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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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– ¿Por qué no has matado a Pablo? -preguntó el gitano, siempre en voz baja.

– ¿Para qué iba a matarle?

– Tendrás que matarle más pronto o más tarde. ¿Por qué no aprovechaste la ocasión?

– ¿Estás hablando en serio?

– Pero ¿qué te figuras que estábamos esperando todos? ¿Por qué crees, si no, que la mujer mandó a la chica fuera? ¿Crees que es posible continuar, después de lo que se ha dicho?

– Teníais que matarle vosotros.

– ¡Qué va! -dijo el gitano tranquilamente-. Eso es asunto tuyo. Hemos esperado tres o cuatro veces que le matases. Pablo no tiene amigos.

– Se me ocurrió la idea -dijo Jordan-; pero la deseché.

– Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías. ¿Por qué no le mataste?

– Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.

– ¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.

– Es posible.

– Mátale ahora -acució el gitano.

– Eso sería asesinar.

– Mejor que mejor -dijo el gitano, bajando la voz-. Correrías menos peligro. Vamos, mátale ahora mismo.

– No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar por la causa.

– Provócale entonces -dijo el gitano-; pero tienes que matarle. No hay más remedio.

Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro cuando caza.

– Mira ese bicho -dijo el gitano en la oscuridad-. Así debieran moverse los hombres.

– Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor -dijo Jordan.

– Eso ocurre rara vez -dijo el gitano-. Y por casualidad. Mátale -insistió-. No le dejes que acarree más dificultades.

– Ha pasado el momento.

– Provócale -insistió el gitano-. O aprovéchate de la calma.

La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.

– Es una hermosa noche -dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila-. Vamos a tener buen tiempo.

Era Pablo.

Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de largos brazos.

– No hagas caso de la mujer -dijo, dirigiéndose a Jordan.

En la oscuridad, el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano.

– A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la República.

La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar. Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los labios, pensó Jordan.

– No debemos tener diferencias; tenemos que estar de acuerdo. Me alegro de que hayas venido. -El cigarrillo volvió a brillar con más fuerza.– No hagas caso de las disputas -dijo-; te doy la bienvenida. Perdóname ahora -añadió-; tengo que ir a ver si están atados los caballos.

Y cruzó entre los árboles, bordeando el prado. Oyeron a un caballo relinchar más abajo.

– ¿Has visto? -preguntó el gitano-. ¿Has visto? Ha conseguido escaparse otra vez.

Robert Jordan no contestó.

– Me voy abajo -dijo el gitano, irritado.

– ¿Vas a hacer algo?

– ¡Qué va! Pero al menos puedo impedirle que se escape.

– ¿Puede escaparse con un caballo desde ahí abajo?

– No.

– Entonces, ve al lugar desde donde puedas impedírselo.

– Agustín está allí.

– Ve, entonces, y habla con Agustín. Cuéntale lo que ha sucedido.

– Agustín le mataría de buena gana.

– Menos mal -dijo Jordan-. Ve y dile lo que ha pasado.

– ¿Y después?

– Yo voy ahora mismo al prado.

– Bueno, hombre, bueno. -No podía ver la cara de Rafael en la oscuridad, pero se dio cuenta de que sonreía.– Ahora te has ajustado los machos -dijo el gitano, satisfecho.

– Ve a ver a Agustín -dijo Jordan.

– Sí, hombre, sí -dijo el gitano.

Robert Jordan cruzó a tientas entre los pinos, yendo de un árbol en otro, hasta llegar a la linde de la pradera, en donde el fulgor de las estrellas hacía la sombra menos densa. Recorrió la pradera con la mirada y vio entre el torrente y él la masa sombría de los caballos atados a las estacas. Los contó. Había cinco. Jordan se sentó al pie de un pino, con los ojos fijos en la pradera.

