Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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–¡El bandido Deán de Canterbury! —exclamé en español—. No me diga que lo conoció.
– I beg your pardon?—dijo momentáneamente desconcertado por la intrusión de mi lengua y por aquella manera extraña de llamarlo.
–A mi padre, como quizá recuerde, alguna vez se lo he contado, lo detuvieron al poco de terminar la Guerra. Y lo acusaron de varios falsos delitos, entre ellos, así se lo he oído formular a él muchas veces, de haber sido 'el acompañante voluntario en España del bandido Deán de Canterbury', ¿qué le parece? Por culpa indirecta de ese clérigo raro, y desde luego inconsciente e involuntaria, yo estuve a punto de no nacer, Peter, ni ninguno de mis hermanos. Quiero decir que lo normal habría sido que a mi padre lo hubieran condenado sin más y lo hubieran fusilado, ya sabe: a él lo fueron a buscar en mayo del 39, tan sólo mes y medio después de que entraran en Madrid los franquistas, y en aquellos días los denunciantes, aunque fueran meros particulares, no tenían que probar la culpabilidad de nadie, sino los acusados su inocencia, y ya me dirá cómo mi padre podía demostrar nohaber visto en su vida a aquel Deán cantuariense —no dije esa extraña palabra, sino 'Canterburian'—, o la falsedad de los otros cargos, que eran mucho más graves. Tuvo inmensa suerte y tras unos meses de cárcel salió absuelto, aunque luego fue represaliado durante años. Pero imagínese...
–Es una coincidencia llamativa —me interrumpió Wheeler. 'That's a striking coincidence', dijo—. En verdad muy llamativa. Pero déjame que te siga contando o perderé el hilo. —Era como si no diera importancia a la coincidencia y éstas le parecieran lo más natural del mundo, como a Pérez Nuix y como a mí mismo. O bien, pensé, llevaba ya tiempo elaborando su próximo encuentro conmigo, esperando a que se produjera, a que yo me dignara ir a verlo, y tenía bien calculado lo que pensaba contarme, la información parcial que iba a darme, y no quería apartarse de su guión con imprevistos ni distracciones ni interrupciones (él nunca perdía el hilo). De ser esto último, no le quedaría más remedio que soportar una al menos, cuando le relatara lo ocurrido con Dearlove y le pidiera, si no cuentas, sí un pronunciamiento sobre el proceder de Tupra. Así que dejóde lado a mi padre y continuó, todavía con lentitud, quizá como si recitara algo previamente memorizado—: Fuimos los primeros en romper el bloqueo naval de los nacionales (siempre me pareció escandaloso que se llamaran así a sí mismos) en el Golfo de Vizcaya. Zarpamos en Bermeo, cerca de Bilbao, en una lancha cañonera francesa, y arribamos a San Juan de Luz sin el menor percance, pese a los extendidos y creídos rumores de que estaba todo minado. Era una mentira franquista, pero muy eficaz, porque impedía que se aventuraran los barcos y que llegaran víveres al País Vasco. El Deán relató nuestra travesía a The Manchester Guardiany unos días después probó suerte un mercante, el Seven Seas Spray, en el otro sentido, partiendo de San Juan de Luz cuando ya se había hecho oscuro. Y a la mañana siguiente, cuando entró en Bilbao por la ría, sin haber visto minas ni barcos de guerra durante su viaje, la gente de la ciudad, muy hambrienta, se agolpó en el muelle y vitoreó al Capitán, que estaba en el puente con su hija, gritando: '¡Vivan los marinos ingleses! ¡Viva la libertad!'. Al parecer fue emocionante. Nosotros abrimos camino. Lástima que hiciéramos el trayecto inverso. Aquel Capitán se llamaba Roberts. —Wheeler, con los ojos muy abiertos, se quedó un momento ensoñado, como si reviviera lo que él no había vivido pero de lo que se sentía artífice en parte. Luego continuó—: Antes habíamos visto el bombardeo de Durango. No nos pilló allí por diez minutos, sucedió cuando nos aproximábamos por carretera. Lo vimos desde una ladera, en la distancia. Vimos -acercarse a los aviones, eran Junkers 52, alemanes. Oímos luego un gran rugido y sobre la ciudad se levantó una inmensa nube negra. Estaba casi completamente destruida cuando entramos, más tarde, ya anochecido. Según las primeras estimaciones, había habido unos doscientos civiles muertos y unos ochocientos heridos, entre aquéllos dos curas y trece monjas. Aquella misma noche, desde el Cuartel General de Franco, se le anunció al mundo