Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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»Un campesino que se había salido de las filas y se había puesto a la sombra de los porches los miraba disgustado, y dijo: "Debieran gritar: Viva la borrachera. No son capaces de creer en otra cosa."
»-No creen siquiera en eso -dijo otro campesino-. Esos no creen en nada ni comprenden nada.
»En aquel momento uno de los borrachos se puso de pie, levantó el brazo cerrando el puño por encima de su cabeza y gritó: "Viva la anarquía y la libertad y me c… en la leche de la República."
El otro borracho, que seguía aún en el suelo, atrapó por la pantorrilla al que gritaba y dio media vuelta, de modo que el borracho que gritaba cayó sobre él. Luego se sentó y el que había hecho caer a su amigo le pasó el brazo por el hombro, le tendió la botella, besó el pañuelo rojo y negro que llevaba y los dos bebieron juntos a morro.
«Justamente entonces se oyó un alarido en las filas y mirando hacia el porche no pude ver quién salía porque su cabeza no sobrepasaba las de los que se apretujaban delante de la puerta del Ayuntamiento. Todo lo que podía ver era que Pablo y Cuatrodedos empujaban a alguien con sus escopetas, aunque no llegaba a descubrir quién era; y me acerqué a las filas por la parte en donde se apretujaban contra la puerta para tratar de ver.
»Todos empujaban. Las sillas y las mesas del café de los fascistas habían sido derribadas, salvo una mesa, en donde había un borracho tumbado con la cabeza colgando y la boca abierta. Cogí una silla, la apoyé en uno de los pilares y me subí a lo alto para poder ver por encima de las cabezas.
El hombre que Pablo y Cuatrodedos empujaban era don Anastasio Rivas, un fascista indudable y el hombre más gordo del pueblo. Era tratante en granos y agente de varias Compañías de Seguros y prestaba además dinero a interés elevado. Yo, sobre mi silla, le veía bajar los escalones y adelantarse hacia las filas con su grueso cogote, que le rebosaba por encima del cuello de la camisa, y su cráneo calvo que brillaba al sol; pero ni siquiera tuvo tiempo para entrar en las filas, porque esta vez no hubo gritos, sino un alarido general. Fue un ruido muy feo. Todos los borrachos gritaban a un tiempo. Las filas se deshicieron y los hombres se precipitaron, y vi a don Anastasio tirarse al suelo, con las manos en la cabeza; después de esto no pude verle, porque los hombres se apilaron sobre él. Y cuando los hombres le dejaron, don Anastasio había muerto; le habían golpeado la cabeza contra los adoquines del pavimento bajo los porches; y ya no había filas, no había más que la multitud.
»-Vamos a entrar por ellos; vamos adentro.
»-Es demasiado pesado para cargar con él -dijo un hombre, dando un puntapié a don Anastasio, que estaba tendidoboca abajo-. Dejémosle aquí.
»-¿Para qué vamos a cargar con ese tonel de tripas hasta el barranco? Dejémosle aquí.
»-Entremos para acabar con los de dentro -gritó un hombre-. Vamos.
»-No merece la pena esperar todo un día al sol -gritó otro-. Vamos. Vamos.
»La muchedumbre se apretujaba debajo de los porches. Había gritos y empujones y gritaban todos como animales. Gritaban: "Abrid, abrid. Abrid." Porque los guardias habían cerrado las puertas del Ayuntamiento cuando las filas se habían roto.
«Subida en mi silla, podía ver a través de los barrotes de las ventanas del salón del Ayuntamiento, y en el interior todo seguía como antes. El cura estaba de pie; los que quedaban estaban de rodillas en semicírculo alrededor y todos rezaban. Pablo estaba sentado sobre la gran mesa, ante el sillón del alcalde, con la escopeta cruzada a la espalda. Estaba sentado con las piernas colgando y fumaba un cigarrillo. Todos los guardias estaban sentados en los sillones de los concejales, con sus fusiles. La llave de la puerta grande estaba sobre la mesa, al lado de Pablo.
»La muchedumbre gritaba: "A-brid. A-brid. A-brid…", como una cantinela, y Pablo permanecía allí, sentado, como si no se enterase de nada. Dijo algo al cura, pero no lo pude oír por culpa del gran alboroto de la muchedumbre.