«Estoy cansado -pensó-, y quizá no tenga la cabeza despejada; pero mi misión es el puente, y para llevar a cabo esta misión no debo correr riesgos inútiles. Desde luego, a veces se corre un grave riesgo por no aprovechar el momento. Hasta ahora he intentado dejar que las cosas sigan su curso. Si es verdad, como dice el gitano, que esperaban que matase a Pablo, hubiera debido matarle. Pero nunca he creído que debía hacerlo. Para un extranjero, matar en donde tiene que asegurarse luego la colaboración de las gentes es mal asunto.

»Puede uno permitirse hacerlo en plena acción, cuando se apoya en una sólida disciplina. En este caso pienso que me hubiera equivocado. Sin embargo, la cosa era tentadora y parecía lo más sencillo y rápido. Pero no creo que nada sea rápido ni sencillo en este país, y, por mucha confianza que tenga en la mujer, no se puede averiguar cómo hubiera reaccionado ella ante un acto tan brutal. Ver morir a alguien en un lugar como éste puede ser algo feo, sucio y repugnante. Es imposible prever la reacción de esa mujer. Y sin ella aquí, no hay ni organización ni disciplina; y con ella todo puede marchar bien. Lo ideal sería que le matase ella, o el gitano pero no lo harán, o el centinela, Agustín. Anselmo le matará si se lo pido; pero dice que no le gusta. Anselmo detesta a Pablo, estoy convencido, y confía en mí; cree en mí como representante de las cosas en que cree. Sólo él y la mujer creen verdaderamente en la República, por lo que se me alcanza; pero es todavía demasiado pronto para estar seguro de ello.»

Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.

«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo.» Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso.» El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.

«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito.»

Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.

Capítulo sexto



Una vez dentro de la cueva, Robert Jordan se acomodó en uno de los asientos de piel sin curtir que había en un rincón, cerca del fuego, y se puso a conversar con la mujer, que estaba fregando los platos, mientras María, la chica, los secaba y los iba colocando, arrodillándose para hacerlo ante una hendidura del muro, la cual se usaba como alacena.

– Es extraño -dijo la mujer– que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.

– ¿Le avisó usted para que viniese?

– No; viene todas las noches.

– Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.

– Es posible -dijo la mujer-; pero si no viene, tendrémos que ir a verle mañana.

– Ya. ¿Está muy lejos de aquí?

– No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.

– ¿Puedo ir yo? -preguntó María-. ¿Podría ir yo también, Pilar?

– Sí, hermosa -contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza-. ¿Verdad que es guapa? -preguntó a Robert Jordan-. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?

– A mí me parece muy bien -contestó Robert Jordan.

María le sirvió una taza de vino.

– Beba esto -le dijo-; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.

– Entonces vale más que no beba -dijo Jordan-. Me pareces ya guapa, y más que guapa -dijo tuteándola abiertamente.

– Así se habla -dijo la mujer-. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?

– Que es inteligente -respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.

– ¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!

– No me llames don Roberto.

– Es una broma. Aquí decimos en broma don Pablo y decimos en broma señorita María.

– No me gusta esa clase de bromas -dijo Jordan-. Camarada es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.

– Eres muy místico tú con tu política -dijo la mujer, burlándose de él-. ¿No te gustan las bromas?

– Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.

– A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera -dijo la mujer, echándose a reír-. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.

– El es comunista -aseguró María-, y los comunistas son gente muy seria.

– ¿Eres comunista?

– No. Yo soy antifascista.

– ¿Desde hace mucho tiempo?

– Desde que comprendí lo que era ser fascista.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Cerca de diez años.

– Eso no es mucho tiempo -dijo la mujer-. Yo hace veinte años que soy republicana.

– Mi padre fue republicano de toda la vida -dijo María-. Por eso le mataron.

– Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo -dijo Robert Jordan.

– ¿En dónde fue eso?

– En los Estados Unidos.

– ¿Mataron a tu padre? -preguntó la mujer.

– ¡Qué va! -dijo María-. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.

– De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano -dijo la mujer-. Es señal de buena casta.

– Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano -dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.

– ¿Y tu padre hace todavía algo por la República? -preguntó Pilar.

– No, mi padre murió.

– ¿Puede preguntarse cómo murió?

