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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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– ¿Tienes qué, camarada? -preguntó a Gómez. Hablaba el español con un fuerte acento catalán. Echó una mirada de reojo a Andrés y volvió a fijar la vista en Gómez.

– Un mensaje para el general Golz, que tengo que entregar en su Cuartel General, camarada.

– ¿De dónde procede eso, camarada?

– De más allá de las líneas fascistas -dijo Gómez.

André Marty extendió la mano para tomar el mensaje y los otros papeles. Les echó una ojeada y se los guardó en el bolsillo.

– Detened a los dos -dijo al cabo de guardia-; registradlos y traédmelos cuando yo lo ordene.

Con el mensaje en el bolsillo, el anciano penetró en el interior del gran edificio de piedra.

En el cuarto de guardia Gómez y Andrés fueron registrados.

– ¿Qué le pasa a ese hombre? -preguntó Gómez a uno de los guardias.

– Está loco -dijo el guardia.

– No; es una figura política muy importante -dijo Gómez-. Es el comisario supremo de las Brigadas Internacionales.

– A pesar de eso, está loco -insistió el cabo-. ¿Qué hacíais detrás de las líneas fascistas?

– Este camarada es un guerrillero de por allí -dijo Gómez, mientras el hombre le registraba-. Trae un mensaje para el general Golz. Ten mucho cuidado con mis papeles. Guárdame bien el dinero, y esa bala, atada con un hilo; es de mi primera herida en el Guadarrama.

– No te preocupes -contestó el cabo-; todo se guardará en este cajón. ¿Por qué no me preguntaste a mí dónde estaba Golz?

– Quisimos hacerlo. Pregunté al centinela y él te llamó.

– Pero llegó el loco y le preguntásteis a él. Nadie debiera preguntarle nada. Está loco. Tu Golz está a tres kilómetros de aquí, a la derecha de estos peñascos, en lo alto de la carretera.

– ¿No podrías dejar que nos fuéramos?

– No. Me va la cabeza. Tengo que conduciros a presencia del loco. Y además, él tiene tu mensaje.

– Pero ¿no podrías avisar a alguien?

– Sí -dijo el cabo-; se lo diré al primer responsable que me tropiece. Todos saben que está loco.

– Siempre le había tenido por una gran figura -comentó Gómez-. Por una de las glorias de Francia.

– Puede que sea una gloria y todo lo que tú quieras -dijo el cabo, poniendo una mano sobre el hombro de Andrés-; pero está más loco que una cabra. Tiene la manía de fusilar a la gente.

– ¿Fusilarlos? ¿En serio?

– Como lo oyes -dijo el cabo-. Ese viejo mata más que la peste bubónica. Pero no mata a los fascistas, como hacemos nosotros. ¡Qué va! Ni en broma. Mata a bichos raros. Trotskistas, desviacionistas, toda clase de bichos raros.

Andrés no comprendía nada de aquello.

– Cuando estábamos en El Escorial fusilamos no sé cuantos tipos por orden suya -dijo el cabo-. Siempre nos tocó a nosotros fusilar. Los de las Brigadas no querían fusilar a sus hombres, sobre todo, los franceses. Para evitar dificultades, siempre fusilábamos nosotros. Nosotros fusilábamos a los franceses. Nosotros fusilábamos a los belgas. Nosotros fusilábamos a otros de distintas nacionalidades. De todas las clases. Tiene la manía de fusilar gente. Siempre por cuestiones políticas. Está loco. Purifica más que el salvarsán.

– Pero ¿hablarás a alguien de ese mensaje?

– Sí, hombre. Sin ninguna duda. Los conozco a todos en estas dos brigadas. Todos pasan por aquí. Conozco incluso a los rusos, aunque no hay muchos que hablen español. Impediremos a ese loco que fusile a los españoles.

– Pero ¿y el mensaje?

– El mensaje también; no te preocupes, camarada. Sabemos cómo hay que gastarlas con ese loco. No es peligroso más que con sus compatriotas. Ahora ya le conocemos.