por la radio que los rojos habían volado iglesias y habían matado a monjas en Durango, en el catoliquísimo País Vasco. También a dos curas mientras decían misa, a uno cuando estaba dando la comunión a los fieles y al otro justo en el momento de la consagración. Todo ello era cierto: las monjas habían caído en la Capilla de Santa Susana, un cura en la iglesia de los jesuítas y el otro en la de Santa María, las habían bombardeado, así como el Convento de los Agustinos. Recuerdo los nombres, o esos fueron los que allí me dijeron. Pero no habían sido los rojos, sino los Junkers. Eso fue el 31 de marzo. —Se quedó callado un instante, con expresión enojada, como si recuperara su enojo de entonces: hacía unos setenta años—. Así era vuestra Guerra. Una mentira tras otra, muchas al día y en todas partes, es como una inundación, algo que arrasa y ahoga. Cuando uno intenta desmontar una, tiene ya diez nuevas a la mañana siguiente. No se da abasto. Se dejan correr, se renuncia. Mucha gente dedicada a ellas, eso es una fuerza tremenda imposible de contrarrestar. Fue mi primera guerra vivida, no estaba acostumbrado, en todas hay muchas mentiras, son parte fundamental de ellas, si no su principal ingrediente. Y lo peor es que nada se desmiente nunca definitivamente. Por muchos años que pasen, siempre hay personas dispuestas a hacer perdurar el embuste viejo, cualquiera, hasta los más inverosímiles y perturbados. No hay ninguno que se apague del todo.
–Por eso lo mejor sería que nunca nadie contase nada, es eso, ¿no, Peter? —le dije citándolo. Era lo que me había dicho justo antes del almuerzo, aquel domingo de aquel ya antiguo fin de semana, mientras la señora Berry nos hacía señas desde la ventana.
No lo recordaba o no se dio cuenta de que lo citaba, o bien hizo caso omiso. Se acarició la cicatriz que tenía en el lado izquierdo de la barbilla, larga y hundida, nunca le había visto aquel gesto, nunca se la tocaba ni la mencionaba, y por tanto tampoco yo le había preguntado por ella. Si para él no existía, había que respetárselo. Yo asumía que era de guerra.
–Oh no, aprendí a mentir yo también, más adelante. Tampoco contar la verdad es mejor, no te creas. Las consecuencias son a veces idénticas. —Pero no se demoró en aquella observación, sino que siguió relatando de manera algo esquemática, como si se hubiera trazado un plan narrativo para aquel día, es decir, para el siguiente día en que yo fuera a verlo—. Estuvimos brevemente en Madrid, en Valencia y en Barcelona, y luego regresé a Inglaterra. Mi segunda visita fue un año más tarde, en el verano del 38. Esta vez mi guía allí, o más bien mi impulsor, fue Alan Hillgarth, el jefe de nuestra Inteligencia Naval en España. Aunque él estaba casi siempre en Mallorca (donde nació su hijo Jocelyn, el historiador, lo conoces, ¿no?), me encomendó la tarea de vigilar y controlar los movimientos de los barcos de guerra franquistas en los puertos del Golfo de Vizcaya, ya que se suponía que había adquirido algún conocimiento de la zona. La mayoría, claro está, eran barcos alemanes e italianos, que desde el 36 habían hostigado y atacado a la flota mercante británica tanto en el Cantábrico como en el Mediterráneo, así que el Almirantazgo estaba interesado en contar con la mayor información posible sobre sus características y paraderos. Viajé en calidad de investigador de la Universidad, con el pretexto de bucear y revolver en los viejos y desorganizados archivos españoles, y ya lo creo que lo hice, de esa época datan algunos de mis hallazgos como hispanista y lusitanista: en Portugal, adonde me deportaron, empecé a preparar mi tesis sobre las fuentes de Fernao Lopes, el cronista del siglo XIV, ya sabes. —La verdad era que no tenía ni idea—. Pero bueno, eso es aparte. En las islas Cíes, cuando estaba tomando fotografías del crucero Canarias, uno de los pocos barcos de la Armada española que al inicio de las hostilidades se habían pasado al bando faccioso, como se lo llamaba, la Guardia Civil me detuvo. Me registraron, claro, y me encontraron material comprometedor, fotográfico sobre todo. Lo normal era que me ejecutaran, ya puedes imaginarte. Estábamos en plena Guerra. —Wheeler hizo una pausa. Aunque contaba de aquel modo algo mecánico, casi como si no le hubieran ocurrido a él los hechos, sabía cuándo convenía prolongar mínimamente la incertidumbre.
