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Veneno Y Sombra Y Adiós
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 20:32

Текст книги "Veneno Y Sombra Y Adiós"


Автор книги: Javier Marias



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–Dime de qué se trata, Dime y veré qué puedo hacer, o si puedo hacer algo. Qué le pasa a Mr Pérez Nuix, los dos apellidos son suyos, ¿no? —Tampoco yo logré evitar que me saliera la condescendencia del que está en disposición de escuchar, sopesar, pensárselo, ser un momentáneo enigma, tener en vilo y conceder o negar o mostrarse ambiguo. Uno se siente siempre un poquito importante, sabe que encontrará placer en el 'Sí' y en el 'No' y en el 'Puede' ('Qué bien me porto', se dirá; o 'Qué duro soy, qué inconmovible, yo no me chupo el dedo ni me toma el pelo nadie'; o 'Si todavía no me pronuncio, seré dueño de la incertidumbre'), e invita a hablar con magnanimidad y paciencia: 'Tú dirás', o 'Dime', o 'Explícate'; o con intimidación y apremio: 'Desembucha', o 'Tienes dos minutos, aprovéchalos y ve al grano' (o 'Make the story shorts' si se está hablando en inglés, 'Abrevia'), yo le estaba dando a la joven todo el tiempo del mundo de aquella noche, la lluvia fuera nos quitaba prisa.

–Sí, mi madre se llamaba Waller de soltera. Él les pone guión, Pérez-Nuix —contestó, y dibujó ese guión en el aire—, yo no. Yo, como Conan Doyle. —Sonrió, pensé que sería la última vez en un buen rato, el que le llevara exponer su caso—. Mi padre es un hombre mayor, a mí me tuvo tardíamente, de su segundo matrimonio, tengo por ahí una medio hermana y un medio hermano que me llevan un montón de años, nunca he tenido mucho trato con ellos. Aunque era considerablemente más joven que él, mi madre murió hace seis años, un cáncer galopante. El ya estaba jubilado por entonces; bueno, hasta donde puede jubilarse quien ha hecho demasiadas cosas, la mayoría improductivas y vagas y sin abandonarlas del todo nunca. Siempre fue un mujeriego, aún lo es en la medida de sus posibilidades, pero se quedó desamparado entonces, o quizá desconcertado: incluso perdió el interés por las demás mujeres. Claro que eso fue pasajero, unos cuantos meses de repentino viudo envejecido, rejuveneció en seguida. Lo había pasado muy mal de niño en España, durante la Guerra y después, hasta que su padre consiguió sacarlo y traerlo a Inglaterra, mi abuelo había salido en el 39 y no pudo mandar por él hasta el 45, cuando acabó la guerra aquí contra Alemania; mi padre vino ya con quince años y siempre estuvo a caballo de los dos países, había dejado hermanos mayores que él en Barcelona, que ya no quisieron cambiar de país cuando les fue posible. Tampoco lo tuvo fácil al principio en Londres, hasta que se abrió paso. Se casó bien, las dos veces; no le costó en exceso, era un hombre encantador y guapo. Un enorme error y una injusticia, según sus palabras, que le tocara pasar dificultades al comienzo de su vida, pero desde luego las olvidó y se resarció muy pronto. Eso lo decía riéndose, de todas formas. El siempre sostenía, ha sostenido, que al mundo se viene para correrse una juerga, y el que no lo entienda así se ha equivocado de sitio, eso dice. Tenía muy buen humor, lo tiene, es de esas personas que huyen de la gente triste y que se aburren en el sufrimiento; aunque tengan motivos para él acaban por sacudírselo, les parece un sinsentido y una pérdida de tiempo, como un periodo de tedio involuntario, impuesto, que interrumpe la permanente fiesta e incluso puede arruinarla. El sintió muchísimo la muerte de mi madre, yo lo vi, su dolor fue muy sincero, rozó la desesperación algunos días, andaba como trastornado, encerrado en casa, lo cual era en él insólito, se ha pasado la vida yendo a sitios sociales y procurándose diversiones. Pero era incapaz de quedarse anclado en la pena más allá de unos meses. El lamento lo tolera sólo como coquetería breve, el ajeno y el propio, como un juego en busca de ánimos o de cumplidos, y demorarse en él le habría parecido desaprovechar la existencia, un desperdicio.