– Traed a los dos detenidos -dijo la voz de André Marty.

– ¿Queréis echar un trago? -preguntó el cabo.

– ¿Cómo no?

El cabo cogió de un armario una botella de anís, y Gómez y Andrés bebieron. El cabo también. Secóse la boca con el dorso de la mano.

– Vámonos -dijo.

Salieron del cuarto de guardia con la boca ardiendo por efecto del anís que habían tomado entrecortadamente, con la tripa y el espíritu templados; atravesaron el vestíbulo y penetraron en la habitación donde Marty se encontraba sentado ante una larga mesa, con un mapa extendido delante de él y sosteniendo en la mano un lápiz rojo y azul, con el que jugaba a general. Para Andrés, aquello no era sino un incidente más. Había habido muchos aquella noche. Era siempre así. Si se tenían los papeles en regla y la conciencia limpia, no se corría peligro. Acababan por soltar a uno y se proseguía el camino. Pero el inglés había dicho que se dieran prisa. Sabía que no volvería a tiempo para lo del puente; pero tenía que entregar un despacho, y aquel viejo detrás de la mesa lo guardaba en su bolsillo.

– Deteneos ahí -ordenó Marty, sin levantar sus ojos.

– Escucha, camarada Marty -comenzó a decir Gómez, fortificada su cólera por los efectos del anís-; ya hemos sido estorbados una vez esta noche por la ignorancia de los anarquistas. Luego, por la pereza de un burócrata fascista. Y ahora lo estamos siendo por la desconfianza de un comunista.

– Cállate -dijo Marty, sin mirarle-. No estamos en una reunión pública.

– Camarada Marty, se trata de un asunto muy urgente -insistió Gómez-, y de la mayor importancia.

El cabo y el soldado que los escoltaban seguían con el más vivo interés la conversación, como si estuvieran presenciando una obra cuyos lances más felices, aunque vistos ya muchas veces, saboreaban con deleite por anticipado.

– Todo es de la mayor urgencia -dijo Marty-. Todas las cosas tienen importancia. -Levantó la vista hacia ellos, con el lápiz en la mano.– ¿Cómo supísteis que Golz estaba aquí? ¿Os dais cuenta de la gravedad que supone el preguntar por un general antes de iniciarse un ataque? ¿Como pudísteis saber que ese general estaría aquí?

– Cuéntaselo tú -dijo Gómez a Andrés.

– Camarada general -empezó a decir Andrés. André Marty no corrigió el error de grado-. Ese paquete me lo dieron al otro lado de las líneas.

– ¿Al otro lado de las líneas? -preguntó Marty-. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.

– Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?

– Continúa con tu cuento -dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.

– Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.

Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.

Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos… Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas… Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. El detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz… Que fuera Golz uno de los traidores… Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.

– Lleváoslos y vigiladlos.

El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.

– Camarada Marty -dijo Gómez-, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.

– Lleváoslos -ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff.

No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.

Andrés se dirigió a Gómez.

– ¿Crees que no va a enviar el mensaje? -preguntó, sin acabar de creerlo.

– ¿No lo estás viendo? -dijo Gómez.

– Me cago en su puta madre -dijo Andrés-. Está loco.

– Sí -asintió Gómez-; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco -gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul-. ¿Me oyes, loco asesino?

– Lleváoslos -volvió a decir Marty-. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.

Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.

– Loco. Asesino -gritaba Gómez.

– Hijo de la gran puta -gritaba Andrés-. Loco.

La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.

Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.

Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»

Gall y Copie, que eran los dos políticos y hombres ambiciosos, asentían y, más tarde, hombres que nunca habían visto el mapa, y a quienes habían dicho el número de la cota antes de salir, treparían por las laderas en busca de su muerte, a menos que, detenidos por el fuego de las ametralladoras ocultas entre los olivares no la alcanzasen jamás. Podía suceder asimismo que en otros frentes trepasen fácilmente para descubrir que no habían mejorado en nada su posición anterior. Pero cuando Marty ponía el dedo sobre el mapa en el Estado Mayor de Golz, los músculos de la mandíbula del general de cráneo lleno de cicatrices y rostro blanco se crispaban, mientras se decía para sí: «Debiera matarte, André Marty, antes de consentir que pusieras tu inmundo dedo sobre uno de mis mapas. Maldito seas por todos los hombres que has hecho morir mezclándote en cosas que no conocías. Maldito sea el día en que se dio tu nombre a la fábrica de tractores, a las aldeas, a las cooperativas, convirtiéndote en un símbolo al que yo no puedo tocar. Vete a otra parte a sospechar, a exhortar, a intervenir, a denunciar y a asesinar, y deja en paz mi Estado Mayor.»

Pero en lugar de decir eso, Golz se limitaba a apartarse de la inmensa mole inclinada sobre el mapa con el dedo extendido, los ojos acuosos, el mostacho de un blanco grisáceo, y el aliento fétido, y decía: «Sí, camarada Marty; comprendo tu punto de vista; pero no está enteramente justificado y no estoy de acuerdo. Puedes pasar sobre mi cadáver, si lo prefieres. Sí, puedes convertirlo en una cuestión de partido, como dices. Pero no estoy de acuerdo.»

Así, pues, André Marty seguía en aquellos momentos sentado, estudiando su mapa, extendido sobre la mesa, a la luz cruda de una bombilla eléctrica sin pantalla suspendida por encima de su cabeza y, consultando las copias de las órdenes de ataque, trataba de buscar el lugar lentamente, cuidadosa y laboriosamente sobre el mapa como un joven oficial que tratara de resolver un problema en un curso preparatorio de Estado Mayor.

Hacía la guerra. Con su pensamiento mandaba las tropas; tenía derecho a intervenir y pensaba que ese derecho era un mando Seguía sentado allí, con la carta de Robert Jordan a Golz en el bolsillo, mientras Gómez y Andrés esperaban en el cuarto de guardia y Robert Jordan estaba tumbado en el bosque, más arriba del puente.

Es más que dudoso que la misión de Andrés hubiera concluido de forma distinta si hubieran podido seguir su camino Gómez y él sin los estorbos impuestos por André Marty. No había nadie en el frente con autoridad bastante para suspender el ataque. El mecanismo se había puesto en movimiento desde hacía demasiado tiempo para que se pudiera detener de golpe. En las operaciones militares, cualesquiera que sean, hay siempre mucha inercia. Pero una vez que esa inercia ha sido sobrepasada y que el mecanismo se ha puesto en marcha, es tan difícil detenerlo como desencadenarlo.

Aquella noche, el anciano, con su boina echada sobre los ojos, permanecía sentado ante la mesa mirando el mapa cuando la puerta se abrió y Karkov, el periodista ruso, entró acompañado de otros dos rusos, vestidos de paisanos, con gorra y chaqueta de cuero. El cabo de guardia lamentó tener que cerrar la puerta detrás de ellos. Karkov había sido el primer hombre de solvencia con quien había podido comunicarse.

– Tovarich Marty -dijo Karkov con su expresión cortés y desdeñosa, mostrando al sonreír su mala dentadura.

Marty se incorporó. No le gustaba Karkov; pero como Karkov era un enviado de Pravda y estaba en relación directa con Stalin, era uno de los tres hombres más importantes de España por entonces.

– Tovarich Karkov -contestó.

– ¿Estás preparando la ofensiva? -preguntó insolentemente Karkov, haciendo un gesto hacia el mapa.

– La estoy estudiando -respondió Marty.

– ¿Eres tú el encargado de dirigirla, o es Golz? -siguió inquiriendo Karkov suavemente.

– No soy más que un simple comisario, como sabes -dijo Marty.

– No -repuso Karkov-; eres muy modesto. Eres un verdadero general. Tienes tu mapa y tus prismáticos. ¿No has sido almirante alguna vez, camarada Marty?

– Fui condestable artillero -contestó Marty. Era una mentira.

En realidad, fue pañolero de proa cuando se amotinó la armada. Pero le gustaba figurarse que había sido condestable artillero.

