355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Эрнест Миллер Хемингуэй » ¿Por Quién Doblan Las Campanas? » Текст книги (страница 28)
¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



сообщить о нарушении

Текущая страница: 28 (всего у книги 33 страниц)

– No me aburras más -contestó Pilar, encolerizada-. Entendí muy bien todo eso cuando estuvimos en el campamento del Sordo.

Robert Jordan se acercó a Pablo, que estaba atando los caballos.

– No he atado más que los que podrían asustarse -explicó Pablo-. Los otros están atados de manera que basta tirar de la cuerda para desatarlos. ¿Te das cuenta?

– Bueno.

– Voy a explicar a la muchacha y al gitano cómo tienen que hacer para manejarlos -dijo Pablo. Sus nuevos compañeros estaban de pie, apoyados en sus carabinas, formando un grupo aparte.

– ¿Lo has entendido todo? -preguntó Robert Jordan.

– ¿Cómo no? -dijo Pablo-. Destruir el puesto, cortar los hilos, volver al puente. Cubrir el puente hasta que tú lo hagas saltar.

– Y no hacer nada hasta que no comience la voladura -insistió Jordan.

– Eso es.

– Bueno, entonces, buena suerte.

Pablo gruñó a modo de contestación. Luego dijo:

– Nos cubrirás bien con la máquina y con la otra máquina pequeña cuando volvamos, ¿no es cierto, inglés?

– De primera. Os cubriré de primera.

– Entonces, eso es todo. Pero en ese momento conviene que prestes bien atención, inglés. No será fácil si no estás sobre ello.

– Cogeré la máquina yo mismo -dijo Robert Jordan.

– ¿Tienes mucha práctica? Porque no tengo ganas de que me mate Agustín, con todas las buenas intenciones que tiene.

– Tengo mucha práctica. Ya verás. Y si Agustín se sirve de una de las dos máquinas, me cuidaré de que dispare bien por encima de tu cabeza. Muy alto, siempre por encima de tu cabeza.

– Entonces, nada más -dijo Pablo. Luego dijo en voz baja, en tono de confianza-: No tenemos caballos para todos.

«Este hijo de perra -pensó Robert Jordan-. Se creerá que no lo entendí la primera vez.»

– Yo iré a pie -dijo Robert Jordan-; los caballos son para ti.

– No, habrá un caballo para ti, inglés -dijo Pablo en voz baja-. Habrá caballos para todos nosotros.

– Los caballos son tuyos -dijo Robert Jordan-. No tienes que contar conmigo. ¿Tienes bastantes municiones para tu nueva máquina?

– Sí -contestó Pablo-. Todas las que llevaba el jinete. No he disparado más que cuatro tiros, para ensayar. La probé ayer en las montañas.

– Entonces, vamos -dijo Robert Jordan-; hay que estar allí muy temprano y escondernos bien.

– Vámonos todos -dijo Pablo-. Suerte, inglés.

«Me pregunto qué es lo que piensa ahora este bastardo -se dijo Robert Jordan-. Tengo la impresión de saberlo. Bueno, eso es cosa suya. A Dios gracias, no conozco a los nuevos.»

Le tendió la mano y dijo:

– Suerte, Pablo. -Y se estrecharon la mano en la oscuridad.

Robert Jordan, al tender su mano, esperaba encontrarse con algo así como la mano de un reptil o la de un leproso. No sabía cómo era la mano de Pablo. Pero, en la oscuridad, aquella mano que apretó la suya, la apretó francamente y él devolvió la presión. Pablo tenía una mano buena en la oscuridad y su contacto dio a Robert Jordan la impresión más extraña de todas las que había experimentado aquella madrugada. «De manera que tenemos que ser aliados ahora -pensó-. Hay siempre muchos apretones de manos entre aliados, sin hablar de las declaraciones y de los abrazos. Por lo que hace a los abrazos, me alegro de que podamos pasar sin ellos. Creo que todos los aliados son del mismo estilo. Se odian siempre au fond; pero ese Pablo es un tipo raro.»

