Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Incluso me parecía —era menos una comprobación que una sospecha– que Wheeler podía estar aflojando la mano que antes agarraba y no soltaba la presa, como aún hacíamos Tupra y yo y la joven Pérez Nuix probablemente, los tres todavía en edades desasosegadas o por lo menos interventoras, cuánto duran en verdad los afanosos años, los de la zozobra y la aceleración del pulso, los del movimiento y el vuelco, el vértigo, los de aquellos y tantos pasos, tantas dudas y tal tormento, en que se forcejea y urde y lucha y se aspira a hacer rasguños al otro y a evitárselos a uno mismo y a torcer las cosas en su beneficio, aunque éste se disfrace a menudo de nobles causas con tanto arte que hasta a nosotros nos engaña, artífices de los disfraces. Quiero decir que Wheeler se apartaba de sus maquinaciones y de lo que se hubiera trazado, o esa impresión me daba, como si la voluntad y la determinación le hubieran por fin menguado o quizá de pronto las desdeñara y no les viera ya compensación ni mérito, tras décadas de fortalecérselas y cultivárselas y alimentárselas, y desde luego de aplicarlas. Estaba concentrado en sí mismo, poco más le interesaba. Tenía más de noventa años, no podía extrañar ni reprochársele, ya era hora.
Y a pesar de esos avisos, de mi creciente temor a no disponer de un tiempo que con él siempre había sentido como ilimitado, yo seguía aplazando mis visitas y mis preguntas y no iba a verlo. También habría querido que me contara más de Tupra, de sus antecedentes, su historia, su peligrosidad, su carácter, de las 'probabilidades en el interior de sus venas' —él sabría más de ellas, lo conocía desde hacía más tiempo—, sobre todo tras aquella noche de la espada y los vídeos cuyo recuerdo me había hostigado durante semanas y lo haría indefinidamente; pero sobre este asunto, una vez que decidí no largarme ni sustraerme, no abandonar aún mi puesto y con él mi actividad, mi salario y mi aturdimiento, tal vez rehuía la posibilidad de averiguar de veras y de que, si Wheeler me complacía y descifraba a Tupra cabalmente, eso me hiciera parar lo que de momento, no sin violencia, había resuelto que continuara. Me daba cuenta de que había llegado a un punto en el que cada jornada que transcurría se me hacía más difícil dar marcha atrás, no digamos dejarlo todo y regresar a Madrid —a trabajar en qué, a vivir cómo, a estar cerca de Luisa mientras ella se me alejaba—, de donde sin embargo tampoco había salido enteramente. Mi mente estaba allí en gran medida, pero no mi cuerpo, y éste se iba acostumbrando a deambular por Londres y a respirar sus olores al despertar y al adormecerse (siempre con un ojo abierto, por la falta de persianas o como un habitante más de la isla grande), a pasar parte del día en compañía de Tupra y Pérez Nuix y Mulryan y Rendel y en ocasiones de Jane Treves o Branshaw, a ciertas rutinas inicialmente salvadoras en las que, sin haberlo previsto, de repente uno se encuentra prendido como en una tela de araña, sin ser capaz de imaginar otra vida distinta de la que lleva, aunque ésta no sea gran cosa y haya llegado como por azar y sin que la llamara nadie. No, ya no me resultaba fácil pensarme en otro trabajo menos cómodo y peor pagado, menos atractivo y variado, al fin y al cabo cada mañana me enfrentaba a nuevos rostros o ahondaba en los conocidos, y era un reto desentrañarlos. Apostar por sus probabilidades, vaticinar sus comportamientos, era casi como escribir novelas, o por lo menos semblanzas. Y de vez en cuando había salidas, traducciones sobre el terreno y algunos viajes.