– ¡Ah!, creía que habías sido pañolero de primera -dijo Karkov-. Siempre tengo los datos equivocados. Es propio de periodistas.

Los otros dos rusos no tomaron parte en la conversación. Miraban el mapa por encima del hombro de Marty y de vez en cuando cambiaban alguna que otra palabra en su lengua. Marty y Karkov, después de los primeros saludos, se habían puesto a hablar en francés.

– Es mejor que tus errores no lleguen a Pravda -dijo Marty.

Lo dijo bruscamente, tratando de recobrar el aplomo. Karkov le deprimía. La palabra francesa es dégonfler, y Karkov le deprimía y le irritaba. Cuando Karkov hablaba, le costaba trabajo recordar su propia importancia dentro del partido. Le costaba trabajo recordar que era también intocable. Karkov parecía que le tocase siempre ligeramente, con suaves botonazos, aunque podía tocarle todo lo que se le antojara. Ahora, Karkov decía:

– Lo corrijo por lo general antes de enviar nada a Pravda. Tengo mucho cuidado con Pravda. Dime, camarada Marty, ¿has oído hablar de un mensaje para Golz de uno de nuestros grupos de guerrilleros que opera cerca de Segovia? Hay allí un camarada norteamericano, llamado Jordan, de quien debiéramos tener noticias. Se nos ha dicho que ha habido combates detrás de las líneas fascistas. Nuestro camarada ha debido de enviar un mensaje a Golz.

– ¿Un norteamericano? -preguntó Marty. Andrés había dicho un inglés. De manera que era él quien estaba equivocado. Pero ¿por qué habían ido a buscarle aquellos idiotas?

– Así es -dijo Karkov, mirándole con desdén-; un joven norteamericano, no muy desarrollado políticamente; pero que se entiende muy bien con los españoles y tiene un expediente muy bueno como guerrillero. Entrégame el despacho, camarada Marty. Ya ha sido detenido bastante tiempo.

– ¿Qué despacho? -preguntó Marty.

Era una pregunta estúpida, y lo sabía. Pero no era capaz de confesar tan de prisa que se había equivocado, e hizo la pregunta aunque sólo fuese para retrasar aquel momento de humillación.

– El despacho del joven Jordan para Golz que está en tu bolsillo -dijo Karkov a través de su mala dentadura.

André Marty se metió la mano en el bolsillo, sacó el mensaje y lo puso sobre la mesa, mirando a Karkov directamente a los ojos. Muy bien, se había equivocado y no había nada que se pudiera hacer para remediarlo; pero no estaba dispuesto a sufrir ninguna humillación.

– Y el salvoconducto también -insistió Karkov suavemente.

Marty puso el salvoconducto al lado del despacho.

– Camarada cabo -llamó Karkov en español.

El cabo abrió la puerta y entró en la habitación. Echó una rápida mirada hacia Marty, que le devolvió la mirada como un viejo jabalí acosado por los perros. No había en su rostro huellas de miedo ni de humillación. Estaba sencillamente encolerizado y había sido acorralado provisionalmente. Sabía que aquellos perros no se harían jamás con él.

– Entrégales esos documentos a esos dos camaradas del cuarto de guardia e indícales el camino para llegar al Cuartel General de Golz -dijo Karkov-. Ya han estado detenidos demasiado tiempo.

El cabo salió y Marty le siguió con la mirada, volviéndola después hacia Karkov.

– Tovarich Marty -dijo Karkov-, voy a averiguar hasta qué punto eres intocable.

Marty le miró de frente y no dijo nada. -No hagas planes sobre lo que vas a hacer con el cabo -prosiguió Karkov-. No fue el cabo quien me habló. Vi a los dos hombres en el cuarto de guardia y me hablaron ellos. -Era una mentira.– Siempre quiero que la gente se dirija a mí. -Aquello era verdad, aunque fue el cabo quien le habló. Pero Karkov creía en los beneficios que podían sacarse de su accesibilidad y en las posibilidades de humanizar las cosas por una intervención benévola. Era la única cosa en la que no era nunca cínico-. Ya sabes que cuando estoy en la U.R.S.S. las gentes me escriben a Pravda si se comete una injusticia en una aldea del Azerbayán. ¿Lo sabías? «El camarada Karkov nos ayudará», se dicen.