–¿Y cómo salió usted de eso? —le pregunté para complacerlo.
–Tuve suerte. Como tu padre. Como cualquier superviviente de cualquier guerra. Me condujeron en una lancha hasta el Hotel Adámico, en el puerto de Vigo, y allí me interrogaron dos oficiales de las SS. —'Siempre los hoteles convertidos en comisarías o cárceles', pensé, 'como aquel de Alcalá de Henares en el que torturaron a Nin, y quizá lo desollaron vivo'—. En 1935 yo había pasado parte del verano en Baviera, en un campamento de las Juventudes Hitlerianas, por razones... digamos biográficas que no vienen al caso. Al enterarse de ello, y comprobar que era verdad y que sabía de lo que hablaba, me invitaron a cenar con ellos. Eso me salvó la vida. Se hicieron consultas al Gobierno de Burgos, y, según tengo entendido, fue Franco en persona quien dio la orden de que se me perdonara la vida y solamente se me expulsara. Tras algunas triquiñuelas para obtener los permisos de salida, me llevaron al puente internacional de Tuy para cruzar a Portugal. Ese fue el trayecto más lento, quiero decir el más largo de mi vida, a pie con mi maleta llena de libros. Dos ametralladoras alemanas me apuntaban por la espalda para que no me desviara del camino, y enfrente tenía guardias portugueses armados. Y el río Miño a mis pies. Me pareció tan ancho, quizá lo era. Así que ya ves, pese a lo nefasto que fue para la historia de tu país y de tantísima gente, para la mía personal Franco resultó decisivo. Una paradoja, ¿no? Una paradoja un poco fea para mí, lo reconozco. Poco halagüeño en un sentido, deberle la vida a la clemencia de quien no la tuvo con casi nadie. Como hombre provinciano e ignorante que era, supongo que le impresionaban los extranjeros cultos. —Rió brevemente su propia y pequeña malicia, yo también se la reí por cortesía. Luego añadió—: Pasépor vuestra Guerra, no más, como te dije: aún utilizo con precisión las palabras. Ninguna de mis dos estancias duró mucho tiempo, y ninguno de mis nombres tendría por qué figurar en el índice onomástico de los libros sobre la contienda. No son cosas demasiado dignas de contarse, las que hice allí, y aun así su relato resulta ridículo ahora. También lo resultaría el de mis actividades posteriores, ya durante nuestra Guerra, aunque algunas fueran más vistosas o más dañinas y de mayor importancia objetiva. Tenía razón Toby en lo que te dijo hace años: los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, se asemejan irremisiblemente a la mentira, a la presunción, a la fábula. Creo habértelo ya dicho: a mí mismo me parecen ficticios, o casi fantasiosos, episodios que yo he vivido. Me cuesta creer, por ejemplo, mi función de custodio, acompañante, escolta y hasta espada de Damocles de los Duques de Windsor en el verano de 1940. Ese fue uno de mis primeros 'encargos especiales', según el término del Who's Wbo, ¿recuerdas? Hoy lo veo como un sueño. Y que fuera en el extranjero contribuye sin duda a ello.