Así que también iba retrasando mi vuelta a Madrid, me refiero a una visita a mis niños y a mi padre y a mis hermanos y amigos, habían pasado demasiados meses sin poner pie en mi ciudad y por lo tanto sin ver ni percibir a Luisa, que era lo que más me atraía y asustaba. A ella le había dicho, dos días después de aquella noche, cuando la había telefoneado para inquirirle sobre el bottoxy las manchas mujeriles de sangre, que aún tardaría un poco. 'Los niños preguntan que cuándo vienes', había llevado buen cuidado en no preguntarlo ella, y en no incluirse. 'No sé si será muy pronto’, le había contestado yo, y le había mencionado que debía acompañar a mi jefe en un viaje, no se sabía cuándo, podía ser en cualquier momento, estaba atado hasta entonces. Y era cierto, así me lo había anunciado Tupra, sólo que al final fueron varios los viajes a los que me arrastró durante el mes siguiente, desplazamientos breves, de un par de días, tres dentro de la isla grande y uno a Berlín, al continente.
Los dos fuimos a Bath con Mulryan, a Edimburgo solos y a York con Jane Treves, quien al parecer era de Yorkshire y conocía el terreno, aunque no vi que hiciera falta ser un experto para moverse por aquellas ciudades de tamaño bien humano. A Pérez Nuix no la llevaba, quizá para castigarla por su tentativa de engaño en el asunto de Incompara y de su palizado padre, del que me debía de considerar cómplice ingenuo y muy poco responsable, o quizá para que no coincidiéramos ella y yo en hoteles juntos, se me ocurría: a veces pensaba que él lograba enterarse de todo, y que así estaría al tanto hasta de lo sucedido en mi casa, en mi cama, en silencio y como si no pasara, la noche de la lluvia constante.
En cada sitio tuvimos una sola reunión en la que yo pudiera ser útil como intérprete, de lenguas o de personas, y en Tupra vio a más gente, como supuse, fue por su cuenta y no me invitó a esos encuentros. En Bath se alojó en un hotel distinguidísimo (Mulryan y yo en otro sólo agradable, nuestra jerarquía era distinta), el Royal Crescent si no recuerdo mal el nombre, en el cual vivía 'casi permanentemente', dijo mi jefe, un millonario mexicano, 'oficialmente retirado pero aún muy activo a distancia y desde la sombra', con el que deseaba llegar a unos acuerdos. Aquel hombre, de avanzada edad, pelo y bigote blancos, con vestigios de apostura o ésta en vísperas de derrumbarse, parecido al viejo actor César Romero y apellidado Esperón Quigley, hablaba un esmerado inglés con mal acento (les sucede a muchos latinos de los dos continentes), y mi concurso sólo fue necesario en unas cuantas ocasiones, cuando la dicción del caballero resultaba tan opaca para el oído inglés puro de Tupra y el medio irlandés de Mulryan que las correctas palabras se les hacían irreconocibles, en la extravagante pronunciación de Esperón Quigley. Como de costumbre, no presté atención a lo que dirimían, no era asunto mío, a priori me aburría y prefería no enterarme. El resto del tiempo me quedó libre, y me dediqué a pasear, a contemplar el río Avon, a visitar los baños romanos y algunos comercios de antigüedades y releer a Jane Austen en un sitio en el que ella había estado unos años de escasa fertilidad literaria, así como alguna página de William Beckford, que se recluyó allí largo tiempo y vivió y murió a disgusto, lejos de su querida abadía o mansión de Fonthill que lo había conducido a la ruina. En una de mis vueltas por la ciudad me topé asombrado con una tienda, una joyería y relojería de copete más bien mediano, que se llamaba Tupra inverosímilmente. No estaba lejos de otra con más pretensiones que, si no me falla la memoria, se anunciaba en el escaparate como proveedora del Almirantazgo (me imaginé que se referiría sólo a relojes, y no a pedruscos y abalorios para la marinería). Cuando le mencioné la coincidencia a Tupra, me contestó secamente:
–Oh sí, ya lo sé. Nada que ver. Ninguna relación en absoluto. Ninguna. —Podía ser cierto o falsísimo, y el relojero ser su padre. Pero no me atreví a insistirle.
