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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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– Deja todo eso, por el amor de Dios -dijo Primitivo-. Te vas a caer y tu caballo no podrá aguantar tanta carga.

– Cállate -repuso Pilar-. Con todo esto podremos vivir en otra parte.

– ¿Podrás cabalgar así, mujer? -le preguntó Pablo, que se había encaramado al gran caballo bayo, aparejado con una montura de guardia civil.

– Como cualquier lechero -dijo Pilar-. ¿Adonde vamos, hombre?

– Derechos, hacia abajo. Atravesaremos la carretera. Subiremos la cuesta del otro lado y nos meteremos por el bosque, por la parte más espesa.

– ¿Hay que atravesar la carretera? -preguntó Agustín, poniéndose a su lado, mientras hincaba las alpargatas en los flancos duros e inertes de uno de los caballos que Pablo había traído la noche anterior.

– Pues claro, hombre; es el único camino que nos queda -dijo Pablo. Le entregó uno de los caballos de carga; Primitívo y el gitano llevaban los otros dos.

– Puedes venir a retaguardia, inglés, si quieres -dijo Pablo-. Cruzaremos muy arriba, para estar lejos del alcance de esa máquina. Pero iremos separados al cruzar la carretera y volveremos a juntarnos más arriba, donde el camino se hace más estrecho.

– Bien -dijo Robert Jordan.

Descendieron entre los árboles hasta el borde de la carretera. Robert Jordan iba detrás de María. No podía ir a su lado por los árboles. Acarició su caballo con las piernas y lo mantuvo bien sujeto, mientras descendían rápidamente, deslizándose entre los pinos, guiando al animal con los muslos, como lo hubiera hecho con las espuelas de haberse encontrado en terreno llano.

– Oye, tú -exclamó, dirigiéndose a María-. Ponte en segundo lugar cuando atravesemos la carretera. Pasar el primero no es tan malo como parece. Pero el segundo es mejor. Los que corren más peligro son los que van después.

– Pero tú…

– Yo pasaré muy aprisa. No hay problema. Lo más peligroso es pasar en fila.

Veía la redonda y peluda cabeza de Pablo hundida entre los hombros mientras cabalgaba con el fusil automático cruzado a la espalda. Miró a Pilar, que iba con la cabeza descubierta, amplios los hombros, más altas las rodillas que los muslos, con los talones hundidos en los bultos que llevaba. Una vez se volvió a ella a mirarle y movió la cabeza.

– Adelanta a Pilar antes de atravesar la carretera -dijo Robert Jordan a María. Luego, mirando por entre los árboles, que estaban más separados, vio la superficie oscura y brillante de la carretera por debajo de ellos, y, más allá, la pendiente verde de la montaña. «Estamos justamente por encima de la cuneta -observó-, y un poco más acá del repecho, a partir del cual la carretera desciende hacia el puente en una pendiente larga. Estamos a unos ochocientos metros por encima del puente. Eso no está fuera del alcance de la «Fiat» del tanque, si se han acercado al puente.»

– María -dijo-, ponte delante de Pilar antes que lleguemos a la carretera y sube de prisa por esa cuesta.

María volvió la cabeza para mirarle, pero no dijo nada. El le devolvió la mirada para asegurarse de que le había entendido.

– ¿Comprendes? -le preguntó.

Ella hizo un gesto afirmativo.

– Pasa delante -dijo.

– No -respondió ella, volviéndose hacia él y negando con la cabeza-. Me quedaré en el lugar que me corresponde.

Entonces Pablo hundió las espuelas en los ijares del gran bayo y se precipitó cuesta abajo, por la pendiente cubierta de hojas de pino, atravesando la carretera entre un martillar y relucir de cascos. Los otros le siguieron y Robert Jordan los vio atravesar la carretera y subir la cuesta cubierta de hierba y oyó la ametralladora que tableteaba desde el puente. Luego oyó un ruido que se asemejaba a un silbido -¡psiii crac bum!– seguido de un golpe sordo y una explosión, y vio levantarse un surtidor de tierra de la ladera y una nube de humo gris. -¡Psiiii, crac, bum!– Inmediatamente se repitió la escena y una nube de polvo y humo se levantó un poco más arriba, en la ladera.