– Se pegó un tiro.

– ¿Para que no le torturasen? -preguntó la mujer.

– Sí -replicó Jordan-; para que no le torturasen.

María le miró con lágrimas en los ojos:

– Mi padre -dijo– no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.

– Sí, tuvo mucha suerte -dijo Jordan-. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?

– Entonces, usted y yo somos iguales -dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.

– Podríais ser hermano y hermana por la traza -opinó la mujer-. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.

– Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido -dijo María-. Ahora lo veo todo muy claro.

– ¡Qué va! -se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.

– Hazlo otra vez -dijo ella-. Quiero que lo hagas muchas veces.

– Luego -contestó Jordan, con voz ahogada.

– Muy bonito -saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora-, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.

María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.

– ¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? -preguntó María.

– Sí-di jo él-; venga.

– Vas a tener un borracho como yo -dijo la mujer de Pablo-. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.

– No soy inglés: soy americano.

– Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?

– Afuera; tengo un saco de noche.

– Está bien -aprobó ella-. ¿Está la noche despejada?

– Sí, y muy fría.

– Afuera, entonces -dijo ella-; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.

– Está bien -contestó Jordan.

– Déjanos un momento -dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.

– ¿Por qué?

– Quiero hablar con Pilar.

– ¿Tengo que marcharme?

– Sí.

– ¿De qué se trata? -preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.

– El gitano dijo que yo debería… -empezó a decir Jordan.

– No -le dijo la mujer-; está equivocado.

– Si fuera necesario que yo… -insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.

– Eres muy capaz de hacerlo -dijo la mujer-. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.

– Pero si fuese necesario…

– No -insistió ella-. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.

– Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.

– No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.

– No lo entiendo.

– Eres muy joven todavía -afirmó ella-. Ya lo entenderás. -Luego llamó a la muchacha.– Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.

La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.

– Harías bien yéndote a la cama -dijo la mujer a Robert Jordan-. Has trabajado demasiado.

– Bueno -dijo Jordan-; voy a buscar mis cosas.

Capítulo séptimo



Se quedó dormido en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado -le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando-, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.

Entonces sintió que algo se apoyaba en su hombro y se volvió rápidamente, con la mano derecha crispada sobre la pistola dentro del saco de noche.

– ¡Ah!, ¿eres tú? -dijo, y, soltando el arma, tendió los brazos hacia ella y la atrajo hacia sí. Al estrecharla entre sus brazos sintió que temblaba-. Métete dentro -dijo dulcemente-; fuera hace frío.

– No, no debo.

– Ven -dijo él-; luego lo discutiremos.

La muchacha temblaba. El la tenía sujeta por la muñeca, sosteniéndola dulcemente con el otro brazo. Ella había vuelto la cabeza para no encontrarse con él.

– Vamos, conejito -dijo Robert Jordan, y la besó en la nuca.

– Tengo miedo..'

– No tengas miedo. Métete.

– ¿Cómo?

– Deslízate en el interior. Hay mucho sitio; ¿quieres que te ayude?

– No -dijo ella y se metió en el saco y un momento después, él, manteniéndola bien sujeta, trataba de besarla en los labios y ella le esquivaba apoyando la cara en el lío de ropas que hacía de almohada; pero había tendido un brazo alrededor del cuello de él y lo mantenía en esa postura. Luego sintió que sus brazos se aflojaban y al tratar de atraerla vio que volvía a temblar.

– No -dijo, echándose a reír-; no te asustes. Es la pistola.

Cogió el arma y la puso detrás de él.

– Me da vergüenza -dijo ella, con la cara siempre alejada de la suya.

– No tienes por qué. Vamos, vamos.

– No, no debo hacerlo. Me da vergüenza y estoy asustada.

– No, conejito, por favor.

– No debería hacerlo; quizá tú no me quieras.

– Te quiero.

– Yo te quiero también. Sí, te quiero. Ponme la mano en la cabeza -dijo ella, con la cara siempre hundida en la almohada. Jordan le puso la mano en la cabeza y la acarició, y de repente ella apartó el rostro de la almohada y se encontró en sus brazos, apretada estrechamente contra él, mejilla contra mejilla, y rompió a llorar.

