Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
Жанр:
Классическая проза
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Anselmo sonrió en la oscuridad. No había imaginado una hora antes que volviera nunca a sonreír. «Este Fernando es una maravilla», pensó.
– Sí -dijo a Fernando-; habrá que enseñarlos. Habrá que quitarles sus aviones, sus armas automáticas, sus tanques, su artillería y enseñarles lo que es la dignidad.
– Justamente -dijo Fernando-. Me alegro de que seas del mismo parecer.
Y Anselmo le dejó allí, a solas con su dignidad, y siguió bajando hacia la cueva.
Capítulo veintinueve
Anselmo encontró a Robert Jordan en la cueva, sentado a la mesa frente de Pablo. Había un cuenco de vino entre los dos y una taza llena delante de cada uno. Robert Jordan había sacado su cuaderno de notas y tenía un lápiz en la mano. Pilar y María estaban al fondo, lejos del alcance de la vista. Anselmo no podía saber que tenían a la muchacha apartada para que no oyese la conversación y le pareció extraño que Pilar no estuviera sentada a la mesa.
Robert Jordan levantó los ojos cuando Anselmo entró, echando a un lado la manta suspendida ante la entrada. Pablo clavó la mirada en la mesa; parecía absorto mirando el cuenco del vino, pero no lo veía.
– Vengo de allá arriba -dijo Anselmo a Robert Jordan.
– Pablo nos lo ha contado todo -dijo Robert.
– Había seis muertos en la colina y les han cortado la cabeza -dijo Anselmo-. Cuando pasé por allí era noche oscura.
Jordan asintió. Pablo seguía sentado, con la mirada fija en el cuenco de vino, y no decía nada. No había ninguna expresión en su rostro y sus ojillos de cerdo miraban la vasija como si no hubiesen visto en su vida nada semejante.
– Siéntate -dijo Robert Jordan a Anselmo.
El viejo se sentó en uno de los taburetes de cuero y Robert Jordan se inclinó para alcanzar de debajo de la mesa el frasco de whisky regalo del Sordo. Estaba todavía medio lleno. Robert Jordan cogió una taza de encima de la mesa y la llenó de whisky, empujándosela luego a Anselmo.
– Bébete eso, hombre -dijo.
Pablo apartó sus ojos de la vasija para mirar a Anselmo mientras éste bebía. Luego se puso otra vez a contemplar al cuenco.
Al tragar el whisky, Anselmo sintió una quemazón en la nariz, en los ojos y en la boca, y luego un calorcillo agradable y reconfortante en el estómago. Se secó la boca con el dorso de la mano. Después miró a Robert Jordan y dijo:
– ¿Podría tomar otra?
– ¿Cómo no? -dijo Jordan, llenando de nuevo la taza y tendiéndosela en vez de empujarla.
Esta vez la bebida no le quemó, y la impresión de calor agradable fue más intensa. Era tan bueno como una inyección salina para un hombre que acaba de tener una gran hemorragia.
El viejo miró de nuevo la botella.
– Lo que queda, para mañana -dijo Robert Jordan-. ¿Qué ha pasado en la carretera, viejo?
– Mucho movimiento -contestó Anselmo-. Lo he apuntado todo como tú me enseñaste. He dejado en mi puesto a uno que está vigilando y que apunta todas las cosas ahora. Dentro de poco iré a recoger su informe.
– ¿Has visto cañones antitanques? Son esos que tienen ruedas de goma y un cañón muy largo.
– Sí -dijo Anselmo-; han pasado cuatro. En cada camión había un cañón de los que tú dices, cubierto por ramas de pino. En los camiones había seis hombres al cuidado de cada cañón.
– ¿Cuatro cañones has dicho? -le preguntó Robert Jordan.
– Cuatro -contestó Anselmo. No tenía necesidad de consultar sus notas.
– Dime qué otras cosas ha habido en la carretera.
Mientras Robert Jordan lo apuntaba, Anselmo le iba contando todo lo que había pasado ante él por la carretera. Se lo refirió desde el principio, en perfecto orden, con la asombrosa memoria de las personas que no saben leer ni escribir. En dos ocasiones, mientras él hablaba, Pablo tendió la mano hacia la vasija y se sirvió vino.