Aun así no pude dejar de hacerle una broma privada, como se dice en su lengua:
–En todo caso sería más propio que la provisión al Almirantazgo la hiciera la relojería Tupra y no otra cercana que he visto que se encarga aquí de eso. Aunque sólo sea por tus relaciones, por nuestras relaciones con el antiguo OIC, ¿no te parece?—Recordaba las palabras de Wheeler aquel domingo antes del almuerzo, en Oxford, cuando me habló de las dificultades para reclutar a los integrantes iniciales del grupo, nada más creárselo: 'Hubo que peinar a toda velocidad el reino. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído, el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades'. Y vi una expresión de extrañeza y vago recelo en Tupra (como si se preguntara cuánto más sabía, y si me habría subestimado en mis aprendizajes), al oír en mi boca aquellas siglas pretéritas, que era raro que conociera un español del siglo XXI, y aun de la segunda mitad del XX.
También me dejó ratos libres durante los dos días de Edimburgo, y allí paseé de nuevo y releí a sus dos hijos mejores, Conan Doyle y Stevenson, algunos cuentos, y subí hasta Calton Hill para divisar la vista que más entusiasmaba al segundo, deslumbrante pese al transcurrido tiempo. De él me llevé asimismo unos poemas y un librito sobre la ciudad, Picturesque Notesera el subtítulo, de 1879 nada menos. Hablaba allí de Greyfriars, y contaba cómo cerca de este cementerio ajardinado, desde la ventana de una casa ya entonces demolida cuyo emplazamiento le señaló un sepulturero, vigilaba el ladrón de cadáveres Burke, que junto con su compinche Haré los sacaba de sus tumbas aun frescos para venderlos a los científicos y anatomistas, y había acabado por asesinar a gente para acelerar el proceso y que no decayera el comercio: 'Burke, el hombre de las resurrecciones', decía Stevenson con ironía, 'infame por tantos asesinatos a cinco chelines por cabeza, solía sentarse acto seguido, con pipa y gorro de dormir, a ver pasar los entierros de camino hacia la hierba'. Ese era uno que no había tenido paciencia, pensé, para que se le aparecieran los rostros mañana, y prefería verlos desfilar, fumando, como eran ayer y para siempre.
Y a Tupra le leí en voz alta, en el viaje en tren hacia Edimburgo, los dos solos, unos versos que Stevenson había escrito hacia el final de su vida en los Mares del Sur, en Apemama, con verdadera y extraña nostalgia por 'nuestra ciudad ceñuda': 'El viento vomitante del invierno, la arrojadiza lluvia, el infrecuente y bienvenido silencio de las nieves, la mañana tardía, el día macilento, la noche, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna, ¿os acordáis? Ah, si pudiera uno olvidarse', decía, echando sinceramente de menos tan desolador panorama. Y más adelante añadía: 'Cuando la luz de mis ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido vendrá sino el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso y desesperanza?'. Y en otro poema aún le persistía el mismo espíritu, desdeñando los mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había buscado, y añorando terriblemente 'nuestro borrascoso clima' de Edimburgo: 'Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama, sentado en la lejanía, a levantarme, con diligencia volver atrás sobre mis numerosos pasos, y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella notable ciudad de los muertos'. Así que le leí estos versos, claro está que en su lengua, en la de Tupra y en la de los versos: 'The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night...'.