Lo recordaba perfectamente, como cada palabra de las que allí había leído a instancias suyas. Y también entendía su sensación: 'But that was in another country...'.
–¿Los Duques de Windsor? —le pregunté—. ¿Se refiere al ex-Rey Eduardo VIII y a su mujer divorciada por la que abdicó, aquella americana fea, Wallis Simpson? —Como casi todo el mundo, había leído sobre la pareja supuestamente apasionada y visto fotos de ambos en revistas y libros. Ella, si no recordaba mal, tenía una figura enjuta, un peinado como el del ama de llaves de Rebecade Hitchcock y unos labios muy finos de tipo sangriento. Un estilo de mujer opuesto, cómo decir, al de Jayne Mansfield—. ¿Espada de Damocles? ¿Cómo espada?
–No era tan fea —me contestó Wheeler—. O bueno, sí, pero tenía algo inquietante en persona. —Dudó un instante—. Supongo que esto puedo contártelo, al fin y al cabo fue una misión inocua, —La palabra que empleó en inglés fue 'harmless', literalmente 'sin perjuicio' o 'sin daño'—. Aunque suene también como embuste. Me encargaron que los escoltara desde Madrid hasta Lisboa, y que allí me asegurara de que embarcaban como estaba dispuesto rumbo a las Bahamas. Quizá recuerdes que él pasó allí la Guerra, como Gobernador de esas islas, fue una manera de tenerlo lejos del conflicto, lo más posible con decoro. Ambos habían atravesado una etapa embarazosa, digamos germanófila, de hecho habían visitado a Hitler de incógnito, se rumoreaba, antes del 39, claro. El rumor carecía de fundamento, pero en todo caso se temía como a la peste que pudieran caer en manos nazis. Que los secuestrara la Gestapo y se los llevara a Alemania, desde luego, pero también que ellos desertaran. Que se pasaran, vaya. Churchill era muy desconfiado, y no descartaba que, si un día nos invadían como al resto de Europa, los alemanes repusieran en el trono al antiguo Eduardo VIII como monarca títere. Así que a mí y a un oficial naval de la NID (poca escolta en realidad, cuando lo pienso: hoy sería inimaginable) —conocía aquellas siglas: Naval Intelligence División– nos entregaron sendas pistolas y nos insinuaron que hiciéramos uso de ellas al menor riesgo de ir a perder a los Duques de mala manera, fuera por su voluntad o sin ella.
–¿Uso contra los propios Duques? —lo interrumpí—. ¿Contra un ex-Rey? ¿O contra la Gestapo? —Sí que sonaba a embuste, todo aquello, aunque seguramente no lo era.
–Contra la Gestapo no hacía falta decirlo, aunque no habría habido mucho que hacer, me temo. Entendimos que contra los Duques, claro. Mejor muertos que en poder de Hitler.
–¿Entendimos? ¿Nos insinuaron? —Me habían sorprendido esas fórmulas—. ¿Quiere decir que no se lo ordenaron a las claras?
–Era una manía en el MI6, hablar con sobreentendidos. Pero uno aprendía pronto a descifrarlos, sobre todo si había estado en Oxford. No sé si seguirán la costumbre ahora. Lo que nos dijeron fue, más o menos: 'Bajo ningún concepto deben caer en manos enemigas. Sería preferible tener que llorarlos'. —La expresión inglesa que empleó fue '... to mourn them' que también podría traducirse como '... guardar luto por ellos'. La verdad es que yo habría entendido lo mismo que él y que el oficial de la NID con el que había compartido responsabilidades. Y a él se refirió a continuación, en tono divertido, casi jocoso o de chismorreo—: ¿Sabes quién era el Capitán de Fragata que me acompañaba, por cierto? —Dijo 'Commander', que, si no me equivoco, en la Marina española se corresponde con ese rango.
–Bueno, no —contesté—. Cómo podría saberlo.
