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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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– ¿Y a mí qué? -dijo Pilar, sin volverse-. Si nieva, que nieve.

– Echa un trago, inglés -dijo Pablo-. Yo he estado bebiendo todo el día esperando que nevara.

– Dame un jarro -dijo Robert Jordan.

– Por la nieve -dijo Pablo, brindando con él.

Robert Jordan le miró fijamente y chocó los jarros. «Tú, asesino legañoso -pensó-, quisiera romperte el jarro entre los dientes. Vamos, cálmate, tómalo con calma.»

– Es muy bonita la nieve -dijo Pablo-; pero no vas a poder dormir fuera con tanta como cae.

«Ah, eso es lo que piensas -se dijo Robert Jordan-. Eso es lo que te tiene preocupado, ¿no, Pablo?»

– ¿No? -dijo cortésmente en voz alta.

– No; hace mucho frío -dijo Pablo– y mucha humedad.

«Lo que tú no sabes -pensó Robert Jordan– es por qué esos viejos edredones, lo que se llama un saco de noche, cuestan sesenta y cinco dólares. Quisiera que me dieses un dólar por cada vez que he dormido en la nieve, guapo.»

– Entonces -volvió a preguntar en voz alta, cortésmente– ¿tendré que dormir aquí?

– Claro.

– Gracias -dijo Robert Jordan-; pero prefiero dormir fuera.

– ¿En la nieve?

– Claro. -«Al diablo tus ojos sanguinolentos de puerco y tu cara de puerco con pelos de puerco», pensó y luego dijo en voz alta:– En la nieve. -«En esa condenada desastrosa y destructora nieve.»

Se acercó a María que acababa de echar al fuego otra brazada de pino.

– Es muy bonita la nieve -dijo a la muchacha.

– Pero es mala para tu trabajo, ¿no es así? -preguntó ella-. ¿Estás preocupado?

– ¡Qué va! -dijo él-. No vale de nada el preocuparse. ¿Cuándo estará lista la cena?

– Supongo que tienes apetito -dijo Pilar-. ¿Quieres un trozo de queso, mientras aguardas?

– Gracias -dijo Jordan. Y Pilar le cortó un trozo de queso de la enorme pieza que colgaba de un cordel, del techo. Se quedó parado allí comiéndoselo. El queso sabía demasiado a cabra, para su gusto.

– María -dijo Pablo, sin moverse de la mesa.

– ¿Qué? -preguntó la chica.

– Limpia la mesa, María -dijo Pablo, con una sonrisa maliciosa.

– Límpiate las babas antes -dijo Pilar-. Límpiate antes la barbilla y la camisa y después se limpiará la mesa.

– María -llamó Pablo.

– No le hagas caso; está borracho -dijo Pilar.

– María -llamó Pablo-, sigue nevando y es muy bonita la nieve.

«No saben lo que es ese saco de dormir -pensó Robert Jordan-. Este ojos de puerco no sabe que he pagado sesenta y cinco dólares por ese saco en Woods. En cuanto vuelva el gitano iré a buscar al viejo. Debería ir ahora, pero es posible que me cruce con ellos. No sé dónde está de guardia el gitano.»

– ¿Quieres que hagamos bolas de nieve? -dijo a Pablo-. ¿Quieres que organicemos una batalla con bolas de nieve?

– ¿Qué dices? -preguntó Pablo-, ¿qué me propones?

– Nada -contestó Robert Jordan-. ¿Están los caballos bien guarecidos?

– Sí.

– Entonces -preguntó en inglés-, ¿vas a dejar a los caballos que echen raíces? ¿O vas a soltarlos para que se busquen ellos mismos el alimento, escarbando?

– ¿Qué dices? -preguntó Pablo.

– Nada. Es asunto tuyo, hombre. Yo voy a salir de aquí a pie de todas maneras.

– ¿Por qué hablas en inglés? -preguntó Pablo.

– No lo sé -contestó Robert Jordan-; algunas veces, cuando estoy cansado, hablo en inglés. O cuando estoy disgustado. O aburrido, digamos. Defraudado. Cuando me encuentro muy defraudado hablo en inglés para oír cómo suena. Es un sonido tranquilizador. Debieras intentarlo uno de estos días.