– Pasó también la caballería que iba a La Granja de vuelta de la colina en donde se batió el Sordo -siguió diciendo Anselmo.
Luego dio el número de heridos que había visto y el número de los muertos que iban sujetos de través sobre las monturas.
– Había un bulto sujeto en una montura que yo no sabía lo que era -dijo-. Pero ahora sé que eran las cabezas. -Y prosiguió en seguida:– Era un escuadrón de caballería. No les quedaba más que un oficial. Pero no era el que pasó por aquí esta mañana, cuando tú estabas con la ametralladora. Ese debía de ser uno de los muertos. Dos de los muertos eran oficiales; lo vi por las bocamangas. Iban atados cabeza abajo en las monturas, con los brazos colgando. Iba también la máquina del Sordo, sujeta a la montura en donde habían puesto las cabezas. El cañón estaba torcido. Y nada más -concluyó.
– Es suficiente -dijo Robert Jordan, y hundió su taza en la vasija de vino.
– ¿Quién, además de ti, ha estado ya más allá de las líneas, en la República? -preguntó Jordan.
– Andrés y Eladio.
– ¿Quién es el mejor de los dos?
– Andrés.
– ¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Navacerrada?
– No llevando carga, y con muchas precauciones, tres horas, si tiene suerte. Nosotros vinimos por un camino más largo y mejor, a causa del material.
– ¿Es seguro que podría llegar?
– No lo sé, no hay nada seguro.
– ¿Ni para ti tampoco?
– No.
«Eso resuelve la cuestión -pensó Robert Jordan-. Si hubiese dicho que podía hacerlo con seguridad, hubiera sido a él seguramente a quien habría enviado.»
– ¿Puede llegar Andrés tan bien como tú?
– Tan bien, o mejor; es más joven.
– Pero es absolutamente indispensable que llegue.
– Si no pasa nada, llegará. Y si le pasa algo, es porque podría pasarle a cualquier otro.
– Voy a escribir un mensaje para enviarlo con él -dijo Robert Jordan-. Le explicaré dónde podrá encontrar al general. Debe de encontrarse en el Estado Mayor de la División.
– No va a entender eso de las divisiones -dijo Anselmo-. A mí todo eso me embrolla. Tendrá que saber el nombre del general y dónde podrá encontrarle.
– Le encontrará, justamente, en el Estado Mayor de la División.
– Pero ¿eso es un sitio?
– Claro que sí, hombre -explicó pacientemente Robert Jordan-. Es el sitio que el general habrá elegido. Es allí donde tendrá su cuartel general para la batalla.
– Entonces, ¿dónde está ese sitio? -Anselmo estaba fatigado y la fatiga le entontecía. Además, las palabras brigada, división, cuerpo de ejército le turbaban siempre. Primero se hablaba de columnas; luego de regimientos y luego de brigadas. Ahora se hablaba de brigadas y también de divisiones. No entendía nada. Un sitio es un sitio.
– Escúchame bien, hombre -le dijo Robert Jordan. Sabía que si no lograba que le entendiera Anselmo, no lograría tampoco explicar el asunto a Andrés-. El Estado Mayor de la División es un sitio que el general escoge para establecer su organización de mando. El general manda una división, y una división son dos brigadas. Yo no sé dónde estará en estos momentos, porque yo no estaba allí cuando lo escogió. Probablemente estará en una cueva, o en un refugio, con hilos telegráficos que lleguen hasta allí. Andrés tendrá que preguntar por el general y por el Estado Mayor de la División. Tendrá que entregar esto al general, o al jefe de su Estado Mayor, o a otro general cuyo nombre yo escribiré. Uno de ellos estará allí, aunque los otros hayan salido para inspeccionar los preparativos del ataque. ¿Lo entiendes ahora?
– Sí.