André Marty le miró sin que su rostro expresara más que cólera y disgusto. No tenía en su mente otra idea más que la de que Karkov había hecho algo contra él. Muy bien. Por mucho poder que tuviera, Karkov tendría que estar alerta en adelante.

– Hay algo más -continuó Karkov-, aunque siempre se trata de lo mismo. Es preciso que descubra hasta qué punto eres intocable, camarada Marty. Me gustaría saber si no es posible cambiar el nombre de esa fábrica de tractores.

André Marty apartó los ojos y los fijó de nuevo en el mapa. -¿Qué decía el joven Jordan en su mensaje? -preguntó Karkov.

– No he leído el mensaje -contestó Marty-. Et maintenant, fiche-moi la paix,camarada Karkov.

– Bien -dijo Karkov-, te dejo entregado a tus tareas militares.

Salió de la habitación y se fue al cuarto de guardia. Andrés y Gómez se habían marchado ya. Se detuvo un instante mirando el camino y las cumbres que se perfilaban en la luz cenicienta de la madrugada. «Hay que llegar allá arriba -pensó-. Esto va a comenzar muy pronto.»

Andrés y Gómez estaban de nuevo en la motocicleta, corriendo por la carretera, que poco a poco se iba iluminando por la luz del día. Andrés, agarrado al asiento, mientras la moto trepaba por la carretera, en curvas cerradas, envuelta en una bruma gris, que descendía de lo alto del puerto, sentía la máquina deslizarse bajo él. Luego la sintió estremecerse y pararse. Se quedaron de pie, al lado de la moto, en un fragmento de carretera descendente envuelta en bosques. A su izquierda había tanques cubiertos con ramas de pino. Por todas partes había tropas. Andrés vio a los camilleros, con los largos palos de las camillas al hombro. Tres coches del Estado Mayor estaban alineados a la derecha, bajo los árboles, a un lado de la carretera y debajo de una enramada de pinos. Gómez llevó la motocicleta hasta apoyarla en un pino, junto a uno de los automóviles. Se dirigió al chófer que estaba sentado en el coche, con la espalda apoyada en un árbol.

– Yo os llevaré -dijo el chófer-. Esconde la moto y cúbrela con algunas de esas ramas -añadió, señalando un montón de ramas cortadas.

Mientras el sol comenzaba a asomar por las altas copas de los pinos, Gómez y Andrés siguieron al chófer, que se llamaba Vicente, al otro lado de la carretera y llegaron, caminando entre los árboles, por una pendiente, hasta la entrada de un refugio sobre cuyo techo se veían los hilos del teléfono y del telégrafo, que continuaban camino arriba. Quedaron aguardando mientras el chófer entraba con el mensaje, y Andrés admiró la construcción del refugio, que parecía un agujero desde el exterior de la colina, sin escombros alrededor, pero que en su interior era profundo, según podía ver desde la entrada, y los hombres se movían con holgura sin necesidad de agachar la cabeza para esquivar el grueso techo de maderos.

Por fin, Vicente, el chófer, salió.

– Está allá arriba, en lo alto de la montaña, en donde se están desplegando las tropas para el ataque -dijo-. Se lo he dado al jefe del Estado Mayor. Aquí está el recibo que ha firmado.

Entregó el sobre firmado a Gómez, que se lo entregó a Andrés, el cual le echó una ojeada y se lo metió en el bolsillo de su camisa.

– ¿Cómo se llama el que ha firmado? -preguntó.

– Duval -dijo Vicente.

– Bien -dijo Andrés-. Es uno de los tres a quien podía entregárselo.

– ¿Tenemos que aguardar respuesta? -preguntó Gómez a Andrés.

– Sería mejor; aunque, después de lo del puente, ni Dios sabe si podré encontrar a Jordan y a los otros.