El la mantenía inmóvil contra sí, sintiendo toda la esbeltez de su cuerpo joven, le acariciaba la cabeza y besaba la sal húmeda de sus ojos, y mientras ella lloraba, sus redondos senos de recios botoncitos le rozaban a través de la camisa que llevaba puesta.

– No sé besar -dijo ella-; no sé cómo se hace.

– No hay necesidad de besarse.

– Sí, tengo que besarte. Tengo que hacerlo todo.

– No hay necesidad de hacer nada. Estamos muy bien así; pero llevas demasiada ropa.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Yo te ayudaré.

– ¿Está mejor ahora?

– Sí, mucho mejor. ¿No te encuentras mejor?

– Sí, claro que sí. ¿Y podré irme contigo, como ha dicho Pilar?

– Sí.

– Pero no a un asilo. Contigo.

– Conmigo; no a un asilo.

– Contigo, contigo, contigo. Contigo, y seré tu mujer.

Seguían en la misma posición, pero todo lo que antes estaba cubierto había quedado ahora descubierto. En donde había estado la rugosidad de las bastas telas era ahora todo suavidad, dulzura, suave presión de un bulto suave, firme y redondo, sensación continuada de delicada frescura y un mantenerse unidos sin fin y una especie de dolor en el pecho, y una tristeza terrible y profunda que quitaba la respiración. Robert Jordan no pudo aguantar más, y preguntó:

– ¿Has querido a otros?

– No, nunca.

Pero de repente quedó como desmayada entre sus brazos.

– Pero me han hecho cosas.

– ¿Quiénes?

– Varios.

Se había quedado inmóvil, como si su cuerpo estuviera muerto; apartó la cabeza de él.

– Ahora no me querrás.

– Te quiero -dijo Jordan.

Pero algo había sucedido y ella se dio cuenta.

– No -dijo ella, y su voz salía como apagada; no tenía color-. No me vas a querer y quizá me lleves al asilo. Y yo iré al asilo y no seré la mujer de nadie.

– Te quiero, María.

– No, no es verdad -dijo ella. Luego, como si pidiera perdón, con un poco de esperanza en la voz-: Pero no he besado nunca a ningún hombre.

– Entonces, bésame a mí.

– Quisiera besarte -dijo ella-; pero no sé cómo. Cuando me hicieron cosas luché hasta que me quedé sin ver. Luché hasta que uno se-sentó sobre mi cabeza y yo le mordí, y entonces me amordazaron y me tuvieron sujetos los brazos detrás de la cabeza, y otros me hicieron cosas.

– Te quiero, María -dijo él-; y nadie te ha hecho nada. Nadie puede tocarte a ti. Nadie te ha tocado, conejito mío.

– ¿Crees lo que te digo?

– Lo creo.

– ¿Y podrías quererme? -preguntó, apretándose cálidamente contra él.

– Te quiero todavía más.

– Procuraré besarte como pueda.

– Bésame ahora.

– No sé cómo besarte.

– Bésame; no hace falta más.

María le besó en la mejilla.

– No, así, no.

– ¿Qué se hace con la nariz? Siempre me he preguntado qué se hacía con la nariz.

– Muy fácil; vuelve la cabeza -dijo él, y sus bocas se unieron y ella se mantuvo apretada contra él, y su boca se abrió un poco y él, manteniéndola apretada contra sí se sintió de repente más feliz que lo había sido nunca, más ligero, con una felicidad exultante, íntima, impensable. Y sintió que todo su cansancio y toda su preocupación se desvanecían y sólo sintió un gran deleite y dijo-: Conejito mío, cariño mío, amor mío; hace mucho tiempo que yo te quiero.

– ¿Qué es lo que dices? -preguntó ella, como si hablara desde algún sitio muy lejano.

– Amor mío -dijo él.