– Entonces, vete a buscarme a Andrés. Yo, entretanto, escribo el mensaje y lo sello con esto. -Le enseñó el pequeño sello de caucho, con un puño de madera, marcado S.I.M. y el pequeño tampón de tinta en su caja de hierro, no más grande que una moneda de cincuenta céntimos, que sacó de su bolsillo.– Te dejarán pasar al ver este sello. Ahora, vete a buscar a Andrés, para que yo se lo explique. Conviene que se dé prisa; pero, sobre todo, conviene que lo entienda bien.
– Lo entenderá, porque yo lo entiendo; pero conviene que tú se lo expliques muy bien. Todo eso del Estado Mayor y de la División es un misterio para mí. Yo he estado siempre en sitios muy precisos, como una casa. En Navacerrada era un viejo hotel donde estaba el puesto de mando. En Guadarrama era una casa con un jardín.
– Con este general -dijo Robert Jordan– estará muy cerca de las líneas. Será un subterráneo, por causa de los aviones. Andrés le encontrará fácilmente si sabe lo que tiene que preguntar. No tendrá más que enseñar lo que yo le entregaré escrito. Pero ve a buscarle porque conviene que llegue allí en seguida.
Anselmo salió agachándose, para pasar por debajo de la manta, y Robert Jordan empezó a escribir en su cuaderno.
– Oye, inglés -dijo Pablo, con la mirada siempre fija en el tazón del vino.
– Estoy escribiendo -dijo Robert Jordan sin levantar los ojos.
– Oye, inglés -Pablo parecía hablar a la vasija del vino-. No hay por qué desanimarse. Aun sin el Sordo, disponemos de mucha gente para tomar los puestos y volar el puente.
– Bueno -contestó Robert Jordan, sin dejar de escribir.
– Mucha -dijo Pablo-. Hoy he admirado mucho tu juicio, inglés. Pienso que tienes mucha picardía. Eres más listo que yo. Tengo confianza en ti.
Atento a su informe destinado a Golz, tratando de escribirlo con el menor número de palabras posible, haciéndolo al propio tiempo absolutamente convincente, esforzándose por presentar las cosas de modo que le conminase a renunciar al ataque, dándole a entender que ello no se debía a que temiese el peligro en que le colocaba su propia misión y que no era por eso por lo que escribía así, sino solamente para poner a Golz al corriente de los hechos, Robert Jordan no escuchaba más que a medias.
– Inglés -dijo Pablo.
– Estoy escribiendo -repitió Robert Jordan, sin levantar los ojos.
«Debiera enviar dos copias -pensó-; pero entonces no tendríamos bastantes personas para volar el puente, si, de todas formas, hay que volarlo. ¿Qué es lo que sé yo de este ataque? Quizá sea únicamente una maniobra de diversión.
Quizá quieran atraer algunas tropas, para sacarlas de otro punto. Quizá quieran atraer a los aviones que están en el Norte. Quizá sí y quizá no. ¿Qué sé yo? Este es mi informe para Golz. En todo caso, yo no tengo que volar el puente hasta que comience el ataque. Mis órdenes son claras, y si el ataque se anula, no tendré que volar nada. Pero tengo que reservar aquí un mínimo de gente indispensable para cumplir las órdenes.»
– ¿Qué estabas diciendo? -preguntó a Pablo.
– Que tengo confianza, inglés. -Pablo seguía hablando a la vasija del vino.
«Hombre, ya quisiera yo tener esa confianza», pensó Robert Jordan, y siguió escribiendo.
Capítulo treinta
De manera que se había hecho todo lo que había que hacer, al menos por el momento. Todas las órdenes estaban dadas. Cada cual sabía con certidumbre su misión a la mañana siguiente. Andrés había salido tres horas antes. De manera que aquello sucedería al rayar el alba, o no sucedería.
«Creo que sucederá -se dijo Robert Jordan mientras descendía del puesto más elevado, adonde había ido a hablar con Primitivo-. Golz organiza el ataque, pero no tiene poder para contenerlo. El permiso para contenerlo tiene que llegar de Madrid. Lo más seguro es que no logren despertar a nadie allí y que, si se despierta alguien, tendrá demasiado sueño para ponerse a pensar. Hubiera debido avisar a Golz antes de que todos los preparativos hubiesen sido hechos para el ataque; pero ¿cómo poner en guardia a nadie contra una cosa que no ha ocurrido? No han comenzado a mover el material hasta el anochecer. No querían que sus maniobras fuesen vistas en la carretera desde los aviones. Pero ¿y en lo tocante a sus aviones? ¿Por qué tantos aviones fascistas?
