355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Javier Marias » Veneno Y Sombra Y Adiós » Текст книги (страница 7)
Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



сообщить о нарушении

Текущая страница: 7 (всего у книги 34 страниц)

–Nada —dijo—. De momento nada, Jaime. Es sólo un favor y puedes negármelo, no vas a sacar nada de ello, no hay contrapartida, aunque tampoco creo que te costase mucho ni que fueras a correr ningún riesgo. Siempre puedes haberte equivocado ante Bertie si la cosa sale mal y no cuela, nos sucede a todos, también a él mismo, él sabe perfectamente que ninguno es infalible. No lo era su admirado Rylands ni lo era Wheeler, y bien que le pesó a este último, según se dice. No lo eran siquiera Vivian ni Cowgill ni Sinclair ni Menzies, gente de otra época, algunos de los mejores o de los más reputados, en esto y en todo. —Sabía pronunciar el nombre como buena inglesa o como buena espía, también ella dijo 'Mingiss'—. No lo han sido los más poderosos de los tiempos recientes, ni Dearlove ni Scarlett ni Manningham-Buller ni Remington, todos han metido la pata en algún asunto, en algún aspecto. No lo fueron Ewen Montagu ni Duff Cooper ni Churchill. Por eso te he dicho antes que el favor era grande para mí y para ti no tanto. Te ha molestado; es la verdad, sin embargo. No, no creo que obtuvieras nada a cambio, ninguna ganancia. Pero tampoco desgracias ni pérdidas. Así que tú verás, tú dirás si sí o no, Jaime. Nada te obliga. No se me ocurre con qué podría tentarte.

–¿Dearlove, has dicho? ¿Quién es? ¿Richard Dearlove? —Recordé que era uno de los nombres inverosímiles y para mí desconocidos que me habían surgido en los ficheros de uso restringido que yo había fisgado en la oficina un día. Me había parecido un nombre más propio de gran ídolo de masas que de alto cargo o de funcionario, y por eso se lo he atribuido al cantante-celebridad a quien aquí llamo Dick Dearlove para resguardar su identidad verdadera, vano empeño. Me pudo la curiosidad inmediata y con eso aplacé un poco más mi respuesta. Y aún tenía otra curiosidad por satisfacer, más mediata pero más firme.

–Sí —contestó—. Sir Richard Dearlove. Durante bastantes años, hasta hace no mucho, ha sido nuestro invisible jefe máximo, ¿no lo sabías? El jefe del MI6, 'C' o 'Mr C' —Esa inicial la pronunció a la inglesa, 'Mr Si’ digamos—. Nunca se ha publicado una fotografía contemporánea de él, está prohibido, nadie lo ha visto ni conoce su aspecto; ni siquiera ahora, cuando ya no ocupa el cargo. Así que ninguno sabemos cómo es, nadie lo reconocería si se lo cruzara en la calle. Eso es una gran ventaja, ¿no? Para mí la quisiera.

–¿Y nunca le hemos hecho un informe? Quiero decir con vídeos, ya me imagino que no se lo habrá llevado hasta el despacho de Tupra para espiarlo a escondidas desde nuestro vagón de tren, desde nuestra cabina. —Me di cuenta en seguida de que me había salido decir le hemos hecho', como si me considerara ya parte del grupo, y desde antes de mi llegada. Estaba desarrollando un sentido de pertenencia raro, enteramente involuntario. Pero preferí no pararme en ello entonces.

