar y quién no, quién mataría y quién se dejaría matar y porqué, quién traicionaría y quién sería leal, quién mentía y a quién le iba a ir mal o regular en la vida, quién me reventaba o me daba lástima, quién fingía o me caía en gracia, y qué probabilidades llevaba cada individuo en el interior de sus venas, igual que un novelista que sabe que lo que diga o cuente de sus personajes, o les atribuya o les haga hacer, no saldrá de su novela y no hará daño a nadie, porque por mucho que se los sienta vivos seguirán siendo ficción y nunca interferirán con ningún ser real (con ninguno en sus cabales, esto es). Pero no era este mi caso, no escribía yo nada con tinta y papel sobre quienes jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, sino que describía y descifraba a personas de carne y hueso y sobre ellas pontificaba y vaticinaba, y tanto mi acierto como mi desacierto, veía ahora, podían tener consecuencias nefastas y condicionar su suerte en manos de alguien como Tupra, que en esta ocasión no se había limitado a ser Sir Punishmenty Sir Thrashing, sino SirDeathy Sir Cruelty, y Sir Vengeancetal vez. Y yo no había sido su instrumento, sino algo más infrecuente y quizá peor, su inspiración y su involuntario susurro al oído, su imprudente e inconsciente Iago. No me importaba ni me interesaba mucho qué tuviera en contra de Dearlove, si le había tendido una trampa por iniciativa propia —mi trampa– o en extravagante misión de Estado o por el encargo bien pagado de algún particular particular. Eso era lo de menos. Lo que me atormentaba era pensar que había puesto en práctica mi plan que no era plan, y que para coronarlo con éxito no había tenido reparo en sacrificar la vida de un joven: 'Extraño tener que desprenderse aun del propio nombre', esta vez sí, y aquella víctima hasta carecía de él, se llamaba tan sólo R D. Preocupante e inverosímilmente, no había caído hasta entonces en el hecho más grave de todos y el que —comprendí al instante, con los tres periódicos desplegados sobre mis rodillas en aquel avión– más me iba a mortificar durante el resto de mi vida. Y por lejana que más adelante quisiera ver y lograra ver y fuera a ver la vinculación —así sería, me parecería remota e indeliberada, por mi parte al menos, y mi sentimiento de responsabilidad se atenuaría, y todo se asemejaría a un sueño, y con suerte me engañaría a mí mismo y lo haría desaparecer, sobre todo cuando se borrara el cerco y algún día me pudiera decir: 'Pero eso fue en otro país'—, a aquel chico ruso que ni siquiera sabía de mi existencia, como yo había desconocido la suya mientras le duró, lo habían matado por mi predicción o mi hipótesis o fabulación, por lo que había dicho y contado yo, y ahora habría de repetirme: 'For I am myself my own fever and pain. Y así yo soy mi propio dolor y mi fiebre'.
Lo primero que hice nada más entrar por la puerta del apartamento que llegó a ser mi casa durante cierto tiempo, amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca vi, fue marcar el número directo de Tupra. Era fin de semana y en el edificio sin nombre no habría nadie, o esa era la teoría, no era yo el único que se pasaba por allí a deshoras, para terminar tareas o informes o para revolver o indagar. Como me había sucedido al llamarlo desde Madrid, una voz de mujer me respondió. Pregunté por el nombre que me repelía utilizar, Bertie, para mostrar mi familiaridad con él, aunque no hacía falta, si conocía su número directo de casa alguna había de haber.
'Está fuera de Londres', me contestó. '¿Quién lo llama, por favor?' Lo que no tenía era su móvil, Tupra era muy celoso de él, y también de la opinión de que todo podía esperar, 'como en los viejos tiempos de ayer', se encargaba de recordar.
'Jack Deza', dije, y me salió una zespañola sin querer, me había reacostumbrado a ella durante los días en mi país, debió de sonar como 'Daetha' o 'Deatha' para un oído inglés. 'Trabajo con él, y es importante. ¿No podría darme su número de móvil, si es tan amable? Acabo de regresar de Madrid y tendría que informarle de algo urgente y de su mayor interés.'