Estaban abrazados y él sintió que el corazón de ella latía contra el suyo, y con la punta del pie, acarició ligeramente sus pies.

– Has venido descalza -dijo.

– Sí.

– Entonces, sabías que ibas a acostarte conmigo.

– Sí.

– Y no has tenido miedo.

– Sí, mucho miedo. Pero me daba vergüenza no saber cómo tendría que quitarme los zapatos.

– ¿Qué hora es ahora? ¿Lo sabes?

– No, ¿tienes tu reloj?

– Sí, pero lo tengo detrás de ti.

– Entonces, sácalo de ahí.

– No.

– Pues mira por encima de mi hombro.

Era la una de la madrugada. La esfera del reloj brillaba en la oscuridad creada por la manta.

– Me pinchas con tu barba en el hombro.

– Perdóname, no tengo nada con que afeitarme.

– No importa; me gusta. ¿Tienes la barba rubia?

– Sí.

– ¿Y vas a dejártela crecer?

– No crecerá mucho; antes tenemos que terminar el asunto del puente. María, escúchame: ¿estás dispuesta?

– ¿Dispuesta a qué?

– ¿Quieres que lo hagamos?

– Sí, quiero. Quiero lo que tú quieras. Quiero hacerlo todo, y si lo hacemos todo, quizá sea como si lo otro no hubiese ocurrido.

– ¿Cómo se te ha ocurrido eso? ¿Lo has pensado sola?

– No. Lo había pensado sola, pero fue Pilar la que me lo dijo.

– Es muy lista esa mujer.

– Y otra cosa -dijo María suavemente-; Pilar me ha mandado que te diga que no estoy enferma. Ella sabe estas cosas y me dijo que te lo dijese.

– ¿Te dijo ella que me lo dijeras?

– Sí. Hablé con ella y le dije que te quería. Te quise en cuanto te vi llegar y te había querido siempre, antes de verte, y se lo dije a Pilar, y Pilar dijo que si alguna vez te contaba lo que me había pasado, que te dijera que no estaba enferma. Lo otro me lo dijo hace mucho tiempo; poco después de lo del tren.

– ¿Qué fue lo que te dijo?

– Me dijo que a una no le hacen nada si una no lo consiente y que si yo quería a alguien de veras, todo eso desaparecería. Quería morirme, ¿sabes?

– Pilar te dijo la verdad.

– Y ahora soy feliz por no haberme muerto. Me siento tan dichosa de no haber muerto… ¿Crees que podrás quererme?

– Claro, ya te quiero.

– ¿Y podría ser tu mujer?

– No puedo tener mujer mientras haga este trabajo. Pero tú eres mi mujer desde ahora.

– Si algún día lo soy, lo seré para siempre. ¿Soy tu mujer ahora?

– Sí, María. Sí, conejito mío.

Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:

– Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.

– ¿Lo deseas de verdad?

– Sí -dijo ella casi con fiereza-. Sí. Sí. Sí.

Capítulo octavo



La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.

Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.

Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir a llevar los caballos al cercado», pensó.

Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se hallaba Jordan.

Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que, desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego volvió a deslizarse dentro. «Bueno -dijo, sintiendo la caricia familiar del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de donde; él sabía que saldría el sol-. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía un rato.»

Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.

Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando, tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones precisas de tres en tres.

Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra, mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111», bimotores de bombardeo.

Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo, a medida que dejaban atrás la pradera.

Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó, quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos ligeros «Heinkel» llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.

Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la mujer, estaban parados mirando a lo alto.

– ¿Han pasado otras veces aviones como éstos? -preguntó Jordan.

– Nunca -dijo Pablo-; entra, van a verte.

El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró en la cueva para no inquietar a sus compañeros.

– Son muchos -dijo la mujer.

– Y serán más -dijo Jordan.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pablo recelosamente.

– Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.

Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo, más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.

A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:

– ¿No se habían visto nunca tantos aviones?

– Jamás -dijo Pablo.

– ¿No hay tantos en Segovia?

– Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.

«Malo -se dijo Robert Jordan-. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas.»

Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano…


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