–¿Tú crees que sucede así siempre, Bertram? —le pregunté, lo llevaba sentado enfrente, él en el sentido de la marcha, yo en el contrario—. Tú que sabes de muertes —añadí con algo de mala idea—, ¿crees que al final todos nos volvemos hacia el lugar primero, por humilde o deprimente o tenebroso que fuera, por mucho que nuestra vida haya cambiado y se hayan transformado nuestros afectos y hayamos alcanzado inimaginables fortunas y logros a lo largo del trayecto? ¿Crees que uno acaba por mirar siempre de nuevo hacia su pobreza, o su degradado barrio, o hacia la pequeña ciudad de provincias o el mortecino pueblo desde el que se asomó, al resto del mundo, y del que durante tantos años salir pareció imposible, y que entonces se echa todo eso en falta? Se cuenta que los muy viejos recuerdan sobre todo su infancia y casi se encierran en ella, mentalmente, y que tienen la sensación de que todo lo habido en medio, entre aquel periodo lejano y su presente declive, sus codicias y sus pasiones, sus combates y sus reveses, ha sido falso, una acumulación de distracciones y errores, y de inmensos afanes por cosas que en realidad no importaban; y se preguntan si no ha sido todo un interminable rodeo, una travesía inútil para regresar a lo esencial, al origen, a lo único que de verdad cuenta... cuando se llega a fin de cuentas. —Y pensé entonces: ¿Por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y a qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, y tantas las dudas, y tal tormento—. Tú sabrás mucho de eso, habrás estado en la muerte de muchos. Y ya ves lo que le sucedía a Stevenson: recorrió medio mundo y al final sólo pensaba en su ciudad natal, desde la Polinesia. Mira cómo empieza este otro: 'Los trópicos se difuminan, y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más alto, desde el AMerrnuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a mirar...'.
–Esos son montes cercanos a Edimburgo —me interrumpió Tupra como si fuera una nota a pie de página, y se quedó callado. Yo esperé a que respondiera a mis preguntas, a que añadiera algo más. No le había leído los versos tan sólo por gusto y para matar el tiempo del viaje. Y si le había mencionado degradados barrios y provinciales ciudades había sido confiando en que tal vez se diera por aludido y pensara en Bethnal Green, si es que de allí procedía, o en el relojero de Bath, si es que con él había pasado parte de su niñez, por ejemplo, y me hablara un poco de ellos. Pero Tupra sólo contestaba a lo que quería, lo tenía bien sabido—. Stevenson se marchó a Samoa por su salud, principalmente, que yo recuerde —dijo al cabo de unos segundos—, no por ansia aventurera. Y además él no era viejo. Murió a los cuarenta y cuatro años.
–Eso da lo mismo —contesté yo—. Cuando escribió estos poemas debía de notar que su fin estaba próximo, y sólo se acordaba, con enorme nostalgia, del inhóspito lugar de su infancia. Fíjate en lo que dice en estos versos: '...y cuando la voz del amor llegue insignificante a mis oídos que estarán cerrándose...'. Ves, ni siquiera la cercanía de su mujer le cuenta, o prevé que no va a contarle, en su última conciencia del mundo, en sus últimos instantes, sino sólo las momentáneas visiones del pasado que 'refulgen y se esfuman y perecen'... Y mira con qué claridad termina: 'Esas yo recordaré, y luego todo lo olvidaré', así dice.
Tupra se quedó pensativo un momento. Nadie se resiste a un análisis de textos, lo sé por experiencia.
–Cómo puede ser. ¿A ver? Repíteme lo del amor insignificante,
Y se lo repetí:
– 'Yet when the voice of love shall fall insignificant on my closing ears...'
–Tonterías —me cortó Tupra. 'Nonsense', fue la palabra en su lengua—. Eso no fue lo mejor que escribió Stevenson. Desde luego no era un gran poeta. —Volvió a quedarse callado, como para subrayar su veredicto, y después añadió, para mi sorpresa—: Pero léeme más, anda.
A casi todo el mundo le gusta que le lean en voz alta. Y volví a ello:
–'Situada a lo lejos entre campos y bosques, veo a la ciudad surgir espléndida de sus bancos de humo, rocosa, con torreones y agujas, su fortaleza virgen embanderada...' —Y mientras seguía miré con disimulo a Tupra y lo vi complacido, pese a que no le gustaran los poemas de Stevenson—. 'Allí, sobre la extensión soleada de una colina, junto a la casa de los reyes, reposan los muertos, mis muertos, los de palabra fuerte y pronta. Sus obras, donde la sal se incrusta, aun perviven; el mar acribilla las torres que erigieron; la noche se estremece atravesada por sus luces intensas. Los artífices, uno tras otro, aquí, en esta enrejada celda donde la lluvia borra y el orín consume, se hundieron en el silencio eterno...'