El cura no le respondía y continuaba rezando. Acerqué más la silla al muro, porque las gentes que estaban detrás me empujaban. Volví a subirme. Tenía la cabeza pegada a la ventana y me sostenía con las manos sujetas a los barrotes. Un hombre quiso subir también sobre mi silla y subió, pasando sus brazos por encima de los míos y sujetándose a los barrotes más alejados.
»-La silla va a romperse -le dije.
»-¿Qué importa? -contestó él-. Míralos, míralos como rezan.
»Su aliento sobre mi cuello hedía como hiede la multitud, un olor agrio, como el vómito sobre el pavimento, y el olor de la borrachera, y fue entonces cuando metió la cabeza por entre los barrotes, por encima de mi espalda, y se puso a vociferar: "¡Abrid, abrid!" Y era como si tuviese a la mismísima multitud a mis espaldas en una especie de pesadilla.
»La multitud se apretaba contra la puerta y los que estaban delante eran aplastados por los otros, que empujaban desde atrás, y en la plaza, un borrachín de blusa negra, con un pañuelo rojo y negro en torno al cuello, llegó corriendo y se arrojó contra la muchedumbre y cayó de bruces al suelo; entonces se levantó, se echó para atrás, cogió carrerilla y volvió a lanzarse de nuevo contra las espaldas de los hombres que empujaban, gritando:" ¡Viva yo y viva la anarquía!"
»Mientras yo miraba, el hombre se alejó de la multitud, y fue a sentarse por su cuenta y se puso a beber de su botella, y mientras estaba sentado vio a don Anastasio, tendido en el pavimento, pero muy pisoteado, y entonces el borracho se levantó y se acercó a don Anastasio y le arrojó el contenido de la botella por la cabeza y por la ropa. Luego sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió varias, intentando prender fuego a don Anastasio, pero el viento soplaba con fuerza y apagaba las cerillas. Al cabo de un momento, el borracho se sentó junto a don Anastasio, moviendo la cabeza con tristeza y bebiendo de la botella, y de cuando en cuando se inclinaba sobre el cadáver y le daba golpecitos amistosos en la espalda.
»En todo ese tiempo la muchedumbre había seguido gritando que abrieran, y el hombre que estaba subido en mi silla se agarraba con todas sus fuerzas a los barrotes de la ventana, gritando también que abrieran, hasta que me dejó sorda con sus rugidos y con su aliento maloliente, que me echaba encima, y dejé de mirar al borracho que intentaba prender fuego a don Anastasio y empecé a mirar al interior del salón del Ayuntamiento, y todo continuaba como antes. Seguían rezando todos los hombres arrodillados, con la camisa abierta, unos con la cabeza inclinada, otros con la cabeza erguida, mirando al sacerdote y al crucifijo que el sacerdote tenía en sus manos; el sacerdote rezaba muy de prisa, mirando hacia lo alto, y detrás de ellos Pablo, con un cigarrillo encendido, estaba sentado sobre la mesa, balanceando las piernas, con el fusil a la espalda y jugando con la llave.
»Vi a Pablo inclinarse de nuevo para hablar al cura, pero no podía oír lo que hablaba por culpa de los gritos; pero el cura seguía sin responderle y seguía rezando. Un hombre se levantó en esos momentos del semicírculo de los que rezaban y vi que quería salir. Era don José Castro, a quien todos llamaban don Pepe, un fascista de tomo y lomo, tratante de caballos. Estaba allí, pequeño, con aire de enorme pulcritud, aun sin afeitar como iba, y con una chaqueta de pijama metida en un pantalón gris a rayas. Don Pepe besó el crucifijo, el cura le bendijo, y entonces don Pepe levantó la cabeza, miró a Pablo e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.
»Pablo le contestó con otro movimiento de cabeza, sin dejar de fumar. Podía ver yo que don Pepe le decía algo a Pablo; pero no podía oír lo que le decía. Pablo no respondió: movió simplemente la cabeza señalando a la puerta.
»Entonces vi a don Pepe volverse para mirar también a la puerta y me di cuenta de que no sabía que la puerta estaba cerrada con llave. Pablo le enseñó la llave y don Pepe se quedó mirándola un instante, y luego volvió a su sitio y se arrodilló. Vi al cura, que miraba a Pablo, y a Pablo, que, sonriendo, le enseñaba la llave y el cura pareció entonces darse cuenta por vez primera de que la puerta estaba cerrada con llave, y pareció que iba a decir algo, porque hizo como si fuera a mover la cabeza; pero la dejó caer adelante y se puso a rezar.