'No, lo siento, no creo que pueda dárselo. Sólo él lo puede dar', respondió la mujer. Y añadió con impertinencia leve, lo cual me hizo sospechar que fuera Beryl, en la cena de Wheeler no había hablado lo suficiente con ella para reconocerle ahora la voz, que no era demasiado joven, aunque tampoco de edad: 'Si no lo tiene, será porque él no ha considerado preciso que lo tenga usted'.
'¿Es usted Beryl?', le pregunté entonces, arriesgándome a crearle a mí jefe un conflicto doméstico o conyugal, si no lo era. Pero poco me importaba ya, en seguida iba a dejar de serlo, tenía tomada la decisión. O casi tomada, nada es seguro hasta que ya está hecho y aposentado.
'¿Por qué lo quiere saber?', fue su contestación. Y en tono que me pareció medio severo y medio de guasa afirmó: 'Usted no necesita saber quién soy yo'.
'Quizá Tupra le tenga prohibido a Beryl, si es que es Beryl y debe de serlo', pensé, 'que divulgue que han vuelto, más aún que viven juntos de nuevo, puede que prefieran sentirse amancebados más que casados, y hallen gusto en la clandestinidad.' Me acordé de sus largas piernas y de su olor infrecuente, agradable y muy sexuado, tal vez lo que arrastraba a Tupra hacia ella una y otra vez, en ocasiones nuestras debilidades son por las cosas más simples, a las que no podemos renunciar. Estuve a punto de decirle: 'Es que si es usted Beryl nos conocemos. Soy amigo de Sír Peter Wheeler, y fuimos presentados en su casa, hace ya tiempo'. Sin embargo me abstuve, se me ocurrió que si insistía sería peor.
'Mis disculpas, no pretendía ser impertinente', le dije. '¿Podría decirme entonces cuándo regresa Bertie, por favor?'
'No lo sé con exactitud, pero supongo que si trabaja con él, lo verá el lunes en su despacho. Me imagino que allí estará.'
Era una manera de indicarme que no volviera a llamarlo a la casa durante el fin de semana. Le di las gracias y colgué, tendría que esperar. Abrí la ventana de guillotina para airear tras tantos días de ausencia, deshice rápidamente mi maleta, limpié un poco el polvo, examiné el correo acumulado y después, cuando ya caía la tarde y sin saber qué más hacer —cuando uno está recién llegado carece de ritmo—, me asomé a mirar y vi a mi vecino bailando enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronaban el centro de aquella plaza: nada había cambiado —no tenía por qué, el tiempo nos engaña cuando nos vamos de viaje, siempre parece más largo de lo que fue—. Estaba con sus dos amigas habituales, la blanca y la negra o mulata, un trío bien avenido, ellas debían de ser 'guebrídgumas' entre sí, enlazadas por él, otro punto de coincidencia con Custardoy, que era dado a llevarse a la cama a las mujeres de dos en dos, no creía que se hubiera prestado a eso Luisa, dónde se habría ido Custardoy con su mano rota, dónde habría ido de verdad, no era asunto mío y me daba igual, con tal de que cumpliera mis condiciones y se mantuviera alejado de ella y sin hablarle de mi intervención, esto último era vital. Los tres bailarines ensayaban unos pasos veloces, una especie de taconeo aflamencado extraño o acaso era de claque —no lograba adivinar la música que sonaría alta en su salón, era sábado—, porque con el brazo derecho sujetaban algo sobre sus respectivos hombros, daba la impresión de ser algo móvil y vivo y de pequeño tamaño, no pude resistirme a coger mis prismáticos aquella vez, y cuando acerté a enfocarlos vi con estupefacción que cada uno portaba un perrillo diminuto efectivamente echado al hombro, desconocía las marcas o quiero decir las razas, pero el del hombre era chato y peludo y los de las mujeres más bien como ratas y con el hocico agudo, de esos escuálidos con un copete o moñito o flequillo o tupé, asquerosos como se los mire. No les pegaba nada que fueran suyos, me pregunté de dónde los habrían sacado, tal vez los habían alquilado exclusivamente para su danza excéntrica, en todo caso los animalillos debían de estar mareados si es que no trastornados y desesperados, el repiqueteo de los bailarines sería para ellos como un terremoto permanente o algo así. Era de esperar que a mis vecinos no los viera ningún miembro de las sociedades protectoras de animales, tan feroces y activas en Inglaterra, o seguramente los denunciaría por tortura, atropello y aturdimiento de bestezuelas indefensas. 