Y quién sabía si a él nadie había vuelto a leerle desde la infancia.
Allí, junto al Firth of Forth y el Fife, en Edimburgo, requirió mis servicios solamente una noche, para otra cena– cum-celebridades o cum-mamarrachos que también era cena -cum-DickDearlove, o el cantante planetario a quien así he llamado. Por suerte no me obligó a asistir al concierto que éste ofreció en el Festival previamente, aunque sí a fingir ante todos que me lo había tragado del primer al último acorde con indescriptible entusiasmo: 'Acuérdate de mencionar la interpretación fabulosa de " Peanuts from Heaven”y la milagrosa de " Bouncing Bowels”esas dos las incluye siempre en versiones heterodoxas, cada vez suenan distintas aunque sean ya clásicos suyos', me advirtió por si acaso me preguntaba alguien o el mismísimo Dearlove, cerca del cual se las ingenió para sentarme. 'Con el pretexto de entretener a esos dos compatriotas tuyos que ahora lleva a menudo en su séquito, procura darle charla, aun a riesgo de resultar entrometido y pesado, lo más que puede ocurrir es que no te haga caso o que se cambie de lugar para evitarte. Hablale de su tremendo éxito en España, y no se lo circunscribas al País Vasco, por lo que más quieras: eso podría ofenderlo aunque sea cierto, por local y limitado. Llama su atención, cáele en gracia, invítalo a tomarse confianzas, sonsácale lo que puedas sobre su supuesto simbolismo sexual, allí donde vaya, él se lo cree, en todas partes. Que se sienta halagado y propenso a jactarse, invéntate gente española que sabes que está por sus huesos, que daría lo que fuese por echarle mano al paquete, conocidos tuyos, gente real cuya figuración lo encienda, jovencitos, tus propios hijos, ¿qué edad tienen?, no, son demasiado niños, pues sobrinas y sobrinos tuyos, lo que sea, sondéalo a ver qué te cuenta, después de las actuaciones está agotado a la vez que eufórico, se le suelta la lengua y anda con la guardia baja, por la excitación y las aclamaciones ypor lo que se haya metido antes para aguantar el desenfreno, no sé cómo no ha reventado ya, tantos años sometiéndose a estas superconcentradas sesiones de gloria. A mí me conoce demasiado, pero con un desconocido al que no va a volver a ver (no creo que te recuerde de la otra vez), con alguien como tú puede que largue mucho más que conmigo o que con cualquier otro inglés, se sentirá más impune y a los divos les gusta presumir sobre todo con los recién llegados, también necesitan renovarse el auditorio de impresionables. Ojalá te contase alguna aventura, algún triunfo sexual llamativo, alguna hazaña, tú ve por ese camino aunque te parezca impertinente, ya te digo, lo peor que pasaría es que te diera la espalda y no quisiese entrar en materia. A ver si lo confirmamos, si nos hacemos una idea más clara de hasta qué punto sería o es capaz de poner en peligro la visión de su biografía, de en qué medida se arriesgaría a exponerse a ese horror narrativo tuyo, y a acabar engrosando las filas de la hermandad Kennedy-Mansfield, de las que ya no existe deserción posible.' Así hablaba Tupra a menudo, en particular cuando nos daba instrucciones o nos hacía encomiendas, con una mezcla de coloquialismos y de expresiones desusadas o singulares suyas, como si en esa habla se fundieran sus probables orígenes arrabaleros y su indudable formación oxoniense, me costaba recordar que de medievalista y en la frecuentación de Toby Rylands, o es que la figura de éste se me iba borrando, absorbida por la de su hermano Peter, hay ciertos vivos que incorporan o abarcan, o se superponen a los muertos que les fueron próximos, y hasta los tachan.