– Venid conmigo a esperar a que vuelva el general -dijo Vicente-. Os buscaré un poco de café; debéis de estar hambrientos.

– ¿Y esos tanques? -preguntó Gómez.

Pasaban junto a los tanques de color de barro, cubiertos de ramas, cada uno de los cuales había dejado un profundo surco al virar para apartarse de la carretera. Los cañones del 45 asomaban horizontalmente bajo las ramas y los conductores y los artilleros, enfundados en sus chaquetas de cuero y cubiertos con casco de acero, descansaban junto a los árboles tendidos en el suelo.

– Esos son los de la reserva -dijo Vicente-. Todas esas tropas son de la reserva. Los que iniciarán el ataque están más arriba.

– Son muchísimos -dijo Andrés.

– Sí -asintió Vicente-; una división completa.

En el interior del refugio, Duval, sosteniendo con la mano izquierda abierto el mensaje de Robert Jordan, miraba su reloj de pulsera y volvía a leer la carta por cuarta vez, sintiendo cada vez que la leía que el sudor le goteaba por las axilas.

– Dadme la posición de Segovia -dijo-. ¿Ya se ha ido? Bueno, entonces, dadme la de Avila.

Continuó telefoneando. Pero no servía de nada. Había hablado a las dos brigadas. Golz estaba inspeccionando el dispositivo del ataque y había vuelto a salir hacia un puesto de observación. Llamó al puesto de observación, pero no estaba tampoco.

– Dadme la base aérea número 1 -dijo Duval, asumiendo repentinamente toda la responsabilidad. Tomaba sobre sí la responsabilidad de detenerlo todo. Era mejor detenerlo todo. No se podía lanzar un ataque por sorpresa contra un enemigo que lo esperaba. No se podía hacer eso. Era un asesinato. No se podía hacer. No se debía hacer. Pasara lo que pasara. Podían fusilarle si querían. Iba a telefonear directamente a la base aérea y suspendería el bombardeo. Pero ¿y si todo ello no fuera más que un ataque de diversión? ¿Si sólo se propusiera atraer hacia el sector un considerable número de tropas enemigas y gran cantidad de material para operar con libertad en otra parte? Imaginó que sería por eso. Nunca se dice que se trata de un ataque de diversión a quienes lo llevan a cabo.

– Anule la comunicación con la base 1 -dijo al telefonista-. Déme el puesto de observación de la 69 brigada.

Estaba esperando todavía la primera comunicación cuando oyó los primeros aviones.

En aquel momento el puesto de observación respondió.

– Sí -dijo suavemente Golz.

Estaba sentado con la espalda contra unos sacos de arena y tenía los pies apoyados sobre una peña, y un cigarrillo colgando de una de las comisuras de los labios; mientras hablaba, miraba por encima de su hombro, observando el despliegue, de tres en tres, de los aviones plateados que cruzaban rugiendo la lejana cresta de la montaña, iluminados por los primeros rayos del sol. Los veía hermosos, resplandecientes, con los dobles círculos de las hélices que parecían batir la luz solar.

– Sí -respondió en francés, sabiendo que Duval estaba al otro extremo del hilo-. Nous sommes foutus. Out, comme toujours. Out. C'est dommage. Out. Es una pena que eso haya llegado demasiado tarde.

Al ver llegar los aviones, sus ojos se llenaron de orgullo. Veía las marcas rojas en las alas y contemplaba el avance firme, soberbio y rugiente de los aparatos. Así era como hubieran podido hacerse las cosas. Aquéllos eran verdaderos aviones. Se habían traído desmontados desde el Mar Negro, en barco, a través de los estrechos, a través de los Dardanelos, a través del Mediterráneo; habían sido descargados cuidadosamente en Alicante, armados atentamente, probados. Se les había encontrado en perfectas condiciones y ahora volaban formando con minuciosa precisión uves agudas y puras; volaban altos y plateados en el sol de la mañana para ir a hacer saltar esas fortificaciones vecinas, haciéndolas volar por el aire, de forma que se pudiera avanzar.