– ¿Qué es lo que dices, inglés? -preguntó Pilar-. Eso tiene que ser muy interesante, pero no lo entiendo.

– Nothing -dijo Robert-; he dicho nada en inglés.

– Bueno, pues ahora, habla en español -dijo Pilar-; es más fácil y más claro.

– Por supuesto -dijo Robert Jordan. «Pero -pensó-: ¡Oh, Pablo! ¡Oh, Pilar! ¡Oh, María! ¡Oh, vosotros, los dos hermanos que estáis en el rincón y cuyo nombre he olvidado; pero de cuya presencia tengo que acordarme! En algunos momentos me encuentro realmente harto. De todo esto, de vosotros, de mí, de la guerra; y ¿por qué, por si fuera poco, tenía que nevar ahora? Todo esto es demasiada porquería. Bueno, no; no lo es. Nada es demasiado. Hay que tomar las cosas como son y salir como se pueda; y ahora deja de hacer la prima donna y acepta el hecho de que está nevando, como lo has hecho hace un momento y vete a saber qué pasa con el gitano y vete a recoger a tu viejo. ¡Mira que nevar! En este mes. Bueno, basta; deja eso. Deja eso y toma las cosas como vienen. Lo de la copa. Eso de la copa. ¿Qué era aquello de la copa? Haría mejor en ejercitar la memoria o no tratar de citar ninguna cosa, porque cuando hay algo que se escapa queda en la memoria como un colgajo y no hay manera de quitárselo de encima. ¿Cómo era aquello de la copa?»

– Dame un trago de vino, por favor -dijo en español. Y luego: No deja de nevar, ¿eh? -dirigiéndose a Pablo-. Mucha nieve.

El borracho levantó la vista hacia él y sonrió. Movió la cabeza a uno y otro lado y volvió a sonreír.

– Ni ofensiva, ni aviones, ni puente. Nada más que nieve -dijo.

– ¿Crees que durará mucho? -preguntó Robert Jordan, sentándose a su lado-. ¿Crees que va a estar nevando todo el verano, Pablo?

– Todo el verano, no -dijo Pablo-; esta noche y mañana, sí.

– ¿Por qué lo supones así?

– Hay dos clases de tormentas -dijo Pablo, sentenciosamente-; unas vienen de los Pirineos. Esas traen mucho frío. Pero ahora la estación está demasiado adelantada.

– Bueno -dijo Robert Jordan-; algo es algo.

– Esta tormenta viene del Cantábrico -dijo Pablo-; viene del mar. Con el viento en esa dirección, será una gran tormenta con mucha nieve.

– ¿En dónde has aprendido todo eso, veterano? -preguntó Robert Jordan.

Ya que su rabia se había disipado se encontraba excitado placenteramente con la tormenta, como le sucedía siempre con las tormentas. En una nevada, un temporal, un aguacero tropical o una tormenta de verano con muchos truenos en las montañas hallaba siempre una excitación que no se parecía a nada. Era como la excitación de la batalla, pero más limpia. En las batallas sopla un viento que es un viento caliente que reseca la boca, un viento que sopla de manera angustiosa, un viento caliente y sucio, un viento que se levanta o amaina según la suerte del día. Conocía muy bien esa clase de viento.

Pero una tormenta de nieve era justamente todo lo contrario. En las tormentas de nieve es posible acercarse a los animales salvajes sin que os teman. Los animales vagan por el campo sin saber dónde están y a veces le había ocurrido encontrarse un ciervo en el mismo umbral de su casa. En una tempestad de nieve se puede llegar galopando hasta un gamo, y el gamo toma a vuestro caballo por otro gamo y se pone a trotar a su encuentro. En una tempestad de nieve puede el viento soplar en ráfagas, pero sopla una pureza blanca y el aire está lleno de corrientes de blancura, todo queda transfigurado, y cuando el viento cesa, entonces es la paz.

Aquella tormenta era una gran tormenta y convenía gozar de ella. La tormenta deshacía todos sus planes; pero, al menos, podía disfrutarla.

– He sido arriero durante muchos años -dijo Pablo-• llevábamos las mercancías a través de las montañas en grandes carros, antes que hubiese camiones. En ese trabajo se aprende a conocer el tiempo.