– Suerte, Pablo -dijo, y apretó aquella extraña mano, firme, decidida y dura-. Te cubriré bien; no te preocupes.

– Siento haberte quitado el material -dijo Pablo-; fue un error.

– Pero me has traído lo que necesitábamos.

– No pongo esto del puente en contra tuya, inglés. Le veo buen fin -dijo Pablo.

– ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? ¿Os habéis vuelto maricones? -preguntó Pilar, surgiendo bruscamente al lado de ellos en la oscuridad-. No te faltaba más que eso -le dijo a Pablo-. Vamos, inglés, acaba con las despedidas, antes que éste te robe el resto de tus explosivos.

– No me entiendes, mujer. El inglés y yo nos entendemos.

– Nadie te entiende; ni Dios ni tu madre -dijo Pilar-. Ni yo. Vete, inglés; despídete de la rapadita y vete. Me cago en tu padre; creo que tienes miedo de ver salir el toro.

– Tu madre -replicó Robert Jordan.

– Tú no has tenido jamás una -susurró alegremente Pilar-. Y ahora, vete, porque tengo muchas ganas de que todo comience, para que haya terminado. Vete con tus hombres -dijo a Pablo-. Cualquiera sabe el tiempo que va a durar su hermosa resolución. Tienes uno o dos que no cambiaría ni por ti. Llévatelos y vete.

Robert Jordan se echó la mochila al hombro y se acercó a los caballos para decir adiós a María.

– Hasta luego, guapa. Hasta pronto.

Tenía una sensación de irrealidad. Pensaba que todo lo que decía lo había dicho antes, y aquello era como si se tratara de un tren que se marcha y él estuviese en el andén de la estación.

– Hasta luego, Roberto -dijo ella-. Ten cuidado.

– Pues claro -dijo él. Inclinó la cabeza para besarla y su mochila se escurrió hacia adelante, golpeándole en la nuca de modo que con su frente dio contra la de la muchacha. También pensaba que esto había sucedido ya.

– No llores -dijo turbado, y no solamente por lo de la mochila.

– No lloro -respondió ella-; pero vuelve en seguida.

– No te preocupes cuando oigas los disparos. Oirás seguramente muchos disparos.

– Pues claro. Pero vuelve en seguida.

– Hasta luego, guapa -dijo con torpeza.

– Salud, Roberto.

Robert Jordan no se había sentido nunca tan joven desde que había subido al tren en Red Lodge para Billings, en donde tendría que tomar el que iba a llevarle a la escuela por vez primera. Tenía mucho miedo de ir y no quería que se dieran cuenta, y en la estación, cuando el conductor iba a coger su maleta, para subir al estribo, su padre le había abrazado, diciendo: «Que el Señor vele por ti y por mí mientras estemos separados.» Su padre era hombre muy piadoso y dijo eso de una forma sencilla y sincera; pero su bigote estaba húmedo, sus ojos estaban húmedos de emoción y Robert Jordan se sintió tan azorado por todo aquello, por el tono húmedo y religioso de la plegaria y por el beso del adiós paterno, que se había sentido de repente mucho mayor que su padre, y tan desolado de verle así que casi le resultó intolerable.

Después de la salida del tren se quedó en la plataforma de detrás y estuvo viendo la estación y el depósito de agua que se hacían cada vez más pequeños, y los raíles, cruzados por las traviesas, que parecían converger hacia un punto en el que la estación y el depósito se hacían minúsculos, mientras el rítmico resoplar del tren le iba alejando más y más.

El revisor le había dicho:

– Papá parecía sentir mucho que te fueras, Bob.

– Sí -había respondido, contemplando las matas de salvia que desfilaban a los flancos polvorientos de la vía, entre los postes del telégrafo. Buscaba con la mirada los pájaros entre las matas.

– ¿No te hace impresión el irte a la escuela?

– No -había dicho él. Y era la verdad.