–Quién sabe —dijo ella con desgana—. Pregúntaselo a Bertie, él tiene vídeos de todo el mundo, ya te lo he dicho. —Me dio la impresión de estarse impacientando con mi demora, o con mi remoloneo, yo aún no había oído aquella orden o especie de lema, 'Don't linger or delay’, 'No te entretengas ni esperes', y además nunca le he hecho caso, ni después ni antes. Debía de querer ya saber a qué atenerse y marcharse. Al menos si mi contestación final era 'No', marcharse entonces, no perder más tiempo nocturno conmigo, largarse con su perro manso y con una probable sensación de ridículo y un rencor instantáneo, o hasta con duradero agravio. Si era 'Sí', en cambio, quizá se quedara todavía un rato, para celebrar su alivio, pensé, o para darme nuevas instrucciones, con lo que había venido a buscar ya en el saco. Debía de irritarla que le preguntara ahora por Sir Dearlove, el auténtico, o por cualquier otra persona o asunto. Que a aquellas alturas abriera paréntesis o me inventara meandros. Pero tendría que aguantarse, aún era yo quien conducía la conversación y determinaba su curso, y ella no podía permitirse contrariarme, todavía. Es el único cálculo que ha de hacer quien pide, bien mirado, una vez que se ha lanzado y ha pedido (antes sí, antes más, debe dilucidar hasta qué punto le compensa, o le conviene descubrir sus carencias y sus incapacidades): ha de ser amable y paciente y aun untuoso, seguir los tiempos que le son marcados, medir sus pasos y sus palabras y su insistencia, hasta conseguir lo solicitado. Excepto si es alguien tan importante que hacerle un favor constituye ya un honor para el que se lo hace, un privilegio. Ese aquí no era el caso, así que cambió de tono y añadió—: No, no lo creo, pero todo es posible. Supongo que existir sí existen imágenes, hoy las hay de quien uno quiera; y si sólo unos pocos tienen acceso a las suyas, no sería nada extraño que Bertie fuera uno de ellos.

–¿Por qué has dicho que Wheeler lamentó tanto no ser infalible? ¿Qué ocurrió, qué le ocurrió? ¿A qué te refieres? —Esa era mi curiosidad más firme, y más profunda.

Noté de nuevo su fastidio, sus destemplados nervios, su agotamiento oscilante que le iba y venía. Era fácil que la estuviera hartando o sacando de quicio. Pero otra vez se reprimió, o se sobrepuso, la voluntad no le flaqueaba.

–No sé qué le ocurrió, Jaime, fue hace mucho tiempo, durante la Segunda Guerra Mundial o a su término, y yo a él no lo conozco personalmente. Se cuenta, se dice que tuvo un fallo de apreciación que le salió muy caro. No previó algo que lo hizo sentirse fatal, o culpable, o un inútil, o muerto en vida, lo ignoro con exactitud. Lo he oído comentar alguna vez de pasada, como ejemplo de desdicha, pero no he preguntado o no me han contestado, la mayoría de nuestras actuaciones siguen siendo secretas al cabo de sesenta o más años, puede que lo sean para siempre, oficialmente al menos. Las filtraciones suelen proceder de fuera y a menudo son especulativas, no muy fiables. O de gente con resentimientos, que se dio de baja o fue expulsada, y distorsiona luego. Es difícil saber nada preciso de nuestro pasado, desde dentro sobre todo, los de dentro son o somos los más discretos y los menos curiosos, es como si no hubiéramos tenido historia. Los más conscientes de lo que no debe contarse, porque vivimos en ello. Así que lo siento, no sé decirte. Tendrías que preguntarle a él, a Wheeler. Tú sí lo conoces bien, fue tu valedor, tu introductor, fue tu padrino.

Ella sí que empleaba el 'nosotros' y el 'nuestro' sin reparar en ello, de forma natural y frecuente, estaba incorporada al grupo desde hacía mucho más tiempo y se sentía heredera del originario, del que habían creado contra los nazis aquellos Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis o incluso Philby o el mismísimo Churchill, Wheeler suponía que habría sido este último el alumbrador de la idea, por ser el más listo y el más atrevido, y el que menos temía el ridículo.

–¿A quién se lo has oído comentar? ¿A Tupra? ¿Recuerdas si lo que ocurrió tenía que ver con su mujer, la de Wheeler? Se llamaba Valerie, ¿te suena?

–No sé a quién se lo he oído, Jaime. Puede que a Bertie, es lo más probable, o a Rendel, o a Mulryan, o quizá a otra persona en otro sitio, no me acuerdo. Pero no sé más, nada más que eso, que algo grave pasó, que él falló en algo o así lo juzgó, y estuvo a punto de retirarse, creo, de abandonarlo todo. Fue hace mucho tiempo.