'Qué locos', pensé, 'deben de creer que tiene gran mérito bailar con un ser vivo en el hombro sin que se les caiga, pero podría salirles disparado en un quiebro y estampárseles contra la pared o un ventanal.' Me quedé observándolos unos minutos hasta que de pronto se interrumpieron con aspavientos de desagrado y alarma: el perrillo de la mujer blanca se le había orinado encima, regándole la cara y el pelo, y precisamente por haberlo hecho en medio del zapateo frenético, había asperjado también a los otros dos. Sometido a semejante ajetreo, la incontinencia era sin duda lo mínimo en que el pobre bicho podía incurrir. Soltaron a los tres chuchos, que se tambalearon por el salón, y empezaron a quitarse la ropa manchada con prisa y con asco, y justo en el momento de sacarse el hombre su elegante polo, su mirada quedó frente a mi ventana y me divisó. Escondí los prismáticos en el acto y di dos pasos hacia atrás, avergonzado de mi espionaje. Pero no parecieron enfadados en modo alguno, pese a que las dos mujeres se habían quedado ya en sostén, con la agravante o el aliciente de que la mulata no llevaba sostén. Al igual que la otra vez que me habían visto, me hicieron señas divertidas, invitándome con los brazos a trasladarme allí. Entonces también me había dado vergüenza, pero había logrado verle una ventaja al recíproco contacto visual: había pensado que si una noche o un día se me hacían en verdad desolados, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Y esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me había llevado a sentirme más seguro y ligero, como con una red. Desde luego aquel era un día en verdad desolado, y hasta que hablara con Tupra me aguardaba un fin de semana sin apenas nada que hacer, un domingo per sedesolado y 'desterrado del infinito' o 'banni de l'infini', como alguna vez había escrito creo que Baudelaire y como suelen serlo los de Inglaterra, los conocía bien desde hacía muchísimos años, desde que había vivido allí por primera vez, en Oxford, y sabía que no eran simples y mortecinos domingos que, como en todas partes, hay que atravesar de puntillas sin llamar su atención ni hacerles el menor caso, sino algo más, más gravoso y abismático y lento que en cualquier otro lugar que yo conozca. Así que quizá había llegado el momento de recurrir a la red de aquel trío jovial, y además a las dos mujeres no les importaba exhibirse delante de mí, sobre todo a la que más me había gustado siempre y exhibía más. Dudé un instante si ir, si bajar a la plaza y cruzarla y subir, y en seguida lo descarté. 'No, ahora tiene menos sentido que nunca', pensé, 'lo más probable es que dentro de poco —unas semanas o un mes, a lo sumo dos– yo ya no viva en este apartamento ni me asome más a esta Square, y ellos empiecen a convertirse tan sólo en un recuerdo grato que se difuminará. Y a mi bailarín, por desgracia, ahora sí lo interpreto más, porque ya no puedo evitar asociarlo y verle una afinidad con Custardoy.' De modo que, sonriendo, me acerqué de nuevo a la ventana y con el dedo índice les dije que no. Y a continuación abrí y levanté un poco la mano en un gesto amistoso, esa fue mi manera de decirles 'Gracias' y quizá también 'Adiós'.
Volví al interior y cerré. Decidí salir entonces a comprar cuatro cosas básicas para la nevera casi vacía, en un colmado cercano en el que asimismo se vendían revistas y diarios, pero ya no quise llevarme The Sunni ningún otro de su jaez; y cuando regresé a casa tampoco quise poner la televisión, seguro que en algún programa, si es que no en la mayoría, se estaría hablando del horrible crimen del Doctor Dearlove, antiguo odontólogo, convertido en un nuevo Hyde que ya no podría volver a ser Jekyll: sería un asesino lascivo a partir de ahora y hasta el Juicio Final, en el cual, en otros tiempos —en los tiempos de la fe firme—, se habría creído que un muchacho búlgaro o ruso apellidado Danev o Deyanov, Dimitrov o Dondukov, se encararía con él y lo acusaría con amargas palabras de muerto joven. O tal vez se dirigiera a Tupra, o incluso tal vez a mí. En realidad prefería no saber mucho, ni de él ni de Dearlove, más que nada porque no me hacía falta y aumentaría mi pesar. Sabía ya lo bastante, y lo que dijera la prensa serían sólo especulaciones morbosas y descaminadas. Lo que nadie sabría es que había alguien detrás, un experto en la repugnancia u horror narrativo y en el complejo Kennedy-Mansfield y en su maldición tan eficaz, y que aquel crimen no se debía en modo alguno al azar ni a una mala noche ni a una mera enajenación. Danev o Dondukov ya no podía contar quién y cómo lo había contratado y para hacer qué, y yo no estaba en disposición de demostrar nada. Tampoco pensaba hacerlo, eso además.