No hubiera sido verdad unos momentos antes, pero lo era en aquel momento. Y en el momento de la separación se había sentido tan joven como cuando el tren partía para la escuela. Se encontraba muy joven de repente, y muy torpe, y decía adiós con toda la timidez de un colegial que acompaña hasta su puerta a una muchacha y no sabe si tiene que besarla. Luego vio que no eran los adioses lo que le turbaba. Era el encuentro hacia el que se dirigía. Los adioses no hacían más que acrecentar la turbación que le infundía semejante encuentro.

«Ya estás dándole otra vez -se dijo-. Pero creo que no hay nadie que no se sienta a veces demasiado joven. Bueno. Bueno, es demasiado pronto para volver a la infancia.»

– Adiós, guapa -dijo en voz alta-. Adiós, conejito.

– Adiós, Roberto mío -contestó ella.

Jordan se acercó a Anselmo y a Agustín, que esperaban, y les dijo:

– Vámonos.

Anselmo se echó la pesada carga al hombro. Agustín, que había salido completamente equipado de la cueva, estaba apoyado contra un árbol, con el cañón del fusil ametrallador asomando por encima de su carga.

– Bueno; vámonos.

Y los tres empezaron a bajar la colina.

– Buena suerte, don Roberto -dijo Fernando, al pasar delante de él, en fila india, entre los árboles. Fernando estaba acurrucado no lejos de allí; pero hablaba con gran dignidad.

– Buena suerte para ti, Fernando -deseóle Robert Jordan.

– En todo lo que hagas -dijo Agustín.

– Gracias, don Roberto -dijo Fernando, sin molestarse por las palabras de Agustín.

– Ese es un fenómeno, inglés -susurró Agustín.

– Lo es -dijo Robert Jordan-. ¿Puedo ayudarte? Vas cargado como un mulo.

– Voy bien -dijo Agustín-; pero, hombre, me alegro de que esto empiece.

– Habla bajo -dijo Anselmo-; desde ahora, habla poco y bajo.

Descendieron por la cuesta con precaución. Anselmo a la cabeza y Agustín detrás. Robert Jordan, que cerraba la marcha, pisaba con cuidado para no resbalar, sintiendo en la suela de cáñamo de sus alpargatas las agujas de pino. Al tropezar con una raíz extendió la mano y tocó el metal frío del cañón del fusil automático y de las patas del trípode. Luego fueron bajando de costado, trazando con la suela de sus alpargatas surcos en el bosque, al resbalar. Volvió a tropezar y, buscando apoyo en la corteza rugosa del tronco de un árbol, su mano encontró una incisión de la que chorreaba resina, y la retiró, pegajosa. Al fin remataron con la pendiente abrupta y arbolada y llegaron al sitio por encima del puente, en donde Robert Jordan y Anselmo habían estado observando el primer día.

Anselmo se detuvo cerca de un pino, en la oscuridad, cogió a Robert Jordan por la muñeca y susurró en voz tan baja, que Jordan apenas si le oyó:

– Mira, tienen el brasero encendido. Se veía abajo un punto luminoso por la parte en que el puente daba a la carretera.

– Fue aquí donde estuvimos observando -explicó Anselmo. Cogió de la mano a Robert Jordan y la llevó hasta el tronco de un pino, para que observara una pequeña incisión recientemente hecha-. Hice esa señal mientras tú mirabas el puente. Es aquí, a la derecha, donde tú querías poner la máquina.

– La pondremos ahí. -Bueno.

Dejaron en el suelo la carga y Agustín y Robert Jordan siguieron a Anselmo hasta el lugar llano en donde se elevaba un grupo de pinos pequeños.

– Aquí es -dijo Anselmo-. Justamente aquí.

– Desde aquí, a la luz del día -susurró Robert Jordan a Agustín, escondido detrás de los árboles-, verás un pedazo de carretera y el acceso al puente. Verás toda la extensión del puente y un pedazo pequeño de carretera del otro lado, antes del lugar en donde la carretera hace una curva en torno a una roca.

Agustín no respondió.

– Estarás aquí, tumbado, mientras preparamos la explosión, y dispararás contra cualquiera que se acerque, tanto de arriba como de abajo.

– ¿De dónde es esa luz? -preguntó Agustín.

– Es la de la garita del centinela del otro lado del puente -susurró Robert Jordan.

