Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"
Автор книги: Javier Marias
Жанр:
Современная проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 8 (всего у книги 34 страниц)
Ese pensamiento me hizo apartarme un poco, inmediatamente, lo bastante para perder el contacto, y al perderlo me reafirmé en mi insegura idea de que lo había habido, y con la fantasmal presión por mi parte que no había sido esquivada ni rechazada; y al cabo de unos segundos abandoné mi postura ('Un maldito condón', pensaba, 'en mi juventud los despreciábamos, ni se me ocurría comprarlos, y ahora en cambio los necesitamos siempre') y ya no quedé detrás de ella, en lugar privilegiado, sino tumbado boca arriba, preguntándome qué hacer o cómo hacer o si desistir pese a mis ilusiones crecidas y procurar dormirme y no hacer nada. Metí un brazo bajo la almohada para mejor apoyar la cabeza, un involuntario ademán cavilatorio, y con ese mismo gesto me destapé el pecho, casi hasta la cintura, y le destapé a ella los hombros. Y eso fue suficiente —o fue pretexto– para que la joven Pérez Nuix se despertara o simulara que se despertaba. Y fue entonces cuando por primera y única vez en toda aquella noche que pasamos juntos no fui para ella invisible, pese a estar a oscuras: se dio la vuelta y me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, las palmas suaves; me miró a los ojos durante unos cuantos segundos (uno, dos, tres, cuatro; y cinco; o seis, siete, ocho; y nueve; o diez, once, doce; y trece) y me sonrió y se rió mientras con delicadeza me cogía o me sujetaba la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana, o cuando yo la visitaba tarde como un espectro al que se ha dado cita y se espera, y me acogía. Sólo entonces no fui invisible para Pérez Nuix, justo cuando luz no había. Mis ojos estaban acostumbrados a ver en la penumbra de mi alcoba sin persianas ni contraventanas, como casi todas las de aquella isla grande que se adormece con un ojo abierto; pero no los ojos de ella, que no conocían el espacio. Aun así me miró y sonrió y se rió, fue breve. Luego se dio de nuevo media vuelta y me ofreció la espalda, adoptó la misma postura que antes como si no hubiera ocurrido ese mirarse en penumbra y se dispusiera a seguir durmiendo. Pero sí había ocurrido, y esa fue para mí la señal del consentimiento, del permiso, el acuerdo, y me hizo salir de la cama un momento y buscar como un rayo un preservativo y ponérmelo, y regresar con mucha más seguridad y aplomo a mi propia posición de antes, y al roce y al tanteo y al ligero empuje, ahora ya no contra las nalgas sino un poco más abajo, hacia la humedad y el pasaje, hacia el pasadizo, more ferarum, a la manera de las fieras, así se llama con latinajo. Ella no se movió, o no al principio de mi deslizamiento ahora fácil ('Me la estoy follando', pensé al adentrarme, y no pude evitarlo), se dejó hacer, no participó si es que eso puede decirse o es posible, en todo caso no hablamos, no hubo más señales por parte de ninguno de que estuviera sucediendo lo que sucedía, cómo expresarlo, fingimos fingir estar dormidos y no enterarnos, no reconocérnoslo, como si aquello se produjera en ausencia nuestra o sin nuestro conocimiento, aunque en algunos instantes se le escaparon a ella sonidos y quizá a mí también a mi término, los reprimí a conciencia, según mi criterio me limité tan sólo a respirar más hondo, a suspirar a lo sumo, pero quién sabe, uno se oye poco a sí mismo, en todo caso los sonidos y aun los gemidos son admisibles dentro del sueño, hay quien incluso lanza parlamentos enteros dormido y no por ello es acusado de estar consciente. No se oía, tampoco se veía casi nada, yo sólo veía su nuca en la oscuridad y demasiado cerca, y sin duda por eso se me representaron visiones, las que acababa de contemplar durante largo rato en el salón ('Será breve, un momentito', me había anunciado desde la calle, hasta qué punto habría sabido lo falso de eso), las cremalleras de sus botas bajando y subiendo, la carrera de sus medias que le avanzaba por todas partes pero sobre todo muslos arriba, como si indicara así el camino; y también otra visión más antigua, la de su pecho descubierto, una falda estrecha, en la mano una toalla y un brazo alzado que añadía un suplemento de desnudez a la imagen al mostrar sin pudor la axila limpia y tersa y recién lavada y por supuesto afeitada, aquella mañana temprano en el edificio sin nombre, aquella vez en que el rubor no la asaltó y a mí me dio por pensar que la joven Nuix no me descartaba, o no me excluía enteramente aunque tampoco se sintiera atraída, tras verse vista por mí y decidir no taparse, o tal vez no había habido ni decisión por medio. Fue todo silencioso y tímido, en verdad fue fantasmal y no hubo apenas más cambios, sólo al cabo de un rato noté también el empuje suyo, ya no era sólo el mío y ninguno era ya disimulado ni leve, era como si nos abrazáramos con fuerza sin utilizar los brazos, ella apretaba hacia mí y yo hacia ella, pero nada más con una parte del cuerpo, la misma en ambos como si sólo fuéramos esa o sólo en ella consistiéramos, parecía que nos tuviéramos prohibido enlazarnos de ninguna otra forma, ni con los brazos ni con las piernas ni por la cintura ni con los besos. Creo que ni siquiera nos cogimos la mano.