– ¿Y cómo entraste en el Movimiento? -He sido siempre de izquierdas -dijo Pablo-; teníamos muchas relaciones con las gentes de Asturias, que son muy avanzadas en política. Yo he sido siempre republicano. -¿Pero ¿qué hacías antes del Movimiento? -Por entonces trabajaba con un tratante de caballos en Zaragoza. Ese tratante proporcionaba los caballos para las corridas de toros y para las remontas del ejército. Fue entonces cuando conocí a Pilar que, como te he dicho, estaba entonces con el torero Finito, de Valencia.

Estas últimas palabras las dijo con evidente complacencia.

– No era gran cosa como torero -comentó uno de los dos hermanos que estaban sentados a la mesa, mirando de reojo a Pilar, que estaba de espaldas a ellos delante del fogón.

– ¿No? -dijo Pilar, volviéndose y mirándole retadoramente-. ¿No valía gran cosa como torero?

Parada allí, en aquella cueva, junto al fogón, volvía a verlo moreno y chico, con el rostro bien dibujado, los ojos tristes, las mejillas flacas y los cabellos negros y rizados pegados a la frente por el sudor, en la parte en que la apretada montera le marcaba una raya roja, que nadie advertía. Le veía enfrentándose con un toro de cinco años, encarándose con los cuernos que habían lanzado al aire a los caballos -el poderoso cuello manteniendo al caballo en vilo, mientras el picador hundía la pica en aquel cuello, que levantaba en alto al caballo, cada vez más alto, hasta que el animal caía para atrás con estrépito y el jinete iba a darse contra la barrera, y el toro, con las patas delanteras hincadas en el suelo, clavaba con toda la fuerza de su cabeza los cuernos más y más en las entrañas del caballo, buscando el último aliento de vida que quedase en él. Veía a Finito, aquel torero que no valía gran cosa, parado frente al toro o girando suavemente para acercársele de costado. Le veía nítidamente, mientras arrollaba el pesado paño de franela en torno al estoque. Y veía el paño, que colgaba pesadamente, por la sangre que lo había ido empapando en los pases, cuando pasaba de la cabeza al rabo, y veía el brillo húmedo, titilante de la cruz y el lomo, mientras el toro levantaba a lo alto la cabeza, haciendo entrechocar las banderillas. Veía a Finito colocarse de perfil, a cinco pasos de la cabeza del toro, inmóvil y macizo, levantar lentamente la espada, hasta que la punta se hallaba al nivel de su hombro, y luego inclinar la espada, apuntando hacia un lugar que no podía ver, porque la cabeza del toro quedaba más alta que su mirada. Hacía bajar la cabeza del toro con las ligeras sacudidas que su brazo izquierdo imprimía al paño húmedo y pesado, y retrocedía ligeramente sobre los talones y miraba a lo largo del filo, perfilándose delante de los quebrados cuernos; el pecho del toro se movía agitadamente y sus ojos estaban fijos en la muleta.

Le veía claramente e incluso oía su voz clara y un poco infantil cuando Finito volvía la cabeza, miraba hacia la gente colocada en la primera fila, encima de la barrera pintada de rojo y decía: «Vamos a ver si podemos matarle así.»

Oía su voz y veía al torero adelantarse, después de haber hecho un ligero movimiento con las rodillas, y le veía meterse entre los cuernos, que se agachaban ahora mágicamente al seguir el hocico del animal el paño que barría el suelo, y veía la flaca muñeca morena, que yendo firmemente más allá de los cuernos, enterraba la espada en la polvorienta cruz.

Veía ahora la hoja brillante penetrar lenta y regularmente como si el impulso del bicho tuviera como fin el hundirse el arma más y más, arrancándola de la mano del hombre, y veía el acero deslizarse hacia delante, hasta que los morenos nudillos quedaban sobre el cuero reluciente y el hombre pequeño y atezado, cuyos ojos no se habían apartado nunca del lugar de la estocada, encogía el vientre y se retiraba de los cuernos del toro, echándose a un lado y con la muleta todavía tendida en su mano izquierda levantando la otra mano mientras veía morir al animal.

Le veía parado, con los ojos fijos en el toro, que trataba de aferrarse al suelo, contemplando cómo el toro se tambaleaba como un árbol antes de caer, intentando aferrarse a la tierra con sus pezuñas; y veía la mano del hombrecillo alzándose en una expresión de triunfo. Le veía allí, de pie, sudoroso, profundamente aliviado de que la faena hubiese concluido, aliviado por la muerte del animal y porque no hubiese habido golpe ni varetazo, aliviado de que el toro no le hubiese embestido en el momento en que se apartaba de él; y mientras seguía allí parado, inmóvil, el toro perdía las fuerzas por completo y caía por tierra, muerto, con las cuatro patas al aire, y el hombrecillo moreno se encaminaba hacia la barrera, tan cansado que no podía siquiera sonreír.

Sabía ella perfectamente que a Finito no le hubiera sido posible atravesar la plaza corriendo, aunque su vida hubiese dependido de ello, y le veía encaminarse ahora lentamente hacia la barrera, secarse la boca con una toalla, mirarla y sacudir la cabeza; luego, secarse el rostro y comenzar su paseo triunfal alrededor del ruedo.

Le veía andando lentamente, con esfuerzo y paso cansino alrededor del anillo, sonriendo, saludando con una inclinación y volviendo a sonreír, seguido de su cuadrilla, bajándose, recogiendo los habanos, devolviendo los sombreros; daba vueltas al ruedo sonriendo, con los ojos tristes siempre, para acabar la vuelta delante de Pilar. Ella le miraba entonces con más cuidado y le veía sentado en el estribo de madera de la barrera, con la boca apoyada en una toalla.

Y ahora Pilar veía todo eso mientras estaba allí, junto al fuego:

– Así es que no era un gran torero -dijo-. ¡Con qué clase de gente tengo que pasar la vida!

– Era un torero bueno -dijo Pablo-; pero se veía dificultado por su escasa estatura.

– Y, desde luego, estaba tuberculoso -dijo Primitivo.

– ¿Tuberculoso? -preguntó Pilar-. ¿Quién no hubiera estado tuberculoso después de lo que había pasado él? En este país, en que un pobre no puede esperar ganar nunca dinero, a menos que sea un delincuente, como Juan March.

un torero o un tenor de ópera. ¿Cómo no iba a estar tuberculoso? En un país en que la burguesía come hasta que se hace polvo el estómago y no puede vivir sin bicarbonato y los pobres tienen hambre desde que nacen hasta el día de su muerte, ¿cómo no iba a estar tuberculoso? Si hubieras tenido que viajar de niño debajo de los asientos, en los coches de tercera, para no pagar billete, yendo de una feria a otra para aprender a torear ahí en el suelo, entre el polvo y la suciedad, entre escupitajos frescos y escupitajos secos, ¿no te habrías vuelto tuberculoso cuando las cornadas te hubieran deshojado el pecho? -Claro -dijo Primitivo-; pero yo solamente he dicho que estaba tuberculoso.

– Claro que estaba tuberculoso -dijo Pilar, irguiéndose con el gran cucharón de madera en la mano-. Era pequeñito, tenía voz de niño y mucho miedo a los toros. Nunca he visto un hombre que tuviese más miedo antes de la corrida ni menos miedo cuando estaba en el ruedo. Tú -dijo a Pablo– tienes miedo de morir ahora. Crees que eso tiene importancia. Pues Finito tenía miedo siempre, pero en el ruedo era un león.

– Tenía fama de ser muy valiente -dijo el otro hermano.

– Nunca he conocido un hombre que tuviera tanto miedo -siguió Pilar-. No quería ver en su casa una cabeza de toro. Una vez, en la feria de Valladolid, mató muy bien un toro de Pablo Romero.

– Me acuerdo -dijo el primer hermano-. Estaba yo allí. Era un toro jabonero, con la frente rizada y unos cuernos enormes. Era un toro de más de treinta arrobas. Fue el último toro que mató en Valladolid.

– Justo -dijo Pilar-. Y después, la peña de aficionados que se reunía en el café Colón y que había dado su nombre a la peña, hizo disecar la cabeza del toro y se la ofreció en un banquete íntimo, en el mismo café Colón. Durante la comida, la cabeza del toro estuvo colgada en la pared, cubierta con una tela. Yo asistí al banquete y también algunas mujeres; Pastora, que es más fea que yo; la Niña de los Peines con otras gitanas, y algunas putas de postín. Fue un banquete de poca gente, pero muy animado, y casi se armó una gresca regular al originarse una disputa entre Pastora y una de las putas de más categoría por una cuestión de buenos modales. Yo estaba muy satisfecha, sentada junto a Finito, pero me di cuenta de que Finito no quería mirar a la cabeza del toro, que estaba envuelta en un paño violeta, como las imágenes de los santos en las iglesias durante la Semana Santa del que fue Nuestro Señor.

»Finito no comía mucho, porque, en el momento de entrar a matar en la última corrida del año en Zaragoza, había recibido un varetazo de costado que le tuvo sin conocimiento algún tiempo y desde entonces no podía soportar nada en el estómago; y de cuando en cuando se llevaba el pañuelo a la boca, para escupir un poco de sangre. ¿Qué es lo que estaba diciendo?

– La cabeza del toro -dijo Primitivo-; hablabas de la cabeza del toro disecada.

– Eso es -dijo Pilar-; eso es. Pero tengo que daros algunos detalles, para que os deis cuenta. Finito no era muy alegre, como sabéis. Era más bien triste y jamás le vi reír de nada cuando estábamos solos. Ni siquiera de cosas que eran muy divertidas. Lo tomaba todo muy en serio. Era casi tan serio como Fernando. Pero aquel banquete se lo ofreció un grupo de aficionados que había fundado la Peña Finito y era preciso que se mostrase amable y contento. Así es que durante toda la comida estuvo sonriendo y diciendo cosas amables, y sólo yo veía lo que estaba haciendo con el pañuelo. Llevaba tres pañuelos encima y los llenó los tres antes de decirme en voz baja:

»-Pilar, no puedo aguantar más; creo que tendré que marcharme.

– Como quieras, marchémonos -le dije; porque me daba cuenta de que estaba sufriendo mucho. En aquel momento había muchas risas y bullanga, y el ruido era terrible.

»-No, no podemos irnos -dijo Finito-. Después de todo, es la peña que lleva mi nombre y me siento obligado con ella.

»-Si estás malo, vámonos -dije yo.

»-Déjalo. Me quedaré. Dame un poco de manzanilla.»No me pareció muy sensato que bebiese, ya que no había comido nada y sabía cómo andaba su estómago; pero, evidentemente, no podía soportar por más tiempo el bullicio y la alegría sin tomar algo. Así es que vi cómo bebía rápidamente una botella casi entera de manzanilla. Como había empapado todos los pañuelos, se valía ahora de la servilleta.

El banquete había llegado a una situación de gran entusiasmo, y algunas de las putas que pesaban menos eran llevadas en andas alrededor de la mesa por varios de los miembros de la peña. Convencieron a Pastora para que cantase y El Niño Ricardo tocó la guitarra. Era una cosa de mucha emoción y una ocasión de mucho regocijo para beber con los amigos en medio de gran jolgorio. Nunca he visto en un banquete semejante entusiasmo de verdadero flamenco, y sin embargo no se había descubierto aún la cabeza del toro, que era, al fin y al cabo, el motivo de la celebración del banquete.

»Me divertía de tal forma, estaba de tal modo ocupada tocando palmas para acompañar a Ricardo y tratando de formar un grupo para que tocase palmas acompañando a La Niña de los Peines, que no me di cuenta de que Finito había empapado su servilleta y había cogido la mía. Continuaba bebiendo manzanilla, tenía los ojos brillantes y movía la cabeza con aire de contento mirando a todos. No podía hablar, porque si hablaba temía el tener que echar mano de la servilleta; pero tenía el aspecto de estar divirtiéndose enormemente, cosa que, al fin y a la postre, era lo que debía hacer. Para eso estaba allí.

»Así es que el banquete siguió y el hombre que estaba junto a mí que había sido antiguo empresario de Rafael el Gallo, me estaba contando una historia que terminaba así: "Entonces Rafael vino y me dijo: Tú eres el mejor amigo que tengo en el mundo y el más bueno de todos. Te quiero como a un hermano y quiero hacerte un regalo. Así es que me dio un hermoso alfiler de brillantes, me besó en las dos mejillas y nos sentimos los dos muy conmovidos. Luego, Rafael el Gallo, después de darme el hermoso alfiler de brillantes, salió del café y yo le dije a Retana, que estaba sentado a mi mesa: Ese cochino gitano acaba de firmar un contrato con otro empresario. Pero ¿qué dices?', me preguntó Retana. Hace diez años que soy su empresario y no me ha hecho nunca ningún regalo -dijo el empresario del Gallo-. Esto no puede significar otra cosa. Y era absolutamente cierto. Y así fue cómo el Gallo le dejó.

»Pero entonces Pastora se metió en la conversación, no tanto acaso por defender el buen nombre de Rafael, porque a nadie le he oído hablar tan mal como a ella, sino porque el empresario había hablado mal de los gitanos, al decir "cochino gitano". Y se metió con tanta violencia y con tales palabras, que el empresario tuvo que callarse. Yo me metí también para calmar a Pastora y otra gitana se metió también para calmarme a mí. Había tanto ruido, que nadie podía oír una palabra de lo que se hablaba, salvo la palabra puta, que rugía por encima de todas las demás, hasta que se restableció la calma. Y las tres mujeres que nos habíamos mezclado nos quedamos sentadas, mirando el vaso. Y entonces me di cuenta de que Finito estaba mirando a la cabeza del toro, todavía envuelta en el paño violeta, con el horror reflejado en su mirada.

»Entonces el presidente de la peña comenzó a pronunciar el discurso que había que pronunciar antes de descubrir la cabeza, y durante todo el discurso, que iba acompañado de oles o golpes sobre la mesa, yo estuve mirando a Finito, que se valía, no de su servilleta, sino de la mía y se hundía más y más en el asiento, mirando con horror y como fascinado la cabeza del toro, todavía envuelta en su paño y que estaba en la pared frontera a él.

»Hacia el final del discurso, Finito se puso a mover la cabeza a uno y a otro lado y a echarse cada vez más atrás en su asiento.

»-¿Cómo va eso, chico? -le pregunté; pero, al mirarme, vi que no me reconocía; movía la cabeza a uno y otro lado, diciendo: "No. No. No."

»Entonces el presidente de la peña concluyó su discurso y luego todo el mundo le aplaudió, mientras él, subido en una silla, tiraba de la cuerda para quitar el paño violeta que tapaba la cabeza. Y, lentamente, la cabeza salió a la luz, aunque el paño se enganchó en uno de los cuernos y el hombre tuvo que tirar del trapo y los hermosos cuernos puntiagudos y bien pulimentados aparecieron entonces. Y detrás, el testuz amarillo del toro, con los cuernos negros y afilados, que apuntaban hacia delante con sus puntas blancas como las de un puerco espín y la cabeza del toro era como si estuviese viva. Tenía la testa ensortijada, las ventanas de la nariz dilatadas y sus ojos brillantes miraban fijamente a Finito.

»Todos gritaban y aplaudían, y Finito se echaba más y más hacia atrás en el asiento, hasta que, al darse cuenta de ello, se calló todo el mundo y se quedó mirándole, mientras él seguía diciendo: "No. No", y mirando al toro y retrocediendo cada vez más, hasta que dijo un no muy fuerte y una gran bocanada de sangre le salió por la boca. Y ni siquiera echó entonces mano de la servilleta, de manera que la sangre le chorreaba por la barbilla; y Finito seguía mirando al toro, y diciendo: "Toda la temporada, sí; para hacer dinero, sí; para comer, sí; pero no puedo comer, ¿me entendéis? Tengo el estómago malo. Y ahora que la temporada ha terminado, no, no, no." Miró alrededor de la mesa, miró de nuevo a la cabeza del toro y dijo no una vez más. Y luego dejó caer la cabeza sobre el pecho y, llevándose a los labios la servilleta, se quedó quieto, inmóvil, sin añadir una palabra más. Y el banquete, que había comenzado tan bien y que prometía hacer época en la historia de la alegría, fue un verdadero fracaso.

– ¿Cuánto tardó en morir después de eso? -preguntó Primitivo.

– Murió aquel invierno -dijo Pilar-. Nunca se recobró del último varetazo que recibió en Zaragoza. Esos golpes son peores que una cornada, porque la herida es interna y no se cura. Recibía un golpe así siempre que entraba a matar, y por eso no logró tener nunca más éxito. Le resultaba muy difícil apartarse de los cuernos porque era bajo. Casi siempre le golpeaba el toro con el flanco del cuerno, aunque la mayorí a de las veces no eran más que golpes de refilón.

– Si era tan pequeño, no debería haberse hecho torero -dijo Primitivo.

Pilar miró a Robert Jordan y movió la cabeza. Luego se inclinó sobre la gran marmita de hierro y siguió moviendo la cabeza.

«¡Qué gente ésta! -pensó-. ¡Qué gentes son los españoles! "Y si era tan bajo no debía haberse hecho torero." Yo oigo eso y no digo nada. No me enfurezco, y cuando he acábado de explicarlo, me callo. ¡Qué fácil es hablar de lo que no se entiende! ¡Qué sencillo! Cuando no se sabe nada, se dice: "No valía gran cosa como torero." Otro, que tampoco sabe nada, dice: "Era un tuberculoso." Y un tercero, cuando alguien que sabe se lo ha explicado, comenta: "Si era tan pequeño, no debía haber sido torero."»

Inclinada sobre el fuego, veía ahora la cama, el cuerpo moreno y desnudo con las cicatrices inflamadas en las dos caderas, el rasgón profundo, y ya cicatrizado, en el lado derecho del pecho y la larga línea blanca que le atravesaba todo el costado, hasta las axilas. Le veía con los ojos cerrados y aquella cara morena y solemne y los negros cabellos ensortijados, echados ahora hacia atrás. Ella estaba sentada cerca de la cama, frotándole las piernas, dándole masaje en las pantorrillas, amasando, hasta ablandarlos, los músculos y golpeándolos luego con el puño cerrado, hasta dejarlos sueltos y flexibles.

«-¿Cómo va eso? -le preguntaba-. ¿Cómo van tus piernas, chico?

»-Muy bien, Pilar -contestaba, sin abrir los ojos.

»-¿Quieres que te dé masaje en el pecho?

»-No, Pilar; no me toques ahí, por favor.

»-¿Y en los muslos?

»-No, me hacen mucho daño.

»-Pero si los froto con linimento se calentarán y te dolerán menos.

»-No, Pilar, gracias; prefiero que no me toques ahí.

»-Voy a lavarte con alcohol.

»-Sí, eso sí; pero con mucho cuidado..

– Has estado formidable en el último toro -le decía..

– Sí, le he matado muy bien.»

Luego, después de lavarle y taparle con una sábana, se tumbaba ella junto a él en la cama y él le tendía una mano morena. Y, cogiéndole la mano, le decía: «Eres mucha mujer, Pilar.» Era la única «broma» que se permitía y, generalmente, después de la corrida, se dormía y ella se quedaba allí, acostada, apretando la mano de Finito entre las suyas y oyéndole respirar.

A veces, durmiendo tenía miedo; advertía que su mano se crispaba y veía que el sudor perlaba su frente. Si se despertaba, ella le decía: «No es nada. No es nada.» Y se volvía a dormir. Estuvo con él cinco años, y jamás en todo ese tiempo le engañó, o casi nunca. Y luego, después del entierro, se juntó con Pablo, que era el que llevaba al ruedo los caballos de los picadores y que se parecía a los toros que Finito se había pasado la vida matando. Pero nada duraba; ni la fuerza del toro ni el valor del torero; lo veía en aquellos momentos. ¿Qué era lo que duraba? «Yo duro -pensó-. Sí, duro; pero ¿para qué?»

– María -dijo-, ten cuidado con lo que haces. Es un fuego de cocina lo que estás haciendo. No estás prendiendo fuego a una ciudad.

En aquel momento apareció el gitano en el umbral. Estaba cubierto de nieve y se quedó allí con la carabina en la mano, pateando para quitarse la nieve de los pies.

Robert Jordan se levantó y se acercó a él.

– ¿Qué hay? -dijo al gitano.

– Guardias de seis horas, de dos hombres a la vez en el puente grande -dijo el gitano-. Hay ocho hombres y un cabo en la casilla del peón caminero. Aquí tienes tu cronómetro.

– ¿Y el puesto del aserradero?

– Allí está el viejo. Puede observar el puesto y la carretera al mismo tiempo.

– ¿Y la carretera? -preguntó Robert Jordan.

– El movimiento de siempre -contestó el gitano-. Nada extraordinario. Pasaron varios coches.

El gitano parecía helado, y su atezada cara estaba rígida por el frío y tenía las manos rojas. Sin entrar todavía en la cueva, se quitó su chaqueta y la sacudió. «

– Me quedé hasta que relevaron la guardia -dijo-. La relevaron a mediodía y a las seis. Es una guardia muy larga. Me alegro de no estar en su ejército.

– Vamos ahora a buscar al viejo -dijo Robert Jordan, poniéndose su chaquetón de cuero.

– No seré yo -contestó el gitano-. Ahora me tocan a mí el fuego y la sopa caliente. Le explicaré a alguno de éstos dónde está el viejo, para que te lleve allí. ¡Eh, holgazanes! -gritó a los hombres sentados junto a la mesa-. ¿Quién quiere servir de guía al inglés para ir hasta donde se encuentra el viejo?

– Yo voy -dijo Fernando, levantándose-. Dime dónde está.

– Oye -dijo el gitano-. Está… -Y le explicó dónde estaba apostado el viejo.

Capítulo quince



Anselmo estaba acurrucado al arrimo de un árbol; la nieve le pasaba silbando por los oídos. Se apretaba contra el tronco, metiendo las manos en las mangas de su chaqueta y hundiendo la cabeza entre los hombros todo lo que podía. «Si me quedo aquí mucho tiempo, me helaré -pensaba-, y eso no servirá de nada. El inglés me ha dicho que me quede hasta que me releven, pero cuando me lo dijo no sabía que iba a haber esta tormenta. No ha habido movimiento anormal en la carretera y conozco la disposición y el horario del puesto del aserradero. Debiera volverme ahora al campamento. Cualquier persona con sentido común me diría que debo volver ahora al campamento. Pero voy a esperar un poco, y luego volveré al campamento. Es el inconveniente de las órdenes demasiado rígidas. No se prevé nada para el caso en que cambie la situación.» Se frotó los pies, uno contra otro. Lúego sacó las manos de las mangas de la chaqueta, se echó hacia delante, se frotó las piernas y se dio un pie contra otro para avivar la circulación. Hacía menos frío en aquel sitio al abrigo del viento y al amparo del árbol, pero tendría que ponerse pronto a caminar.

Estando allí acurrucado, frotándose los pies, oyó venir un coche por la carretera. Era un coche que llevaba cadenas, y uno de los anillos estaba suelto y golpeaba contra el suelo. Subía por la carretera cubierta de nieve, pintado de verde y castaño, a manchas irregulares, con las ventanillas pintarrajeadas de azul para ocultar el interior, aunque con un semicírculo transparente que permitía a sus ocupantes ver desde dentro. Era un Rolls Royce, de dos años atrás, un coche de ciudad camuflado para el uso del Estado Mayor. Pero Anselmo no lo sabía. No podía ver en el interior los tres oficiales envueltos en sus capotes. Dos en el asiento del fondo y uno sobre el asiento plegable. Cuando el coche pasó por donde estaba Anselmo, el oficial del asiento plegable miró por el semicírculo abierto en el azul del vidrio. Pero Anselmo no se dio cuenta. Ninguno de los dos vio al otro.

El coche pasó sobre la nieve por debajo del punto exacto en donde se encontraba Anselmo. Anselmo vio al conductor con la cara enrojecida y el casco de acero, que apenas salía del grueso capote en que iba envuelto; vio el cañón de la ametralladora que llevaba el soldado sentado junto al conductor. Luego el coche desapareció y Anselmo, rebuscando en en interior de su chaqueta, sacó del bolsillo de la camisa dos hojitas arrancadas del carnet de Robert Jordan e hizo una señal frente al dibujo que representaba un coche. Era el décimo coche que subía por la carretera aquel día. Seis habían vuelto a bajar. Cuatro estaban arriba todavía. Todo ello no tenía nada de anormal, pero Anselmo no distinguía entre los Ford, los Fiat, los Opel, los Renault y los Citroen del Estado Mayor de la división que guarnecía los puertos y la línea de montañas, y los Rolls Royce, los Lancia, los Mercedes y los Isotta, del Cuartel General. Esa distinción la hubiera hecho Robert Jordan de haber estado en el puesto del viejo, y habría comprendido la significación de los coches que subían. Pero Robert Jordan no estaba allí, y el viejo no podía hacer más que señalar sencillamente en aquella hoja de papel cada coche que subía por la carretera.


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