– ¿Quién se encargará de los centinelas?

– El viejo y yo, como te he dicho; pero si no es así, tú disparas sobre las garitas y sobre ellos, si logras verlos.

– Ya lo sé. Ya me lo has dicho.

– Después de la explosión, cuando la gente de Pablo venga volviendo el recodo, tendrás que disparar muy alto, por encima de su cabeza, si son perseguidos. Habrá que disparar muy alto en cuanto los veas, para evitar que sean perseguidos. ¿Lo entiendes?

– ¿Cómo no? Fue lo que me dijiste anoche.

– ¿No se te ocurre nada que preguntarme?

– No. Tengo dos sacos que puedo llenarlos de tierra ahí arriba, donde no me vean, y traerlos aquí.

– Pero no caves por aquí. Tienes que estar bien escondido, como lo estábamos el otro día allá arriba.

– Sí, los llenaré en la oscuridad. Ya verás. No se podrá ver nada tal y como yo los disponga.

– Estás muy cerca, ¿sabes? A la luz del día, este bosquecillo se ve muy bien desde abajo.

– No te preocupes, inglés. ¿Adonde vas tú?

– Voy allá abajo, con mi máquina pequeña. El viejo atravesará la garganta, para estar en disposición de ocuparse de la garita del otro lado del puente. La garita que mira en esa dirección.

– Entonces, nada más -dijo Agustín-. Salud, inglés. ¿Tienes tabaco?

– No puedes fumar. Estás demasiado cerca.

– No es para fumar. Sólo para tenerlo en la boca. Para fumar después.

Robert Jordan le tendió su pitillera y Agustín cogió tres cigarrillos, que puso en la vuelta de su gorra de pastor. Abrió el trípode y colocó el fusil ametrallador en batería entre los pinos. Luego comenzó a deshacer a tientas sus paquetes y a disponer su contenido en el lugar que le parecía más apropiado.

– Nada más -dijo.

Anselmo y Robert Jordan se apartaron de él para volver junto a las mochilas.

¿Dónde convendría dejarlas? -susurró Robert Jordan.

– Aquí, creo yo. Pero ¿estás seguro de que podrás acercarte al centinela y acertarle con tu pequeña máquina?

– ¿No fue aquí en donde estuvimos el otro día?

– En ese mismo árbol -susurró Anselmo, en voz tan baja que apenas Robert Jordan podía oírle. Sabía que hablaba sin mover los labios como había hecho el primer día-. Le he hecho una señal con mi cuchillo.

Robert Jordan tenía de nuevo la sensación de que todo aquello había sucedido ya; pero ahora la causa era la repetición de una pregunta y de la respuesta de Anselmo. Había ocurrido lo mismo con Agustín, que había hecho una pregunta sobre los centinelas cuando de antemano sabía la respuesta.

– Es lo suficientemente cerca; quizá demasiado cerca -susurró Jordan-. Pero la luz está a nuestra espalda y estaremos bien. Es perfecto.

– Entonces, me iré al otro lado de la garganta y me colocaré en posición -dijo Anselmo. Luego añadió-: Perdóname, inglés. Para que no haya ningún error. Por si me siento estúpido.

– ¿Qué dices? -preguntó Robert Jordan en voz muy baja.

– Repíteme una vez más lo que tengo que hacer.

– Cuando yo dispare, disparas tú. En cuanto elimines a tu hombre, atraviesa el puente y reúnete conmigo. Yo tendré las mochilas allá abajo y tú irás colocando las cargas en la forma que yo te diga. Te lo iré explicando todo con la mayor claridad. Si me sucediera algo, procederás en la forma que te he indicado ya. Harás las cosas despacio y bien, sujetando firmemente las cargas por medio de las cuñas de madera y asegurando bien las granadas.

– Ahora, todo está claro -dijo Anselmo-. Lo recordaré todo. Ahora me voy. Mantente bien cubierto, inglés, cuando se haga de día.