»No sé cómo se las habían arreglado hasta entonces para no comprender que la puerta estaba cerrada, a menos que estuviesen demasiado ocupados con sus rezos y con las cosas en que estaban pensando; pero al fin habían comprendido todos; comprendían lo que querían decir los gritos y debían de saber que todo había cambiado. Pero siguieron comportándose como antes.
»Los gritos se habían hecho tan fuertes, que no se oía nada. El borracho que estaba en la silla conmigo se puso a sacudir los barrotes y a vociferar: "¡Abrid! ¡Abrid!", hasta que se quedó ronco.
»Miré a Pablo, que en esos momentos hablaba de nuevo al cura y vi que el cura no respondía. Entonces vi a Pablo descolgarse la escopeta y dar al cura con ella en el hombro. El cura no le hizo caso y vi a Pablo mover la cabeza; luego, le vi hablar por encima del hombro a Cuatrodedos y a éste hablar con los otros guardias. Entonces los guardias se levantaron, se fueron al fondo del salón y se quedaron allí de pie, con sus fusiles.
»Vi a Pablo que decía algo a Cuatrodedos y Cuatrodedos que hacía correr las dos mesas, y los bancos, y a los guardias que se ponían detrás, con sus fusiles. Eso formaba una barricada en un rincón del salón. Pablo avanzó y volvió a dar al cura en el hombro con su escopeta, pero el cura no le hacía caso; vi que don Pepe le miraba, aunque los otros no ponían atención y seguían rezando. Pablo movió la cabeza, y cuando vio que don Pepe le miraba hizo un movimiento de cabeza, enseñándole la llave que tenía en la mano. Don Pepe lo entendió; inclinó el rostro y se puso a rezar muy de prisa.
»Pablo se bajó de la mesa y pasando por detrás de la larga mesa del Concejo, se sentó en el sillón del alcalde y lió un cigarrillo, sin quitar ojo a los fascistas, que seguían rezando con el cura. Su cara no tenía ninguna expresión. La llave estaba sobre la mesa delante de él. Era una gran llave de hierro de más de una cuarta de larga. Por fin Pablo gritó a los guardias, aunque yo no pude saber el qué y un guardia se acercó a la puerta. Vi que los que estaban rezando lo hacían más de prisa que antes y me di cuenta de que todos sabían ya lo que sucedía.
»Pablo dijo algo al cura, pero el cura no contestó. Entonces Pablo se echó hacia delante, cogió la llave y se la tiró por lo alto al guardia que estaba cerca de la puerta. El guardia la recogió y Pablo le hizo un guiño. Entonces el guardia puso la llave en la cerradura, dio media vuelta, tiró hacia sí de la puerta, y se puso a cubierto rápidamente detrás de ella antes de que la muchedumbre se colara dentro.
»Los vi entrar, y justamente en aquel momento, el borracho que estaba en la silla conmigo se puso a gritar: "¡Ahí! ¡Ahí!", y a estirar su cabeza hacia delante, de modo que yo no podía ver nada, mientras él vociferaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos!", y me apartaba con sus brazos, sin dejarme que viese nada.
»Le hundí el codo en la barriga y le dije: "So borracho, ¿de quién es esta silla? Déjame mirar." Pero él seguía sacudiendo los brazos atrás y adelante, y con las manos sujetas a los barrotes gritaba: "¡Matadlos! ¡Matadlos a palos! ¡Matadlos a palos! ¡Eso es, a palos! ¡Matadlos! ¡Cabrones! ¡Cabrones! ¡Cabrones!"
»Le di un codazo y le dije: "El cabrón eres tú. ¡Borracho! Déjame mirar."
El me puso las manos en la cabeza para auparse y ver mejor, y, apoyándose con todo su peso sobre mi cabeza, continuaba gritando: "¡Matadlos a palos! ¡Eso es! ¡A palos!"