No supe si decía la verdad o si no se consideraba autorizada a contármelo o si quería zafarse de aquellas inacabables preguntas mías, no adentrarse —la noche avanzada– en un episodio lejano y ajeno y tal vez extenso, que en el mejor de los casos conocería de segunda mano y que no guardaba relación alguna con sus actuales problemas, los que la habían traído a mi casa tras mucho pensárselo y tras mucho andar bajo la lluvia: con su padre y aquel Vanni Incompara y el banquero Vickers y la saltarina deuda de doscientas mil libras, me admira la capacidad de alguna gente para acumular cantidades de las que no dispone, y en cierto modo me da envidia —es toda una habilidad, si no un don; una alegre mentalidad desde luego—, una envidia solamente teórica o de ficción, literaria y cinematográfica, la posición vicaria de Pérez Nuix no era en aquel momento envidiable. Me dio pena por primera vez (la pena siempre interviene), quizá porque su cansancio la estaba aniñando, o era la contenida zozobra que de vez en cuando le asomaba en los ojos fugaces y vivos y en las comisuras de los labios, que trataban de esbozar sonrisas leves y atemorizadas, para hacérseme agradables. Decidí que ya era hora de sacarla de dudas: había hecho suficiente esfuerzo, me había seguido largo rato empapándose por la ciudad semivacía, había rumiado, había expuesto su caso, me había dedicado indecisión y tiempo, y luego decisión y más tiempo.

–Está bien, Patricia —dije dando por concluido mi turno de interrogaciones y aplazamientos—. Voy a intentarlo, aunque sigo creyendo que Tupra verá cuanto haya que ver, y será más de lo que yo perciba. Pero veré qué puedo hacer, veré de hacerlo.

Ese era el grado de aceptación que menos me comprometía. Uno podía fallar y equivocarse y no estar a la altura de sus intenciones, ella misma lo había dicho y no podría reprocharme un fracaso. Ni siquiera decepcionarse, yo se lo había advertido. Yo quedaba así más libre que si mi respuesta hubiera sido 'Esto otro querré a cambio', más que nada por no correr el peligro de empezar a desear o a esperar lo que quisiera que le hubiera exigido, y así a temer por mi descalabro. Aún es más, si uno no teme, las posibilidades de éxito serán mayores sin duda, y siempre habrá tiempo para levantar más tarde la mano yreclamar un premio y decir: 'Quiero eso en recompensa'. Claro que ésta puede entonces negársenos sin miramientos ni explicaciones ni excusas: no hay ni obligación moral, entonces, no hay vínculo ni hay convenio, no expresos, y acaso no quede rastro siquiera, ya muy pronto, del inmenso favor que uno hizo, como de la mancha y el cerco de sangre una vez buscada su desaparición y limpiados y arañados a fondo, o de los infinitos crímenes y nobles actos que permanecieron desde su comisión ocultos, o que los lentos siglos se entretienen en diluir hasta borrarlos, tan lentamente, y en hacer que no hayan sido. Como si siempre cayera todo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, hasta lo que provoca estruendo y propaga incendios. (Y desde los hombros va al aire, o se derrite, o va al suelo. Y la nieve siempre para, luego.)