»Seguramente nuestra gente se ha puesto en guardia viendo los aviones. Pero quizá los fascistas traten de ocultar con esto otra ofensiva más allá de Guadalajara. Se dice que había concentraciones de tropas italianas en Soria y Sigüenza, aparte de las que estaban operando en el Norte. No tienen bastantes hombres ni material para desencadenar dos grandes ofensivas al mismo tiempo. Eso es imposible; por tanto, tiene que ser una baladronada. Pero sabemos también las muchas tropas que han desembarcado los italianos estos últimos meses en Cádiz. Es posible que intenten de nuevo el ataque a Guadalajara, aunque no tan estúpidamente como la primera vez; sino en tres columnas, que se irían ensanchando y avanzando a lo largo de la vía del ferrocarril hacia la parte occidental de la meseta.»
Había un modo de lograrlo a la perfección. Hans se lo había explicado. Cometieron muchos errores la primera vez. Todo el planeamiento era absurdo. No habían empleado en la ofensiva de Arganda contra la carretera de Madrid a Valencia las tropas de que se habían servido en la ofensiva de Guadalajara. ¿Por qué no habían desencadenado simultáneamente esas dos ofensivas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Se sabrá algún día por qué?
«Sin embargo, nosotros los detuvimos las dos veces con las mismas tropas. No hubiéramos podido detenerlos si hubiesen desencadenado al mismo tiempo los dos ataques. No hay que preocuparse, ha habido otros milagros. O tendrás que volar mañana el puente o no tendrás que hacerlo volar. Pero no trates de persuadirte de que no será necesario. Lo volarán un día u otro. Y si no es este puente, será otro puente. No eres tú quien decide. Tú cumples órdenes. Obedécelas y no pienses demasiado en lo que hay detrás de ellas. Las órdenes sobre esto son muy claras. Demasiado claras. Pero no hay que preocuparse ni tener miedo; porque si te permites el lujo de tener miedo, aunque sea un miedo normal, puedes contagiárselo a los que tienen que trabajar contigo. Ese asunto de las cabezas ha sido algo, de todas maneras. Y el viejo tuvo que tropezar con ello en la colina, cuando andaba a solas… ¿Te hubiera gustado a ti tropezar con eso? Te ha impresionado, ¿no? Sí, te ha impresionado, Jordan. Más de una vez te has impresionado en el día de hoy. Pero te has portado bien. Hasta ahora, te has portado muy bien.
»Te has portado muy bien, para ser sólo un profesor de español en la Universidad de Montana -pensó, tomándose el pelo a sí mismo-. Te has portado bien para ser un profesor. Pero no vayas a figurarte que eres un personaje extraordinario. No has llegado muy lejos por este camino. Piensa simplemente en Durán, que no había recibido nunca instrucción militar, que era un compositor, un niño bonito antes del Movimiento y ahora es un general de brigada rematadamente bueno. Para Durán ha sido todo tan sencillo y tan fácil de aprender como el ajedrez para un niño prodigio. Tú estás estudiando el arte de la guerra desde tu infancia, desde que tu abuelo empezó a contarte la guerra civil norteamericana. Salvo que tu abuelo la llamaba siempre "la guerra de rebelión". Pero al lado de Durán eres como un buen jugador de ajedrez, un jugador muy sensato y de buena escuela frente a un niño prodigio. El amigo Durán. Sería bueno volverle a ver. Le vería en el Gaylord, cuando esta guerra termine. Sí, cuando termine esta guerra.» ¿No era verdad que se estaba portando bien?