– Cuando dispares -siguió diciendo Robert Jordan-, apunta cuidadosamente y con calma. No pienses en él como en un hombre, sino como en un blanco. ¿De acuerdo? No dispares al bulto, sino a un punto determinado. Si está de cara hacia ti, trata de tirar al centro del vientre. Si está vuelto de espaldas, apunta al centro de la espalda. Oye, viejo, si cuando yo dispare, tu hombre está sentado, se levantará un instante, antes de echar a correr o agazaparse. Dispárale entonces. Si no se levanta, tírale igual. No esperes. Pero asegura bien tu puntería. Acércate a una distancia de cincuenta metros. Eres cazador, de modo que no tendrás ningún problema.

– Lo haré como me ordenes -contestó Anselmo.

– Sí, así lo mando -dijo Robert Jordan.

«Me alegro de haberme acordado de darle una orden -se dijo-. Eso le ayudará y atenúa su responsabilidad. Al menos espero que sea así. Había olvidado lo que me dijo el primer día a propósito de matar.»

– Eso es lo que ordeno -repitió-. Y ahora, vete.

– Me voy -dijo Anselmo-. Hasta pronto, inglés.

– Hasta pronto, abuelo -dijo Robert.

Se acordó de su padre en la estación y de la humedad de aquel adiós y no dijo salud, ni hasta luego, ni buena suerte, ni nada parecido.

– ¿Has limpiado el aceite del cañón de tu fusil, abuelo? -susurró-. ¿Para que dispare sin desviarse?

– En la cueva los limpié todos con la baqueta -repuso Anselmo.

– Entonces, hasta pronto -dijo Robert Jordan. Y el viejo se alejó sin ruido, deslizándose con sus alpargatas por entre los árboles.

Robert Jordan estaba tendido sobre las agujas de pino que cubrían el bosque, espiando el primer estremecimiento de la brisa, que agitaría las ramas con el día. Sacó el cargador de la ametralladora y jugó con el cerrojo atrás y adelante. Luego volvió el arma hacia él y en la oscuridad se llevó el cañón a los labios y sopló dentro; sintió el sabor a grasa del metal al apoyar su lengua en los bordes. Apoyó su arma contra el antebrazo, con el almacén puesto de forma que ninguna aguja de pino ni ninguna ramita penetrase en él; sacó todas las balas del cargador con el dedo pulgar y las depositó sobre un pañuelo que había extendido en el suelo. Palpando cada una de las balas en la oscuridad, volvió a meterlas, una tras otra, en el cargador. Sentía el peso del cargador en su mano; lo metió en el arma y lo ajustó en su lugar. Se tumbó de bruces detrás del tronco de un pino, con el arma de través, en su brazo izquierdo, y miró el punto luminoso que se divisaba abajo. En algunos momentos dejaba de verlo, cuando el centinela se detenía junto al brasero. Robert Jordan, tumbado allí, aguardó a que se hiciera de día.

Capítulo cuarenta y dos



Mientras Pablo volvía a la cueva, después de haber recorrído los montes, y la banda descendía hasta el lugar en donde habían dejado los caballos, Andrés había hecho rápidos progresos hacia el Cuartel General de Golz. Al llegar a la carretera general de Navacerrada, por donde descendían los camiones, se tropezaron con un control. Cuando Gómez exhibió el salvoconducto del teniente coronel Miranda, el centinela lo leyó a la luz de una linterna, se lo dio a otro hombre que estaba con él para que lo mirase, se lo devolvió y saludó:

– Siga -dijo-; pero apague las luces.

La motocicleta rugió nuevamente; Andrés volvió a aferrarse al asiento y siguieron a lo largo de la carretera general manejándose Gómez hábilmente entre los camiones. Ninguno de los camiones llevaba luces; era un convoy interminable. Había también camiones cargados que subían carretera arriba y que levantaban una polvareda que Andrés no podía ver en la oscuridad, aunque sentía que le golpeaba el rostro y podía haber hincado en ella los dientes.