–De hecho no lo ha sabido nunca casi nadie. Ni sus biógrafos. —Llamó entonces—: ¡Estelle! —Y rectificó automáticamente: había un testigo, aunque yo fuera de confianza y ya lo hubiera oído llamarla en alguna ocasión por el nombre de pila—. ¡Mrs Berry! —La señora Berry se asomó al instante, andaba por allí cerca todo el rato, a su servicio siempre—. ¿Podría traerme el pasaporte del Marino de Chocolate, por favor? Ya sabe dónde lo tengo. Quiero enseñárselo a Jacobo. – 'The Chocolate Sailor' eso fue lo que dijo literalmente—. Ahora verás, no te lo esperas, te va a hacer mucha gracia. —Y cuando al cabo de unos minutos reapareció la señora Berry y le entregó un documento (la oí subir y bajar la escalera, hasta el último piso), me lo mostró con una expresión casi infantil de tímido orgullo y añadió—: Mira.
Era un salvoconducto o 'Pasaporte de Correo Diplomático', según se leía arriba
del todo, emitido por el Embajador británico en mi ciudad natal y válido sólo para un desplazamiento a Gibraltar y regreso a Madrid, con fecha del 16 de febrero de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, y luego renovado y válido para viajar a Londres vía Lisboa, con fecha de diez días después. 'Por los presentes se ruega y requiere, en el Nombre de Su Majestad', rezaba el texto caligráfico, 'a cuantos corresponda, que permitan al señor Ian Lancaster Fleming, con despachos a su cargo, pasar libremente sin obstáculo ni impedimento, y que le brinden toda la ayuda y la protección de que pueda tener necesidad.'
–Ya veo —dije sin alharaca—. Ian Fleming. —Mi falta de sorpresa pareció decepcionar un poco a Wheeler. Él no sabía que yo había cotilleado las dedicatorias que el creador de James Bond le había puesto en los ejemplares de sus novelas ( 'To Peter Wheeler who may know better. Salud!'), y que la amistad o el trato entre ambos, por tanto, no me pillaba enteramente de nuevas. 'Así que compartieron aventura juntos', pensé—. Así que compartieron aventura juntos en España, cuando él aún no escribía. Qué increíble. —Esto último lo añadí para animarlo.
–Este pasaporte es del año siguiente. Me lo dio más adelante, cuando ya se había hecho famoso, en recuerdo de nuestra estancia en Portugal, más que en España. Permanecimos anclados a la frivola pareja de junio a agosto. Mrs Simpson, quiero decir la Duquesa, no estaba dispuesta a partir hacia su exilio, como lo veían ellos, sin su guardarropa, su mantelería y sus sábanas reales, su plata y su porcelana de mesa, que debían llegarle desde París, vía Madrid, en ocho Hispano Suizas fletados por el multimillonario Calouste Gulbenkian, un viaje azaroso en aquellos días. (Curiosamente, por cierto, aquel fue el año en que Gulbenkian, armenio de origen, fue declarado 'Enemigo por Decreto' —dijo 'Enemy under the Act', supuse que significaba algo así—, perdió por ello la nacionalidad británica y se hizo persa; de modo que cuando ayudó a los Duques no sé si era aún amigo o ya enemigo.) Así que hubo que aguardar en Estoril, a cuyo casino nos veíamos obligados a acompañarlos todas las noches Ian Fleming o yo o más frecuentemente los dos, por la seguridad. No es raro que en las novelas de Bond aparezcan tantos casinos, desde los años veinte conocía bien los de Deauville, Le Touquet, luego Biarritz, le encantaba jugar, sobre todo al bacarrá, lo cual era una verdadera suerte porque la Duquesa se divertía más con él. (Aunque no ganaba mucho nunca e incluso perdía, era un jugador conservador, de apuestas bajas, no como su personaje.) En cuanto al Duque, al menos tenía algo de conversación. Tuvimos un trato aburrido pero cordial: había estado aquí, en Magdalen, de modo que siempre me quedaba recurrir a contarle chismes de Oxford cuando ya no sabía cómo entretenerlo. Los escuchaba con estupefacción, sobre todo los sexuales, con un punto de ingenuidad tal vez fingido. Pero no sabía reír. Un hombre soso y quizá no muy listo, pero agradablemente mundano y desde luego educado: al fin y al cabo, no se puede negar que venía de buena familia. —Y Peter rió de nuevo su pequeña broma—. Por fin, un día, conseguimos que la pareja real embarcara sana y salva, con la plata y la porcelana y las sábanas, en un destructor británico amarrado en el Tajo, y con alivio los vimos alejarse por el Atlántico, rumbo a las Bahamas. Entonces nos separamos, Ian Fleming y yo, y no volvimos a encontrarnos hasta