Casi no quedó rastro de lo que vino después, o queda un vestigio titubeante en mi más lánguida memoria y tal vez también en la de ella, pero nunca lo comprobaremos, quiero decir entre nosotros, frente a frente, con nuestras palabras cruzadas. Sucedió como si ya en el mismo momento de suceder ambos quisiéramos fingir que no ocurría, o no darnos por enterados, no registrarlo y que no contara, o silenciarlo hasta el extremo de poder negarlo más tarde, el uno al otro, y ante los demás si uno se iba de la lengua o el otro hablaba y presumía, e incluso cada uno a sí mismo, como si los dos supiéramos que no acaba de existir aquello de lo que no hay constancia ni reconocimiento explícito, o que jamás es mencionado; aquello que, por así decir, se comete a escondidas o a espaldas de sus autores, o sin su consentimiento pleno, o con su sesteante conciencia: lo que hacemos diciéndonos que no estamos haciéndolo, lo que acontece mientras nos persuadimos de que no está aconteciendo, no es tan raro como suena o parece, es más, eso pasa todo el tiempo y apenas si nos causa alarma ni nos hace dudar de nuestro juicio. Nos convencemos de no haber tenido tal pensamiento indigno ni tal otro maligno, de no haber deseado a esa mujer o esa muerte —la muerte de ningún enemigo ni de ningún marido ni de ningún amigo—, de no haber sentido momentáneo desprecio o animadversión hacia quien más reverenciábamos o mayor gratitud debíamos, ni envidia de nuestros fastidiosos hijos que van a seguir viviendo cuando ya no estemos y se apropiarán de todo y ocuparán con prisa nuestro puesto; de no haber intrigado ni traicionado ni urdido, ni haber procurado la perdición de nadie cuando sí buscamos la de varios con verdadero ahínco, ni habernos visto tentados a nada que nos avergüence; de no haber obrado de mala fe al contarle algo dañino a alguien para que se defendiese —nos argüimos eso y ya somos virtuosos, caritativos—, y para que saliera así de su inocencia y supiera con quién estaba gastándoselas; pero también, y aún es más extraordinario porque afecta a los hechos y no sólo a la engañadiza mente, de no haber huido cuando sí salimos corriendo y dejamos atrás todo lamento, de no haber empujado o aplastado a un niño para hacernos hueco en el bote cuando el barco se estaba hundiendo, de no habernos parapetado detrás de otro en el peor instante, para que los golpes o las cuchilladas o las balas cayeran sobre ese otro de al lado que esperaba nuestra protección acaso: quién sabe si nuestro ser más querido, aquel por quien declamamos mil veces que daríamos sin vacilar la vida, y resulta que sí vacilamos y no la damos ni la hemos dado, ni la daríamos tampoco si una segunda oportunidad se nos ofreciese; de no haber echado nuestra culpa a nadie ni haber acusado en falso para salvarnos, ni haber actuado nunca con egoísmo ypor miedo horrendos. Nos creemos que no hemos nacido cuando ydonde vinimos al mundo, que somos más jóvenes yde otro sitio más noble o menos oscuro, que nuestros padres no son los que fueron ni tenían tan vulgar apellido; que conseguimos por méritos propios lo que hurtamos o nos regalaron, que heredamos en justicia cualquier cetro o trono o mera vara o mera silla sin utilizar malas artes y sin usurparlos, que alumbramos ocurrencias e ideas leídas o escuchadas a otros más sabios o más pensativos, cuyo temido nombre silenciamos siempre y a los que detestamos por habérsenos adelantado, aunque en el fondo sepamos, en algún recodo raro de la conciencia a salvo, que no hay tal adelantamiento y que sin su precedencia esas ideas tan suyas serían aún menos nuestras o ni siquiera podrían serlo, en absoluto; creemos ser quien más admiramos, y tratamos de aniquilarlo para que así eso se cumpla, creemos poder suplantarlo del todo y hacerlo olvidar con nuestros logros que le debemos enteros y expulsarlo del inestable recuerdo del mundo, y nos tranquilizamos diciéndonos que fue sólo un pionero al que ya hemos superado y al que abarcamos, y así lo hacemos prescindible; nos persuadimos de que no nos pesa el pasado porque jamás lo atravesamos ( cNo fui yo, no me pasó, no lo viví, nada he visto, yo no he sido, es una figuración, un recuerdo ajeno que extrañamente se me ha trasplantado o contagiado'), y de que nunca dijimos lo que sí dijimos ni robamos lo que sí robamos, de que nunca vitoreamos al dictador ni delatamos a nuestro mejor amigo que tan intolerablemente fue mejor desde el primer hasta el último día ('Fue él quien se lo buscó, yo no tuve que ver, yo callé, fue un imprudente, él se forjó su ventura, destacó en lo que no convenía y no cambió a tiempo de bando, ni siquiera quiso pasarse'); y hasta de no llamarnos por nuestro verdadero nombre, sino solamente por el falso o por los que se van sucediendo o añadiendo y van variando, sean Rylands o Wheeler, o Ure o Reresby o Tupra o Dundas, o Jacques el fatalista o Jacobo o Jaime.