«Le veré en el Gaylord -se dijo de nuevo– cuando todo esto haya terminado. No te engañes. Te portas perfectamente. En frío. No trates de engañarte. No volverás a ver nunca a Durán, y la cosa no tiene importancia. No lo tomes tampoco así. No te permitas tampoco esos lujos. Nada de resignación heroica. No hacen falta en estas montañas ciudadanos provistos de resignación heroica. Tu abuelo se batió durante cuatro años, en nuestra guerra civil, y tú apenas si estás ahora al fin del primer año. Tienes aún mucho camino que andar y estás dotado para hacer este trabajo. Y ahora tienes también a María. En fin, lo tienes todo. No debieras preocuparte. ¿Qué importancia tiene una pequeña escaramuza entre una banda de guerrilleros y un escuadrón de caballería? Ninguna. Aunque corten cabezas. ¿Es que eso cambia de algún modo las cosas? Nada en absoluto. Los indios arrancaban el cuero cabelludo todavía cuando tu abuelo estaba en Fort Kearny, despues de la guerra. ¿Te acuerdas del armario, en el despacho de tu padre, con las puntas de flechas en uno de los estantes y los tocados de guerra pendientes del muro, con las plumas de águila y el olor a cuero ahumado de las polainas y los chaquetones de piel de ante y el tacto de los mocasines bordados? ¿Te acuerdas del gran arco en un rincón del armario y de los dos carcajes de flechas de caza y guerra y de la impresión que te producía el paquete de flechas cuando pasabas la mano sobre él?
»Acuérdate de cosas de ese estilo. Acuérdate de algo concreto, práctico; acuérdate del sable de tu abuelo, brillante y bien engrasado en su estuche abollado, y del abuelo, enseñándote cómo la hoja se había adelgazado a fuerza de haber sido afilada muchas veces. Acuérdate de la «Smith and Wesson» del abuelo. Era una pistola de ordenanza, de un solo disparo, del calibre 7'65 y no tenía guarda del gatillo. El juego del gatillo era lo más suave y fácil que has probado nunca y la pistola estaba siempre bien engrasada y limpia, aunque el repujado se había ido borrando por el uso, y el metal oscuro de la culata y del cañón estaban suavizados por el roce de cuero del estuche. La pistola estaba en un estuche que tenía las iniciales U. S. sobre la solapa y se guardaba en un cajón con los utensilios de limpieza y doscientos cartuchos. Las cajas de cartón de los cartuchos estaban envueltas cuidadosamente y atadas con hilo encerado. Podías sacar la pistola del cajón y tenerla en las manos. "Tenla en las manos todo lo que quieras", solía decir el abuelo. "Pero no puedes jugar con ella porque es una arma seria."
»Un día preguntaste al abuelo si había matado a alguien con ella, y el abuelo respondió: "Sí." Entonces, tú dijiste: "¿Cuándo fue eso, abuelo?" Y él dijo: "Durante la guerra de rebelión", y después tu dijiste: "Cuéntamelo, abuelo". Y él dijo: "No tengo ganas de hablar de eso, Robert." Y luego, tu padre se mató con esa pistola, y te sacaron del colegio para asistir a sus funerales. Y el forense te dio la pistola después de las investigaciones judiciales, diciendo: "Bob, supongo que acaso quieras conservar esta arma. Debería guardarla, pero sé que tu papá la tenía en gran estima, porque su papá la había llevado durante toda la guerra y la trajo por aquí cuando vino con la caballería, y sigue siendo una arma muy buena. La he probado esta tarde. La bala no hace ya mucho daño, pero aún se puede dar en el blanco con ella".»