Esa era la palabra que había utilizado Wheeler, y también mi padre, para referirse a otra cosa muy distinta, a los muertos de las guerras, sobre todo una vez que las contiendas han concluido y se ve que en realidad todo sigue en su sitio, más o menos, como seguramente habría seguido, más o menos, ahorrándonos la carnicería. Así se sienten las guerras, con excepciones, cuando las aleja el transcurrir de los años y la gente ignora hasta las batallas cruciales que permitieron su nacimiento. Según el padre de la joven Nuix, también era un desperdicio dedicarle tiempo al desconsuelo, al duelo. Y me pasó por la cabeza que quizá su idea no era tan diferente de la de mis dos ancianos, aunque sí más tajante: no sólo eran un desperdicio los muertos, bélicos o pacíficos, sino también que nos ensombrecieran y nos arrastraran con ellos, sin permitirnos recuperarnos ni volver a alegrarnos. Nos hincaran la rodilla en el pecho y pesaran sobre nuestra alma.

–¿Cómo se llamaba tu padre de nombre, cómo se llama? —le pregunté, me corregí en seguida. Me había contagiado de sus oscilaciones temporales, 'Sostenía, ha sostenido', 'Decía, eso dice', 'Tenía, lo tiene', supuse que se le escapaban los inadecuados tiempos verbales porque el padre ya era mayor, y le costaría más cada día ver en él al de su infancia; nos ocurre a los hijos, que tomamos a los padres y madres de cuando éramos niños por los más verdaderos, los esenciales y casi los únicos, y más adelante, aun reconociéndolos y respetándolos, aun sosteniéndolos, los vemos un poco como impostores. Quizá nos vean ellos a su vez así, a nosotros, de jóvenes y de adultos. (Yo me estaba ausentando de la niñez de mis hijos, quién sabía por cuánto más tiempo; la única ventaja sería, si se prolongaba mucho el extrañamiento, que luego no nos veríamos como impostores, ni ellos a mí ni yo a ellos. Más bien como tío y sobrinos, algo así, algo raro.)

–Alberto. Albert. Bueno, Albert. —La segunda forma la había dicho a la catalana, esto es, con el acento agudo, y la tercera a la inglesa, con el acento llano. Deduje que era de esta última manera como habría acabado llamándose el padre en su país de adopción: como lo llamarían sus conocidos yamigos, ysu segunda mujer en casa, y como la niña Pérez-Nuix lo oiría, antes de renunciar a su guión pretencioso—. ¿Por qué?

–Por nada. Si se me habla de alguien a quien no conozco, me hago mejor idea si sé su nombre de pila. Esos nombres condicionan bastante, a veces. Por ejemplo, no resulta indiferente que Tupra se llame Bertram. —Y me aproveché, con la siguiente frase, de mi pasajera posición de mando, fue una tentativa de crearle inseguridad a la joven, o de meterle una prisa que ya no existía, estaba acomodado a la situación y a su presencia agradable, definitivamente mi salón era más acogedor con ella dentro, y más entretenido—. Todavía no sé por qué me estás contando todo esto de tu padre. No es que no me interese, cuidado. Me gusta saber de ti, además eso.

–No te preocupes, no me he ido por las ramas; o no del todo, ya voy a ello —me contestó algo apurada. Había surtido efecto mi frase, a veces es muy sencillo poner a alguien nervioso, incluso a los que así no se ponen. Ella era de esos, como Tupra y Mulryan y Rendel. También yo debía de serlo, si me habían admitido en su grupo, aunque no creyera poseer esa virtud o no tuviera conciencia de ella, a menudo me noto por dentro los nervios como alfileres. Luego acaso fingíamos todos, o manteníamos la calma en el trabajo, y no fuera tan eficazmente—. Bueno, desde la muerte de mi madre... Mi padre lleva seis años más desatado que nunca, más necesitado de actividad y de compañía. Y a partir de cierta edad, por sociable y encantador que uno sea, hacerse con ambas cosas puede costar dinero; él lo ha gastado a manos llenas, ya sin el control de mi madre.