Lo que Tupra me pedía me parecía una empresa imposible: que Dick Dearlove me hablase a mí en esos términos y de esas cosas, aún más con gente en medio, en una cena de veinte o más comensales, pendientes todos de su apoteosis. Lo intenté, con todo; Tupra no me exigía resultados. Me colocó casi enfrente del ídolo, y aunque las personas que lo flanqueaban trataban de acaparar su interés mediante alabanzas, logré meter algunas bazas que le suscitaron curiosidad, más por peculiarmente españolas que por mérito mío.
–¿Cómo es que en España son tan permisivos sexualmente? —me preguntó tras un breve intercambio de comentarios sobre costumbres y leyes—. Durante mucho tiempo tuvimos la impresión contraria en Inglaterra.
–Esa impresión era correcta —contesté. Y precisamente para ver si le sonsacaba algo, me abstuve de decir que la que tenía actualmente también lo era, sino que añadí—: ¿Por qué cree que somos tan permisivos ahora, Mr Dearlove?
–Llámame Dick —dijo en seguida—. Todo el mundo me llama así, con buen criterio y mejor tino. —Y soltó una risa ya gastada, que sus vecinos le corearon. Supuse que era una broma que habría hecho mil veces a lo largo de su vida de agasajo y coba (pero siempre queda alguien que no la ha oído, era un hombre consciente de eso, de que nada se agota del todo nunca, por mucho que se lo estruje), jugando vulgarmente con uno de los significados de la palabra ‘dick’que no es otro que el de 'polla'. Al fin y al cabo era célebre por su hipersexualidad o pansexualidad o hepta-sexualidad o lo que fuese, aunque en público él no lo reconociera, quiero decir ante la prensa—. Pues no sé qué vida llevaras tú en tu país, tú te lo pierdes —añadió con paternalismo—, pero cada vez que he ido allí de gira me han faltado energía y tiempo para atender a la descomunal demanda. Todo el mundo parece dispuesto a que le pongan un rabo, mujeres, hombres y casi niños. —Y rió de nuevo, con carcajada menos antigua—. Quizá con la excepción del País Vasco, donde parecen desconocer el sexo, o limitarse a imitarlo porque han oído hablar de él en otros sitios, en el resto de España he tenido que hacer castingspara escoger los huéspedes de mi cama, o de mi cuarto de baño si la cosa había de ir rápida, de tanta oferta tras los conciertos, y también antes: en los vestíbulos de los hoteles se han formado colas para subir a mi habitación un rato, y casi siempre me ha valido la pena interrumpir el descanso. Mucho más fogosos que aquí, y mucho más fáciles; en Gran Bretaña hay más castidad, por increíble que suene, y no digamos en Irlanda, ahí sí que son remilgados, como los vascos.
De pronto me molestó que hablara así de mis compatriotas, como si fueran hordas sexuales, con displicencia. Me molestó pensar que aquel gárrulo con fama se llevaba jovencitas o jovencitos al catre sin mérito y sin esfuerzo en Barcelona, Gijón, Madrid o Sevilla, daba lo mismo, cada vez que pisara España, y allí había dado unos cuantos conciertos a lo largo de los años. Hasta me alegró saber que en San Sebastián y Bilbao se lo ponían más arduo, algo era algo; y al notarme esta reacción pueril e idiota me di cuenta de que nunca nos libramos del patriotismo enteramente, todo depende de las circunstancias y de dónde estemos y de quién nos hable para que de repente surja un vestigio, un resto. Yo puedo pensar y decir cosas terribles de mi país, al que hoy considero envilecido hasta la médula y embrutecido en demasiados aspectos; pero si las oigo en boca de un extranjero despreciable y fatuo, recibo una punzada extraña, si es que no inexplicable, algo similar a lo que debió de sentir De la Garza, él tan primario, cuando vio que yo no lo defendía del inglés con espada que iba a decapitarlo, y quizá pensó en chivarse al Juez de esta manera más adelante, 'cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas se junten el último día y griten todas "Morimos en tal lugar"', al cabo de los incontables siglos: 'Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo; y el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de la misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio: se quedó ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo'. Se ve como una agravante ser de la misma tierra, en efecto, y así