»-A palos había que matarte -le dije, y le metí el codo con fuerza por donde podía hacerle más daño; y se lo hice. Me apartó las manos de la cabeza y se las puso en donde le dolía, diciendo: "No hay derecho, mujer. No tienes derecho a hacer eso, mujer." Y, mirando por entre los barrotes, vi el salón lleno de hombres, que golpeaban con palos y con bieldos y que seguían golpeando y golpeando con las horcas de madera blanca que ya estaba roja y habían perdido los dientes, y que siguieron golpeando por todo el salón, mientras Pablo permanecía sentado en el gran sillón, con su escopeta sobre las rodillas, mirando, y los gritos, y los golpes, y las heridas se iban sucediendo, y los hombres gritaban como los caballos gritan en un incendio. Vi al cura con la sotana remangada que trepaba por un banco y vi a los que le perseguían, que le daban con hoces y garfios, y vi a uno que le cogía por la sotana, y se oyó un alarido, y otro alarido, y vi a dos hombres que le metían las hoces en la espalda y a un tercero que le sujetaba de la sotana y al cura que, levantando los brazos, trataba de agarrarse al respaldo de una silla, y entonces la silla en que yo estaba se rompió y el borracho y yo nos vimos en el suelo entre el hedor a vino derramado y la vomitona; y el borracho me señalaba con el dedo, diciendo: "No hay derecho, mujer; no hay derecho. Hubieras podido dejarme inútil." Y las gentes nos pisoteaban para entrar en el salón del Ayuntamiento. Y todo lo que entonces podía ver eran las piernas de las gentes que entraban por la puerta y al borracho, sentado en el suelo frente a mí, que se llevaba las manos a donde yo le había metido el codo.
»Fue así como se acabó con los fascistas en nuestro pueblo y me sentí contenta por no haber visto más. De no ser por aquel borracho, lo hubiera visto todo. De manera que en definitiva sirvió para algo bueno, ya que lo que pasó en el Ayuntamiento fue algo de un estilo que una hubiera lamentado después haber visto.
»Pero el otro borracho, el que estaba en la plaza, era algo todavía más raro. Cuando nos levantamos, después de haber roto la silla, mientras las gentes seguían empujándose para entrar en el Ayuntamiento, vi a ese borracho, con su pañuelo rojo y negro, que echaba algo sobre don Anastasio. Movía la cabeza a uno y otro lado y le costaba mucho trabajo permanecer sentado; pero echaba algo y encendía cerillas, y volvía a echarlo y volvía a encender, y me acerqué a él y le dije: "¿Qué es lo que haces, sinvergüenza?" "Nada, mujer, nada -contestó-. Déjame en paz."
»Entonces, quizá porque yo estuviera allí de pie a su lado y mis piernas hicieran de pantalla contra el viento, la cerilla prendió y una llama azul empezó a correr por los hombros de la chaqueta de don Anastasio y por debajo de la nuca, y el borracho levantó la cabeza y se puso a gritar con una voz estentórea: "Están quemando a los muertos."
– ¿Quién? -preguntó alguien.
»-¿Dónde?-preguntó otro.
»-Aquí -vociferó el borracho-. Aquí precisamente.
»Entonces alguien dio al borracho un golpe en la cabeza con un bieldo, y el borracho cayó de espaldas; se quedó tendido en el suelo y miró al hombre que le había golpeado, y luego cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho; y siguió tendido allí, junto a don Anastasio, como si se hubiese quedado dormido. El hombre no volvió a golpearle pero el borracho siguió allí, y estaba allí todavía cuando se recogió a don Anastasio y se le puso con los otros en la carreta que los llevó a todos hasta el borde del barranco, y aquella misma noche se tiró a ellos con los otros en la limpieza que despues se hizo en el Ayuntamiento. Hubiera sido mejor para el pueblo que hubiesen arrojado por la barranca a veinte o treinta borrachos, sobre todo los de los pañuelos rojos y negros, y si tenemos que hacer otra revolución creo que habrá que empezar por arrojarlos a ellos. Pero eso no lo sabíamos todavía por entonces. Lo aprendimos en los días siguientes.
»Aquella noche no se sabía lo que iba a pasar. Después de la matanza del Ayuntamiento no hubo más muertes; pero no pudimos celebrar la reunión, porque había demasiados borrachos. Era imposible conseguir el orden necesario, de manera que la reunión se aplazó para el día siguiente.