La gente cree lo que quiere creer, y por eso es tan lógico y fácil que todo tenga su tiempo para ser creído. A pie juntillas: hasta lo manifiestamente falso y lo contrario de lo que estamos viendo, también eso es creído en su tiempo de credulidad, cada suceso en el suyo y todos en el tiempo ido. Todo el mundo está dispuesto a volver la vista y a distraerse, a negar lo que está delante y a no oír nada de lo que se grita, y a sostener que no hay alaridos sino un inmenso y apacible silencio; a modificar cuanto haga falta, de los hechos y de lo acontecido —el cojo a sentir su pierna y el manco a sentir su brazo y el decapitado a dar tres pasos como sí aún no hubiera perdido la voluntad ni la conciencia—, pero sobre todo de su pensamiento, de sus sentidos, de su memoria y de su anticipación del futuro, que se toma a veces por presciencia. 'Esto no fue así. Esto que va a ocurrir no ocurrirá o no habrá ocurrido. Esto no pasa', es la constante letanía que tergiversa el pasado, el porvenir y el presente, y así nunca nada está fijo ni a salvo, ni es seguro ni tampoco es cierto. Todo lo que existe no existe o lleva en sí su no existencia, la pasada y la venidera, no perdura y no se sostiene, y hasta los acontecimientos más graves están en precario y acabarán por visitar y recorrer el tuerto olvido, que tampoco es firme ni estabiliza ni pone nada a resguardo. Por eso todas las cosas parecen decir 'Soy aún, luego es seguro que he sido', mientras todavía colean y se dilatan y no han cesado. Tal vez es su derrotada forma de agarrarse al presente, su resistencia a desaparecer que también oponen los objetos y lo inanimado, no las personas tan sólo, que se aferran y se desesperan y casi jamás se rinden ('Pero es aún no, aún no’ mascullan con pánico, con sus escasas fuerzas), tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir 'Yo he sido’ y de impedir que los demás digamos 'No, esto no ha sido, nadie lo ha visto ni lo recuerda ni jamás lo ha tocado, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'.

No fue un acontecimiento grave, sino leve para nuestro tiempo y placentero, lo que sucedió sin que sucediera entre la joven Pérez Nuix y yo aquella noche bien entrada, quizá en la hora que los romanos llamaban el conticinio y que en realidad ya no existe en nuestras ciudades, pues no hay en ellas hora alguna en que todo esté quieto en silencio. Ella respiró con satisfacción o alivio y me dio las gracias por mi promesa que no lo era, es decir, por mi anuncio de que vería de hacerlo, eso no es gran compromiso. De pronto pareció muy fatigada, pero le duró sólo un momento, en seguida se puso en pie con energía, fue hasta la ventana y miró más de cerca la lluvia que no se cansa. Se estiró con discreción —sólo los puños, no los brazos; y los muslos, sin ponerse de puntillas ni de talones—, y entonces me pidió quedarse. Le daba mucha pereza irse ahora, tan tarde, dijo, y no debía preocuparme, se levantaría muy temprano para sacar al perro, saldría con tiempo para regresar a su casa y ducharse y cambiarse ('Y calzarse medias nuevas', pensé al vuelo), y no tendríamos que ir juntos hasta el edificio sin nombre, como un extraño matrimonio que no se separara al marchar al trabajo. Nadie allí se imaginaría que nos habíamos encontrado fuera para conspirar ni que nos habíamos despedido tan poco antes. Yo accedí, cómo podía negarme a cosa tan nimia tras haber concedido la principal (bueno, su intento), aunque fueran de naturaleza distinta; la noche estaba asquerosa para echarse otra vez a la calle y quién sabía cuánto le llevaría aparecer a un taxi, y primero habría que llamarlo, si los teléfonos contestaban. También prefería, por delicadeza escénica, que no se marchara nada más obtener lo que buscaba (o su anuncio), eso habría convertido la visita en exclusivamente utilitaria. Lo era y los dos lo sabíamos, pero no podía gustarnos que se subrayara, ni tampoco era conveniente para cuanto nos quedaba aún por hacer en los siguientes días, sobre todo a mí, que debía interpretar y quizá ver a Incompara. Me ofrecí a dormir en el sofá y cederle la cama; ella no consintió, era la intrusa y la inesperada, no iba a privarme de mi colchón y mis sábanas.