Había vuelto a poner la pistola en su sitio, en el cajón, pero al día siguiente la sacó y se fue a caballo con Chub hasta lo alto de la montaña, por encima de Red Lodge; allí, en donde después se ha construido una carretera a través del puerto y de la llanura del Diente del Oso. El viento es allí delgado y cortante y hay nieve en las cumbres durante todo el verano… Se habían detenido cerca del lago que dicen que tiene doscientos cincuenta metros de profundidad, un lago verdeoscuro, y Chub había cuidado de los caballos mientras Robert había subido a un peñasco y se había inclinado, para contemplar su rostro en el agua inmóvil. Se había visto con la pistola en la mano y luego la había sostenido un rato, manteniéndola sujeta del cañón, y por fin la había soltado y la había visto hundirse en el agua, levantando burbujas en la clara superficie, hasta que sólo fue como un dije de reloj y hasta que desapareció después. En seguida se bajó del peñasco y saltando sobre la silla, dio tal espolazo a la vieja Bess, que la yegua se encabritó de golpe como un caballito de cartón. La obligó a ir por el borde del lago y cuando la yegua se puso otra vez razonable, volvieron a tomar el sendero. «Yo sé por qué has hecho eso con la vieja pistola, Bob», dijo Chub. «Bueno, entonces no tendremos que volver a hablar de ello», le contestó él.
No volvieron a hablar jamás, y ése fue el final de las armas del abuelo, a excepción del sable… Tenía aún el sable en un baúl, en Missoula, con el resto de sus cosas.
«Me pregunto qué hubiera pensado el abuelo de esta situación -se dijo-. El abuelo era un soldado condenadamente bueno. Todo el mundo lo decía. Se aseguraba que, de haber estado con Custer, no le hubiera consentido dejarse atrapar. ¿Cómo no vio la humareda ni el polvo de todas aquellas cabañas a lo largo de Little Big Horn, a no ser que hubiera una espesa niebla matinal? Pero no hubo niebla alguna aquella mañana. Me gustaría que el abuelo estuviese aquí, en mi lugar. En fin, quizás estemos juntos mañana por la noche. Si existe realmente una condenada tontería como el más allá, que estoy seguro de que no existe, me causaría verdadero placer hablar con él. Porque tengo un montón de cosas que quisiera preguntarle. Tengo derecho a hacerle preguntas, ahora que yo he hecho también esas cosas. No creo que le desagradase que le hiciera esas preguntas. Antes no tenía derecho a preguntarle. Comprendo que no me contase nada porque no me conocía. Pero ahora creo que nos entenderíamos muy bien. Me gustaría poderle hablar ahora y pedirle consejo. Diablo, aunque no me aconsejara, me gustaría hablar con él. Sencillamente. Es una lástima que haya un lapso de tiempo tan grande entre dos tipos como él y yo.»
Luego siguió meditando y se dio cuenta de que si hubiera encuentros en el más allá, su abuelo y él se verían muy confusos por la presencia de su padre.
«Todo el mundo tiene derecho a hacer lo que hace -pensó-, pero aquello no estuvo bien. Lo comprendo, pero no lo apruebo. Lache, ésa es la palabra. Pero ¿lo comprendes realmente? Por supuesto, lo comprendo, pero… Sí, pero… Hay que hallarse terriblemente replegado sobre uno mismo para hacer una cosa como ésa. Diablo, quisiera que mi abuelo estuviese aquí. Aunque sólo fuese por una hora. Quizá me haya transmitido lo poco que yo he logrado averiguar por medio de ese otro que hizo tan mal uso de la pistola. Quizá fuera la única comunicación que hayamos tenido. Pero, diablo, sí, diablo, siento que nos separen tantos años; porque me hubiera gustado que me enseñara lo que el otro no me enseñó jamás. Pero ¿y si el miedo que el abuelo debió de sentir y de tratar de dominar, el miedo del que no pudo deshacerse más que al cabo de cuatro años o más de combates contra los indios, aunque, en el fondo, no debió de sentir realmente mucho miedo, si ese miedo hubiera hecho del otro un cobarde, como sucede casi siempre con la segunda generación de los toreros? ¿Y si hubiera sido eso? ¿Y si la buena savia no hubiese rebrotado con fuerza más que pasando por aquel otro? No olvidaré lo mal que me sentí cuando supe por primera vez que mi padre era un cobarde. Vamos, dilo en inglés. Coward. Es más fácil cuando se ha dicho, y no sirve de nada hablar de un hijo de mala madre en lengua extranjera. Pero no era un hijo de mala madre; era un cobarde, simplemente, y eso es la peor desgracia que puede sucederle a un hombre. Porque, de no haber sido cobarde, se hubiera enfrentado con aquella mujer y no se hubiera dejado dominar por ella. Me pregunto cómo hubiera sido de casarse con otra mujer. Bueno, eso no lo sabrás nunca -se dijo, sonriendo-; quizás el espíritu autoritario de ella aportó lo que a él le hacía falta. Y por lo que a ti se refiere, tómalo con calma. No te pongas a hablar de la buena savia ni de todo lo demás antes de que pase mañana. No te felicites demasiado pronto. Y no te felicites de ninguna manera. Ya se verá mañana qué clase de savia tienes tú.»