»Aquella noche dormí con Pablo. No debiera decir esto delante de ti, guapa, pero, por otra parte, es bueno que lo sepas todo, y por lo menos, lo que yo te digo es la verdad. Oye esto, inglés, que es muy curioso.
»Como digo, aquella noche cenamos y fue muy curioso. Era como después de una tormenta o de una inundación o de una batalla, y todo el mundo estaba cansado y nadie hablaba mucho. Pero yo me sentía vacía y nada bien; me sentía llena de vergüenza, con la sensación de haber obrado mal; tenía un gran ahogo y un presentimiento de que vendrían cosas malas, como esta mañana, después de los aviones. Y claro es que llegó lo malo. Llegó al cabo de tres días.
»Pablo, mientras comíamos, habló muy poco.
»-¿Te ha gustado, Pilar? -me preguntó, al fin, con la boca llena de cabrito asado. Comíamos en la posada de donde salen los autocares, y la sala estaba llena; las gentes cantaban y el servicio era escaso.
»-No -dije-. Salvo lo de don Faustino, no me gustó nada.
»-A mí me gustó -dijo Pablo.
»-¿Todo? -pregunté yo.
»-Todo -dijo, y se cortó un gran pedazo dé pan con su cuchillo y se puso a mojar la salsa-. Todo, menos lo del cura.
»-¿No te gustó el cura? -le pregunté, sabiendo que odiaba a los curas aún más que a los fascistas.
»-No, el cura me ha decepcionado -dijo Pablo tristemente.
»Había tanta gente que cantaba, que teníamos que gritar para oírnos el uno al otro.
»-¿Por qué?
»-Murió muy mal -contestó Pablo-. Tuvo muy poca dignidad.
»-¿Cómo querías que tuviese dignidad mientras la gente le daba caza? -le pregunté-. Me parece que estuvo todo el tiempo con mucha dignidad. Toda la dignidad que se puede tener en semejantes momentos.
»-Sí -dijo Pablo-; pero en el último momento tuvo miedo.
»-¿Y quién no hubiera tenido miedo? -pregunté yo-. ¿No viste con qué le golpeaban?
»-¿Cómo no iba a verlo? -preguntó Pablo-. Pero encuentro que murió muy mal.
»-En semejantes condiciones, todo el mundo hubiese muerto muy mal -le dije-. ¿Qué más quieres? Todo lo que pasó en el Ayuntamiento fue una cosa muy fea.
»-Sí -contestó Pablo-; no hubo mucha organización. Pero un cura debería haber dado ejemplo.
»-Creí que odiabas a los curas -le dije.
»-Sí -contestó Pablo, y se cortó más pan-; pero un cura español debería haber muerto bien.
»-Pienso que ha muerto bastante bien -dije yo-, para haber estado privado de toda formalidad.
»-No -dijo Pablo-; yo me he llevado un chasco. Todo el día estuve esperando la muerte del cura. Pensaba que sería el último que entrase en las filas. Lo esperaba con mucha impaciencia. Lo esperaba como una culminación. No había visto nunca morir a un cura.
»-Todavía tienes tiempo -le dije yo, irónicamente-: el Movimiento acaba de empezar hoy.
»-No -dijo él-; me siento chasqueado.
»-Ahora -dije– supongo que vas a perder la fe.
»-No lo comprendes, Pilar -dijo él-. Era un cura español.
»-¡Qué pueblo, eh, los españoles! ¡Ah, qué pueblo tan orgulloso! ¿No es así, inglés? ¡Qué pueblo!»
– Habrá que marcharse -dijo Robert Jordan. Levantó los ojos al sol-. Es casi mediodía.
– Sí -contestó Pilar-. Vamos a marcharnos ahora mismo. Pero déjame contarte lo que pasó con Pablo. Aquella misma noche me dijo: "Pilar, esta noche no vamos a hacer nada."
»-Bueno -le dije yo-; me parece muy bien.
»-Encuentro que sería de mal gusto, después de haber matado a tanta gente.
»-¡Qué va! -dije yo-. ¡Qué santo estás hecho! ¿No sabes que he vivido muchos años con toreros, para ignorar cómo se sienten después de la corrida?
»-¿Es eso cierto, Pilar? -me preguntó.
»-¿Te he engañado yo alguna vez? -le pregunté.
»-Es cierto, Pilar. Soy un hombre acabado esta noche. ¿No te enfadas conmigo?