lo entendí yo siempre cuando mi padre me contaba los atroces relatos de nuestra Guerra: eran de la misma tierra la miliciana y el niño que aquélla estampó contra la pared de un cuarto piso en Alcalá esquina a Velázquez, y lo eran Emilio Mares y los hombres que lo torearon en Ronda, y aún más lo era el malagueño de la boina roja que le entró a matar, le dio puntilla y luego no se privó de castrarlo. Lo eran Del Real el delator y mi padre, y también el otro, Santa Olalla, el catedrático que aportó su firma de mayor autoridad a la denuncia, yaun el novelista de barato éxito, Darío Flórez, que declaró como testigo de cargo y le hizo llegar aquel aviso siniestro al delatado por mediación de mi madre cuando ella aún no era mi madre ni la de nadie: cSiDeza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Para mí habían sido siempre los nombres de la traición, y esos nunca hay por qué protegerlos, y lo fueron porque venían todos de la misma tierra, mi padre y ellos, y en dos de los casos por la amistad preexistente, sin que él les hubiera dado nunca a los otros motivo para retirársela ni cancelársela, sino al contrario.
Ahuyenté mi resquemor absurdamente patriótico. No sólo debía hacerlo si quería proseguir con el encargo de Tupra (había sido mucho más fácil de lo esperado, abordar el tema; y veía los ojos grises de mi jefe a lo lejos, cerca de una cabecera, observándome absorbentes, preguntándose cómo me iba), sino que además no tenía sentido albergarlo. Los mismos comentarios de Dearlove los podía haber hecho un compatriota mío, sin ir más lejos De la Garza, de haber sido él un cantante idolatrado y haber podido elegir entre docenas de chicas para acostarse durante sus giras, y me habrían sentado mal igualmente, por altaneros y despectivos. Y sin embargo, sin embargo... había un escozor añadido, me era imposible negármelo, algo irracional, inquietante, desagradable, atávico. Quizá Tupra sentía lo mismo cuando se hablaba con desdén de Gran Bretaña o de los británicos, en presencia suya y en labios continentales o transoceánicos o de la verde Erín, donde es casi una norma. Y quizá por eso, por coherencia última, no tenía reparo en dedicarse a lo que se dedicaba, con más entrega y ahínco de lo que yo creía, y era verdad lo que me había dicho al poco de conocernos, así lo atenuara con ligero cinismo: Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio...'. Comprendí en aquel momento, extemporáneamente, que lo más probable era que se lo rindiera sin pausa cuando ello no fuera contra su particular beneficio, y que, llegada la necesidad, llegada una guerra, llegado el día, yo no sería para él más que un español de mierda al que no vacilaría en hacer fusilar, como Dearlove había sido para mí, durante mi reacción fugaz patriótica, tan sólo un engreído inglés hijo de puta al que habría dado dos hostias sin pestañear.
Uno de los comensales más cercanos, una diseñadora de extravagantes modas ya entrada en años (ella misma vestía una mezcla incomprensible de refajos, plumas y harapos), me echó sin querer un capote para que la conversación no decayera y siguiera por donde me convenía:
–¿Ah, sí? —le dijo—. Yo creía que en Bretaña nadie se te resistía, Dickie, y resulta que es en España donde tienes la cama y el cuarto de baño de bote en bote. —No dijo realmente 'Bretaña', sino 'Britain’que es la forma abreviada de referirse a Gran Bretaña; en cambio sí dijo ‘de bote en bote' o 'a reventar', esto es, ‘ jam-packed’
Era evidente que eran amigos y se tenían confianza, o bien Dick Dearlove (así parecía, eso también) hablaba con desparpajo hasta de las cosas más íntimas delante de cualquiera, como era yo; eso les sucede a menudo a los individuos muy célebres y perennemente alabados, acaban por figurarse que cuanto digan o hagan será bien recibido porque forma parte de su continuo espectáculo, y llega un momento en que no distinguen entre lo público y lo privado (excepto si hay un fotógrafo o un periodista por medio, y entonces son más discretos o exhibicionistas según el caso): si son tan aplaudidos en la primera esfera, y tan consentidos, por qué no habrían de serlo igual en la segunda, si en ambas son ellos los indiscutibles protagonistas, todos los días de su vida hasta el término.