Llegaron junto a la trasera de un camión y la motocicleta tamboreó unos instantes hasta que Gómez la aceleró, dejando atrás al camión y a otro, y otro, y otro y otros más, mientras a su izquierda seguía rugiendo la fila de camiones que volvían de la Sierra. Detrás de ellos se encontraba un automóvil rasgando el ruido y el polvo producidos por los camiones con sus insistentes bocinazos. Encendió y apagó los faros varias veces, iluminando la nube de polvo amarillento, y se lanzó adelante, entre el chirrido de los engranajes forzados por la aceleración y el concierto discordante de su bocina amenazadora.

Más adelante el tráfico se había detenido y la motocicleta fue dejando atrás los camiones, las ambulancias, los coches del Estado Mayor y los carros blindados, que parecían pesadas tortugas de metal erizadas de cañones en medio del polvo que aún no había llegado a posarse, hasta que llegaron a otro control, que se encontraba en donde se había producido la colisión. Un camión no había visto detenerse al camión que iba delante de él y había chocado con él, destrozando su parte posterior y desparramando por la carretera las cajas de municiones para armas ligeras que formaban su cargamento. Una caja se había roto al caer, y cuando Gómez y Andrés descendieron haciendo rodar su motocicleta delante de ellos, entre los vehículos inmovilizados, para enseñar sus salvoconductos, Andrés pisó los estuches de cobre de los millares de cartuchos esparcidos por el polvo. El segundo camión tenía el radiador completamente aplastado. El siguiente estaba pegado a la puerta trasera del anterior. Un centenar más se habían quedado inmovilizados detrás y un oficial, calzado con botas altas, corría remontando la fila y gritando a los conductores que retrocediesen para que pudieran sacar de la carretera el camión aplastado.

Había demasiados camiones para que ello fuese posible y pudieran retroceder los conductores, a menos que el oficial no llegase al final de la fila, que no cesaba de alargarse, y que le impedía avanzar. Andrés le vio correr, tropezando, con su linterna eléctrica, gritando, blasfemando, mientras los camiones seguían llegando.

Los hombres del control no querían devolverle el salvoconducto. Eran dos, con sus fusiles al hombro, y gritando también. El que llevaba el salvoconducto en la mano atravesó la carretera para acercarse a un camión que bajaba y pedirle que fuese al próximo control, a fin de que se diera orden de retener a todos los camiones hasta que pudiera despejarse el embotellamiento. El conductor del camión escuchó lo que se le decía y prosiguió su camino. Luego, siempre con el salvoconducto en la mano, el hombre del control volvió a gritar al conductor del camión cuya carga se había desparramado.

– Deja eso y avanza, por amor de Dios, para que podamos quitar todo eso.

– Tengo rota la transmisión -explicó el conductor, inclinado sobre la trasera de su camión.

– Me cago en tu transmisión. Adelante, te he dicho.

– No se puede andar con una transmisión rota -dijo el conductor, siempre inclinado sobre la parte posterior del camión.

– Entonces, que te remolquen para que podamos sacar del camión esa porquería.

El conductor le lanzó una mirada furiosa mientras el hombre del control enfocaba con su linterna eléctrica la parte trasera del camión.

– Adelante. Adelante -gritaba, llevando el salvoconducto en la mano.

– ¿Y mi salvoconducto? -preguntó Gómez-. Mi salvoconducto. Tenemos prisa.

– Vete al diablo con tu salvoconducto -dijo el hombre. Se lo tendió y atravesó la carretera corriendo, para detener a un camión que descendía.

– Da la vuelta al llegar al cruce y ponte en posición para remolcar a este camión averiado -dijo al conductor.

– Mis órdenes son…

– Me cago en tus órdenes. Haz lo que te he dicho.

El conductor puso en marcha el vehículo y siguió carretera adelante, perdiéndose de vista.

Mientras Gómez ponía en marcha su motocicleta y avanzaba por la carretera, despejada en un largo trecho una vez rebasado el lugar de la colisión, Andrés, agarrado de nuevo a su asiento, pudo ver al hombre del control, que detenía otro vehículo, y al conductor, que sacaba la cabeza de la cabina para oír lo que le decía.