–El sofá para mí —dijo. Pero al mirarlo con otros ojos y verlo incómodo, y tal vez aún algo mojado por ella misma y la lluvia que había traído, propuso lo que le tocaba, por edad y por desenvoltura—: Tampoco creo que nos pase nada si dormimos los dos en la cama, siempre que a ti no te importe. A mí no, desde luego. ¿Es ancha?

Claro que no me importaba, mi juventud había transcurrido en la época en que se acostaba uno en cualquier cama y junto a recién conocidos, donde lo pillara la noche brava o de inducido éxtasis o de supuesta espiritualidad o de farra, los años setenta tan esforzadamente espontáneos y tan poco aseados si es que no sucios a veces, y parte de los ochenta, que aun se les parecieron. Y claro que me importaba, ya no era aquel joven ni solía dormir más que en mi propia cama, y llevaba demasiados años acostumbrado a hacerlo sólo al lado de Luisa, ni siquiera al de mi breve y estúpida amante que echó a perder mucho de lo que había, o de lo atesorado, aunque Luisa nunca supiera de ella a ciencia cierta; y después, en Londres, sólo al lado de algunas esporádicas mujeres —tres hasta entonces, exactamente– con las que el desaseo, o la suciedad si se quiere, se habían producido ya antes y a las que por tanto no había peligro de querer tantear por vez primera en sueños o en la duermevela, ni de procurar su roce con la respiración contenida y fingiendo azares, ni de observar a oscuras pero con los sentidos despiertos y los ojos bien abiertos, e intensos inútilmente.

Así es como me vi metido en la cama con la joven Pérez Nuix, tan alerta ante su calor, su presencia, que a duras penas conseguía dormirme, y aún me dejaba menos conciliar el sueño la incógnita que me rondaba de si a ella le ocurriría lo mismo, si estaría aguardando o temiendo una mayor cercanía mía, una aproximación paulatina, sigilosa, inicialmente tan insensible como para dudar que existiera, igual que las de los tocones de autobús o de tranvía o metro que, so pretexto de las apreturas y de los vaivenes, acababan restregándose y aun aplastándose contra el sufrido busto de la mujer elegida, siempre sin utilizar las manos —luego la palabra 'tocones' no es del todo la adecuada– y por tanto con la coartada de la involuntariedad de sus frotamientos, en toda ocasión atríbuibles a la avasalladora presión del gentío y a las curvas y los traqueteos. Si hablo de ello en pasado es porque hace tiempo que no asisto a ese espectáculo sonrojante en ningún transporte público, e ignoro si se dan todavía en estos tiempos, que son más respetuosos únicamente en ese campo; en mi infancia y en mi adolescencia sí los veía a menudo, e incluso no descarto haber participado en alguno tímido a mis trece o catorce años, cuando todo es sexo imaginario o frustrado en las mentes de los incipientes hombres. Y por asociar tales escenas a ese pasado remoto, supongo, me ha salido hablar de tranvías, que son fantasmas desde hace décadas, lo mismo que los agradables autobuses madrileños de dos pisos, idénticos a los de Londres hasta que retiraron éstos hace poco, sólo que de color azul en vez de rojo, y con la entrada sin puerta —sólo una barra vertical a la que agarrarse, y desde la que tomar impulso– a la derecha y no a la izquierda, de acuerdo con el lado por el que circulaba en mi país el tráfico.