Delante de él se paró el gitano al borde de la carretera, al abrigo de los últimos árboles. Miró la cuesta y luego se volvió hacia Robert Jordan.

– Adelante, Rafael -dijo Jordan-. Al galope, hombre.

El gitano llevaba de las bridas al caballo cargado con los bultos, que se resistía a seguir adelante.

– Suelta a ese caballo y galopa -dijo Robert Jordan.

Vio a Rafael levantar la mano, cada vez más alto, como si se despidiera de todo y para siempre, mientras hundía los talones en los costados de su montura. La cuerda del otro se cayó y el gitano había cruzado ya el camino cuando Robert Jordan tuvo que entendérselas con un caballo de tiro que, asustado, había retrocedido hasta topar con él. El gitano, entretanto, galopaba por la carretera y se oía el galopar de los cascos del caballo, según iba subiendo la cuesta.

¡Psiiii, crac, bum! El proyectil seguía su trayectoria baja y Jordan vio al gitano sacudirse como un jabalí en fuga mientras la tierra se levantaba tras de él en forma de un pequeño geiser negro y gris. Le vio galopar, más despacio ahora llegando a la ladera cubierta de hierba, mientras la ametralladora le perseguía con sus disparos, que llovían alrededor, hasta que, por fin, llegó a los otros, resguardados por la colina.

«No puedo llevar conmigo a este condenado caballo con la carga -pensó Robert Jordan-. Sin embargo, me gustaría tenerlo a mi lado. Me gustaría ponerlo entre esos cuarenta y siete milímetros y yo, antes de que me disparen encima. Por Dios, voy a tratar de llevarle.»

Se acercó al carguero, logró coger la soga y, con el caballo trotando detrás de él, subió unos cincuenta metros cuesta arriba entre los árboles. Allí se detuvo para observar la carretera hasta donde estaba el camión, hacia el puente. Vio que había hombres en el puente y detrás, en la carretera, algo que parecía un embotellamiento de vehículos. Buscó alrededor hasta que encontró lo que buscaba, se irguió en el caballo y rompió una rama seca de pino. Dejó caer la cuerda del carguero, le dirigió hacia la carretera y le golpeó con fuerza en la grupa con la rama de pino. «Vamos, hijo de perra», dijo. Y lanzó la rama seca detrás de él. El caballo atravesó la carretera y empezó a subir la cuesta. La rama volvió a golpearle y el caballo se lanzó al galope.

Robert Jordan subió una treintena de metros más arriba, hasta el límite extremo por donde podría cruzar sin encontrar la pendiente demasiado abrupta. El cañón disparaba llenando el aire con silbidos de obuses, tronaba y crepitaba levantando tierra por todas partes. «Vamos, tú, bastardo fascista», dijo Robert Jordan al caballo. Y le lanzó por la pendiente. Luego se encontró al descubierto, cruzando la carretera, tan dura bajo los cascos del caballo, que la sentía resonar hasta los hombros, el cuello y los dientes. Después llegó a la cuesta blanda, en donde los cascos del caballo se hundían y mientras el animal trataba de afirmarse, tomaba impulso y seguía adelante, vio el puente desde un ángulo que no le había visto jamás. Lo veía de perfil, sin escorzos; en el centro tenía un boquete y detrás de él, en la carretera, se veía el tanquecillo, y detrás del tanquecillo un tanque enorme con un cañón. Y el cañón disparó y hubo un fogonazo amarillento, tan brillante como un espejo, y el relámpago que fulguró al desgarrarse el aire pareció haber descuajado el largo pescuezo gris que tenía delante de él. Robert Jordan volvió la cabeza y vio un surtidor sucio de tierra levantándose. El carguero iba delante de él; pero corría demasiado hacia la derecha y perdía velocidad. Jordan, al galope, volvió de nuevo la mirada hacia el puente y vio la hilera de camiones detenidos junto al recodo, bien visible desde la parte más elevada de su camino. Mientras ganaba altura, volvió a ver nuevamente el resplandor amarillo y oyó el psiiii y el bum de la explosión; pero la bomba cayó un poco corta partiéndose los pedazos de metal por el camino como si brotaran del lugar en que había caído el proyectil.

Vio a los otros al borde de la arboleda y dijo: «¡Arre, caballo!» y vio cómo el pecho del caballo se hinchaba con la pendiente abrupta y cómo estiraba el cuello y las orejas grises, e inclinándose le dio unas palmadas en el cuello húmedo y luego volvió los ojos hacia atrás, hacia el puente, y vio un nuevo fogonazo que salía del tanque pesado color de tierra allá abajo, en la carretera, y esta vez no oyó el silbido, sino solamente le llegó el olor acre del estallido, como si hubiera reventado una caldera y se encontró bajo el caballo gris, que pateaba y forcejeaba mientras él hacía por zafarse del peso.

Se podía mover. Se podía mover hacia la derecha. Pero su pierna izquierda se le había quedado aplastada bajo el caballo, mientras él se movía hacia la derecha. Se hubiera dicho que tenía una nueva articulación, no la de la cadera, sino otra lateral. En seguida comprendió de qué se trataba. Entonces el caballo gris se irguió sobre las rodillas, y la pierna derecha de Robert Jordan, que se había quedado desgajada del estribo, pasó por encima de la montura y se juntó con la otra. Se palpó con las dos manos la cadera izquierda y sus manos tocarón el hueso puntiagudo y el lugar en donde hacía presión contra la piel.

El caballo gris se quedó parado junto a él, y él podía ver el jadeo de sus costillas. La hierba en donde estaba sentado era verde, con florecillas silvestres. Miró hacia abajo, hacia la carretera, el puente y el desfiladero, y vio el tanque y aguardó el fogonazo. Se produjo en seguida, sin ser acompañado de silbidos. En el momento de la explosión vio volar los terrones y la metralla le llevó hasta la nariz el acre olor del explosivo, y vio al gran tordillo recoger las patas traseras y sentarse tranquilamente, como si fuera un caballo de circo, al lado de él. Y luego, mirando al caballo, sentado allí, se dio cuenta de lo que significaba el ruido que hacía.

Luego Primitivo y Agustín le cogieron por las axilas para arrastrarle hasta lo alto de la cuesta, y la nueva articulación de su pierna le hacía bailar según los accidentes del terreno. Un obús silbó por encima de ellos, que se arrojaron al suelo aguardando a que estallase. El polvo les cayó encima, la metralla se dispersó y volvieron a recogerle. Luego le pusieron al abrigo de unos árboles, cerca de los caballos, y vio que María, Pilar y Pablo estaban alrededor.

María se arrodilló a su lado, diciendo:

– Roberto, ¿qué te ha pasado?

Jordan, empapado de sudor, contestó:

– La pierna izquierda se ha roto, guapa.

– Vamos a vendarla -dijo Pilar-. Podrás montar en ése -y señaló a uno de los caballos cargueros -. Descargadle.

Robert Jordan vio a Pablo negar con la cabeza y le hizo un gesto.

– Alejaos -dijo. Luego añadió-: Escucha, Pablo, ven aquí.

Su peludo rostro, mojado de sudor, se inclinó hacia él y Robert Jordan sintió de lleno el olor de Pablo.

– Dejadnos hablar -dijo a María y a Pilar-. Tengo que hablar con Pablo.

– ¿Te duele mucho? -preguntó Pablo, inclinándose muy cerca de él.

– No. Creo que el nervio ha sido destrozado. Oye. Marchaos. Yo estoy listo, ¿te das cuenta? Quiero hablar un rato con María. Cuando te diga que te la lleves, llévatela. Ella se querrá quedar. Pero voy a hablar un rato con ella.

– Te darás cuenta de que no tenemos mucho tiempo -dijo Pablo.

– Me doy cuenta. Creo que estaríais mejor en la República -dijo Robert Jordan.

– No. Prefiero Gredos.

– Piénsalo bien.

– Háblale ahora -dijo Pablo-. No tenemos mucho tiempo. Siento lo que te ha pasado, inglés.

– Puesto que me ha pasado -dijo Jordan-, no hablemos más. Pero piénsalo bien. Tienes mucha cabeza. Tienes que utilizarla.

– ¿Y por qué no iba a utilizarla? -preguntó Pablo-. Ahora, habla de prisa, inglés; no tenemos tiempo.

Pablo se fue junto a un árbol y se puso a vigilar la cuesta, el otro lado de la carretera y el desfiladero. Miró también el caballo gris que había en la cuesta con una expresión de verdadero disgusto. Pilar y María estaban cerca de Robert Jordan, que se encontraba sentado contra el tronco de un árbol.

– Córtame el pantalón por aquí, ¿quieres? -dijo Jordan a Pilar. María, acurrucada junto a él, no hablaba. El sol le brillaba en los cabellos y hacía pucheros, como un niño que va a llorar. Pero no lloraba.

Pilar cogió el cuchillo y cortó la pernera del pantalón de arriba abajo, a partir del bolsillo izquierdo. Robert Jordan separó la tela con las manos y se miró la cadera. Quince centímetros por encima se veía una hinchazón puntiaguda y rojiza en forma de cono, y al palparla con los dedos sintió el hueso de la cadera roto bajo la piel. Su pierna extendida formaba un ángulo extraño. Levantó los ojos hacia Pilar. Había en su rostro una expresión parecida a la de María.

– Anda -le dijo-. Vete.

Pilar se alejó con la cabeza baja, sin decir nada, sin mirar hacia atrás y Robert Jordan vio que sus hombros se estremecían.

– Guapa -dijo a María, cogiéndole las manos entre las suyas-. Oye. Ya no iremos a Madrid.

Entonces, ella se puso a llorar.

– No, guapa; no llores. Escucha. No iremos a Madrid ahora; pero iré contigo a todas partes adonde vayas. ¿Comprendes?

Ella no dijo nada. Apoyó la cabeza contra la mejilla de Robert Jordan y le echó los brazos al cuello.

– Oye bien, conejito -dijo-, lo que voy a decirte. -Sabía que era preciso darse prisa y estaba sudando y transpiraba abundantemente; pero era menester que las cosas fueran dichas y comprendidas.– Tú te vas ahora, conejito, pero yo voy contigo. Mientras viva uno de nosotros, viviremos los dos. ¿Lo comprendes?

– No. Me quedo contigo.

– No, conejito. Lo que hago ahora, tengo que hacerlo solo. No podría hacerlo contigo. ¿Te das cuenta? Cualquiera que sea el que se quede, es como si nos quedáramos los dos.

– Yo quiero quedarme contigo.

– No, conejito, oye. Esto no podemos hacerlo juntos. Cada cual tiene que hacerlo a solas. Pero si te vas, yo me voy contigo. De esa manera, yo me iré también. Tú te vas ahora; sé que te irás. Porque eres buena y cariñosa. Te vas ahora para que nos vayamos los dos.

– Pero es más fácil si me quedo contigo -dijo ella-. Es más fácil para mí.

– Sí, pero hazme el favor de irte. Hazlo por mí; porque puedes hacerlo.

– Pero ¿no lo entiendes, Roberto? ¿Y yo? Es peor para mí el irme.

– Claro que sí -dijo él-; es más difícil para ti. Pero yo soy tú ahora.

Ella no dijo nada.

Jordan la miró. Estaba sudando de una manera tremenda. Hizo un esfuerzo para hablar, deseando convencerla de una manera más intensa de lo que había deseado nunca en su vida.

– Ahora te irás como si fuéramos los dos -dijo-; no hay que ser egoísta, conejito, tienes que hacer lo que debes.

Ella negó con la cabeza.

– Tú eres yo -siguió él-; tienes que darte cuenta, conejito. Conejito, escucha. Es verdad. Me voy contigo. Te lo juro.

Ella no dijo nada.

– ¿No lo comprendes? -preguntó-. Ahora veo que lo comprendes. Ahora vas a marcharte. Bien. Ahora te vas. Ahora has dicho que te ibas. -Ella no había dicho nada.– Ahora te voy a dar las gracias por irte. Vete dulcemente y en seguida. Vete en seguida, para que nos vayamos los dos en ti. Ponme la mano aquí. La cabeza ahora. No, aquí. Muy bien. Ahora yo pondré mi mano aquí. Está muy bien. ¡Qué buena eres! Ahora no pienses más. Ahora vas a hacer lo que debes. Ahora obedecerás. No a mí, sino a los dos. A mí, que estoy en ti. Ahora te irás por los dos. Así es. Nos vamos los dos contigo ahora. Es así. Te lo he prometido. Eres muy buena si te vas, muy buena.

Hizo una seña con la cabeza a Pablo, que le miraba desde detrás de un árbol, y Pablo se acercó. Pablo hizo un signo a Pilar con el pulgar.

– Iremos a Madrid otra vez, conejito -siguió él-. Es cierto. Ahora levántate y vete, y nos iremos los dos. Levántate. ¿No ves?

– No -dijo ella, y se agarró a su cuello.

Jordan hablaba con mucha calma, aunque con una gran autoridad.

– Levántate -dijo-. Tú eres yo ahora. Tú eres todo lo que quedará de mí desde ahora. Levántate.

Ella se levantó lentamente, llorando con la cabeza baja. Luego volvió a sentarse en seguida a su lado y se levantó de nuevo, muy lentamente, muy pesadamente, mientras Jordan decía:

– Levántate, guapa.

Pilar la sujetaba por los brazos, de pie, junto a ella.

– Vámonos -dijo Pilar-. ¿No necesitas nada, inglés? -le miró y movió la cabeza.

– No -dijo Jordan, y continuó hablando a María-. Nada de adioses, guapa; porque no nos separaremos. Espero que todo vaya bien en Gredos. Vete ahora mismo. Vete por las buenas.

– ¡No!

Siguió hablando tranquilamente, sensatamente, mientras Pilar arrastraba a la muchacha.

– No te vuelvas. Pon el pie en el estribo. Sí, el pie. Ayúdale-dijo a Pilar-. Levántala. Ponla en la montura.

Volvió la cabeza, empapado en sudor, y miró hacia la bajada de la cuesta y luego dirigió de nuevo la mirada al lugar donde la muchacha estaba montada en el caballo con Pilar a su lado y Pablo detrás.

– Ahora, vete -añadió-. Vete.

María fue a volver la cabeza.

– No mires hacia atrás -dijo Robert Jordan-. Vete.

Pablo golpeó al caballo en las ancas con una maniota y María intentó deslizarse de la montura, pero Pilar y Pablo cabalgaban junto a ella y Pilar la sostenía. Los tres caballos subieron por el sendero.

– Roberto -gritó María-; déjame contigo. Déjame que me quede.

– Estoy contigo -gritó Robert Jordan-. Estoy contigo ahora. Estamos los dos juntos. Vete.

Y se perdieron de vista en el recodo del sendero mientras él se quedaba allí, empapado de sudor, mirando hacia un punto en donde no había nadie.

Agustín estaba de pie junto a él.

– ¿Quieres que te mate, inglés? -preguntó, inclinándose hacia él-. ¿Quieres? Es una cosa sin importancia.

– No hace falta -contestó Robert Jordan-. Puedes marcharte; estoy muy bien aquí.

– Me cago en la leche que me han dado -gritó Agustín. Lloraba y no veía a Robert Jordan con claridad-. Salud, inglés.

– Salud, hombre -dijo Robert Jordan. Miró cuesta abajo-. Cuida bien de la rapadita, ¿quieres?

– Eso, ni se pregunta -dijo Agustín-. ¿Tienes todo lo que te hace falta?

– Hay muy pocas municiones para esta máquina; así es que me quedo yo con ella -dijo Robert Jordan-. Tú no podrías hacerte con más. Para la otra y la de Pablo, sí.

– He limpiado el cañón -dijo Agustín-. Se llenó de tierra al caer tú al suelo.

– ¿Qué fue del caballo carguero?

– El gitano logró cazarlo.

Agustín estaba ya a caballo, pero no tenía ganas de marcharse. Se inclinó hacia el árbol, contra el que Robert Jordan estaba recostado.

– Vete, amigo -le pidió Robert Jordan-. En la guerra suceden cosas como ésta.

– ¡Qué puta es la guerra! -dijo Agustín.

– Sí, hombre, sí; pero vete.

– Salud, inglés -dijo Agustín, cerrando el puño derecho.

– Salud -dijo Robert Jordan-; pero vete, hombre.

Agustín dio media vuelta a su caballo, bajó el puño de golpe, como si maldijera, y subió por el sendero. Todos los demás estaban fuera del alcance de la vista desde hacía rato.

Se volvió cuando el sendero se perdía por entre los árboles y sacudió el puño. Robert Jordan le hizo un ademán y luego Agustín desapareció también. Jordan se quedó mirando la pendiente cubierta de hierba, hacia la carretera y el puente. «Estoy aquí tan bien como en cualquier otra parte. Todavía no vale la pena que corra el riesgo de arrastrarme sobre el vientre con este hueso tan cerca de la piel, y veo bien desde aquí.»

Sentíase como vacío y agotado a causa de la herida y de la despedida y tenía un sabor a bilis. Por fin no tenía ya problemas. De cualquier manera que sucediesen las cosas y cualquiera que fuese el modo como ocurrieran, en adelante no habría para él ningún problema.

Se habían ido todos y se había quedado solo, recostado contra un árbol. Miró la verde ladera de la colina y vio el caballo gris que Agustín había rematado. Un poco más abajo de la cuesta, vio la carretera y, más abajo todavía, la porción arbolada. Luego miró al puente y a la otra orilla y observó los movimientos que había en el puente y en la carretera. Veía los camiones en la carretera en la parte descendente. La columna gris de los camiones aparecía entre el verdor de los árboles. Luego miró a la otra parte de la carretera, al lugar donde asomaba por lo alto del cerro y pensó: «Van a venir en seguida.»

«Pilar cuidará de ella lo mejor que pueda. Lo sabes. Pablo debe de tener un buen plan; si no, no lo hubiera intentado. No tienes que preocuparte por Pablo. No sirve de nada pensar en María. Intenta creer en lo que le has dicho. Es lo mejor. ¿Y quién dice que no es verdad? Tú, no. Tú no lo dices, de la misma manera que no dirías que las cosas que han pasado no han pasado. Agárrate a lo que crees en estos momentos. No te hagas el cínico. El tiempo es muy corto y acabas de despedirte de ella. Cada cual hace lo que puede. Tú no puedes hacer nada por ti; pero quizá puedas hacer algo por otro. Bueno, hemos tenido suerte durante cuatro días. Cuatro días, no. Fue por la tarde cuando llegué aquí, y aún no es mediodía. En total, no hace más que tres días y tres noches. Haz la cuenta exacta. Tienes que ser exacto. Creo que harías mejor si fueses acomodándote. Debieras resolverte a buscar un sitio desde donde pudieras ser útil, en vez de permanecer recostado contra ese árbol como un vagabundo. Has tenido mucha suerte. Hay cosas peores que esto. A todos les llega, un día u otro. No sientes miedo porque sabes que tiene que ser así, ¿no es verdad? No. Es una suerte de todas formas que el nervio haya quedado deshecho. Ni siquiera me doy cuenta de lo que tengo por debajo de la fractura.»

Se tocó la pierna y era como si no formase parte de su cuerpo. Volvió a mirar a lo largo de la ladera y pensó: «Siento tener que dejar todo esto. Lamento muchísimo tener que dejarlo y espero haber hecho algo de utilidad. Intenté hacerlo con todo el talento de que era capaz. Con todo el talento de que soy capaz, quiero decir. Eso es, con todo el talento de que soy capaz.

»He estado combatiendo desde hace un año por cosas en las que creo. Si vencemos aquí, venceremos en todas partes. El mundo es hermoso y vale la pena luchar por él, y siento mucho tener que dejarlo. Has tenido mucha suerte -se dijo a sí mismo– por haber llevado una vida tan buena. Has llevado una vida tan buena como la del abuelo, aunque no haya sido tan larga. Has llevado una vida tan buena como pueda ser la vida, gracias a estos últimos días. No vas a quejarte ahora, cuando has tenido semejante suerte. Pero me gustaría que hubiese un modo de transmitir lo que he aprendido. Cristo, cómo estaba aprendiendo estos últimos días. Me gustaría hablar con Karkov. Eso sería en Madrid. Ahí, detrás de esas colinas y atravesando el llano, descendiendo nada más dejar las rocas grises y los pinos, la jara y la retama, a través de la altiplanicie amarilla, se ve aparecer la ciudad, hermosa y blanca. Eso es tan verdad como las mujeres viejas de que habla Pilar, que beben sangre en los mataderos. No hay una cosa que sea la única verdad. Todo es verdad. De la misma manera que los aviones son hermosos, sean nuestros o de ellos. Al diablo si lo son. Y ahora, tómalo con calma. Túmbate boca abajo mientras tengas tiempo. Oye ahora una cosa. ¿Te acuerdas de eso? De lo de Pilar y la mano. ¿Crees en esa patraña? No. ¿No crees, después de lo que ha pasado? No, no creo en eso. Pilar estuvo muy amable a propósito de eso esta mañana, antes que empezase todo. Tenía miedo acaso de que yo creyera en ello. Pero no creo. Ella, sí. Los gitanos ven algunas cosas. O bien sienten algunas cosas. Como los perros de caza. ¿Y las percepciones extrasensoriales? ¿Y las puñeterías? Pilar no quiso decirme adiós porque sabía que, si me lo decía, María no hubiera querido irse. ¡Qué Pilar ésa! Vamos, vuélvete, Jordan.» Pero sentía pereza de intentarlo. Entonces se acordó de que llevaba la pequeña cantimplora en el bolsillo, y pensó: «Voy a tomar una buena dosis de ese matagigantes, y luego lo intentaré.» Pero la cantimplora no estaba en el bolsillo. Y se sintió mucho más solo sabiendo que no tendría siquiera ese consuelo. Debiera haber contado con ello, se dijo.

«¿Crees que Pablo la ha cogido? No seas idiota; debiste perderla cuando lo del puente. Vamos, Jordan, vamos. Tienes que decidirte.»

Cogió con las dos manos su pierna izquierda y tiró con fuerza, con la espalda todavía apoyada contra el árbol. Lúego se tumbó y se sujetó la pierna, para que el hueso roto no rasgara la piel, y giró lentamente sobre la rodilla hasta quedar de cara a la barranca. Luego, sujetándose siempre la pierna con las dos manos, apoyó la planta del pie derecho en forma de palanca sobre el izquierdo y, sudando abundantemente, dio la vuelta hasta que se quedó con la cara pegada al suelo. Se apoyó sobre los codos, estiró la pierna izquierda, acomodándola con un empujón de ambas manos, y apoyándose luego, para hacer fuerza, en el pie derecho, se encontró donde quería encontrarse, empapado en sudor. Se palpó el muslo con el dedo y lo encontró bien. El extremo fracturado del hueso no había perforado la piel y se encontraba hundido en la masa del músculo.

«El nervio principal debió quedar destrozado cuando ese maldito caballo se me cayó encima -pensó-. La verdad es que no me duele nada, sino algunas veces, cuando cambio de postura. Eso debe de ser cuando el hueso pellizque alguna otra cosa. ¿No ves? ¿No ves qué suerte has tenido? Ni siquiera has tenido necesidad de emplear ese matagigantes.

Alcanzó el fusil automático, quitó el cargador del almacén y, buscando cargadores de repuesto, en el bolsillo, abrió el cerrojo y examinó el cañón. Volvió luego a colocar el cargador en la recámara, corrió el cerrojo y se dispuso a observar la pendiente. «Tal vez una media hora. Tómalo con calma.» Miró la ladera de la montaña, los pinos, e intentó no pensar en nada.

Miró el torrente y se acordó de lo fresco y lo sombreado que estaba debajo del puente. «Me gustaría que llegaran ahora. No quiero estar medio inconsciente cuando lleguen. ¿Para quién es más fácil la cosa? ¿Para los que creen en la religión o para los que toman las cosas por las buenas? La religión los consuela mucho; pero nosotros sabemos que no hay nada que temer. Morir sólo es malo cuando uno falla. Morir es malo solamente cuando cuesta mucho tiempo y hace tanto daño que uno queda humillado. Ya ves: tú has tenido muchísima suerte. No te ha pasado nada parecido. Es maravilloso que se haya marchado. No importa nada ya, ahora que se han ido todos. Es lo que yo había supuesto. Es verdaderamente como yo lo había pensado. Imagino lo que hubiera sido de haber estado todos diseminados sobre esta cuesta, ahí donde está el tordillo. O si hubieran estado todos paralizados aquí esperando. No, se han marchado. Están lejos. Si la ofensiva, al menos, tuviera éxito… ¿Qué deseas ahora? Todo. Lo quiero todo y aceptaré lo que sea. Si esta ofensiva no tiene éxito, otra lo tendrá. No me he fijado en qué momento han pasado los aviones. ¡Dios, que suerte que haya podido hacerla marcharse!

»Me gustaría hablar de esto con mi abuelo. Apuesto a que él no tuvo nunca que atravesar una carretera, reunirse con su gente y hacer una cosa parecida. Pero ¿cómo lo sabes? Quizá lo hiciera cincuenta veces. No. Sé exacto. Nadie ha hecho cincuenta veces una cosa semejante. Ni siquiera cinco. Es posible que nadie haya hecho esto ni tan siquiera una vez. Bueno. Claro que sí que lo habrán hecho.

»Me gustaría que vinieran ahora. Me gustaría que vinieran inmediatamente, porque la pierna empieza a dolerme. Debe de ser la hinchazón. Estaba saliendo todo a las mil maravillas cuando el proyectil nos alcanzó. Pero es una suerte que no sucediera eso cuando yo estaba debajo del puente. Cuando una cosa empieza mal, siempre tiene que ocurrir algo. Tú estabas fastidiado cuando dieron las órdenes a Golz. Tú lo sabías, y es sin duda eso lo que Pilar barruntó. Pero más adelante se organizarán mejor estas cosas. Deberíamos tener transmisores portátiles de onda corta. Sí, hay tantas cosas que debiéramos tener… Yo debería tener una pierna de recambio.»

Sonrió penosamente, porque la pierna le dolía muchísimo por la parte en que el nervio había sido destrozado cuando la caída. «¡Oh, que lleguen! -se dijo-. No tengo deseos de hacer como mi padre. Si hace falta, lo haré; pero querría no hacerlo. No soy partidario de hacerlo. No pienses en eso. No pienses en eso. Me gustaría que esos bastardos llegaran. Me gustaría mucho que llegaran en seguida.»

La pierna le dolía mucho. El dolor había empezado de golpe con la hinchazón, al desplazarse, y se dijo: «Quizá debiera hacerlo ahora mismo. Creo que no soy muy resistente al dolor. Escucha: si hago eso ahora mismo, ¿no lo tomarás a mal, eh? ¿A quién hablas? A nadie -dijo-. Al abuelo, creo. No. A nadie. ¡Ah!, mierda, quisiera que llegasen. Oye: tendré que hacer eso quizá, porque, si me desvanezco o algo así, no serviré para nada; y si me hacen volver en mí me harán una serie de preguntas y otras muchas cosas, y eso no marcharía bien. Es mucho mejor que no tengan que hacer esas cosas. De manera que, ¿por qué no va a estar bien que lo haga en seguída para que todo termine? Porque, ¡oh, escucha!, que lleguen ahora.

»No sirves para eso, Jordan -se dijo-. Decididamente, no sirves. Bueno, pero ¿quién sirve para eso? No lo sé, y en estos momentos no puedo averiguarlo. Pero la verdad es que tú no sirves. No sirves para nada. ¡Ay, para nada, para nada! Creo que sería mejor hacerlo ahora. ¿No lo crees? No, no estaría bien. Porque hay todavía algunas cosas que puedes hacer. Mientras sepas lo que tienes que hacer, tienes que hacerlo. Mientras te acuerdes de lo que es, debes aguardar. Así es que, vamos, que vengan. Que vengan.

»Piensa en los que se han ido. Piensa en ellos atravesando el bosque. Piensa en ellos cruzando un arroyo. Piensa en ellos a caballo entre los brezos. Piensa en ellos subiendo la cuesta. Piensa en ellos acogiéndose a seguro esta noche. Piensa en ellos escondiéndose mañana. Piensa en ellos. ¡Maldita sea! Piensa en ellos. Y eso es todo lo que puedo pensar acerca de ellos. Piensa en Montana. No puedo pensar. Piensa en Madrid. No puedo. Piensa en un vaso de agua fresca. Muy bien. Así es como será. Como un vaso de agua fresca. Eres un embustero. No será así en absoluto. No se parecerá a nada. Absolutamente a nada. Entonces, hazlo. Hazlo. Hazlo ahora. Vamos, hazlo ahora. No, tienes que esperar. ¿A qué? Lo sabes muy bien. Así es que espera.


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