Llamé a la joven Pérez Nuix, la encontré en casa, la saludé, le dije que acababa de volver, le pregunté si podríamos vernos aquella noche o al día siguiente ('Es urgente, es importante; pero será breve, un momentito', le dije, como una vez me había dicho ella a mí, y después todo había durado hasta la mañana; no se había vuelto a repetir). Me contestó que sí, no intentó averiguar de qué se trataba por adelantado y se mostró dispuesta a desplazarse a mi zona ('Me vendrá bien airearme un rato, hoy no he salido en casi todo el día, y en todo caso he de sacar al perro'), nos teníamos una especie de inconfesa lealtad. Quedamos en el bar del lujoso hotel que se divisaba desde mi ventana ('Dame hora y media, no más, lo que tardo en volver con el perro y en llegarme luego ahí'), y cuando la tuve enfrente con una copa ya servida le conté de Dick Dearlove y de las interpretaciones que Tupra me había pedido de él, tras su cena-cum-celebridades en Londres y más tarde en Edimburgo. La puse al tanto de mis jactanciosos dictámenes, de mis hipótesis, de mis teorías, de mis escenificaciones, de mis predicciones. Tal como habían ido las cosas, habían sido una presciencia.
–Es demasiada casualidad, ¿no te parece? —añadí, y en ningún momento pensé que fuera a decirme que no.
La noté un poco incómoda, como si por algún motivo mi tribulación la impacientara o le desagradara, y bebió lentamente como se bebe para pensar las palabras un poco más. Por fin contestó:
–Jaime, las casualidades se dan, tú lo sabes. Yo creo, de hecho, que forman parte de la normalidad. Pero supongo que con Bertie no. Con Tupra por medio —se corrigió– es improbable, en eso llevas razón. Con él casi nada es casual. —Guardó silencio unos segundos, mirándome con lo que me pareció una leve conmiseración, y prosiguió—: ¿Pero qué es lo que te atormenta? ¿Haberle brindado una idea para tender una trampa que no te gusta? ¿Que de esa trampa no haya salido perjudicado el que estaba previsto, sino otro más? ¿Que haya habido un muerto, una víctima instrumental? Sí, claro, cómo me quieres que diga, entiendo tu desazón. Pero ya hablamos de eso aquella noche —me recordó. Y ante mi expresión de desconcierto añadió—: Sí, yo te dije que lo que hiciera o decidiera Tupra no nos incumbía en realidad. Todo el mundo, trabaje en lo que trabaje, proporciona ideas a sus jefes. Estos se apropian de ellas si les parecen buenas, y a los dos minutos de oírlas ya las creen suyas. Es muy molesto, ni siquiera te dan una palmadita, pero también nos exime de responsabilidad. Te dije que preocuparse por lo que pasaba con nuestros informes era como si un novelista se preocupara por los compradores y lectores posibles de su libro, por lo que entendieran y sacaran de él.
Me acordé de aquello, y también de que yo le había contestado que quizá no era acertada la comparación. Ella había hecho alguna más, ninguna me había convencido. De nuevo la vi más experimentada, hasta cierto punto más vieja que yo. Me miraba como si estuviera asistiendo, con pereza, al cabo del tiempo, a algo por lo que ella había pasado y que había dejado atrás. Quizá venía de ahí su impaciencia o su desagrado, su incomodidad: incomoda explicarle a otro lo que a uno le costó sangre aprender sin ayuda de nadie. O acaso había tenido la de Tupra, que no era mal argumentador.
–No me pareció acertada la comparación —le contesté—. Y el novelista, en todo caso, podría preocuparse por lo que mete en su libro, ¿no?