Sí, eso tendríamos casi seguro en común, Tupra y yo, o Ure o Reresby o Dundas, o quién sabía cuántos más nombres que habría empleado en otros países y que quizá ya nunca usaba en esta época suya más sedentaria, bastante asentado en Londres, era posible que se aburriese allí un poco, aunque viajase de vez en cuando en desplazamientos breves, o tal vez no y estaba ya muy cansado de sus correrías antiguas, y de sus brotes de cólera esparcidos, y de malaria, y peste, y de sus incendios en tierras lejanas. Su casa no era la de un hombre provisional ni apresurado, la de quien sale y entra y echa un vistazo y se va y vuelve y fuma un pitillo y nunca dura en ningún sitio. Posiblemente era un común muy escaso, sin embargo, el que tendríamos: yo me había acostado con Pérez Nuix de aquella manera demasiado tácita y clandestina, no sólo respecto a los demás, sino a nosotros mismos. Él, en cambio (nada más era sospecha, pero muy fuerte), la habría frecuentado íntimamente durante un periodo tal vez dilatado o por lo menos no desdeñable, acaso cuando ella le fue novedad y quien más lo estimulaba y lo divertía y le suponía un elemento de pequeña fiesta cotidiana, o grande. En todo caso se habrían visto las caras mientras se acostaban, habrían hablado después, se habrían contado algo de sus vidas y de sus opiniones (aunque Tupra contase sólo a su fragmentario modo, es decir, poco), yal encontrarse en un cuarto habrían tenido la certeza de que sucedía lo que sucedía, a diferencia de mí, que no la tuve siquiera —o la tuve aún menos, puesto que se iniciaba justo entonces el pasado de lo sucedido– cuando me retiré del pasaje que jamás se atraviesa y salí con el mismo cuidado y tiento de mis tanteos y de mi entrada; cuando me aparté unos centímetros y me volví hacia mi lado y por primera vez le di a la joven la espalda que ella me había ofrecido casi todo el rato —excepto cuando me miró y me cogió la cara—, y puse un brazo bajo la almohada ya no para pensar ni para maldecir, sino para llamar al sueño.
Quizá lo único que tendríamos en común Tupra y yo era un vago y pálido parentesco que suelen ignorar los hombres y que las lenguas no recogen, pero sí el sentimiento y en ocasiones los celos y en ocasiones la camaradería; excepto la lengua anglosajona según leí una vez en un libro, no de un inglés sino de un compatriota mío, y no un ensayo ni una obra lingüística sino una ficción, una novela, cuyo narrador recordaba la existencia de una palabra en ese idioma pretérito que designaba el parentesco o la relación adquiridos por dos o más hombres que se hubieran acostado o hubieran yacido con la misma mujer, aunque fuera en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer en su vida, su rostro de ayer u hoy o mañana. Se me quedó en la memoria esa noción curiosa, aunque aquel narrador no estaba seguro de si se trataba de un verbo, cuyo inexistente equivalente moderno sería ‘conocer’ (o ‘follar’ en grosero y contemporáneo), o de un sustantivo, que consecuentemente denominaría a los 'conyacentes' (o 'cofolladorés'), o la acción en sí misma (la 'cofornicación', digamos). Uno de los posibles vocablos, no sé cuál, era 'ge-bryd-guma’, lo había retenido sin procurarlo ni hacer esfuerzo, y a veces me acudía a la punta de la lengua, o del pensamiento: 'Santo cielo ahora soy, ahora se me ha convertido en "guebrídguma" de ese, qué degradación, qué horror, qué abaratamiento, qué espanto', si veía o me enteraba de que una antigua amante o novia mía se emparejaba o tonteaba de más con alguien despreciable u odioso, con un imbécil o con un infrahombre, ocurre con gran frecuencia o así nos parece, y además siempre estamos expuestos y no podemos oponernos. (Había decidido que la pronunciación sería esa, 'guebrídguma', aunque no tuviera ni idea, naturalmente.)