bastante después. Él fue asistente personal del Contraalmirante Godfrey, y también tuvo mucho contacto con Hillgarth y con Sefton Delmer, creo que habían estado juntos en Moscú y que colaboró con él en el juego negro del PWE... – 'The black game'dijo. Yo le había oído a la joven Pérez Nuix la expresión 'black gamblers'una vez, o había sido 'wet gamblers'quizá, me había hecho imaginarme a tahúres en todo caso. Aquellas siglas no las conocía, PWE. Pero no quería interrumpir a Wheeler—. Nos perdimos la pista, claro, durante la Guerra era lo normal, uno iba de aquí para allá, a donde lo destinaran, y se despedía de cada persona con plena conciencia de que lo más probable era que nola volviera a ver. No por el azar, sino por la fácil muerte. Del uno, del otro o de los dos... Me pasaba con Valerie cada vez que me iba y le decía adiós... Cada vez que me iba... —La voz le había ido menguando hasta casi quedarse en un hilo, al decir estas últimas frases: seguramente se había cansado de hablar. No siguió. Apoyó los dos brazos en el bastón cruzado sobre los del sillón, como si hubiera realizado un esfuerzo con ellos y necesitara reposarlos. Lo vi fatigado y con la mirada un poco ausente—. La propaganda negra de Sefton Delmer, eso fue —añadió absorto, y luego volvió a callar. Quizá había recordado demasiado. Mecánicamente al principio y animadamente después, sí, pero todos los recuerdos llevan a otros y siempre hay un momento en el que se llega a uno triste, antes o después, a una pérdida, a una nostalgia, a una infelicidad de las que no se inventan. La gente se queda entonces con la mirada baja o perdida, y deja de hablar, se calla.
–No sé quién era Sefton Delmer, Peter —le dije—. Tampoco lo que es el PWE.
Levantó la vista, la fijó en mí, aún con cansancio. Con extrañeza también. Me dijo:
–¿Por qué estamos hablando de esto? No sé de dónde ha venido, lo he olvidado. —También yo lo había olvidado, esa era la verdad—. ¿Y por qué no me cuentas nada tú? A algo habrás venido hoy, sin avisar, ¿no? Estoy encantado de verte, pero dime, ¿por qué has venido así hoy?
Tenía razón. A Wheeler se le escapaban pocas cosas aunque su cabeza pudiera no ser la de siempre y atendiera menos al exterior y estuviera desarrollando una especie de locuaz ensimismamiento (suponía que cuando estaba solo un ensimismamiento a secas). Sí, a algo había ido yo a Oxford, a algo había ido yo aquel domingo desterrado del infinito hasta su casa junto al río Cherwell, cuyo rumor sosegado o lánguido se oía muy débil desde donde estábamos, pero se oía, recordaba lo que le había atribuido mi pensamiento cuando se adormeció por fin, ya muy tarde, la noche en que había conocido allí a Tupra en el transcurso de una cena fría: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'. Había ido a contarle a Wheeler lo que me había pasado o más bien lo que había hecho —en realidad no me había pasado nada: eran otros quienes de verdad habían salido perdiendo—, y a preguntarle si él podía haber previsto algo así cuando me introdujo en el grupo al que había pertenecido. Es decir, hasta qué punto sabía dónde me estaba metiendo con sus oficios de intermediario y a qué riesgos me sometía. Él debía de estar al tanto de las consecuencias que podían tener los informes y del uso que se les daba a veces, un uso inmediato y practico, en mi caso criminal y despiadado. Si en tiempos de relativa paz el resultado de uno de ellos era un homicidio y una detención de escándalo, la muerte de una persona inocente y la ruina de otra inducida a ser culpable, probablemente durante la Guerra, cuando el grupo se había creado y no habría mucho margen para comprobaciones y habría que tomar decisiones raudas, la interpretación de personas o la traducción de vidas o la anticipación de historias habría provocado la eliminación de gente y desastres y calamidades. Aunque además hubiera contribuido a evitarlas, de eso no me cabía duda. Tal vez Wheeler se hubiera visto entonces en alguna situación parecida a la mía de ahora, y él no era un desaprensivo, así hubiera esparcido en su día brotes de cólera, y de malaria, y peste, ese no era el que yo conocía. Tal vez no hubiera muerto uno solo, sino muchos, por causa de sus palabras, y acaso quienes no debían. Pero, de haberle sucedido eso, siempre habría tenido el consuelo, la justificación, el pretexto de estar en guerra. Yo no los tenía.