Después se puso a pensar otra vez en su abuelo. «George Custer no era un comandante de caballería inteligente, Robert -había dicho su abuelo-. No era siquiera un hombre inteligente.»
Recordaba que cuando su abuelo dijo aquello se asombró de que pudiera criticarse a aquel personaje de chaqueta de piel de ante, que aparecía de pie, sobre un fondo de montaña, con los rubios rizos al viento, el revólver de servicio en la mano, rodeado de sioux, tal y como le representaba la vieja litografía de Anheuser-Busch, colgada del muro de la piscina de Red Lodge.
«Sólo tenía una gran habilidad para meterse en embrollos y para salir de ellos -había proseguido su abuelo-. Pero en Little Big Horn no pudo salir.»
«Phil Sheridan era hombre inteligente y Jeb Stuart también. Pero John Mosby fue el mejor jefe de caballería que haya existido nunca.»
Robert Jordan guardaba entre sus cosas, en el baúl de Missoula, una carta del general Phil Sheridan al viejo Kilpatrick, Killy el Caballo, en la que se decía que su abuelo era mejor jefe de caballería irregular que John Mosby.
«Debí contárselo a Golz -pensó-. Pero seguramente no ha oído hablar nunca de mi abuelo. Quizá no haya oído hablar tampoco de John Mosby. Los ingleses los conocen a todos ellos porque han tenido que estudiar nuestra guerra civil más a fondo que las gentes del continente. Karkov decía que después de la guerra yo podría ir al Instituto Lenin, de Moscú, si quería. Decía que podría ir a la Escuela Militar del Ejército Rojo, si quería. Me pregunto qué hubiera pensado de eso mi abuelo. Mi abuelo, que ni siquiera quiso en su vida sentarse a la misma mesa que un demócrata. No, yo no quiero ser soldado. De ello estoy seguro. Solamente quiero que se gane esta guerra. Me figuro que los buenos soldados no sirven para ninguna otra cosa. Pero eso no es cierto. Piensa en Napoleón y en Wellington. Estás un poco estúpido esta noche.»
Por lo general, su mente era una buena compañía y había sido así aquella noche, mientras estuvo pensando en el abuelo. Pero el pensar en su padre le había hecho desvariar. Comprendía a su padre, le perdonaba y le compadecía; pero sentía vergüenza de él.
«Harías mejor en no pensar nada. Pronto estarás con María. Eso es lo mejor que puedes hacer, ya que todo está dispuesto. Cuando se ha pensado mucho en algo no se puede dejar de pensar y el pensamiento sigue volando como un pájaro loco. Harías mejor si no pensaras. Pero suponte, suponte solamente que los aviones llegan y aplastan esos cañones antitanques, que hacen volar las posiciones y que los viejos tanques son capaces de trepar, por lo menos una vez, colina arriba, y que ese bueno de Golz lanza a esa bandada de borrachos, clockards vagabundos, fanáticos y héroes que componen la XIV brigada, y yo sé lo buenas que son las gentes de Durán, que están en la otra brigada de Golz; y suponte que estamos en Segovia mañana por la noche. Sí, sencillamente, imagina eso. Yo elijo La Granja. Pero tienes que volar antes ese puente.»
De pronto se sintió seguro en absoluto de que no habría contraorden. Porque lo que estaba imaginándose hacía un momento era justamente como tenía que parecer el ataque a los que lo habían ordenado. Sí, había que volar el puente; tenía la certidumbre de ello. Y lo que pudiera ocurrirle a Andrés no cambiaba las cosas.