Corría rápidamente, devorando la carretera, que ascendía regularmente hacia la Sierra. Toda la circulación en el mismo sentido que llevaban ellos había quedado inmovilizada en el control y sólo pasaban los camiones que descendían, que pasaban y seguían pasando a su izquierda, mientras la motocicleta subía rápida y regularmente hasta que alcanzó la columna de vehículos que había podido pasar el control antes del accidente.

Siempre con las luces apagadas, rebasaron cuatro automóviles blindados y luego una larga fila de camiones cargados de tropas. Los soldados iban silenciosos en la oscuridad. Al principio Andrés sólo sentía su presencia por encima de él, en lo alto de los camiones a través del polvo. Luego un coche del Estado Mayor intentó abrirse paso haciendo sonar su bocina y encendiendo y apagando los faros en rápida sucesión, y Andrés vio a la luz de éstos a los soldados con los cascos de metal, los fusiles enhiestos y las ametralladoras, apuntando hacia el cielo sombrío, recortarse nítidamente en la noche para volver de nuevo a desaparecer cuando las luces de los faros se apagaban. Hubo un momento, al pasar cerca de un camión de soldados, en que pudo ver su rostro triste e inmóvil a la súbita luz. Bajo los cascos de metal, viajando en la oscuridad hacia algo que sólo sabían que era un ataque, cada uno de aquellos rostros iba contraído por una preocupación particular, y la luz los revelaba tal y como eran, de un modo como no hubiesen aparecido a la luz del día, porque hubieran tenido miedo de mostrarse así los unos a los otros, hasta el momento en que el bombardeo o el ataque comenzasen y nadie pensara ya más en la cara que tenía que poner.

Al pasar Andrés por delante de ellos, camión tras camión, con Gómez siempre hábilmente delante del coche del Estado Mayor, no se hizo semejantes reflexiones sobre aquellas caras. Pensaba solamente: «¡Qué ejército! ¡Qué equipo! ¡Qué motorización! ¡Vaya gente! Míralos. Ese es el ejército de la República. Míralos, camión tras camión. Todos con el mismo uniforme. Todos con casco de metal en la cabeza. Mira esas máquinas apuntando para recibir a los aviones. Mira qué ejército han organizado.»

Y la motocicleta pasaba ante los altos camiones grises, repletos de soldados, camiones grises de cabinas cuadradas, de feos motores cuadrados, ascendiendo regularmente por la carretera, entre el polvo y la luz intermitente del coche del Estado Mayor que seguía. La estrella roja del ejército aparecía al resplandor de los focos cuando éstos alumbraban la parte trasera de los camiones, o se dejaba ver en los flancos polvorientos, cuando la luz los barría, y los camiones rodaban, ascendían regularmente en el aire, que se hacía cada vez más frío por la carretera, que se retorcía y zigzagueaba, resoplando y gruñendo, algunos despidiendo humo a la luz de los faros. La moto subía también con esfuerzo. Y Andrés, agarrado al asiento, pensaba mientras ascendía que aquel viaje en moto era mucho, mucho. No había ido en moto nunca hasta entonces, y ascendía por la montaña en medio de todo aquel movimiento que se encaminaba al ataque, y al subir se daba cuenta de que ya no era cosa de preguntarse si llegaría a tiempo para ocupar los puestos. En aquel tráfago y aquella confusión, podría tenerse por hombre afortunado si estaba de regreso al día siguiente por la noche. No había visto nunca una ofensiva ni los preparativos de una ofensiva, y mientras subían por la carretera, se maravillaba de la potencia y del tamaño de aquel ejército que había creado la República.

Corrían por una carretera que iba ascendiendo rápidamente por el flanco de la montaña y, al acercarse a la cima, la pendiente se hizo tan abrupta que Gómez le pidió que se bajase de la moto, y juntos la empujaron hasta el final. A la izquierda, nada más pasar el punto más alto, había una curva en donde los coches podían dar la vuelta y cambiar de dirección y se veían luces parpadeantes ante un gran edificio de piedra que se levantaba, grande y oscuro, contra el cielo nocturno.