–¿Qué, se lo dejaba administrar por ella?

–No exactamente. Era sobre todo que venía de ella, ella era quien más tenía, de familia, y más o menos en orden y asegurado. No que fuera rica, no una fortuna, pero lo bastante para no padecer ahogos, digamos, durante una vida, o incluso vida y media de comodidades. Lo que él ganó siempre fue esporádico. Se metía con optimismo en negocios azarosos y varios, producción cinematográfica y televisiva, editoriales, bares de moda, incipientes casas de subastas que no despegaban. Alguno iba bien y le proporcionaba grandes beneficios un año o dos, pero nunca estables. Otros iban fatal, o se lo engañaba, y perdía lo invertido de golpe. En unas y en otras rachas, jamás cambió su estilo de vida, ni se privó de sus entretenimientos y festejos. Mi madre se encargaba de ponerle un poco de freno, de que no se le disparase el derroche hasta el punto de constituir un peligro para su economía. Eso se terminó hace seis años. Ahora, hará un mes, me he enterado de que ha contraído tremendas deudas de juego. Siempre fue un entusiasta de las carreras, y de las apuestas a sus queridos caballos; pero es que ahora apuesta a todo, a lo que sea, y además ha ampliado el campo a Internet, donde la variedad es ilimitada; frecuenta timbas y casinos, sitios en los que nunca le falla la presencia de gente excitada, lo que más lo ha atraído desde que yo tengo memoria, así que esos lugares se han convertido en su principal manera de continuar hoy con la juerga en que para él consiste el mundo; y para acceder a ellos no hace falta caer en gracia ni esperar a ser invitado, lo cual es una gran ventaja para un hombre ya entrado en años. Luego, desaparecía de casa durante temporadas, y yo no sabía nada de él hasta que se acordaba de avisarme una noche desde Bath o Brighton o París o Barcelona, o desde un hotel aquí en Londres, le daba por coger una habitación, date cuenta, en la propia ciudad en la que tenía su casa, y nada mala, para sentirse más partícipe de la animación y el trasiego, deambular por el vestíbulo y entablar conversación en los salones, normalmente con absurdos turistas americanos, los más deseosos de departir con nativos. También me he enterado de que, hasta hace sólo unos meses y desde hacía decenios, mantuvo en alquiler fijo una pequeña suiteen un hotel con solera, el Basil Street, que no es de lujo y se ve un poco anticuado, pero imagínate el dispendio, e imagínate para qué la habrá tenido, y el agasajo es lo que sale más caro. Esa deuda, al menos, ya está saldada, los del hotel fueron comprensivos y llegué a un compromiso con ellos. No así las de juego, claro, que se le han hecho demasiado elevadas, como suele pasarles a los aficionados ingenuos y a quienes se esfuerzan por caer bien a sus nuevos conocidos, y a mi padre le encanta renovar su círculo de amistades. —La joven Pérez Nuix tomó aliento (pero sin aspaviento), descruzó y cruzó las piernas, inviniéndoles la posición (la de abajo arriba y la de arriba abajo, creí hasta oír el avance de la rasgadura, ojo no le perdía), y me acercó su copa por la base, una pulgada. Prefería que no bebiera tanto, aunque parecía tener buen aguante. No me di por enterado, esperaría a que insistiera, o a que la empujara en mi dirección más pulgadas—. Por fortuna no las tiene muy dispersas, las deudas, algo es algo. Dentro de todo, no carece de sensatez absolutamente, así que le fue pidiendo créditos a un banco; bueno, más bien a un banquero amigo, a título semipersonal, era amigo de mi madre en principio, suyo sólo por proximidad o consorcio. Este señor, sin embargo, Mr Vickers, delegó en un testaferro, para no involucrar a su banca ni de lejos, entiendo: un hombre de muy variados negocios, relacionado con loterías y apuestas entre otras mil cosas, y prestamista ocasional por tanto. Las sumas procedían del banquero siempre, en este caso, pero el testaferro quedó encargado de efectuar las entregas y también de recuperarlas, con sus intereses digamos bancarios. Y como, si no logra cobrarlas, deberá responder él ante Vickers y satisfacerle esas cantidades de su bolsillo, no sé si te vas haciendo ya una idea del apuro en que se encuentra mi padre.