Al principio de conocer a Tupra había pensado o había temido adquirir con él ese parentesco a través de Luisa, de alguna manera irreal y rocambolesca —o más bien me había alegrado de que ella estuviera en Madrid y de que nunca fueran a encontrarse y eso así no pudiera darse—, cuando había visto con claridad que casi ninguna mujer se le resistiría y que yo llevaría las de perder si competía con él en ese campo algún día, llegara en primer lugar o a la vez o en segundo. Y ahora resultaba que probablemente lo había adquirido por otro conducto inesperado y más ligero, y que me hacía ser el que viene luegoy no el que estaba ya anteso había estado: aquél tiene cierta posición de ventaja, porque puede oír y averiguar cosas de éste, pero también es el que se arriesga al contagio, de haber alguna enfermedad por medio, y en realidad es eso, la enfermedad si la hubiera, la única manifestación tangible de ese extraño y débil vínculo con el que nadie cuenta conscientemente hoy en día, aunque de hecho exista sin ser nombrado y sobrevuele desatendido las relaciones entre los hombres y entre las mujeres, y entre los hombres y las mujeres. Esa lengua medieval ya no hay quien la hable ni apenas quien la conozca. Y bien mirado, hay algo más que en algunos casos se transmite por la persona interpuesta, desde el que estuvo antescon ella hasta el que estuvo luego, pero que no es tangible ni visible: la influencia. A lo largo de la conversación de aquella noche con la joven Pérez Nuix había tenido a ratos la impresión de oírla hablar por boca de Tupra, pero eso podía deberse también a sus varios años de trabajo en común y de continuo contacto, no por fuerza a su condición de examantes. Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras. ¿De un bisabuelo, un abuelo, un padre, no necesariamente los nuestros? ¿De un maestro lejano al que nunca escuchamos y que educó al que sí tuvimos? ¿De una madre, de un aya que la cuidó a ella de niña? ¿Del exmarido de nuestro amor, de un 'guebrídguma' al que jamas hemos visto? ¿De unos libros que no hemos leído y de una época que no vivimos? Sí, es increíble lo que la gente habla, lo que dice y cuenta y deja escrito, este es un fatigoso mundo de transmisión incesante, y así nacemos con la obra bien avanzada pero condenados a que nunca nada se acabe del todo, y llevamos acumuladas —retumban en nuestras cabezas, indistintas– las voces agotadoras de los incontables siglos, creyéndonos ilusamente que algunos pensamientos e historias son nuevos, jamás oídos ni leídos, cómo podría ser, si la gente no ha parado de contar irremediablemente desde que tuvo el habla y todo lo suelta más pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo publico, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, las certezas y las conjeturas, lo imaginario y lo acontecido, las persuasiones y las sospechas, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, las proezas y las humillaciones, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial —el enamoramiento– y lo insignificante —el enamoramiento—. Sin pensárselo dos veces, va y lo cuenta.
–Tampoco a mí se me habría ocurrido, no te jode, de haber tenido elección —le contesté a Tupra cuando dejamos de reír juntos desinteresadamente, a pesar mío, respecto a los 'bulwarks'o baluartes contra los que él me había arrojado—. Pero tú me has obligado, como a todo lo demás de esta noche, incluido estar aquí todavía a las mil y gallo. —Bueno, 'at an unearthly hour’ fue loque dije, con mi inglés a veces libresco; ‘a una hora no terrenal', literalmente—. No sé si te das cuenta, pero hace como un día entero que tan sólo me das órdenes, la mayoría fuera de horarios. Va siendo hora de que me marche. Quiero dormir, estoy cansado. —Así pasé de nuevo de la risa traicionera y breve a la seriedad más duradera, si es que no al enfado. E hice un ademán de ir pensando en levantarme, no más que ir pensando, porque aún no me lo permitiría: quería hablarme de Constantinopla y de Tánger en pasados siglos, siempre más voces agotadoras e historias que no conocemos. Pero no lo hacía y seguramente no iba a hacerlo, son esas cosas que se anuncian para no volver luego a ellas, se siembran para abandonarlas, como señuelos verbales; y pretendía mostrarme sus cintas privadas, o serían discos. Tampoco llegaba eso—. Si no me cuentas muy rápido lo de Tánger y Constantinopla, yo me largo, Bertram. Estoy harto, estoy que me caigo. Y no tengo humor para seguir charlando.