–Sí, he venido hoy por algo, Peter —le reconocí. Y lo puse en antecedentes y le expliqué lo ocurrido, como había hecho con Pérez Nuix la noche antes.
Wheeler me oyó en silencio, sin interrumpirme en ningún instante, ahora con el bastón en posición vertical, apoyado en el suelo, y una palma en la mejilla en ademán de escucha. Le conté de la primera cena con Dearlove y le conté de Edimburgo, así además descansaba su lengua cansada. Le hablé de mis sospechas —no, eran certezas– respecto al crimen sobre el que tanto especulaba la prensa aquellos días, lo imaginaba enterado.
–Sí, lo he leído en los periódicos. —Y rozó los que tenía a mano con la punta de los dedos, como si temiera mancharse—. Los despreciables dominicales vienen hoy llenos de eso, y Mrs Berry, que ve la televisión más que yo, también me lo ha comentado horrorizada y escandalizada. Y muy decepcionada: a ella le gusta la música de ese Dearlove, por lo visto. Tiene aficiones que desconozco. —Hizo una pausa y añadió, como si emitiera un dictamen—: Nunca se me habría ocurrido que vosotros tuvierais que ver en ello. Sorprendente que ese grupo aún me sorprenda. Aunque las cosas habrán cambiado más de lo que yo puedo figurarme, claro. —Pensó un poco más, luego dijo—: No sé, Jacobo. No sé en qué anda Tupra, me llama poco y me cuenta menos. Cuanto más viejo se hace uno más os vais alejando todos, no os lo reprocho. —Pero sí había reproche, también hacia mí, en esa frase—. Desde luego es el estilo de Tupra cuando no actúa por impulso y se toma su tiempo; en la medida en que lo conozco, no demasiado: Toby lo conocía más a fondo. O bueno, al que fue su discípulo, al que era antes. Se me hace difícil imaginar qué peligro podía representar ese cantante, para tenderle una trampa y quitarlo así de en medio. Pero nada es descartable, poco a poco se aprende a no descartar la peligrosidad de nadie. La encierra todo el mundo en principio, así hemos de verlo quienes nos dedicamos a esto. Y esto es proteger a los demás, no lo olvides, se trata de eso. Y de protegernos, porque si no nos resguardamos no protegeremos a nadie. Parece que tú no te equivocaste, en todo caso, si se han cumplido tan al píe de la letra tus vaticinios. Ese individuo era un peligro real, un desaforado, es evidente. Un homicida. No deberías atormentarte demasiado por eso.