–Bueno, no sé, lo denunciarían, ¿no? ¿O cómo va eso? ¿No puedes llegar a un arreglo con ese Vickers, si era amigo de tu madre?

–No, no va así la cosa, no me entiendes —dijo Pérez Nuix, y en las últimas tres palabras hubo un acento de desesperación cernida, el primero que le notaba—. El dinero es suyo en origen, sí, pero a todos los efectos prácticos es como si no lo fuera. Es sólo como si él hubiera dado la orden: 'Préstale a este caballero, hasta tal máximo, y que te lo devuelva con estos intereses y en tal plazo. O que no te lo devuelva, me da lo mismo; tú me lo traes'. Oficialmente él no lo toca, ni para darlo ni para recobrarlo. No es asunto suyo ocuparse de las transacciones, al cuidado del testaferro desde el primer hasta el último paso, y sobre las que el banquero no ejerce control alguno; se trata justamente de quitarse eso de encima; en consecuencia, renuncia a intervenir, ni querría. No querrá ni saber si lo que le llega en la fecha fijada viene del deudor o no; lo recibe de quien lo recibió antes de él, como debe ser. Eso es todo. El resto no es de su incumbencia. Así que el problema no lo tiene mi padre con Vickers, sino con este hombre, y no es de los que van a una comisaría a cursar denuncias inútiles. No estamos en tiempos de Dickens, cuando la gente iba a la cárcel por cualquier deuda ridícula. ¿Qué ganaría además con eso, con meter entre rejas a un hombre de setenta y cinco años? Eso en el supuesto de que le fuera posible.

–¿No lo embargarían, a tu padre?

–Déjate de vías legales y lentas, Jaime, ese hombre no recurriría a ellas para saldar una cuenta pendiente, y supongo que por eso delegan en él Vickers y otros, para que nadie tenga que perder el tiempo y todo salga como estaba previsto.

–¿No puede vender, tu padre? La casa, lo que le quede. —La mirada de la joven, un destello impaciente pese a su posición de inferioridad o desventaja (había empezado a pedirme), me hizo comprender que esa solución no contaba, bien porque ya hubiera vendido, bien porque ella no estuviera dispuesta a que su padre se quedase sin su techo de siempre, eso es lo único que consuela y calma a los viejos y a los enfermos cuando les toca pararse, por andariegos que hayan sido. No insistí, me desvié en seguida—. Bueno, si lo que me estás diciendo es que temes que le den una paliza o incluso un navajazo, tampoco veo qué sacarían en limpio de eso, ni el banquero ni su testaferro. El cadáver de un casi anciano en el río. —'Demasiadas películas antiguas', pensé al instante. 'Siempre me imagino el Támesis devolviendo sus cuerpos hinchados, cenicientos, mecidos.'