Tupra soltó una especie de rugido leve, algo indeciso entre la carcajada seca y la ahogada expresión de un desprecio. Se puso en pie y me dijo:
–No te impacientes, Jack, que aquí no cabe la prisa. Voy a enseñarte esos vídeos que te he dicho, aprenderás con ellos y te vendrá bien verlos. No en el momento, no son agradables y es muy posible que se te vaya el sueño, que te lo quiten para las próximas horas, ya te he dado permiso para no ir a trabajar mañana, o más bien hoy, no perdamos tiempo. —Miró el reloj muy velozmente, yo también: para Londres no era terrenal la hora, para Madrid sí lo era. Los niños ya estarían dormidos, pero quién sabía qué haría Luisa, aún podía estar despierta, con quién o con nadie—. Pero te vendrá bien más tarde, haberlos visto. Dentro de unos pocos días, y te servirán para siempre. Quizá ya no des importancia a lo que no la tiene, es lo primero que debería enseñarse a todo el mundo y en cambio nadie se ocupa de eso, al contrario: se educa para que cualquier idiota haga un drama de cualquier tontería. Se educa para sufrir sin verdadero motivo, y con sufrir por todo no se gana nada, o con atormentarse. Eso paraliza, eso abruma, eso impide moverse. Pero ya ves, la gente se da hoy golpes en el pecho hasta porque se dañe a una planta, no digamos si es a un animal, oh qué crimen, qué escándalo. Se vive en un mundo irreal, delicado, de mentira, blando. —'Cursi', pensé, 'al inglés le falta esa palabra tan útil, y tan amplia'—. El espíritu entre algodones, permanentemente. —Y volvió a rugir un poco, sonó esta vez como una tosecilla sarcástica—. Eso es en nuestros países. Y cuando en ellos irrumpe lo que es normal en otros sitios, lo que es su moneda diaria, nos encontramos desprotegidos y sin reflejos, bocados tiernos, y sólo al cabo de un tiempo reaccionamos, y entonces lo hacemos desmesurada y ciegamente, errando el blanco. Con excesivo miedo retrospectivo, como ha sucedido con los atentados, los de aquí, y los de tu ciudad, y de los de Nueva York y Washington ni hablemos.
–En Madrid nada ha cambiado mucho —le dije—. Es ya como si no hubieran ocurrido.
Pero él no me prestó atención, estaba a lo suyo. Su voz grave se había tornado aflictiva. Solía resultarlo casi siempre un poco, con su tonalidad de cuerda, como si surgiera del paso del arco sobre el violonchelo. Pero a veces esa cualidad se le acentuaba y producía en quien la oía un sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción; en mí al menos lo producía.
–No es que no haya que tener miedo, entiéndeme. Es que debíamos haberlo tenido ya antes, haber contado con él como con el aire, y también haberlo infundido. Infundirlo y tenerlo, todo el tiempo, ese es el estilo invariable del mundo, que se nos ha olvidado. Es algo natural en otras partes, más alertadas. Pero aquí nadie se entera y nos adormecemos sin mantener un ojo abierto, nos pilla todo de improviso y entonces no damos crédito. El miedo retrospectivo no sirve de nada, todavía menos que el anticipado. No es que ese sirva de mucho, pero por lo menos pone a la espera, más que en guardia. Siempre es mejor infundirlo. Ven, vamos, te enseñaré esas escenas, no son largas. Algunas te las pasaré aceleradas.