–No creo que ninguno lo haga —dijo zanjando la cuestión—. Nadie escribiría nada, si fuera así. Mira, Jaime, no puede uno andarse con tanto miramiento, eso es paralizador. Son ganas, como decís en España, de cogérsela con papel de fumar. Y luego, bueno, no exageres, qué quieres, en nuestro medio hay gente que hace cosas mucho peores, ensuciándose además. O mejores, según como se mire, porque con ellas rinden servicio al país. —Ya que hablábamos en español, fue de agradecer que no dijera 'a la patria'. Aquella expresión se parecía demasiado a una de las primeras que le había oído a Tupra, en la cena fría de Wheeler. Quizá creaba escuela con los que permanecían mucho tiempo a su lado, entre ellos no estaría yo. Pero Pérez Nuix dijo su frase en un tono tan neutro que no fui capaz de saber si iba en serio o si estaba citando a nuestro jefe y era un sarcasmo.
–No me digas que con la detención de Dearlove, con enviarlo a chirona un montón de años o a que se lo carguen allí a los tres días, se ha rendido un servicio a este país. O con la muerte de ese chico ruso, lo mismo estaba recién llegado y era ilegal, así nadie investigará gran cosa ni reclamará. ¿Cómo lo has llamado, una víctima instrumental? Creía que el término ya consagrado era víctima colateral. Aunque en castellano se debería decir lateral. —No pude resistirme a la pedantería de hacer esa precisión.
–Son cosas distintas, Jaime —me puntualizó—. Las víctimas colaterales, o laterales, no suelen ser instrumentales, se dan más bien por azar o por error o por mera inestabilidad. Las instrumentales, en cambio, cumplen siempre una función. Son las que son necesarias para que algo salga bien. —Se quedó callada otra vez, bebió, siguió callada. Pensé que quizá había pasado más de una vez por lo que yo estaba pasando. Titubeó al volver a hablar—: Mira, yo no sé, no lo sé, a mí Tupra hace mucho que no me cuenta nada, y tampoco me contaba apenas cuando estábamos en mejores términos, no te creas, quiero decir cuando me tenía más confianza o más debilidad, él se lo calla casi todo. En principio parece difícil que el Estado, o la Corona, o ellos —y señaló con un dedo hacia arriba, supuse que se refería a los capitostes del SIS o Secret Intelligence Service, que al menos antiguamente abarcaba el MI5 y el MI6—, hayan ordenado una trampa así, una operación así, contra un cantante de rock, una celebridad. Pero nunca se sabe, en América se han desclasificado cosas ridiculas, informes y seguimientos de gente como Elvis Presley o John Lennon por parte de la CIA o del FBI, así que todo es posible. No sabemos qué hacía Dearlove, en qué podía estar involucrado, con quién estaba liado y a quién podía chantajear, a quién amenazaba con su credibilidad intacta (en la medida en que alguien como él pudiera tener eso, claro está) o a quiénes se dedicaba a favorecer. Uno se lleva sorpresas inmensas con la gente insignificante, y con la inofensiva, y con la aparentemente ornamental. Estos cantantes y actores a menudo se grillan, los hay que se hacen de sectas raras, o se convierten al islamismo y hoy en día no se gastan bromas con eso, ya lo sabes. Una de las primeras lecciones que uno aprende en este oficio (o más vale traerla aprendida de casa) es que no hay nadie insignificante ni inofensivo ni puramente ornamental. —Cuando hablé más con él, en Edimburgo —le dije—; o mejor dicho, cuando lo oí hablar con una vieja amiga suya, Genevieve Seabrook, lo que otorga más veracidad a sus palabras porque con ella no tenía que representar, no me pareció que estuviera liado con nadie, menos aún con nadie codiciable, ni que tuviera posibilidad de algo así. Se quejaba de que en Inglaterra no solía quedarle más remedio que pagar. No creo que pudiera ser una amenaza para nadie importante, a quien nada menos que el Servicio Secreto debiera proteger. Me dio la impresión de un hombre que disimulaba su decadencia, pero en decadencia. Él mismo, de hecho, se estaba ya viendo desaparecer. No tanto del mundo cuanto de la memoria de la gente. Eso lo preocupaba mucho, lo amargaba, lo angustiaba.