También los sexos son entradas sin puertas, quiero decir que si están desembarazados de ropa ya no hay que abrirlos para penetrar en ellos, los sexos de mujer, se entiende. Yo dejé que ella se metiera en la cama antes, a solas, esperé en el salón un rato para que se preparara y se cambiara a su aire, de modo que cuando aparecí al fin en la alcoba, al cabo de esos minutos, la joven Pérez Nuix se encontraba ya bajo las sábanas y yo no tenía manera visual de saber de cuáles ni de cuántas prendas se había despojado para acostarse. Le había prestado una camiseta limpia, de manga corta, porque eso es lo que yo me pongo para dormir cuando preveo frío, pijamas propiamente no tengo. 'Eso me vale, gracias', había dicho, luego lo más probable era que llevara eso sólo y no se cubriera las piernas con nada, aunque también era casi seguro que habría conservado por pudor las bragas, o por consideración, o por pulcritud y para no manchar lienzo ajeno, como yo conservé mis calzoncillos en forma de pantaloncitos y me puse otra camiseta, no tanto porque sintiera frío aquella noche cuanto para evitarle a ella algún roce casual, piel con piel, carne con carne, eso podría darse tan sólo a la altura de nuestras piernas, las mías con pelo y las suyas bien lisas, era española pura en su depilación tan cuidada. Pero antes de apagar la luz que ella había dejado encendida para que yo no entrara a ciegas —la de la mesilla—, pretexté poner algo de orden entre mi ropa y la suya, que habíamos depositado ambos sobre la misma butaca, y entonces pude ver y contar las prendas que se había quitado, y no sólo conté el sostén, como me imaginaba, sino su demás lencería, como en modo alguno me imaginaba, allí estaban sus blancas bragas dobladas, un solo pliegue, eran exiguas, es decir normales, y pensé en seguida: 'Los faldones de la camiseta le serán lo bastante largos, yo soy más alto, le habrá bastado con ellos para sentirse tapada'. Pero no me sirvió ese pensamiento, y a partir del instante en que quedó a oscuras el cuarto y me introduje entre las sábanas, me di cuenta de que en toda la noche no iba a olvidar el dato extraño e inesperado y de que me sería casi imposible así dormirme, dándole vueltas y buscándole un significado: qué sentido tenía que se las hubiera quitado y que su sexo estuviera —como quien dice– al descubierto, tan cerca de mí y del mío, sólo nos separaban unos pocos centímetros y dos telas finas o ni siquiera, la de mis pantaloncitos con abertura a propósito y la de su camiseta prestada, si es que no se le habían subido los faldones al meterse en la cama y no se había preocupado de estirárselos, era posible que ahora su culo —se había echado hacia el lado contrario al que yo ocupaba, luego me daba la espalda– estuviera desnudo y muy próximo a mi miembro sin remedio desperezado, un desastre, no pegaría ojo por culpa de la alerta física y de la actividad mental repetitiva, pensando y pensando en el dato, en el miembro, en las nalgas y más abajo, en la vecindad de todo y en la ausencia de puertas y hasta de barra y de hilo, dudando si acercarme disimuladamente y posarme con tiento, haciendo ver que era inconsciente, que era en sueños, algo meramente instintivo, involuntario, animalesco casi, a la tensa y despejada espera, sin embargo, de ver si se escabullía en el acto, si se apartaba al primer contacto o toleraba y no se movía ni rehuía, no cedía ni me dejaba caer en el aire, en el vacío, en hueco; a tanto como a esperar presión o estímulo no me atrevía, todo esto era sólo con el pensamiento que en seguida se hace obsesivo en esta clase de circunstancias, es el tipo de duda o idea que una vez alumbradas no se disuelven ni se retiran, aún menos si la sangre se ha concentrado e impide todo amaine o respiro, todo aplacamiento o distracción o tregua, y la tentación se vuelve fija. Al cabo de un rato de acechar su respiración —no me parecía la de una persona dormida– y de refrenar, casi aguantar la mía, se me ocurrió levantarme e irme al sofá con una manta, pero en realidad no quería salir de allí ni perder la inverosímil proximidad alcanzada, era una especie de promesa que en sí misma satisfacía y que me permitía mantener la ignorancia mortificadora y esperanzadora, fantasear con lo que podría pasar en cualquier instante si se producía el roce y ninguno de los dos lo esquivaba ni se sobresaltaba, había tan pocos centímetros de distancia y todo es cuestión de tiempo y espacio y de coincidir en ellos, el tiempo ya lo teníamos y casi también el espacio, sólo faltaba un deslizamiento leve para tenerlo a nuestro favor completamente, un desplazamiento mínimo, era tan fácil que parecía imposible que no fuera a darse, quizá un tanteo leve previo y en seguida mi miembro se habría colado en su sexo y ambos estarían en el mismo sitio, el uno en el interior del otro como sin darnos cuenta, hasta podríamos fingir no dárnosla y continuar dormidos aunque estuviéramos los dos bien despiertos, lo sabía de mí y lo creía de ella; firmemente pero sin certeza, claro, y ese era el freno o uno de ellos.