Me sirvió de su oporto de garrafa sin consultarme —quizá pensó que lo necesitaría para enfrentarme con lo instructivo no agradable—, cogió su copa y yo la mía a instancias suyas —me hizo un doble gesto con la cabeza y un dedo—, y me condujo a una habitación más pequeña que abrió con una llave de su llavero. Me pregunté quién más viviría en la casa, para no querer Tupra que entrara allí sin su permiso o su acompañamiento, tal vez sólo fuera el servicio. Encendió un par de lámparas. Era una especie de estudio que al instante me recordó a su despacho en el edificio sin nombre, estaba lleno de libros tan costosos como los del salón o más —quizá sus joyas de bibliófilo—; no había en cambio ningún cuadro, sólo el dibujo enmarcado de un busto de militar con bigote levemente curvado, tal vez algún ídolo suyo del MI6 o como se llamara antiguamente, al primer golpe de vista me pareció de la Primera Guerra Mundial, o como tarde de los años veinte; no creía que fuera un antepasado, un Tupra, vestía uniforme británico de oficial, no supe distinguir el rango. Había una mesa y sobre ella un ordenador; una butaca con ruedecitas detrás de la mesa, allí se encerraría a trabajar Reresby en casa; dos poufs. Con un pie los colocó delante de un armarito de baja altura cuyas portezuelas de madera abrió para que apareciera una televisión dentro, estaba absurdamente camuflada, como las minineveras en algunos hoteles finos que se avergüenzan de tenerlas. Me indicó que me sentara en uno de los poufsy así lo hice. Fue hasta la mesa, la rodeó y sacó de un cajón, que también abrió con llave, un DVD, tras rebuscar durante unos segundos, luego guardaría allí unos cuantos, o más de uno y más de dos. Encendió la televisión, el reproductor de DVD que estaba debajo, e introdujo en éste el disco. Tomó asiento en el otro poufsa mi izquierda, casi a mi altura pero un poco más atrás, ligeramente a mi espalda, los dos muy cerca de la pantalla aún azul, yo más encima, cogió el mando, yo había de mirar de reojo para poder verlo, y para captar su expresión torcer el cuello. Cada uno sostenía su copa en la mano, él lo hizo todo con una sola, o con el pie, como he dicho.
–¿Qué, qué vamos a ver, qué vas a ponerme? —le pregunté con una mezcla de impaciencia y desenfado—. No será una película, ¿verdad? No son horas.
Aún no sentía temor, me lo impedían la irritación y el cansancio, me parecía improbable que nada pudiera quitarme el sueño. Además, ya había visto bastantes cosas desagradables y difícilmente instructivas aquella noche, y no en un vídeo sino en la realidad palpable y respirable, a mi lado, todavía llevaba en el cuerpo, aunque ya amortiguado, el espanto de la espada cernida sobre el cuello del mameluco, y en mi cerebro aún resonaban los pensamientos inútiles que me habían asaltado: 'Lo va a matar, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco, este hombre de ira lleno, y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, es como un rayo sin trueno que despedaza callando, y va a segar en todo caso'. No creía que pudiera verlas peores, y cuanto pusiera Tupra ante mis ojos sería además ya pasado, algo ya sucedido, irremediable, filmado, en lo que mí intervención no contaría. No tendría vuelta de hoja, a cada visión se repetiría idéntico. Pero debí haberlo sentido, el temor, la aprensión, el encogimiento, el sobrecogimiento, desde el momento en que la voz de Tupra se había hecho más aflictiva que de costumbre y me había producido un amago de congoja sin motivo ni significado, como la de la música cuando es doliente y no hay razón objetiva —sí, violonchelo o violín o viola de gamba, son sólo notas, o un piano a veces—, como si él ya se hubiera adentrado en desastres retrospectivos que sin embargo pueden reproducirse y volver a hacerse presentes infinitas veces, al estar grabados o registrados, de los que yo no tenía conocimiento ni siquiera la menor sospecha.