–Tú lo sabes mejor que yo, Viva, aunque seas mujer —contestó Dick Dearlove entre irónico y pesaroso—. A nuestra edad; por muy famosos que seamos, y yo lo soy mucho más que tú, hay ocasiones en que no nos queda sino pagar, a tocateja o en especie. Hay un cierto tipo de bocados por los que aquí en Bretaña tengo que pagar casi siempre, rarísima vez me salen ya gratis, hace unos años aún, la mitad de la nación está estreñida; mientras que en España, mira, jamás he debido gastar ni un euro en eso, parece como si allí los jóvenes se dieran por satisfechos no con el acto en sí mismo, tampoco voy a presumir a estas alturas de mis ejecuciones, qué puedo decir, el cuerpo obedece cada vez menos a la imaginación, que en cambio es infatigable, estoy deseando que se me canse un poco, ojalá se adecuaran lo uno a lo otro algo más, todo esto está muy mal pensado, por lo menos para mí; sino con poder luego contarlo a sus amistades, si es que no en algún programa de televisión. Es extraordinario lo mucho que allí se viven las cosas no porque apetezcan de veras, parece, sino tan sólo para contarlas a continuación, ¿no?, un país muy dado al cotilleo y a la jactancia, ¿no es verdad?, un país muy narrativo, de lo más impúdico. —Y las interrogaciones retóricas me las dirigió a mí, como conocedor del paño—. Todo el mundo lo cuenta y lo pregunta todo, en las ruedas de prensa y en las entrevistas me río un montón y me dedico a esquivar, son toscos y descarados y desconocen el sentido de la vergüenza, es insólito para un país europeo. Ha habido polvos españoles en los que he notado claramente que tenían una prisa loca por terminar, y no porque no lo estuvieran pasando más o menos bien, cuidado, de algo sirvo aún, sino de pura impaciencia por salir a dar la noticia, me los imagino llegando muy contentos al bar, o al colegio a la mañana siguiente: '¿A que no sabéis quién me la ha metido hasta el fondo y por todas partes?'. —Se detuvo un instante y se quedó sonriendo un poco alelado, como si aquello le hiciera tanta gracia que podía recuperarla intacta al cabo del tiempo, en mitad de una cena tras un concierto edimburgués. También como si recordara algo del pasado, algo perdido que quizá ya no iba a volver—. No sé si sus amigos les creerán, lo mismo está duro y eso puede convertirse en un problema, porque desde hace algún tiempo los hay que van con su cámara de bolsillo o con su móvil, yo creo que a la caza de pruebas aunque todos dicen que los llevan encima porque los llevan encima siempre, así que hay que cachearlos antes de entrar, no sería divertido que me hicieran una foto en plena función. Todo eso se les requisa, les paso uno de esos aparatos de los aeropuertos, como varitas, ya sabéis, y así además los voy sobando con el instrumento, lo cual les encanta y les da mucha risa, y te vas haciendo una idea de lo que te aguarda, gente bien formada en general. Se dejan hacer como corderillos, con tal de pasar a la habitación. Aquí son mucho menos complacientes y menos vivos, no intentan colarte cámaras ni nada, y eso es lo malo: no les compensa tanto poder contarlo y presumir, o será que aquí me tienen muy visto. Quizá por eso en parte hay que pagar, o lo mismo es que se corrió la voz y ya saben todos que no me resisto, que alguna suma me podrán sacar. Y a veces ni pagando consigue uno gran cosa, bocados tiernos, ¿verdad, Viva?, en nuestras queridas Inglaterra y Escocia y Gales. Ahora no me deprimas diciéndome que tú sí.