–Sigue sin importarle que fume, ¿verdad? —Negó con la cabeza, le ofrecí de mi paquete, volvió a negar, me encendí un Karelias—. Me temo que se hayan cumplido tan sólo porque yo los hice, Peter —dije—. No es tan fácil. La cosa no ha pasado sin más, naturalmente, espontáneamente. Ha habido cálculo y artificio por medio, ha habido una maquinación, un montaje, una mano enterada a la que yo le había hecho la sugerencia, como si fuera un lago. Sin mis pronósticos nada habría sucedido, seguramente, y Dearlove no sería un homicida. Y ha muerto un chico que no tendría arte ni parte. Tal vez ni siquiera llegara a cobrar el encargo. Dudo que Tupra le adelantara el pago. Yo no sé cómo voy a vivir con eso. —Wheeler guardó silencio. Se me quedó mirando con la mano en la barbilla, con atención y cavilación, un poco como si yo le resultara nuevo, o como si se planteara qué hacer conmigo ante una situación sin arreglo, más que imprevista. Ni siquiera dijo 'Hmm', permaneció callado mirándome—. Cuando me metió en esto —le pregunté entonces—, ¿usted sabía que algo así podía ocurrir? ¿Que lo que usted llamó mi don o mi capacidad pudiera servir para esto, para que una persona muriera y otra fuese a parar a la cárcel? ¿Para que se tomaran medidas tan drásticas, para cambiar tanto las vidas, hasta para acabar con una? Yo no creo que pueda seguir en este trabajo. Prefiero que lo sepa antes que nadie, antes que Tupra. Al fin y al cabo, fue usted quien me llevó hasta él, y quien me habló del grupo.
Entonces me di cuenta de que había vuelto a atrancarse, de que no le salía la voz, o eran las palabras, de que lo había asaltado de nuevo su momentánea afasia, según él no fisiológica, sino como si la voluntad se le retirase: era la tercera vez que yo asistía a eso, luego no podía ser tan infrecuente como me había dicho. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, no le había sucedido a mitad de una frase que yo pudiera ayudarle a concluir con conjeturas, como se hace con los tartamudos, sino desde un arranque. Pero además ahora no señalaba nada que me sirviera para orientarme (un cojín en la primera, el cartoonoriginal de Eric Fraser en la segunda, volado por el helicóptero). Con una mano se limitó a hacerme un gesto de que tuviera paciencia, de que esperase, como si él supiera que iba a pasársele pronto y que lo mejor era que lo dejara tranquilo, que no añadiera más preguntas a las que le había hecho, que no lo apremiase. Tenía los labios otra vez apretados, como si se le hubieran pegado y le costara abrirlos. El semblante no le había cambiado, sin embargo, seguía siendo de atención y cavilación, como si se preparara para decirme lo que fuera a decirme en cuanto pudiese, cuando recuperase el habla o liberase el vocablo que se le había atorado. Eso sucedió por fin al cabo de unos dos minutos. No hizo ninguna referencia a su dificultad, me contestó como si ese lapso mudo no hubiera existido:
–El problema no es el grupo, Jacobo —dijo—. Tú verás, pero no por dejarlo estarás más a salvo de que vuelva a ocurrirte lo que sientes que te ha ocurrido. En realidad no teha ocurrido. Simplemente ha ocurrido, y esa clase de cosas pueden darse en cualquier parte. Nadie puede controlar la utilización que se hace de sus ideas y de sus palabras, ni prever enteramente sus consecuencias últimas. En general en la vida. En ningún caso. No tiene sentido que me preguntes si yo sabía o no sabía: nadie sabe nunca lo que desata, en ninguna circunstancia, y todo puede servir para cualquier cosa, para esta y para su contraria. No había aquí más peligro de que desencadenaras desgracias del que habría habido si no te hubieras movido de tu casa, de Madrid, del lado de Luisa. —Me acordé de Custardoy un instante, de mi mano con pistola y de su mano deshecha. Wheeler, con su voz ya recobrada, seguía mirándome fijamente, como si me analizara. No pude evitar sentirme observado o más aún: espiado, descifrado, desentrañado. A continuación añadió, como si tras el examen se atreviera con un diagnóstico—: Sí podrás vivir con eso, descuida. A diferencia de Valerie, tú sí podrás vivir con lo tuyo, te lo aseguro, o con lo que has hecho tuyo. Por extraño que resulte, en algunos aspectos te conozco a ti mejor que a ella. A ti te hemos estudiado, a ella no llegamos a tiempo.