–Esto que vas a ver es secreto. Nunca hables de ello ni lo menciones, ni siquiera conmigo más allá de esta noche, porque mañana ya no te lo habré enseñado. Son filmaciones que guardamos por si un día hacen falta. —'Por si acaso', pensé, ‘ese es el lema de nuestro trabajo, así parece'—. En ellas hay hechos vergonzosos o embarazosos, también delitos que no han sido denunciados ni perseguidos, cometidos por individuos de cierto fuste contra los que no se han tomado medidas ni iniciado acciones porque no convenía o no conviene o porque aún no es el momento o porque se ganaría poco con eso. Trae mucha más cuenta tenerlas, guardarlas, previéndoles una utilidad futura, con algunas se podría obtener mucho a cambio. A cambio de que sigan aquí sepultadas y nunca vistas por nadie, se entiende, además de por nosotros. Con otras ya se ha obtenido, les hemos sacado ya buen provecho, y además nunca se agota su beneficio posible, porque el material jamás lo destruimos ni lo entregamos, solamente se lo mostramos en ocasiones a quienes en él aparecen, a los interesados, si es que no se fían o no se creen que existan grabaciones semejantes y quieren cerciorarse y verlas. No tienen que venir aquí, descuida (aquí han venido contadas personas), ahora se hacen copias fácilmente y se les enseñan hasta en el móvil, o se les mandan. Así que estos discos son un tesoro: pueden persuadir, disuadir, conseguir importantes sumas, hacer retirarse a un candidato insalubre, callar bocas, lograr concesiones y acuerdos, abortar maniobras y conspiraciones, aplazar o mitigar conflictos, provocar incendios, salvar vidas. No va a gustarte su contenido, pero no los desprecies ni los condenes. Ten presente lo que valen y para lo que valen. Y el servicio que rinden, el bien que hacen al país a veces. —Había utilizado esa misma expresión nada más conocernos, en la cena fría de Wheeler en Oxford, cuando yo le había preguntado por sus actividades y él había sido huidizo en su respuesta: 'Negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio'. Ahora había vuelto a decir eso, 'el país', la palabra 'country'que también podía significar 'patria' en mi lengua, y en ella, dados nuestra historia y nuestros precedentes, se ha hecho un vocablo desagradable y peligroso que revela mucho, negativo todo, sobre quienes lo emplean; su equivalente inglés carece al menos de su emotividad y su pompa, un equivalente imperfecto. 'El país', el país, era curioso. A Tupra se le había olvidado de nuevo que el suyo y el mío no eran el mismo, que yo no era británico sino español, probablemente un español de mierda. Esa fue la vez que más cerca estuve de creer que me había ganado su confianza sin que se hubiera él percatado, es decir, sin que hubiera mediado su decisión de otorgármela: cuando perdió de vista, bien entrada aquella noche, en su casa a la que casi nadie iba, ante la pantalla aún en blanco, a punto de enseñarme sus imágenes reservadas, que yo le servía a él mientras le servía, y por un sueldo, pero no a su country. Ni tampoco al mío, desde luego. En cuanto a él, era imposible adivinar hasta qué punto le rendía servicios laterales o frontales al suyo o si iba siempre tras el beneficio propio. Quizá ya eran cosas indistinguibles, en su cabeza. Añadió—: Prepárate, vamos allá. Ni una palabra a nadie, ¿queda claro? Y apretó en el mando el botón de avance.
Lo que vi a continuación no debería contarse, y yo debo hacerlo tan sólo a ráfagas. En parte porque algunas escenas me las pasó aceleradas, como me había anunciado, y por suerte me enteré de ellas a medias, pero siempre lo suficiente y más de lo que yo habría querido; en parte porque en algunos instantes —uno, dos, tres, cuatro; y cinco– volví la cara o cerré los párpados, y en una o dos ocasiones me puse la mano a modo de visera sobre los ojos, a la altura de las cejas, con los dedos prestos, para poder ver o no ver lo que ya estaba viendo. Pero vi o entreví lo bastante de cada filmación o episodio, porque además Reresby me instaba a mantener la vista al frente ('No, no te vuelvas, aguanta, mira, no te pongo esto para que te apartes, no te escondas', me ordenaba cuando yo rehuía la visión de un modo u otro, y dime ahora si a lo que has asistido antes es tan terrible, dime si he exagerado, dime si tiene la menor importancia'; y por 'antes' se refería a lo que había ocurrido o él había hecho ocurrir en el lavabo de los tullidos, en mi presencia y ante mi impotencia, o ante mi pasividad y mi miedo, o mi cobardía simple). En parte, por último, porque no me atrevo a contarlo o no soy capaz de hacerlo, no cabalmente.