Golz sabía que, en cuanto pasaran por encima, las bombas caerían como marsopas aéreas. Luego saltarían las crestas de los parapetos, se levantarían nubes rugientes de polvo y de piedra que desaparecerían en una misma masa. Luego avanzarían los tanques trepando por las dos laderas y, tras ellos, se lanzarían al ataque sus dos brigadas. Y si el ataque hubiera sido una sorpresa, las brigadas hubieran podido avanzar y proseguir su marcha, cruzando y siguiendo adelante, y pasar por encima, desplegándose, haciendo lo que había que hacer, y habría mucho que hacer, inteligentemente, con la ayuda de los tanques, con los tanques, que avanzarían y retrocederían cubriendo las propias líneas de fuego y con camiones que llevarían las tropas de ataque hasta lo más alto, adelantando y situando a las que encontrasen libre el camino. Así tendría que realizarse la operación si no se interponía la traición y cada cual hacía lo que debía hacer.

Allí estaban las dos cumbres, y allí estaban los tanques, y allí estaban aquellas dos buenas brigadas, dispuestas a salir del bosque, y en aquel momento llegaban los aviones.

Todo lo que él tenía que haber hecho, estaba preparado en debida forma.

Pero al ver los aviones, que volaban sobre su cabeza, sintió un malestar en el estómago, ya qué sabía, después de haberle sido leído el mensaje de Jordan por teléfono, que no habría nadie en aquellas colinas. Las tropas enemigas se habrían retirado un poco más abajo, refugiándose en estrechas trincheras, para estar a salvo de las esquirlas, o estarían escondidas en los bosques, y cuando los bombarderos hubieran pasado, volverían a su antigua posición con sus ametralladoras y sus fusiles automáticos y con los cañones antitanques que Jordan había visto subir por la carretera, y sería la misma historia de siempre. Pero los aviones, avanzando ensordecedores, eran una prueba de cómo podía haber sido, y mientras los observaba, Golz respondió al teléfono: «No. Ríen a faire. Ríen. Faut pas penser. Faut accepter.»

Golz seguía mirando los aviones con ojos duros y orgullosos sabiendo cómo podrían haber ocurrido las cosas y cómo iban a suceder en cambio. Y, orgulloso por lo que pudiera haberse hecho, convencido de que hubiera podido hacerse bien, aunque nunca llegara a realizarse, dijo: «Eon. Nous ferons notre petit possible.» Y colgó el teléfono.

Pero Duval no le oía. Sentado a la mesa, con el auricular en la mano, lo único que oía era el rugido de los aviones, mientras pensaba: «Quizá sea esta vez. Óyelos llegar. Quizá tus bombarderos hagan saltar todo. Quizá podamos abrir una brecha. Quizá se nos manden las reservas que Golz ha pedido. Quizá. Quizá. Quizá sea esta vez… Vamos. Vamos. Adelante.» Y el ruido de los aviones se hizo tan fuerte que ya ni él mismo lograba oír lo que pensaba.

Capítulo cuarenta y tres



Robert Jordan, tumbado tras un pino en la pendiente de un cerro que dominaba la carretera y el puente, miraba cómo amanecía. Siempre le había gustado aquella hora del día, y ahora sentía como si él mismo fuese una parte del amanecer, como si fuese una porción de esa luz gris, de ese lento aclarar que precede a la salida del sol, cuando los objetos sólidos se oscurecen, el espacio se ilumina, las luces de la noche se hacen amarillas y se esfuman a medida que avanza el día. Los troncos de los pinos detrás de él se divisaban claros y nítidos, la corteza oscura y con relieve, y la carretera brillaba bajo un velo de bruma. Estaba húmedo de rocío y el suelo del bosque era blando y sentía la dulzura de las agujas de pino hundiéndose debajo de sus codos. Más abajo, a través de la bruma ligera, que subía del lecho del río, podía divisar el puente de acero, erguido y rígido, por encima del paso, con las garitas de los centinelas a uno y otro extremo, y la estructura fina, aérea que lo sostenía, envuelto en la niebla que flotaba sobre el agua.


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