– Vamos a preguntar dónde está el Cuartel General -dijo Gómez a Andrés. Empujaron la moto hasta llegar a donde estaban los dos centinelas apostados delante de la puerta cerrada del gran edificio de piedra. Gómez estaba apoyando ya la motocicleta contra el muro cuando un motociclista con chaquetón de cuero se perfiló en el recuadro de una puerta que daba acceso al interior luminoso del edificio. Llevaba una cartera al hombro y un máuser golpeándole la cadera. Cuando la puerta se volvió a cerrar, el hombre buscó su moto en la oscuridad, al lado de la entrada, la empujó hasta ponerla en marcha y salió zumbando carretera abajo.

Gómez se acercó a la puerta y se dirigió a uno de los centinelas.

– Capitán Gómez, de la 65 brigada -dijo-. ¿Puedes decirme dónde encontraré el Cuartel General del general Golz, comandante de la 35 división?

– Aquí no es -dijo el centinela.

– ¿Qué es esto?

– La comandancia.

– ¿Qué comandancia?

– Pues la comandancia.

– ¿La comandancia de qué?

– ¿Quién eres tú para hacer tantas preguntas? -preguntó el centinela a Gómez en la oscuridad.

Allí, en lo alto del puerto, el cielo estaba muy claro y sembrado de estrellas, y Andrés, ya que había salido de la polvareda, podía ver claramente en la noche. Por debajo de ellos, donde la carretera torcía a la derecha, Andrés podía discernir claramente la silueta de los camiones y de los coches que circulaban dibujándose contra el horizonte.

– Soy el capitán Rogelio Gómez, del primer batallón de la 65 brigada y pregunto dónde está el Cuartel General del general Golz -dijo Gómez.

El centinela entreabrió la puerta.

– Llamad al cabo de guardia -gritó hacia el interior.

En ese momento, un gran automóvil del Estado Mayor dio la vuelta a la curva y se dirigió hacia el gran edificio de piedra, ante el cual aguardaban Andrés y Gómez a que apareciese el cabo de guardia. El coche se acercó y se detuvo ante la puerta.

Un hombre grande, viejo, pesado, con una gran boina caqui como la que llevan los chasseurs a pied del ejército francés, con un abrigo gris, un mapa en la mano y una pistola sujeta alrededor de su abrigo por una correa, salió del asiento posterior del coche, acompañado de otros dos hombres con uniforme de las Brigadas Internacionales.

El viejo habló en francés con su chófer, ordenándole que se apartase de la puerta y llevara el coche al refugio. Andrés no entendía el francés, pero Gómez, que había sido barbero, sabía algunas palabras.

Al acercarse a la puerta, con los otros dos oficiales, Gómez vio su rostro claramente al ser iluminado y le reconoció. Le había visto en reuniones políticas y había leído con frecuencia artículos suyos traducidos del francés en Mundo Obrero. Reconoció las pobladas cejas, los ojos grises acuosos, el mentón y la doble papada, como pertenecientes a una de las primeras figuras de los grandes revolucionarios modernos de Francia; era el hombre que había encabezado el motín de la flota francesa en el Mar Negro. Gómez conocía la alta situación política que ocupaba aquel hombre en las Brigadas Internacionales y sabía que tal persona tenía que conocer dónde se encontraba el Cuartel General de Golz y podía encaminarlos. Lo que no sabía era en lo que aquel hombre se había convertido con el tiempo, las desilusiones, las amarguras domésticas y políticas y la ambición defraudada, y que dirigirse a él era una de las cosas más peligrosas que podían hacerse. Ignorando todo esto, se dirigió hacia el hombre, le saludó, levantando el puño, y dijo:

– Camarada Marty, somos portadores de un mensaje para el general Golz. ¿Puede usted indicarnos su Cuartel General? Es urgente.

El anciano, grande y pesado, miró a Gómez inclinando la cabeza y escrutándole con toda la atención de sus ojos acuosos. Incluso en el frente, a la luz de una bombilla eléctrica desnuda y cuando acababa de hacer un viaje en coche descubierto y en una noche fresca, su rostro gris tenía aire de decrepitud. Su cara parecía modelada con esos desechos que se encuentran debajo de las patas de los leones muy viejos.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю