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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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Capítulo treinta y dos



Aquella noche, en Madrid, había mucha gente en el Hotel Gaylord. Un coche, con los faros pintados con una lechada de cal azulosa, entró por la puerta cochera y un hombrecillo con botas negras de montar, pantalones grises y chaqueta del mismo color, abrochada hasta el cuello, salió del coche, hizo un saludo a los dos centinelas, y luego con la cabeza al hombre de la policía secreta, que estaba sentado ante la mesa del portero, y se metió en el ascensor. Había otros dos centinelas sentados a uno y otro lado del vestíbulo de mármol, se contentaron con levantar los ojos cuando el hombrecillo pasó delante de ellos para meterse en el ascensor. Tenían la consigna de cachear a todos los que no conocieran, pasándoles las manos por los costados, por debajo de las axilas y palpándoles los bolsillos, para descubrir si el recién llegado llevaba pistola, en cuyo caso pasaba a manos del agente de la policía secreta que hacía de portero. Pero los centinelas conocían bien al hombrecillo de pantalones de montar y apenas si levantaron la vista cuando pasó.

El apartamento que ocupaba en el Gaylord estaba atiborrado al entrar él. Había gentes de pie y gentes sentadas que conversaban animadamente como en cualquier salón burgués; bebían vodka, whisky con soda o cerveza, en vasitos que llenaban de una gran jarra. Varios de esos hombres iban de uniforme, otros llevaban chaquetones de sport o de cuero; tres de las cuatro mujeres que se encontraban en la reunión iban vestidas de calle; pero la cuarta, morena y flaca, vestía uniforme de miliciana, de corte severo, y calzaba altas botas, que asomaban por debajo de la falda.

Al entrar en la habitación, Karkov se dirigió en seguida hacia la mujer del uniforme, inclinándose ante ella y estrechándole la mano. Era su esposa. Le dijo algo en ruso, que nadie entendió, y por unos instantes, la insolencia que iluminaba sus pupilas en el momento de entrar desapareció. Luego volvió a encenderse al distinguir la cabeza color de caoba y el rostro amorosamente lánguido de la jovencita de espléndida figura que era su amante. Se acercó a ella con pasos cortos y decididos, se inclinó y le estrechó la mano de manera que nadie hubiera podido asegurar que no fuese un remedo del saludo dirigido a su esposa. Su mujer no le siguió con la mirada al cruzar la habitación; estaba de pie, junto a un oficial español, alto y bien parecido, con el que hablaba en ruso.

– Tu gran amor está engordando -dijo Karkov a la pelirroja-. Todos nuestros héroes están engordando al acercarse el segundo año de la guerra. -No miraba al hombre del que estaban hablando.

– Eres tan feo, que tendrías celos hasta de un sapo -le replicó ella alegremente hablando en alemán-. ¿Podré ir mañana contigo a la ofensiva?

– No. Además, no hay ninguna ofensiva. -Todo el mundo lo sabe -dijo ella-. No seas tan misterioso. Dolores va; yo iré con ella o con Carmen. Montones de gentes piensan ir.

– Ve con quien quiera cargar contigo -repuso Karkov-. No seré yo.

Luego, mirándola, le dijo muy en serio:

– ¿Quién te ha hablado de eso? Dímelo con toda franqueza.

– Richard -dijo ella, tan seria como él. Karkov se encogió de hombros y se alejó bruscamente.

– Karkov -le llamó un hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico.

– ¿Conoces la noticia?

Karkov se acercó a él y el hombre prosiguió:

– Acabo de enterarme. No hace siquiera diez minutos. Es maravilloso. Los fascistas han estado peleándose entre ellos todo el día, cerca de Segovia. Han tenido que reprimir las revueltas con ametralladoras y fusiles automáticos. Esta tarde han bombardeado a sus propias tropas con aviones.

– ¡Ah!, ¿sí? -exclamó Karkov.

– Así es -dijo el hombre de los ojos hinchados-. La propia Dolores me lo ha dicho. Vino a contarlo en un estado de exaltación como nunca la había visto. La veracidad de la noticia le iluminaba la cara. Esa magnífica cara que tiene -dijo, escuchándose mientras hablaba.

– Esa magnífica cara -repitió Karkov sin ninguna expresión en su voz.

– Si hubieras podido oírla… -dijo el hombre de los ojos hinchados-. Las palabras surgían de su boca irradiando una luz que no es de este mundo. Su voz tenía el acento mismo de la verdad. Voy a hacer un artículo para Izvestia. Ha sido para mí uno de los momentos cumbres de la guerra, cuando la he oído hablar con esa voz magnífica en que se mezclan la piedad, la compasión y la sinceridad. La bondad y la sinceridad irradian en ella como de una verdadera santa del pueblo. Por algo la llaman la Pasionaria.

– Por algo será -dijo Karkov, con voz opaca-. Pero harías mejor escribiendo tu artículo para Izvestia ahora mismo, antes de olvidar esa preciosa frase final.

– Es una mujer sobre la que no se puede bromear. Ni siquiera un cínico como tú -añadió el hombre de los ojos hinchados-. Si hubieras estado aquí y hubieras podido oír su voz y ver su rostro…

– Esa magnífica voz -dijo Karkov-. Ese magnífico rostro. Escribe todo eso. No me lo cuentes. No derroches párrafos enteros conmigo. Vete a escribir todo eso inmediatamente.

– No en este momento.

– Creo que sería mejor -dijo Karkov. Se quedó mirándole y luego apartó la mirada de él. El hombre estuvo allí unos instantes, con el vaso de vodka en la mano y los ojos entornados, perdidos en la admiración de lo que había oído. Y luego se marchó de la habitación para ir a escribir.

Karkov se acercó a otro hombre de unos cuarenta y ocho años, pequeño, grueso, de rostro jovial, con ojos azules, cabellos rubios, que empezaban a hacerse ralos, y boca sonriente, sombreada por un breve bigote duro y amarillento. Era general de división y húngaro.

– ¿Estabas aquí cuando vino Dolores? -preguntó Karkov al hombre.

– Sí.

– ¿De qué se trata?

– De algo sobre que los fascistas se pelean entre ellos. Muy hermoso, si fuera verdad.

– Se habla demasiado de lo de mañana.

– Es un escándalo. Todos los periodistas debieran ser fusilados, así como la mayoría de la gente que está en esta habitación. Y, sin duda alguna, ese increíble intrigante alemán de Richard. El que ha dado a ese Függler de domingo el mando de una brigada, debería ser fusilado. Puede que tú y yo debiéramos ser fusilados también.

– Es muy posible -dijo el general, riendo-; pero no vayas a sugerirlo.

– Es una cosa de la que no me gusta hablar -dijo Karkov-. Ese americano que viene por aquí algunas veces está allí. Le conoces: Jordan, el que trabaja con los grupos de guerrilleros. Se encuentra allí donde se supone que han ocurrido esas cosas de que tanto se habla.

– Entonces debiéramos tener un informe esta noche -dijo el general-. No me quieren mucho por allí; si no, iría yo a buscar informes. Ese Jordan trabajó con Golz. ¿No es así? Tú verás a Golz mañana.

– Mañana, a primera hora.

– Mantente alejado de él, si la cosa no va bien -dijo el general-. Os detesta a vosotros, los periodistas, tanto como yo. Pero tiene mejor carácter.

– Sin embargo, acerca de lo de los fascistas… -Probablemente los fascistas estaban haciendo maniobras -dijo el general, sonriendo-. Bueno, ahora se verá si Golz es capaz de hacerlos maniobrar. Que Golz pruebe a hacerlo. Nosotros los hemos hecho maniobrar bien en Guadalajara.

– Me he enterado de que tú vas a hacer también un viaje -dijo Karkov, dejando al descubierto su mala dentadura al sonreír. El general se irritó en seguida.

– ¿Yo también? Ahora es de mí de quien se habla. Y de todos nosotros. ¡Qué puerco chismorreo de comadres! Un hombre que supiera tener la boca cerrada en este país podría salvarle a condición de que creyera en-él.

– Tu amigo Prieto sabe tener la boca cerrada.

– Pero no cree que pueda ganarse la guerra. ¿Y cómo puede ganarse la guerra, si no se cree en el pueblo?

– Busca tú la respuesta -dijo Karkov-. Yo me voy a la cama.

Salió de la habitación llena de humo y de voces y se fue al dormitorio; se sentó en la cama y se quitó las botas. Como aún oía las voces, cerró bien la puerta y abrió la ventana. No se tomó el trabajo de desnudarse, porque tenía que salir a las dos de la madrugada para Colmenar, Cercedilla y Navacerrada, hasta el lugar del frente en que Golz iba a atacar.

Capítulo treinta y tres



Eran las dos de la madrugada cuando Pilar le despertó. Al sentir la mano en el hombro creyó al pronto que era María y volviéndose hacia ella, le dijo: «Conejito». Pero la enorme mano de Pilar le sacudió hasta despertarle por completo. Echó mano a la pistola, que tenía pegada a su pierna derecha, desnuda, y en pocos segundos estuvo él tan dispuesto como su propia pistola a la que había descorrido el seguro.

Reconoció a Pilar en la oscuridad y, mirando la esfera de su reloj, en la que las dos agujas formaban un ángulo agudo, vio que no eran más que las dos, y dijo:

– ¿Qué es lo que te pasa, mujer?

– Pablo se ha marchado.

Robert Jordan se puso los pantalones y se calzó. María no llegó a despertarse.

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Debe de hacer una hora.

– ¿Y que más?

– Se ha llevado algunas cosas tuyas -dijo la mujer con aire desolado.

– ¿El qué?

– No lo sé. Ven a verlo.

Anduvieron en la oscuridad hasta la entrada de la cueva y se agacharon para pasar por debajo de la manta. Robert Jordan siguió a Pilar hasta el interior, en donde se mezclaban los olores de la ceniza, del aire cargado de humo y del sudor de los que allí dormían, alumbrándose con la linterna eléctrica, para no tropezar con ninguno. Anselmo se despertó y dijo:

– ¿Es la hora?

– No -susurró Robert Jordan-. Duerme, viejo.

Las dos mochilas estaban a la cabecera de la cama de Pilar, separadas del resto de la cueva por una manta que hacía de cortina. Del lecho se expandía un olor rancio y dulzón como el de los lechos de los indios. Robert Jordan se arrodilló y enfocó con la linterna las dos mochilas. Cada una de ellas tenía un tajo de arriba abajo. Con la lámpara en la mano izquierda, Robert Jordan palpó con la derecha la primera mochila. Era la mochila en donde guardaba el saco de dormir y lógicamente tenía que hallarse vacía; pero estaba demasiado vacía. Había dentro aún algunos hilos, pero la caja de madera cuadrada había desaparecido. Igualmente la caja de habanos, con los detonadores cuidadosamente empaquetados. Y la caja de hierro de tapa atornillada con los cartuchos y las mechas.

Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.

Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.

– A eso llamas tú guardar mi equipo -dijo.

– He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo -aseguró Pilar.

– Has dormido bien.

– Oye -dijo Pilar-, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adonde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego -prosiguió ella desconsolada– como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.

– Vamos -dijo Robert Jordan.

Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.

– ¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?

– Hay dos senderos más.

– ¿Quién está arriba?

– Eladio.

Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.

– ¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?

– Debe de hacer una hora.

– Entonces no hay nada que hacer -dijo Robert Jordan-. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.

– Yo te las guardaré.

– ¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.

– Inglés -dijo la mujer-, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.

Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.

Puso una mano sobre su hombro:

– No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.

– Pero ¿qué es lo que se ha llevado?

– Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.

– ¿Era una parte del mecanismo para la explosión?

– Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.

– Y se los ha llevado también -dijo ella, acongojada-. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.

Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.

– Vete a dormir -dijo él-. Estaremos mejor sin Pablo.

– Voy a ver a Eladio.

– No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.

– Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.

– No -dijo él-. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.

Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.

– Déjame que te las cosa.

– Antes de salir -dijo él suavemente-. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.

– Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.

– Las tendrás muy temprano -dijo-. Vete a dormir Pilar.

– No -dijo ella-. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.

– Vete a dormir, Pilar -le dijo él, con dulzura-. Vete a dormir.

Capítulo treinta y cuatro



Los fascistas ocupaban las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.

Había cuatro parvas de heno en aquella pradera. Estaban allí desde los combates del mes de junio del año anterior. Nadie había recogido el heno y las cuatro estaciones que habían pasado habían aplastado las parvas y estropeado el heno.

Andrés pensó en la pérdida que todo ello representaba mientras pasaba por encima de un alambre, tendido entre dos parvas. Pero los republicanos hubieran tenido que subir el heno por la pendiente abrupta del Guadarrama, que se levantaba detrás de la pradera, y los fascistas no lo necesitaban.

«Los fascistas tienen todo el heno y el grano que quieren. Tienen muchas cosas -pensó-. Pero mañana vamos a darles una buena paliza. Mañana, por la mañana, vamos a hacerles pagar lo del Sordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañana habrá una buena polvareda en la carretera.»

Tenía prisa por concluir su misión y estar de vuelta para el ataque de los puestos a la mañana siguiente. ¿Era verdad que quería estar de vuelta para el ataque, o trataba de hacérselo creer? No se le ocultaba la sensación de alivio que había experimentado cuando el inglés le dijo que fuera a llevar ese mensaje. Ciertamente, se había enfrentado con calma con la perspectiva de la mañana siguiente. Eso era lo que había que hacer. Había votado por lo del puente, y tenían que hacerlo. Pero la liquidación del Sordo le había impresionado profundamente. Aunque, después de todo, había sido el Sordo; no habían sido ellos. Ellos harían lo que tenían que hacer.

No obstante, cuando el inglés le habló del mensaje que tenía que llevar, sintió lo mismo que sentía cuando, de muchacho, al despertarse por la mañana el día de la fiesta de su pueblo, oía caer la lluvia con tanta fuerza, que se daba cuenta de que la plaza estaría inundada y la capea no se celebraría.

Le gustaban las capeas cuando era muchacho y se divertía sin más que imaginar el momento en que estaría en la plaza bañada de sol y de polvo, con las carretas alineadas alrededor para cortar las salidas y convertirla en redondel, viendo al toro entrar precipitándose de costado fuera del cajón y frenar luego con las cuatro patas su impulso cuando quitaran la reja. Pensaba de antemano con deleite, y también con un miedo que le hacía sudar, desde que oía en la plaza el golpe de los cuernos del toro contra la madera del cajón en que había llegado encerrado, en el momento en que le vería salir, resbalando y luego frenando en medio de la plaza, con la cabeza levantada, dilatadas las aletas de la nariz, las orejas erguidas, cubierto de polvo y de salpicones secos de barro el pelaje negro, abiertos los ojos, unos ojos muy separados entre sí que no parpadeaban nunca y que miraban de frente bajo los anchos y pulidos cuernos, unos cuernos tan pulidos como los restos de un naufragio, pulidos a su vez por la arena, y con las puntas curvadas de tal forma, que su sola vista hacía palpitar el corazón.

Estaba pensando todo el año en el momento en que el toro aparecía en la plaza y en el momento en que todos le seguirían con la mirada, mientras el toro elegía al que iba a embestir repentinamente, bajo el testuz, el cuerno afilado, con un trotecillo corto que hacía que se pararan los latidos del corazón. Todo el año pensaba en ese momento cuando era muchacho; pero cuando el inglés le dio la orden de llevar el mensaje, había sentido lo mismo que al despertarse al ruido de la lluvia cayendo sobre los tejados de pizarra, sobre las paredes de piedra o sobre los charcos de las calles.

Había sido siempre muy valiente delante del toro en esas capeas de pueblo; tan valiente como el que más, así en su pueblo como en cualquiera otro de los pueblos vecinos y no hubiera faltado un solo año a la capea de su pueblo por todo el oro del mundo, aunque no iba a las de los otros pueblos. Era capaz de aguantar inmóvil a que el toro embistiese, sin esquivarle, hasta el último momento. A veces agitaba un saco bajo su hocico, para apartarle por ejemplo de un hombre que yacía en el suelo, y, con frecuencia, en circunstancias parecidas, le había cogido, tirándole de los cuernos, obligándole a volver la cabeza y abofeteándole, hasta que abandonaba a su víctima y se disponía a acometer por otra parte.

Hubo una vez en que se agarró al rabo del toro, retorciéndolo y tirando de él con todas sus fuerzas, para apartarle del hombre que estaba en el suelo. Otra vez había agarrado con una mano el rabo del toro, retorciéndolo hasta poder asirse con la otra a un cuerno, y cuando el toro levantó la cabeza disponiéndose a embestirle, había retrocedido, girando con el toro, el rabo agarrado con una mano y el cuerno con la otra, hasta que la multitud se había echado sobre el animal y le había acuchillado. En medio de la polvareda y del calor, entre el griterío, el hedor de los sudores de los hombres y las bestias y el olor a vino, Andrés era de los primeros que se arrojaron sobre el animal y sabía lo que es sentir debajo de sí mismo al bicho, que se tambalea y cae. Echado sobre el lomo del animal, agarrado a un cuerno, con los dedos crispados alrededor del otro, seguía haciendo fuerza, mientras todo su cuerpo era sacudido y retorcido hasta que le parecía que el brazo izquierdo iba a serle arrancado de cuajo; y él, echado sobre el enorme montículo, caliente, polvoriento y cuajado de pelo, con la oreja del toro sujeta entre los dientes en apretado mordisco, hundía el cuchillo una y otra vez en aquel cogote hinchado y curvo que le ensangrentaba los puños, y luego cargando sobre la cruz el peso de su cuerpo, lo hundía y lo volvía a hundir.

La primera vez que había sujetado la oreja del. toro entre los dientes, con el cuello y las mandíbulas crispados, para aguantar las sacudidas, de forma que le era posible aguantarlas por grandes que fuesen, todo el mundo se había burlado de él. Pero, a pesar de burlarse, le respetaban enormemente, y año tras año había tenido que repetir la hazaña. Le llamaban el Perro de Presa de Villaconejos, y bromeaban diciendo que se comía a los toros crudos. Pero todo el pueblo se preparaba para verle repetir el lance, de manera que él sabía que todos los años saldría el toro y empezarían las embestidas y los revolcones, que todos se precipitarían para matarle y que él tendría que abrirse paso entre los otros y dar un salto para asegurar su presa. Luego, cuando todo hubiese acabado y el toro se hubiese quedado inmóvil, muerto, bajo el peso de los atacantes, Andrés se levantaría para alejarse, avergonzado de aquello de la oreja, pero feliz al propio tiempo como el que más; y se iría por entre las carretas a lavarse las manos a la fuente de piedra, y los hombres le darían golpecitos en la espalda y le alargarían las botas de vino, diciendo:

– Bien por el Perro de Presa. ¡Viva tu madre!

O bien dirían:

– Eso es tener cojones. Año tras año.

Andrés se sentiría confuso, como vacío, orgulloso y feliz al mismo tiempo, los rechazaría a todos, se lavaría las manos y el brazo derecho, lavaría a fondo su cuchillo, y cogería una de las botas y se quitaría para un año el gusto de la oreja, a fuerza de beber y escupir el vino sobre los adoquines de la plaza, antes de levantar por fin la bota muy alta para hacer que el vino corriese por su garganta.

Así era como sucedían las cosas. Era el Perro de Presa de Villaconejos, y por nada del mundo hubiera faltado a la capea anual de su pueblo. Pero sabía también que no había sensación más dulce que la que le proporcionaba el ruido de la lluvia y la certidumbre de que no tendría que dar el espectáculo.

«No obstante, será preciso que esté de vuelta -se dijo-.

No hay duda de que tendré que estar de vuelta para el ataque a los puestos y el puente. Mi hermano Eladio estará también, y Eladio es de mi misma sangre. Anselmo, Primitivo, Fernándo, Agustín y Rafael, estarán también, aunque éste sea un informal, las dos mujeres, Pablo y el inglés, aunque el inglés no cuenta, porque es un extranjero y cumple órdenes, todos estarán. Es imposible que escape yo, por culpa de un mensaje que por casualidad tengo que llevar. Ahora es preciso que yo entregue este papel lo antes posible a quien tengo que entregárselo y luego que me dé prisa para volver a tiempo del ataque a los puestos porque sería muy feo, por mi parte, no participar en esta acción a causa de este mensaje fortuito. Eso está muy claro. Y, por lo demás -como quien se acuerda de repente de que también tiene su lado agradable un hecho del que sólo se ha visto el aspecto penoso-, por lo demás, me sentiré contento matando fascistas. Hace mucho tiempo que no hemos acabado con ninguno. Mañana puede ser un día de acción muy importante. Mañana puede ser un día de hechos decisivos. Mañana puede ser un día que valga la pena. Que llegue mañana y que yo pueda estar allí.»

En ese instante, mientras trepaba, metido en la maleza hasta las rodillas, la pendiente escarpada que llevaba a las líneas republicanas, una perdiz levantó el vuelo de entre sus pies con un aleteo temeroso en medio de la oscuridad, y Andrés sintió un susto tan grande que se le cortó el aliento. «Ha sido la sorpresa. ¿Cómo pueden mover las alas tan de prisa estos animalitos? Debía de estar empollando en estos momentos. Probablemente he pasado cerca del nido. Si no estuviéramos en esta guerra, ataría un pañuelo a un árbol cercano y volvería con luz del día para buscar el nido y podría llevarme los huevos y dárselos a empollar a una gallina, y cuando nacieran los pollitos podríamos tener perdigones en el gallinero, y yo los vería crecer, y cuando fueran grandes me servirían como reclamo. No los cegaría, porque estarían domesticados. Pero puede que se escaparan; probablemente se escaparían. Así es que tendría que arrancarles los ojos de todas maneras. Pero no me gustaría hacer eso después de haberlos criado yo mismo; podría recortarles las alas o atarlos de una pata cuando los utilizase para reclamo. Si no estuviéramos en guerra, iría con Eladio a pescar cangrejos a ese arroyo que hay por detrás del puesto fascista. Hemos pescado cuatro docenas un día, en ese arroyo. Si vamos a la Sierra de Gredos después de lo del puente, allí hay buenos arroyos de truchas y también de cangrejos. Confío en que iremos a Gredos. Podríamos pasarlo en Gredos de primera, en el verano y en el otoño; aunque haría un condenado frío en invierno. Pero puede que para el invierno hayamos ganado esta guerra.

»Si nuestro padre no hubiera sido republicano, Eladio y yo seríamos soldados de los fascistas en este momento; y si fuéramos soldados con ellos no sería la cosa tan complicada. Obedeceríamos las órdenes, viviríamos y moriríamos, y, en fin de cuentas, ocurriría lo que tuviera que ocurrir. Es más fácil vivir bajo un régimen que combatirlo. Esta lucha clandestina es una cosa en la que hay muchas responsabilidades. Muchos trabajos, si uno quiere tomárselos. Eladio tiene más cabeza que yo. También se preocupa más que yo. Yo creo verdaderamente en la causa, pero no me preocupo. Sin embargo, es una vida en la que hay muchas responsabilidades. Me parece que hemos nacido en una época muy difícil. Me parece que cualquiera otra época debió de ser más fácil. Uno no sufre mucho porque está habituado a aguantar el sufrimiento. Los que sufren no pueden acomodarse a este clima. Pero es una época de decisiones difíciles. Los fascistas han atacado y se han decidido a hacerse con nosotros. Luchamos para vivir. Pero quisiera poder atar un pañuelo a ese arbusto, ahí detrás, y volver un día a coger los huevos, a hacerlos empollar por una gallina y ver a los perdigones en mi corral. Me gustaría hacer esas cosas sencillas y corrientes.

»Pero ¡si no tienes casa ni corral! Y por lo que hace a la familia, sólo tienes un hermano que va mañana al combate, y no posees nada más que el viento, el sol y unas tripas vacías en este momento. El viento, apenas corre. Y no hay sol. Tienes cuatro bombas de mano en tu bolsillo; pero no sirven más que para tirarlas. Tienes una carabina a la espalda, pero no es buena más que para disparar balas. Llevas un papel que tienes que entregar. Y tienes una buena cantidad de estiércol que podrías dar a la tierra, en este momento -pensó, sonriendo, en medio de la noche-. Podrías también mojarla orinándote encima. Todo lo que tienes son cosas que dar. Bueno, eres un fenómeno de filosofía y un hombre muy desgraciado», se dijo, sonriendo de nuevo. Pero, a pesar de todos estos nobles pensamientos, hacía poco que había tenido aquella sensación de alivio que siempre acompañaba al ruido de la lluvia en la aldea la mañana de la fiesta. Más allá, en la cima de la cresta, estaban las posiciones gubernamentales, en donde sabía que iba a ser interpelado.

Capítulo treinta y cinco



Robert Jordan estaba nuevamente en su saco de dormir al lado de María, que no se había despertado en todo el tiempo. Se volvió del otro lado y sintió el cuerpo esbelto de la muchacha contra su espalda, y este contacto se le antojó una ironía en aquellos momentos. «Tú, tú -se decía furioso contra sí mismo-. Sí, tú. Tú te habías dicho la primera vez que le viste que cuando se mostrara amistoso estaría a pique de traicionarte. Tú, tú, especie de imbécil. Tú, condenado cretino. Pero, basta, tienes otras cosas que hacer. ¿Qué probabilidades caben de que haya escondido o arrojado esas cosas en algún sitio? Ninguna. Además, no podrás encontrar nada en la oscuridad. Debe de habérselas llevado consigo. También se llevó dinamita. ¡Oh, el puerco canalla, el cerdo traicionero! El inmundo cochino. ¿No se pudo dar por satisfecho llevándose los detonadores y los fulminantes? Pero ¿cómo he sido yo tan cretino como para dejárselos a esa condenada mujer? El maligno e inmundo puerco. El cochino cabrón. Basta, cálmate.»

Había que aceptar los riesgos y era lo mejor que podía hacerse. «Pero estás cagado -se dijo-. Cagado hasta bien arriba. Conserva tu j… sangre fría, acaba con tu cólera y deja de gemir como una damisela contra el Muro de las Lamentaciones. Se ha marchado. Rediós, se ha marchado. Al diablo ese puerco. Puedes abrirte paso entre la mierda, si quieres. Tienes que arreglártelas como puedas. Tienes que volar ese puente, así tengas que ponerte allí delante y… Bueno, basta ya de ese estilo. ¿Por qué no consultas a tu abuelito? Mierda para mi abuelito. Y mierda para este país de traidores, y mierda para todos los españoles de cualquier bando, y que se vayan todos al diablo. Que se vayan todos a la mierda, Largo, Prieto, Asensio, Miaja, Rojo; todos. Me cago en ellos y que se vayan todos al diablo. Me cago en este j… país de traidores. Me cago en su egoísmo, en su egoísmo, en su egoísmo, en su vanidad, en su traición. Mierda, y al diablo con todos ellos. Me cago en ellos aunque tenga que morir por ellos. Me cagaré en ellos aunque haya muerto por ellos. Me cago en ellos y al diablo con ellos. Dios, mierda para Pablo. Pablo es como todos. Dios tenga piedad de los españoles. Cualquiera de sus dirigentes los traiciona. El único hombre decente en dos mil años fue Pablo Iglesias. Y ¿quién sabe cómo se hubiese comportado en esta guerra? Me acuerdo del tiempo en que yo creía que Largo era un tipo decente. Durruti era un tipo decente, pero sus gentes le mataron en el Puente de los Franceses. Le mataron porque quería obligarlos a atacar. Le mataron en la gloriosa disciplina de la indisciplina. Los cochinos cobardes. Mierda para todos ellos. Y ese Pablo, que se llevó mis fulminantes y la caja de los detonadores. Mierda para él hasta el cuello. Pero no. Es él quien se ha cagado en nosotros. Siempre ha pasado lo mismo, desde Cortés y Menéndez de Avilés hasta Miaja. Fíjate en lo que Miaja hizo con Kleber. Ese cerdo calvo y egoísta. Ese estúpido bastardo de cabeza de huevo. Me cago en todos los cochinos, locos, egoístas y traidores que han gobernado siempre a España y dirigido sus ejércitos. Me cago en todos menos en el pueblo, y cuidado con él cuando llegue al poder.»


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