»-No, hombre -le dije-; pero no mates hombres todos los días, Pablo.
»Y durmió aquella noche como un bendito y tuve que despertarle al día siguiente de madrugada. Pero yo no pude dormir durante toda la noche. Me levanté y estuve sentada en un sillón. Miré por la ventana y vi la plaza, iluminada por la luna, donde habían estado las filas; y al otro lado de la plaza vi los árboles brillando a la luz de la luna y la oscuridad de su sombra. Los bancos, iluminados también por la luna; los cascos de botellas que brillaban y el borde del barranco por donde los habían arrojado. No había ruido, solamente se oía el rumor de la fuente y permanecí allí sentada, pensando que habíamos empezado muy mal.
»La ventana estaba abierta y al otro lado de la plaza, frente a la fonda, oí a una mujer que lloraba. Salí con los pies descalzos al balcón. La luna iluminaba todas las fachadas del la plaza y el llanto provenía del balcón de la casa de don Guillermo. Era su mujer. Estaba en el balcón arrodillada,! y lloraba.
»Entonces volví a meterme en la habitación, volví a sentarme y no tuve ganas de pensar siquiera, porque aquél fue el día más malo de mi vida hasta que vino otro peor.
– ¿Y cuál fue el otro? -preguntó María.
– Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.
– No me lo cuentes -dijo María-. No quiero oírlo. Ya tengo bastante. Hasta demasiado.]
– Ya te había advertido que no debías escuchar -dijo Pilar-. ¿No? No quería que escuchases. Ahora vas a tener pesadillas.
– No -dijo María-; pero no quiero oír más.
– Tendrás que contarme eso en otra ocasión -dijo Robert Jordan.
– Sí -contestó Pilar-. Pero no es bueno para María.
– No quiero oírlo -dijo María, quejumbrosa-; te lo ruego, Pilar. No lo cuentes cuando yo esté delante, porque podría oírlo aunque no quisiera.
Sus labios temblaban y el inglés creyó que iba a llorar.
– Por favor, Pilar, no cuentes más.
– No tengas cuidado, rapadita -dijo Pilar-. No tengas cuidado. Se lo contaré al inglés otro día.
– Pero estaré yo también cuando se lo cuentes. No lo cuentes, Pilar; no lo cuentes nunca.
– Se lo contaré mientras tú trabajas.
– No, no; por favor. No hablemos más de eso -dijo María.
– Lo justo sería que yo contara eso también, ya que he contado lo que hicimos nosotros. Pero no lo oirás, te lo prometo.
– ¿Es que no hay nada agradable que pueda contarse? -preguntó María-. ¿Es que tenemos que hablar siempre de horrores?
– Espera a la tarde -dijo Pilar-; el inglés y tú podréis hablar de lo que os guste, los dos solitos.
– Entonces, que venga la tarde -dijo María-; que venga en seguida.
– Ya vendrá -contestó Pilar-. Vendrá muy de prisa y se irá en seguida, y llegará mañana, y mañana pasará muy de prisa también.
– Que llegue la tarde -dijo María-; la tarde; que llegue la tarde en seguida.
Capítulo once
Cuando iban subiendo, a la sombra todavía de los pinos, después de haber descendido de la alta pradera al valle y de haber vuelto a ascender por una senda que corría paralela al río, para trepar después por una escarpada cuesta hasta lo más alto de una formación rocosa, les salió al paso un hombre con una carabina.
– ¡¡Alto! -gritó. Y luego-: ¡Hola, Pilar! ¿Quién viene contigo?
– Un inglés -dijo Pilar-. Pero de nombre cristiano: Roberto. ¡Y qué m… de cuesta hay que subir para llegar hasta aquí!
– Salud, camarada -dijo el centinela a Robert Jordan, tendiéndole la mano-. ¿Cómo te va?
– Bien -contestó Robert Jordan-. ¿Y a ti?
– A mí también -dijo el centinela.
Era un muchacho muy joven, de rostro delgado, huesudo, la nariz un tanto aguileña, pómulos altos y ojos grises. No llevaba nada en la cabeza y tenía el cabello negro y ensortijado. Tendió la mano de manera amistosa y cordial, con la misma chispa de cordialidad en los ojos.
– Buenos días, María -dijo a la muchacha-. ¿Te has cansado mucho?
– ¡Qué va, Joaquín! -contestó la muchacha-. Nos hemos parado para hablar más de lo que hemos andado.
– ¿Eres tú el dinamitero? -preguntó Joaquín-. Nos han dicho que andabas por aquí.
– He pasado la noche en el refugio de Pablo -dijo Robert Jordan-. Sí, yo soy el dinamitero.
– Me alegro de verte -dijo Joaquín-. ¿Has venido para algún tren?
– ¿Estuviste en el último tren? -preguntó Robert Jordan sonriendo a manera de respuesta.
– Que si estuve -contestó Joaquín-; allí fue en donde encontramos esto -e hizo un guiño a María-. Chica, estás muy guapa ahora. ¿Te han dicho lo guapa que estás?
– Cállate, Joaquín -dijo María-. Tú sí que estarías guapo si te cortaras el pelo.
– Te llevé a hombros. ¿No te acuerdas? Te llevé a hombros.
– Como tantos otros -dijo Pilar, con su vozarrón-. ¿Quién fue el que no la llevó? ¿Dónde está el viejo?
– En el campamento.
– ¿En dónde estuvo ayer por la noche?
– En Segovia.
– ¿Ha traído noticias?
– Sí -contestó Joaquín-. Hay cosas nuevas.
– ¿Buenas o malas?
– Me parece que malas.
– ¿Habéis visto los aviones?
– ¡Ay! -dijo Joaquín, moviendo la cabeza-. No me hables de eso. Camarada dinamitero, ¿qué clase de aviones eran?
– «Heinkel 111» los bombarderos; «Heinkel» y «Fiat» los cazas -respondió Jordan.
– Y los grandes, con las alas bajas, ¿qué eran?
– Esos eran los «Heinkel 111».
– Que los llamen como quieran, son malos de todas maneras -dijo Joaquín-. Pero os estoy entreteniendo. Voy a llevaros al comandante.
– ¿El comandante? -preguntó Pilar, asombrada.
Joaquín asintió con la cabeza, seriamente.
– Me gusta más que jefe -dijo-. Es más militar.
– Te militarizas mucho tú -dijo Pilar, riendo.
– No -contestó Joaquín, riendo también-; pero me gustan las palabras militares, porque las órdenes son más claras y es mejor para la disciplina.
– Aquí hay uno de tu estilo, inglés -dijo Pilar-. Este es un chico muy serio.
– ¿Quieres que te lleve a brazos? -preguntó Joaquín a la muchacha pasándole un brazo por el cuello y acercándole la cara.
– Con una vez, tengo bastante -dijo María-. De todos modos, muchas gracias.
– ¿Te acuerdas todavía? -le preguntó Joaquín.
– Me acuerdo de que me llevaban -contestó María-; ¡pero no me acuerdo de ti. Me acuerdo del gitano, porque me dejó caer muchas veces. De todas formas, muchas gracias, Joaquín; uno de estos días te llevaré yo.
– Pues yo me acuerdo muy bien -dijo Joaquín-. Me acuerdo de que te tenía sujeta por las piernas con la tripa apoyada en el hombro y la cabeza a la espalda y los brazos colgando.
– Tienes mucha memoria -dijo María, sonriendo-. Yo no me acuerdo de nada de eso. Ni de tus brazos, ni de tus hombros, ni de tu espalda.
– ¿Quieres que te diga una cosa? -preguntó Joaquín.
– ¿Qué cosa?
– Me gustaba mucho llevarte a la espalda, porque nos tiraban por detrás. '
– ¡Qué cerdo! -dijo María-. ¿Sería por eso por lo que el gitano me llevó tanto rato?
– Por eso y por sostenerte de las piernas.
– ¡Qué héroes! -dijo María-. ¡Qué salvadores!
– Escucha, guapa -dijo Pilar-, este chico te llevó mucho rato. Y en aquel momento tus piernas no decían nada a nadie. En aquel momento eran las balas las que lo decían todo. Y si te hubiese dejado en el suelo, hubiera estado pronto lejos del alcance de las balas.
– Ya le he dado las gracias -dijo María-. Y le llevaré a hombros uno de estos días. Déjanos reír un poco, Pilar; no voy allorarporquemehaya llevado; ¿no?
– No, si yo te hubiera dejado caer también -dijo Joaquín, siguiendo la broma-; pero tenía miedo de que Pilar me matase.
– Yo no mato a nadie -dijo Pilar.
– No hace falta -contestó Joaquín-; no hace falta. Lo matas de miedo, sólo con que abras la boca.
– Vaya una manera de hablar -dijo Pilar-; tú, que eras antes un muchacho tan educado. ¿Qué hacías tú antes del Movimiento, chico?
– Poca cosa -dijo Joaquín-. Tenía dieciséis años.
– Pero ¿qué hacías?
– Algunos zapatos, de vez en cuando.
– ¿Los fabricabas?
– No, los lustraba.
¡Qué va! -dijo Pilar-; eso no es todo -y se quedó mirando la cara atezada del muchacho; su estampa garbosa, su mata de pelo y su modo de andar-. ¿Por qué fracasaste?
– ¿Fracasar en qué?
– ¿En qué? Sabes bien de qué hablo. Te estás dejando crecer la coleta.
– Creo que fue el miedo -dijo el muchacho.
– Tienes buena estampa -dijo Pilar-; pero la estampa no vale para nada. Entonces fue el miedo, ¿no? Sin embargo, estuviste muy bien en lo del tren.
– Ya no tengo miedo ahora a los toros -dijo el chico-; a ninguno. He visto toros peores y más peligrosos. Seguro que no hay toro tan peligroso como una ametralladora. Pero si estuviese ahora en la plaza, no sé si sería dueño de mis piernas.
– Quería ser torero -explicó Pilar a Robert Jordan-; pero tenía miedo.
– ¿Te gustan a ti los toros, camarada dinamitero? -preguntó Joaquín, dejando ver al sonreír una dentadura blanquísima.
– Mucho -contestó Robert Jordan-. Muchísimo.
– ¿Has visto los toros de Valladolid? -preguntó Joaquín.
– Sí, en septiembre, en la feria.
– Valladolid es mi pueblo -dijo Joaquín-. ¡Y qué pueblo tan bonito! Pero, ¡cuánto ha sufrido la buena gente de ese pueblo durante la guerra! -Luego se puso serio.– Fusilaron a mi padre, a mi madre, a mi cuñada y, ahora, han fusilado a mi hermana.
– ¡Qué bárbaros! -dijo Robert Jordan. ¡Cuántas veces había oído decir eso! ¡Cuántas veces había visto a las gentes pronunciar aquellas palabras con dificultad! ¡Cuántas veces había visto llenárseles de lágrimas los ojos y oprimírseles la garganta para decir con esfuerzo: Mi padre o mi madre o mi hermano o mi hermana…! No podía acordarse de cuántas veces los había oído mencionar a sus muertos de esa forma. Casi siempre hablaban las gentes como el muchacho, de golpe y a propósito del nombre de un pueblo; y siempre había que responder: ¡Qué bárbaros!
Hablaban solamente de las pérdidas; no contaban la forma cómo había caído el padre, como lo había hecho Pilar diciendo el modo en que habían muerto los fascistas en la historia que le contó al pie del arroyo. Se sabía todo lo más que el padre había muerto en el patio o contra alguna tapia o en algún campo o en un huerto, o por la noche, a la luz de los faros de un camión y a un lado del camino. Se veían las luces del coche en la carretera desde el monte y se oían los tiros, y luego se bajaba a recoger los cadáveres. No se veía! fusilar a la madre ni a la hermana ni al hermano; se oía. Se oían los tiros y después se encontraban los cadáveres.
Pero Pilar se lo había hecho ver en las escenas ocurridas! en aquel pueblo.
Si aquella mujer supiera escribir… Trataría de acordarse! de su relato, y si tenía la suerte de recordarlo bien, podría] transcribirlo tal y como se lo había referido. ¡Dios, qué bien contaba las cosas aquella mujer! «Era mejor que Quevedo»,! pensó. Quevedo no ha descrito nunca la muerte de ningún don Faustino como ella la ha descrito. «Querría escribir lo! suficientemente bien para reproducir esa historia», siguió! pensando. «Lo que nosotros hemos hecho. No lo que nos han hecho los otros.» De eso ya sabía él bastante. Sabía mucho de lo que pasaba detrás de las líneas. Pero había que conocer antes a las gentes. Hacía falta saber lo que habían sido antes en su pueblo.