A medida que miraba y entreveía y veía, un veneno me fue entrando, y si utilizo esta palabra, veneno, no es del todo a la ligera ni sólo metafóricamente, sino porque se introdujo en mi conocimiento algo que nunca había estado allí antes y me provocó una sensación instantánea de estar enfermando gradualmente, algo ajeno a mi cuerpo y a mi vista y a mi conciencia, en verdad una inoculación, y este último vocablo es preciso etimológicamente, pues contiene el término latino 'oculus', del que de hecho procede, y por ahí penetraba mi inesperada y nueva dolencia, por los ojos que absorbían imágenes y las registraban y las retenían, y ya no podrían borrarlas como se borra la sangre del suelo, menos aún no haberlas visto. (Quizá sólo, cuando se hubieran curado, podría yo dudar de ellas: cuando hubiera pasado el tiempo que nivela y difumina y mezcla.) Así que entró en mí, como a través de una aguja lenta, lo que me era bien externo y desconocía completamente, lo que no había previsto ni concebido ni tan siquiera soñado, y tan de fuera venía todo que no me servía de nada haber leído en la prensa sobre casos parecidos, que allí siempre resultan remotos y exagerados, ni en las novelas, ni haberlos visto en el cine, del que jamás lo creemos todo porque en el fondo sabemos que es fingido, por mucho que nos desvivamos por los personajes o nos identifiquemos con ellos. Sin embargo las primeras escenas que me mostró Tupra en la pantalla tuvieron un engañoso elemento de comicidad relativa, por lo que aún no me costó bromear ni preguntarle al respecto (de haber empezado por las que siguieron, habría enmudecido desde el principio, seguramente):
–¿Qué es esto? ¿Porno?
Y eso fue como darle a Reresby la venia para ilustrarme hasta donde él quería —siempre poco, concisamente– acerca de aquella grabación inicial y también de las otras o de la mayoría, pues sobre dos o tres escenas guardó un extraño y total silencio —o acaso era significativo—, como si no cupiera decir nada de ellas.
–No en la intención. Ni en los resultados —me respondió muy frío, mi comentario no le había hecho gracia—. Esa mujer es una alto cargo del Partido Conservador, de su ala más rancia, a día de hoy con expectativas altas de ascenso, como contrapeso tranquilizador para los votantes más rígidos; y como suele lanzar soflamas contra la degradación de la moral y las costumbres, y el sexo desenfrenado y todo eso, es interesante ver lo que hace en esta cinta, y algún día podría ser útil pasársela. Ahí no está su marido.
La escena era sin prolegómenos, quiero decir que probablemente se había montado a partir de lo fundamental tan sólo, o del grano, lo cual lamenté bastante, pues me habría gustado saber de dónde habían salido, o qué le habían propuesto, o cómo habían llegado a eso, los dos maromos que – in medias resel episodio, insisto– ya le estaban practicando un sandwich, los tres enrevesados sobre una moqueta verde un poco descolorida o quizá era problema de la filmación, de regular calidad aunque lo bastante nítida para que yo reconociera a la alto cargo, esto es, me sonara de haberla visto con anterioridad en la televisión, en el Parlamento o en las noticias. Hasta recordaba su voz de viento o más bien como de secador eléctrico, una de esas personas que, aunque lo quieran, no pueden o no saben hablar quedamente ni hacer la más mínima pausa, para sus allegados un tormento. Por suerte esa grabación carecía de sonido, o de otro modo, a la vista de sus gestos de gran embeleso doble ante las embestidas simultáneas de los maromos posterior y anterior —o eran intermitentes, una sincronización defectuosa, y a ratos un mal encaje, se soltaban—, sus aullidos nos habrían parecido un vendaval o un serrucho. Aquellos dos sujetos tenían pinta de funcionarios en la medida en que su escasa ropa permitía hacer apuestas, y ninguno era muy joven ni muy esbelto, y uno de ellos —con el pantalón sólo abierto, un rasgo de pereza más que de urgencia– llevaba unos tirantes muy tirantes sobre la desnudez de su torso, que le conferían un aire incongruente, como si fuera una mezcla imposible de oficinista y carnicero. En cuanto a la mujer, rondaría los cuarenta años y conservaba a su vez la falda, convertida en un mero cinturón arrugado, y no era muy atractiva pese a su notable busto a la vista, sin operar ningún pecho. Podían estar en una habitación de hotel o en un despacho, el estrecho campo visual no ayudaba a aclararlo, la cámara centrada sólo en los personajes fornicantes, aquellos dos mendas sí que eran 'guebrídgumas' plenos, lo estaban siendo en el acto. Desde luego parecía una película porno, de presupuesto bajo o casera y con intérpretes suplentes. Quién y cómo habría rodado la escena era por supuesto una incógnita, pero hoy cualquiera es capaz de hacerlo, hasta con un teléfono móvil e incluso sin estar presente, a distancia, y así nadie está libre de ser captado en las situaciones más íntimas, o en las más desaforadas.