–Al primero le pagaría el segundo, olvídate de él, está fuera del juego; sólo lo ha desencadenado, y aunque el dinero provenga de él, ya no proviene. —'Según eso', pensé, 'las cosas no las desencadena el que pide, sino el que accede a la petición que le llega; más vale que me aplique el cuento'—. En cuanto al testaferro, en esta ocasión sufriría una pérdida, pero en otras habrá obtenido y seguirá obteniendo ganancias. Lo que no puede permitirse es un precedente, que alguien no cumpla y no le pase nada. Quiero decir, nada malo. ¿Lo entiendes? —Y aquí volvió a aparecer la nota, quizá era más de exasperación incipiente que de lo que he dicho antes—. No es que fueran a dañar, por fuerza, físicamente a mi padre, aunque tampoco es descartable, en absoluto. En todo caso lo perjudicarían gravemente, eso es seguro. Tal vez en mí misma, si no encontraran otro medio mejor para escarmentarlo, o, desde su punto de vista, para aplicar las reglas, penalizar un impago y hacer justicia. No podrían dejar sin su andanada a un navegante temerario, que se ha saltado el peaje. Con todo, no es lo que más me preocupa, lo que a mí pudiera ocurrirme, y no es muy probable que me convirtieran en su objetivo, saben que conozco a gente, que estoy blindada por algunos flancos, que sé defenderme; no de una paliza ni de un navajazo, claro, pero no irían por ahí conmigo, sino que intentarían desacreditarme, hacer que no volviera a trabajar en nada de lo que me interesa, echarme a perder el futuro, y lograr eso con alguien joven no es nada fácil, el mundo da tantas vueltas... que, no sé, se pone del revés muchas veces. Lo que sobre todo temo es lo que le hicieran a él, física o moralmente, o biográficamente. Va tan ufano por la vida que no comprendería lo que le estuviera pasando. Eso sería lo peor, su desconcierto, no levantaría cabeza. No sé, le arruinarían lo que le resta de vida, o se la acortarían. Eso en el caso de que no decidieran quitársela, toco madera y cruzo los dedos. —Y la tocó y los cruzó, ante mi vista—. A un hombre mayor sí que es fácil hundirlo del todo. No digamos matarlo, cruzo los dedos. —Y en efecto los cruzó de nuevo—. Se cae sólo con empujarlo.

Se calló un momento y se quedó mirando su copa vacía, pero esta vez no quería o no se acordó de acercármela. Acarició con los mismos dos dedos la base. Era como si viera en ella a su alegre y frivolo y frágil padre, bastaría con volcarla para que se rompiera en pedazos.

–¿Y qué puedo hacer yo al respecto? ¿Cómo entro yo en todo esto?

Levantó en seguida la vista y me miró con sus ojos veloces y vivos, eran castaños y jóvenes y no estarían aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan.

–Ese hombre al que te tocará interpretar pasado mañana o al otro, o como tarde la semana que viene —me contestó casi pisándome la segunda pregunta, como quien lleva largo tiempo esperando ver un faro en la niebla y por fin lo distingue y lo vocea—, es ese testaferro, nuestro problema, el problema. Y es otro inglés con apellido extranjero. Se llama Vanni Incompara.

Vanni o Vanny Incompara, así dijo que se lo conocía, aunque su nombre era John oficialmente, era inglés sin duda, no estaba segura de si por nacimiento —resultaba ser un hombre elusivo, ella estaba recopilando ahora datos sobre su pasado, con inesperadas tinieblas en el rastreo– o por haber adquirido con rapidez la ciudadanía, valiéndose de influyentes contactos o mediante algún subterfugio discreto y raro, y así no le constaba si era un inmigrante de primera generación o de segunda, como lo eran Tupra y ella, esto último, nacidos ambos ya en Londres, ignoraba si Bertram lo era en realidad de tercera o cuarta o enésima, tal vez su familia llevaba siglos aposentada en la isla. Nunca le había preguntado por eso, tampoco por el origen de su extraño apellido, no sabía si era finlandés, ruso, checo, armenio o turco, como yo le sugerí y a mí me había sugerido Wheeler la primera vez que me habló de quien se convertiría en mi jefe, burlándose de su nombre un poco, cuando yo aún no lo conocía, ni si era indio, apuntó ella de pronto, la verdad era que no tenía ni idea, a ver si un día se acordaba de averiguarlo, él nunca mencionaba sus raíces, ni a parientes vivos ni muertos ni remotos ni cercanos, esto es, a consanguíneos —debió de pensar en Beryl al puntualizar, desde luego yo pensé en ella—, como si hubiera surgido en el mundo por generación espontanea; también era cierto que no tenía por qué hacerlo, en Inglaterra se tendía a ser reservado si no opaco en lo personal, hablaba de sí mismo y de lo que había vivido a veces, pero siempre con vaguedad, sin jamás situar ni fechar con precisión las andanzas que evocaba, cada una aislada de las otras y sin apenas contexto, como si nos mostrara tan sólo pequeños fragmentos de lápidas destrozadas.

Era posible que este John Incompara hubiese llegado a Inglaterra hacía no demasiados años, eso explicaría que aún le gustara ser llamado por el diminutivo de su nombre italiano, Vanni lo era de Giovanni, me explicó didáctica y amablemente, por si yo no había caído en la cuenta. Se había empezado a tener noticia de sus actividades, en todo caso, en tiempos bastante recientes, y a buen seguro era un individuo hábil: había hecho con celeridad dinero —o acaso ya lo traía– y amistades de relativa importancia, y si delinquía, como era probable, se cuidaba de disfrazar o maquillar las ilegalidades con los asuntos de guante blanco y de no dejar pruebas ni indicios en sus sospechadas acciones más drásticas, o más brutales. Contra él no había nada, o ella no tenía nada efectivo con lo que intentar negociar, por ejemplo, la directa condonación de la deuda paterna, sin más rodeos. Lo único de que disponía ahora era de mí. Vanni Incompara iba a ser examinado, estudiado, interpretado por el grupo y a mí me iba a tocar trabajar con Tupra en ello. En la medida de su conocimiento, se trataba de un encargo de terceros, de algún particular particular que seguramente estuviera pensándose si hacer negocios con él y quisiera precaverse y saber más, hasta qué punto era de fiar y hasta qué punto engañaba, hasta cuál era constante y hasta qué otros rencoroso, o paciente, o peligroso, o resuelto, cosas así, las habituales. De paso, Incompara quería probar, si su previsible encuentro con Tupra le daba oportunidad de ello, a establecer un inicio de trato o aun de confianza con él, al que sabía excelentemente relacionado en casi todos los ámbitos, una fecunda vía de acceso a mucha gente adinerada y a celebridades. Lo que me pedía Pérez Nuix no era gran cosa, bien mirado, dijo. Un inmenso favor para ella, para mí no tanto esfuerzo, se reafirmó pese a mis anteriores protestas, ahora que me lo estaba explicando. Sólo que ayudase a Incompara, en la medida de mis posibilidades y de mi prudencia, a salir del escrutinio con un notable o un aprobado; que emitiera una opinión favorable en lo relativo a su fiabilidad, a su falta de peligrosidad y rencor hacia sus socios y sus aliados, a su capacidad para resolver problemas y vencer dificultades, a su valor personal; que tampoco exagerara la nota, y no me apartara en exceso de lo que en él viera Tupra, o yo creyese que Tupra advertía (no solía pronunciarse mucho en nuestra presencia, sino que nos preguntaba, nos apretaba, y así intuíamos hacia dónde nos dirigía y se encaminaba); que introdujera matices y sombras, lo cual me sería fácil, para que nuestro jefe no se encontrara con un cuadro de una sola luz y un color, del que se inclinara a desconfiar por principio y por demasiado nítido; que en ningún caso lo perjudicara. Y que, si por ventura notaba la más leve corriente de afinidad o simpatía entre los dos hombres, la fomentara y la celebrara luego, asimismo sin insistir, con discreción y aun con indiferencia; sólo un eco quedo, un rumor, un murmullo. 'Un murmullo sosegado y paciente o desganado y lánguido’, pensé, 'de palabras que se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta ni de la vehemencia, y que así se absorben pasivamente o como un regalo y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho. Como los que llevan y desprenden los ríos en mitad de la noche de fiebre, una vez apaciguada; y ese es uno de los tiempos en que todo puede ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado y hasta una mancha de sangre que borramos aunque no existiera, como se cree a los libros que le hablan a uno entonces, a su fatiga, a su sonambulismo, a la fiebre, a sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto, y nos convencen de lo que quieran, incluso de ser un hilo de continuidad entre vivos y muertos, ellos en nosotros y nosotros en ellos, y de entendernos.' Y a continuación me vinieron a la memoria las aproximadas palabras de Tupra en la cena fría de Sir Peter Wheeler junto al río Cherwell de Oxford: 'A veces dura días tan sólo, el efecto de ese tiempo, y a veces dura ya siempre'.

–Pero si ese individuo no perdona una deuda a un hombre mayor e indefenso —le dije a Pérez Nuix tras quedarnos callados ambos durante unos segundos, yo había apoyado la mejilla derecha en el puño mientras la escuchaba, y así aún la mantenía; y me di cuenta de que ella había hecho lo mismo mientras me hablaba, los dos con la postura idéntica como un matrimonio estable que se contagia los gestos—; si lo ves capaz de acciones brutales y es lo que más temes de él con tu padre; y si además no es tipo que engañe, como me dijiste hace ya rato ('yo lo sé, yo lo conozco', has dicho); entonces no veo de qué modo podría persuadir yo a Tupra de no percibir lo que le será manifiesto. Quizá me atribuyes dotes que no poseo, o demasiada influencia, o tienes a Bertram por un despistado y un pardillo, lo cual no creo. Él es mucho más veterano que yo, y más ducho, y más agudo. Y también que tú, seguramente. Me refiero a veterano. —Hice esa puntualización innecesaria pensando en la opinión del propio Tupra sobre sus capacidades, según Wheeler, y porque tampoco quería rebajarla. Pero ella no recogió el cumplido indirecto.

–No, no me has entendido del todo, Jaime —me contestó con su nota de desesperación o exasperación de nuevo, pero la reprimió en el acto—. No he llegado a explicarme, cuando te he dicho eso. Yo he estado con Incompara, sí, me he reunido con él ya un par de veces, a ver qué podía sacarle, qué se podía hacer por mi padre, a intentar calmarlo y ganar tiempo, ver qué cosas le interesan y si tenía en mi mano alguna moneda de cambio que yo ignorase, y resulta que la tengo. Si tú me ayudas. No es tipo que engañe mucho, en efecto. Quiero decir que uno advierte en seguida que no tendrá escrúpulos si ha de dejarlos de lado o le es muy conveniente. Y su brutalidad probable. No tanto personal (no me lo imagino pegando palizas) cuanto en las órdenes que dé y en las decisiones que tome. Se advierte su dureza en los pactos, su obcecado apego a los cumplimientos, una especie de reglamentista, aunque esto podría ser una escenificación para justificar ante mí su intransigencia en mi asunto. Apego a los cumplimientos ajenos, claro está, no a los propios. Un rasgo, por lo demás, hoy tan común a tanta gente, nunca estuvieron los ojos tan satisfechos de llevar sus beamsbien visibles. —No le salió ahí la palabra española, 'vigas'; eso le pasaba muy rara vez, pero alguna; era inglesa al fin y al cabo, eso decía—. Pero todo eso no es malo, no es negativo ni disuasorio a la hora de valorar la eficacia de alguien con quien se va a contar como socio. Al contrario, y por eso recurren a él y lo utilizan personas como Mr Vickers, un hombre honrado que simplemente no quiere ocuparse ni saber nada de los detalles confusos o desagradables. Bertie distinguirá todo eso en Incompara, desde luego, y en ello tú no vas a contradecirle, porque lo observarás también y porque sería inútil discutirle algo palmario. Claro que Incompara es de cuidado (si no mi situación no sería tan grave), y en esos aspectos no es ya que no engañe, sino que le resultaría muy difícil hacerlo. No te estoy pidiendo que mientas en casi nada, Jaime, sobre todo allí donde no serviría. Ninguna mentira sirve si no es creíble. Bueno, si no es creída. Perdona que insista en esto, pero lo que te pido es poco, y mucho lo que yo ganaría.

–¿Qué ganarías, exactamente?

–Vanni Incompara estaría dispuesto a perdonarle la deuda a mi padre, a cambio de esto. Íntegra.

–¿A cambio de qué, exactamente? —Volví a emplear el mismo adverbio—. ¿Con qué quedaría contento ese individuo? ¿Cuál habría de ser la consecuencia, en qué se concretaría tu parte? Y tú le crees.

Sí, le creo en esto. Él no dudaría en escarmentar a mi padre o a cualquiera que no le cumpliese, pero estoy segura de que siempre prefiere ahorrárselo. No le importará no cobrar el dinero si se le compensa con algo que valga, de dinero ya anda largo. Él sabe que se ha pedido asesoramiento sobre él, a nuestro grupo. Bueno, a Bertie, que es quien recibe las instrucciones de arriba y la mayoría de los encargos privados. Los de enjundia. Yo no sé quiénes han solicitado su informe, Incompara no me lo ha dicho, pero eso a nosotros nos da lo mismo, ¿no? Lo ignoramos casi siempre, de todas formas. Sean quienes sean, para él es importante que le den el visto bueno y lo acepten, o llegar a acuerdos con ellos, o entablar negocios, o participar de sus proyectos. Me daría por pagada la deuda si al final eso se produce, es decir, si esa gente que lo va a someter a examen no lo rechaza, eso le basta. Lo achacaría a mi intervención, a mi colaboración, al menos en parte, suficientemente, eso dice, no las tendrá todas consigo, conocerá sus puntos flacos ylos creerá detectables para un ojo entrenado, como nos pasa a todos cuando nos sabemos bajo la lupa. Eso tardaríamos en saberlo unos días, el resultado, quizá alguna semana, pero mientras tanto... En el peor de los casos, contaríamos con un aplazamiento para mi padre.

–Sí, su español era decididamente libresco: no le salía ‘vigas' pero sí 'escarmentar', 'entablar' o 'enjundia'. Había hecho suya la cuestión, querría dejar al padre lo más a un lado posible, librarlo hasta de los trámites, había asumido ella su deuda y por eso decía 'Me la daría por pagada', o 'mi situación', o 'mi asunto'. Ni siquiera 'Nos' y 'nuestro'.

–¿Por qué estás tan segura de que me va a tocar a mí, interpretar a ese Incompara? ¿No podría tocarte a ti, y así no tendrías problemas, ni que pedirle el favor a nadie?

–Llevo ya unos cuantos años con Bertie —me contestó—. Suelo saber a quién va a asignar cada sujeto, cuando no es trabajo rutinario y estoy enterada de antemano. Cuando hay dinero grande por medio o se requiere un tacto especial por la razón que sea. No sé, si hubiera que realizar un estudio de la actual novia del Príncipe, por ejemplo (y eso ya caerá, antes o después nos caerá eso), recurriría a mí para la tarea. Para ayudarlo, vamos, como segunda opinión, como contraste, porque ahí no delegaría en nadie. Él sigue, además, un alambicado sistema de turnos, dentro de nuestras características. No es muy rígido, pero según ese turno y mis cálculos, también te toca. Qué más quisiera yo que ser elegida para Incompara, ojalá. Si me equivoco y así sucede, no te quepa duda de que me alegraré la primera, más que tú y más que él, más que nadie. Me facilitaría las cosas, preferiría no depender de ti. No importunarte con esto, no mezclarte. He dudado mucho antes de pedirte nada. Lo he dudado estos días atrás, y ahora mismo durante la caminata, más de una vez he estado a punto de dar media vuelta y marcharme a casa. Lo que yo no puedo hacer es ofrecerme, ni mostrar predisposición a encargarme de alguien, porque Bertie se preguntaría el porqué al instante, y me lo preguntaría, y se le despertarían sospechas, él no las rehuye ni las duerme nunca, no descarta tenerlas de nadie. Ni de su madre, si le queda madre, nunca le he oído hablar de alguien suyo, ya te he dicho. Y hay aquí otro elemento: por lo que yo sé, Incompara debe de andar ya metido en demasiados sitios. Bertie considerará, entre otros factores, que tú eres el menos expuesto, digamos, a contaminaciones azarosas previas, por no llevar aquí mucho tiempo en Londres.


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