Mientras descendía por el sendero, en la oscuridad, solo, con la agradable sensación de que todo lo que había que hacer había sido hecho y de que tenía cuatro horas por delante para sí mismo, la confianza que había recobrado al pensar en cosas concretas, la seguridad de que tenía que volar el puente, volvió a acometerle de una manera casi reconfortante.
La incertidumbre, la aprensión, como cuando, a consecuencia de un desbarajuste en las fechas, se pregunta uno si los invitados van a llegar o no a la velada, esa sensación que le había acuciado desde la marcha de Andrés, le abandonó subítamente. Estaba seguro de que el festival no sería cancelado. «Es mejor estar seguro -pensó-. Es mucho mejor estar seguro.
Capítulo treinta y uno
Así, pues, se encontraron de nuevo, a una hora avanzada de la noche, de la última noche, dentro del saco de dormir. María estaba muy unida a él y Roberto podía sentir la suavidad de sus largos muslos rozando los suyos y de los senos, que emergían como dos montículos sobre una llanura alargada en torno a un pozo, más allá de la cual estaba el valle de su garganta, sobre la que ahora se encontraban posados sus labios. Yacía inmóvil, sin pensar en nada, mientras ella le acariciaba la cabeza.
– Roberto -dijo María en un susurro-, estoy avergonzada. No quisiera desilusionarte, pero tengo un gran dolor y creo que no voy a servirte de nada.
– Siempre hay algún dolor, alguna pena -replicó él-. No te preocupes, conejito. Eso no es nada. No haremos nada que te cause dolor.
– No es eso; es que no estoy en condiciones de recibirte como quisiera.
– Eso no tiene importancia; es cosa pasajera. Estamos juntos, aunque no estemos más que acostados el uno al lado del otro.
– Sí, pero estoy avergonzada. Creo que esto me pasa por las cosas que me hicieron. No por lo que hayamos hecho tú y yo.
– No hablemos de ello.
– Yo tampoco quisiera hablar de eso. Pero es que no puedo soportar la idea de fallarte esta noche, y había pensado pedirte perdón.
– Escucha, conejito -dijo él-, todas esas cosas son pasajeras y luego no hay ningún problema. Pero para sí pensó que no era la buena suerte que había esperado para la última noche.
Luego sintió vergüenza, y dijo:
– Apriétate contra mí, conejito; te quiero tanto sintiéndote a mi lado, así, en la oscuridad, como cuando te hago el amor.
– Estoy muy avergonzada, porque pensé que esta noche podría ser como lo de allá arriba, cuando volvíamos del campamento del Sordo.
– ¡Qué va! -contestó él-; eso no es para todos los días. Pero me gusta esto tanto como lo otro. -Mentía para ahuyentar el desencanto.– Estaremos aquí juntos y dormiremos. Hablemos un rato. Sé muy pocas cosas de ti.
– ¿Quieres que hablemos de mañana y de tu trabajo? -preguntó ella-. Me gustaría entender bien lo que tienes que hacer.
– No -dijo él, y arrellanándose en toda la extensión de la manta se estuvo quieto, apoyando su mejilla en el hombro de ella, y el brazo izquierdo bajo la cabeza de la muchacha-. Lo mejor será no hablar de lo de mañana ni de lo que ha pasado hoy. Así no nos acordaremos de nuestros reveses, y lo que tengamos que hacer mañana se hará. No estarás asustada…
– ¡Qué va! -exclamó ella-; siempre estoy asustada. Pero ahora siento tanto miedo por ti, que no me queda tiempo para acordarme de mí.
– No debes estarlo, conejito. Yo he estado metido en peores andanzas que ésta -mintió él. Y entregándose repentinamente al lujo de las cosas irreales, agregó-: Hablemos de Madrid y de lo que haremos cuando estemos allí.
– Bueno -dijo ella, y agregó-: Pero, Roberto, estoy apenada por haberte fallado. ¿No hay otra cosa que pueda hacer por ti?
El le acarició la cabeza y la besó, y luego se quedó quieto a su lado, escuchando la quietud de la noche.