Aquella situación de inminencia sexual callada no me era nueva, esto es, lo era con la joven Pérez Nuix pero no en mi vida, más de una vez había ocurrido así con Luisa, al principio en silencio y apaciguadamente, se habían producido ese leve tanteo previo y el mínimo desplazamiento que nos había hecho coincidir en el espacio y en el tiempo, eso es lo que determina y cuenta en los hechos importantes, y por eso es tan vital a veces not to linger or delay, no esperar ni entretenerse, aunque eso pueda ser también lo que nos salve, nunca sabemos qué nos convendrá y qué es lo bueno, nadie muere si no coinciden en los mismos lugar e instante la bala y su frente, o la navaja y su pecho, o el filo de la espada y su cuello, y por esa razón aún vivía De la Garza, porque su cuello y la lansquenete de Reresby, o su Katzbalger, no habían coincidido exactamente, pese a haber estado a punto varias veces. Pero en aquellas ocasiones con Luisa la aquiescencia era segura o casi, y sí podían esperarse la presión y el estímulo, al fin y al cabo todas las noches nos metíamos en la misma cama, ella más pronto y yo más tarde, como si me acercara a visitarla en sus sueños o yo fuera su fantasma, y el resto entraba dentro de lo previsible y probable, o al menos de lo posible. Y si se daba una negativa, de ella o incluso mía, era un rechazo circunstancial, razonado y momentáneo ('Hoy estoy agotada', u 'Hoy estoy muy preocupado, con la cabeza en otra parte', o aún más intrascendente, 'Mañana he de madrugar muchísimo'), no esencial ni a la totalidad ni al propio acto, como sí podría ser el de la joven Nuix con inequívocas y aplastantes palabras: 'Pero, ¿qué diablos haces, qué te has creído?', o bien más suaves y diplomáticas, 'No sigas por ahí, no te lo aconsejo, no vas a llegar a ningún lado', u otras más humillantes, 'Vaya, te creía con mayor control, más maduro, menos español salido, no tan español de antes'.

No hubo esas palabras hirientes ni las hubo de ninguna otra índole cuando por fin me atreví al roce y apoyé levemente mi miembro en sus nalgas y noté al instante no los faldones de la camiseta sino la firmeza y el calor de su carne, era una de esas mujeres seguramente frioleras que despiden el calor que no sienten, son como estufas para el que está cerca y las toca, aunque ellas estén quizá pasando frío, como las personas con fiebre. No hubo palabra ni reacción alguna, de acercamiento ni de alejamiento, de disuasión ni de aliento, era como si en verdad estuviera profundamente dormida, me pregunté si era posible que lo estuviera tanto como para no reparar en el contacto, de piel a piel sin mediación alguna, pensé que no y que tenía que estar fingiendo, pero uno nunca tiene la absoluta seguridad de nada, de casi nada relativo a los otros, y puede que ni a uno mismo. Me arrimé un poco más, presioné un poco más, tan poco aún que ni siquiera tuve la certeza de haberlo hecho, a veces uno cree haberse desplazado o movido, o haber empujado o acariciado, pero la aproximación es tan tímida y aterrorizada que puede engañarse, y no resultar para el otro perceptible el avance, tal vez ni el tacto. Y en eso estaba, en un sí y un no, en un deseo irresistible y en un freno último temeroso o civilizado, en una presión tan milimétrica que quizá ni lo era, cuando me acordé de pronto, ridiculamente: 'Un condón', pensé. 'No puedo atreverme a intentarlo sin llevar un condón puesto, y para eso hace falta un mínimo de consentimiento expreso, de permiso, de acuerdo. Si ahora me levanto y lo busco y regreso con él luego a la cama, habré perdido mi posición tan cercana, tendría que empezar el tanteo de nuevo, ella podría alejarse y quizá no vuelva a estar tan a las puertas. Y con eso puesto ya no tendría coartada, ya no podría decirle, si me regañase y me detuviese en seco: "Ay, perdona, ha sido sin querer, estaba ya dormido y no me he dado cuenta de que te tocaba. No era mi intención, disculpa, me iré al otro extremo", porque la funda ridícula sería irrefutable prueba de que sí era mi intención, y además alevosa.'


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю