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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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– Bueno, yo he preguntado solamente si llegarían hasta aquí los hierros, para saber si tendría que seguir detrás del tronco del árbol -dijo el gitano.

– Quédate ahí -dijo Pilar-. ¿A cuántos has matado?

– Pues a cinco. Dos, aquí, ¿no ves al otro extremo del puente? Mira, fíjate. ¿Ves? -Y señaló con el dedo.– Había ocho en el puesto de Pablo. Estuve vigilando ese puesto por orden del inglés.

Pilar soltó un bufido y luego dijo, encolerizada:

– ¿Qué le pasa a ese inglés? ¿Qué porquería está haciendo debajo del puente? ¡Vaya mandanga! ¿Está construyendo un puente o va a volarlo?

Irguió la cabeza y miró a Anselmo acurrucado detrás del poyo.

– ¡Eh, viejo! -gritó-; ¿qué es lo que le pasa a ese puerco de inglés?

– Paciencia, mujer -gritó Anselmo, sosteniendo el alambre con suavidad aunque con firmeza entre sus manos-. Está terminando su trabajo.

– La gran puta, ¿por qué tarda tanto?

– Es muy concienzudo -gritó Anselmo-. Es un trabajo científico.

– Me cago en la ciencia -gritó Pilar, con rabia, dirigiéndose al gitano-. Que ese puerco lo vuele, o que no se hable más de eso. María -gritó con voz ronca, dirigiéndose a lo alto de la cuesta-. Tu inglés… -Y soltó una andanada de obscenidades a propósito de los actos imaginarios de Jordan debajo del puente.

– Cálmate, mujer -le gritó Anselmo desde la carretera-. Está haciendo un trabajo enorme. Acaba en estos momentos.

– Al diablo con él -rugió Pilar-. Lo importante es la rapidez.

En aquel momento oyeron el tiroteo más abajo, en la carretera, en el lugar en que Pablo ocupaba el puesto que había tomado. Pilar dejó de maldecir y escuchó atentamente.

– ¡Ay! -exclamó-. ¡Ay!, ¡ay! Ahora sí que se ha armado!

Robert Jordan oyó también el tiroteo cuando arrojaba el rollo de alambre por encima del puente y trepaba hacia arriba. Mientras apoyaba las rodillas en el borde de hierro del puente, con las manos extendidas hacia delante, oyó la ametralladora que disparaba en el recodo de más abajo. El ruido no era el del arma automática de Pablo. Se puso de pie y después, inclinándose, echó el alambre por encima del pretil del puente para ir soltándolo mientras retrocedía andando de costado a lo largo del puente.

Oía el tiroteo y, sin dejar de moverse, lo sentía golpear dentro de sí, como si hallara eco en su diafragma. A medida que retrocedía, fue oyéndolo más y más cercano. Miró hacia el recodo de la carretera. Estaba libre de coches, tanques y hombres. La carretera continuaba vacía cuando se hallaba a medio camino de la extremidad del puente. Seguía aún vacía cuando había hecho las tres cuartas partes del camino, desenrollando siempre el alambre con cuidado, para evitar que se enredara, y seguía aún vacía cuando trepó alrededor de la garita del centinela, extendiendo el brazo para mantener apartado el alambre de modo que no se enredase en los barrotes de hierro. Por fin se encontró en la carretera, que continuaba vacía; subió rápidamente la cuesta de la cuneta, al borde de la carretera, extendiendo siempre el hilo, con el gesto del jugador que intenta atrapar una pelota que viene muy alta, y quedó casi frente a Anselmo; la carretera seguía aún libre más allá del puente.

En ese preciso instante oyó un camión que bajaba y, por encima de su hombro, le vio acercarse al puente. Arrollandose el alambre en torno de su muñeca, gritó a Anselmo:

– Hazlo saltar.

Y hundió los talones en el suelo, echándose hacia atrás con todas sus fuerzas para tirar del alambre. Se oyó el ruido del camión al acercarse, cada vez más potente, y allí estaba la carretera, con el centinela muerto, el largo puente, el trecho de carretera, más allá, aún libre, y luego hubo un estrépito infernal y el centro del puente se levantó por los aires, como una ola que se estrella contra los rompientes, y Robert Jordan sintió la ráfaga de la explosión llegar hasta él en el mismo instante en que se arrojaba de bruces en la cuneta llena de piedras, protegiéndose la cabeza con las manos. Aún tenía la cara pegada a las piedras cuando el puente descendió de los aires y el olor acre y familiar del humo amarillento le envolvió mientras comenzaban a llover los trozos de acero.

Cuando los pedazos de acero dejaron de caer, él seguía vivo aún. Levantó la cabeza y miró al puente. La parte central había desaparecido. La carretera y el resto del puente estaban sembrados de pedazos de hierro, retorcidos y relucientes. El camión se había detenido un centenar de metros más arriba. El conductor y los dos hombres que le acompañaban corrían buscando refugio.

Fernando seguía recostado en la cuesta y respiraba aún, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas.

Anselmo estaba tendido de bruces detrás del poyo blanco. Su brazo izquierdo aparecía doblado debajo de la cabeza y el brazo derecho extendido. Aún llevaba el alambre arrollado a la muñeca derecha.

Robert Jordan se levantó, atravesó la carretera, se arrodilló junto a él y vio que estaba muerto. No le volvió la cara por no ver de qué manera le había golpeado el trozo de acero. Estaba muerto, y eso era todo.

Parecía muy pequeño muerto, pensó Robert Jordan. Parecía pequeño con su cabeza gris, y Robert Jordan pensó: «Me pregunto cómo ha podido llevar encima semejantes cargas, si era verdaderamente tan pequeño.» Luego se fijó en la forma de las pantorrillas y en los gruesos muslos por debajo del estrecho pantalón de pana gris y en las alpargatas de suela de cáñamo, muy gastadas. Recogió la carabina y las dos mochilas, casi vacías, atravesó la carretera y cogió el fusil de Fernando.

De un puntapié, apartó un trozo de hierro que había quedado en la carretera. Luego se echó los dos fusiles al hombro, sujetándolos por el cañón, y comenzó a subir la cuesta hacia los árboles. No volvió la cabeza para mirar atrás ni tampoco al otro lado del puente, hacia la carretera. Más abajo seguían disparando, pero aquello no le preocupaba.

Los humos del TNT le hicieron toser. Estaba como entontecido.

Cuando llegó junto a Pilar, escondida detrás de un árbol, dejó caer uno de los fusiles, junto a los que ya estaban allí. Pilar echó un vistazo y vio que volvían a tener tres fusiles.

– Estáis colocados aquí demasiado arriba -dijo-; hay un camión en la carretera y no podéis verlo. Han creído que era un avión. Sería preferible que os apostárais más abajo. Yo voy a bajar con Agustín para cubrir a Pablo.

– ¿Y el viejo? -preguntó ella, mirándole a la cara.

– Muerto.

Tosió, carraspeó y escupió al suelo.

– Tu puente ha volado, inglés -dijo Pilar, sin dejar de mirarle-. No olvides eso.

– No olvido nada -contestó-; tienes una voz muy recia. Te he oído gritar desde abajo como un energúmeno. Dile a María que estoy bien.

– Hemos perdido dos en el aserradero -dijo Pilar tratando de hacerle comprender la situación.

– Ya lo he visto -dijo Robert Jordan-. ¿Has hecho muchas tonterías?

– Vete a hacer puñetas, inglés. Fernando y Eladio eran hombres también.

– ¿Por qué no te vuelves con los caballos? -preguntó Jordan-. Yo puedo vigilar este trecho mejor que tú.

– No, tú tienes que cubrir a Pablo.

– Al diablo con Pablo. Que se cubra con mierda.

– No, inglés. Pablo ha vuelto. Ha luchado mucho ahí abajo. ¿No lo has oído? Ahora está luchando contra algún peligro. ¿No lo oyes?

– Le cubriré. Pero luego os iréis todos a la mierda. Tú y tu Pablo.

– Inglés -dijo Pilar-, cálmate. Yo he estado junto a ti y te he ayudado como nadie. Pablo te hizo daño, pero luego volvió.

– Si hubiera tenido el fulminante, el viejo no habría muerto. Hubiera podido volar el puente desde aquí.

– Sí, sí, sí… -dijo Pilar.

La cólera, la sensación de vacío y el odio que había sentido cuando, al levantarse de la cuneta, había visto a Anselmo, seguían dominándole. Y sentía también desesperación, esa desesperación que nace de la pena y que inspira a los soldados el odio suficiente para continuar siendo soldados. Ahora que todo había acabado, se sentía solo, abandonado, sin ganas de nada y odiando a todos los que tenía alrededor.

– Si no hubiera nevado… -dijo Pilar.

Y entonces, no de una manera súbita, como hubiera ocurrido tratándose de un desahogo físico, si, por ejemplo, Pilar le hubiera puesto el brazo encima del hombro, sino lentamente y de una forma reflexiva, empezó a aceptar lo que había pasado y a dejar que el odio se disipara.

Claro, la nieve. Había sido la culpable de todo. La nieve. La nieve había jugado a otros una mala pasada también. Y al ver cómo sucedieron las cosas a los demás, al conseguir desembarazarse de sí mismo, de ese del que había que desembarazarse constantemente en una guerra, volvía a ver las cosas de una manera objetiva. En la guerra no había lugar para uno mismo. Y al olvidarse de sí mismo, le oyó a Pilar decir: «El Sordo…»

– ¿Qué dices? -preguntó.

– El Sordo…

– Sí -dijo Robert Jordan, y sonrió con una sonrisa crispada, tensa, una sonrisa que le hacía daño en los músculos de la cara.

– Perdóname. He hecho mal. Lo siento, mujer. Hagámoslo todo bien y de acuerdo. Como tú dices, el puente ha volado.

– Sí, tienes que poner las cosas en su lugar.

– Voy a reunirme ahora con Agustín. Coloca a tu gitano más abajo, para que pueda ver la carretera. Dale estos fusiles a Primitivo y coge tú la máquina. Déjame que te enseñe cómo.

– Guárdate tu máquina -repuso Pilar-; no estaremos aquí mucho rato. Pablo llegará en seguida, y nos iremos.

– Rafael -llamó Robert Jordan-, ven aquí a mi lado. Aquí. Bien. ¿Ves a esos que salen de la cuneta? Ahí, más arriba del camión. ¿Los ves que se dirigen al camión? Pégale a uno de ellos. Siéntate. Hazlo con calma.

El gitano apuntó cuidadosamente y disparó, y mientras corría el cerrojo, para tirar el cartucho, Robert Jordan comentó:

– Muy alto. Has dado en la roca de más arriba. ¿Ves el polvo que ha levantado? Procura atinar medio metro por debajo. Ahora. Pero con cuidado. Corren. Bien. Sigue tirando.

– Le di a uno -dijo el gitano.

El hombre quedó tendido en medio de la carretera, entre la cuneta y el camión. Los otros dos no se detuvieron para recogerle. Se arrojaron a la cuneta y se quedaron agazapados allí.

– No les tires a ellos -dijo Robert Jordan-. Apunta a lo alto de uno de los neumáticos delanteros del camión. De manera que, si no atinas, le des al motor. Bien. -Miró con los prismáticos-. Un poco bajo. Bien. Estás pegando bien. Mucho. Mucho. Apunta a lo alto del radiador. En cualquier parte del radiador. Eres un campeón. Mira. No dejes pasar a nadie de ese punto. ¿Te das cuenta?

– Mira cómo le deshago el parabrisas -dijo el gitano, feliz.

– No. El camión ya está fastidiado -dijo Jordan-. Guarda las balas para cuando aparezca otro vehículo en la carretera. Empieza a disparar cuando lleguen frente a la cuneta. Trata de acertarle al conductor. Entonces, disparad todos -dijo a Pilar, que había bajado acompañada de Primitivo-. Estáis muy bien colocados. ¿Ves cómo esta elevación os protege el flanco?

– Ve a hacer tu trabajo con Agustín -dijo Pilar-. No hace falta que nos des una conferencia. Sé lo que es el terreno desde hace mucho tiempo.

– Coloca a Primitivo más arriba -dijo Robert Jordan-. Allí. ¿Te das cuenta, hombre? Allí, por donde la pendiente se hace más abrupta.

– Acaba ya -dijo Pilar-. Vete, inglés. Tú y tu perfección. Aquí no hay ningún problema. En aquel momento oyeron los aviones.

María llevaba mucho tiempo con los caballos; pero no era ningún consuelo para ella. Ni para los caballos. Desde el paraje del bosque en que se encontraba, no podía ver la carretera ni el puente, y cuando el tiroteo comenzó pasó el brazo alrededor del cuello del gran semental bajo de frente blanca, que había acariciado y regalado a menudo cuando los caballos estaban en el cercado, entre los árboles, por encima del campamento. Pero su nerviosismo desazonaba al gran semental, que sacudía la cabeza con las ventanas de las narices dilatadas al oír el ruido de las explosiones de los fusiles y de las granadas. María no era capaz de quedarse quieta en un mismo sitio y daba vueltas alrededor de los caballos, los acariciaba, les daba palmaditas y no conseguía más que exacerbar su nerviosismo y su agitación.

Intentó pensar en el tiroteo, no como una cosa terrible, que estaba sucediendo en aquellos momentos, sino imaginando que Pablo estaba abajo con los últimos que habían llegado y Pilar arriba con los otros, y que no tenía por qué inquietarse ni dejarse llevar por el pánico, sino tener confianza en Roberto. Pero no lo conseguía. Y todo el tiroteo de arriba y el tiroteo de abajo y la batalla que descendía del puerto como una tormenta lejana con un tableteo seco y el estallido regular de las bombas componían un cuadro de horror que casi la impedía respirar. Más tarde oyó el vozarrón de Pilar que, desde abajo, desde el flanco del cerro, gritaba indecencias que no comprendía; y pensó: «Dios mío, no; no hables así mientras él está en peligro. No ofendas a nadie. No provoques riesgos inútiles. No los provoques.»

Luego se puso a rezar por Robert, rápida y maquinalmente, como en el colegio, diciendo sus oraciones de prisa, todo lo de prisa que podía, y contándolas con los dedos de la mano izquierda, rezando misterios completos de avemarías. Por fin el puente saltó y un caballo rompió las riendas después de espantarse, y se escapó por entre los árboles. María salió tras él para cogerle y le trajo temblando, estremeciéndose, con el pecho bañado en sudor, la montura torcida, y, mientras regresaba por entre los árboles, oyó el tiroteo más cercano y pensó: «No puedo soportar esto mucho tiempo. No puedo aguantar más sin saber lo que pasa. No puedo respirar y tengo la boca seca. Tengo miedo y no sirvo de nada, y he asustado a los caballos y he cogido a éste por casualidad; porque tiró la montura al tropezar con un árbol y se enganchó en los estribos, y ahora que estoy reajustando la montura, Dios mío, no sé, no puedo soportarlo, te lo ruego. Que vaya todo bien; porque mi corazón y todo mi ser están en el puente. La República es una cosa, y el que tengamos que ganar esta guerra es otra. Pero, Virgen bendita, traéle del puente sano y salvo y haré todo lo que quieras. Porque yo no estoy aquí. No soy yo. Yo no vivo más que por él. Protégele, porque te lo pido yo, y entonces haré todo lo que quieras, y él no se opondrá. Y no será contra la República. Te lo ruego; perdóname, porque no entiendo nada en estos momentos; haré lo que esté bien hecho; haré lo que él diga y lo que tú digas, y lo haré con toda mi alma. Pero ahora no puedo soportar el no saber lo que pasa.»

Luego ajustó la silla, estiró la manta, apretó las cinchas y oyó el vozarrón de Pilar que le llegaba de entre los árboles:

– María. María, tu inglés está bien. ¿Me oyes? Muy bien. Sin novedad.

María se agarró con las dos manos a la montura, apretó su cabeza rapada contra ella y rompió a llorar. Oyó el vozarrón que volvía a elevarse y, apartando el rostro de la montura, gritó entre sollozos:

– Sí, gracias. -Y luego, sin dejar de llorar, añadió:– Gracias. Muchas gracias.

Al oír los aviones levantaron todos la cabeza. Venían de la parte de Segovia, volando muy altos en el cielo, plateados a la luz del sol, ahogando con su zumbido los otros ruidos.

– Ahí están ésos -dijo Pilar-; es lo que nos faltaba.

Robert Jordan le pasó el brazo por el hombro, sin dejar de observarlos.

– No -dijo-, esos no vienen por nosotros. No tienen tiempo que perder con nosotros. Cálmate.

– Los odio.

– Yo también; pero ahora tengo que irme a buscar a Agustín.

Rodeó el cerro por entre los pinos, con el zumbido de los aviones sobre su cabeza, mientras desde el otro lado del puente demolido, más abajo, por la carretera, le llegaba el tableteo intermitente de una ametralladora pesada.

Se acurrucó junto a Agustín, que estaba tumbado en medio de un grupo de abetos detrás de la ametralladora, y vio que venían otros aviones.

– ¿Qué pasa ahí abajo? -preguntó Agustín-. ¿Qué está haciendo Pablo? ¿No sabe que lo del puente ha acabado?

– Quizás esté atrapado ahí.

– Entonces, nos iremos. Peor para él.

– Va a venir en seguida, si puede -dijo Robert Jordan-. Debiéramos estar viéndole ya.

– Hace más de cinco minutos que no le oigo -dijo Agustín-. Más de cinco minutos. No. Mira. Ahí está. Sí, es él.

Se oyó el tableteo del fusil automático de caballería. Primero, una serie breve de disparos. Luego otra y, en seguida, una tercera serie de disparos.

– Ahí está ese hijo de puta -dijo Robert Jordan.

Vio llegar más aviones por el alto cielo azul limpio de núbes y observó la expresión de Agustín cuando éste levantó la vista hacia ellos. Luego miró hacia el puente destrozado y el trecho de carretera de más allá que seguía sin nadie. Tosió, escupió y prestó oído al tableteo de la ametralladora pesada, que comenzaba a disparar al otro lado del recodo de la carretera. Parecía hallarse en el mismo sitio que antes.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Agustín-. ¿Qué es esa porquería?

•-Ha estado disparando desde antes que volara el puente -dijo Robert Jordan.

Podía ver ahora la corriente de agua mirando por entre los soportes descuajados y distinguir los restos del tramo central colgando en el vacío, semejantes a un mandil de hierro, retorcido. Oyó a los primeros aviones, que estaban descargando sus bombas más arriba del puerto, y vio que acudían otros en la misma dirección. El ruido de los motores parecía llenar el alto cielo y, mirando con atención, distinguió los diminutos y ágiles cazas que iban detrás de ellos, describiendo círculos mucho más altos, entre las nubes.

– No creo que ésos cruzaran las líneas el otro día -dijo Primitivo-. Han debido de ir hacia el Oeste y ahora están volviendo. No se hubiera organizado una ofensiva de haberlos visto.

– La mayor parte de esos aparatos son nuevos -dijo Robert Jordan.

Tenía la impresión de que algo que había comenzado normalmente provocaba de golpe repercusiones enormes, desproporcionadas, gigantescas. Era como si se hubiera arrojado una piedra al agua, la piedra hubiese descrito un círculo y ese círculo se hubiera ido haciendo más grande, rugiendo, hinchándose, abriéndose en círculos más grandes hasta hacerse una montaña de olas. O como si se hubiera gritado y el eco hubiese respondido, desencadenando una tormenta aparatosa, una tormenta mortal. O como si se hubiera golpeado a un hombre, como si el hombre hubiese caído y como si por alguna parte hubieran aparecido otros hombres provistos de armas. Se alegraba de no encontrarse en lo alto del puerto con Golz.

Tumbado en el suelo, junto a Agustín, mirando a los aviones que pasaban, escuchando el tiroteo, vigilando la carretera, esperaba que sucediera algo, aunque no sabía qué, y se sentía aún como entontecido por la sorpresa de no haber muerto en el puente. Había aceptado de manera tan completa el morir, que todo aquello se le antojaba irreal. «Espabila -se dijo-. Deja todo eso. Hay mucho, mucho, mucho que hacer todavía.» Pero no lograba zafarse de aquella especie de entontecimiento y sentía de manera inconsciente que todo aquello se estaba convirtiendo en un sueño.

«Has tragado demasiado humo.» Pero sabía que no era aquello. Se daba muy bien cuenta de hasta qué punto todo aquello era irreal a través de la realidad absoluta. Miró al puente; luego al centinela que yacía sobre la carretera, no lejos del sitio en donde Anselmo yacía también; después, a Fernando, tumbado en la cuesta, y luego volvió a mirar la carretera, oscura y bien asfaltada hasta el camión reventado, y todo aquello le pareció enteramente irreal.

«Sería mejor que dejaras de pensar en esas cosas -reflexionó-. Eres como esos gallos de pelea, que nadie ve la herida que han recibido, y están ya muertos. Estupideces. Estás un poco entontecido; eso es todo, y deprimido por tanta responsabilidad; eso es todo. Tranquilízate.»

Agustín le cogió del brazo para llamar su atención sobre alguna cosa. Miró al otro lado del desfiladero y vio a Pablo. Vieron a Pablo desembocar, corriendo, por el recodo de la carretera. En el ángulo de rocas en que la carretera desaparecía le vieron detenerse, pegarse a la muralla rocosa y disparar con la pequeña ametralladora de caballería, que arrojaba al sol una cascada de cobre brillante. Vieron a Pablo agacharse y disparar otra vez. Luego, sin mirar hacia atrás, volvió a correr, pequeño, con las piernas torcidas y la cabeza inclinada camino del puente.

Robert Jordan apartó a Agustín y se hizo cargo de la gran ametralladora automática. Apuntó cuidadosamente hacia el recodo. Su fusil automático estaba en el suelo, a su izquierda. No le servía para disparar a aquella distancia.

Mientras Pablo corría hacia ellos, Robert Jordan seguía apuntando hacia el recodo; pero nada apareció por él. Pablo, al llegar al puente, se volvió hacia atrás, echó por encima del hombro una mirada rápida, giró hacia la izquierda y descendió por el desfiladero, perdiéndose de vista. Robert Jordan seguía vigilando el recodo, pero nada aparecía. Agustín se irguió sobre sus rodillas. Veía a Pablo deslizándose por el desfiladero como una cabra. Desde que Pablo apareció, el tiroteo había cesado.

– ¿Ves algo por allá arriba, entre las rocas? -preguntó Robert Jordan. -Nada.

Jordan seguía vigilando el recodo. Sabía que el paredón era demasiado abrupto para que pudiera escalarse por aquella parte; pero más abajo la cuesta se hacía más suave y se podía subir dando un rodeo.

Si las cosas habían sido irreales hasta entonces, he aquí que, de repente, se hacían enteramente reales. Era como si el ocular de una máquina fotográfica hubiese encontrado repentinamente su foco. Fue entonces cuando vio el artefacto de hocico anguloso y torrecilla cuadrada, pintado de verde gris y castaño, con su ametralladora apuntada, dando la vuelta al recodo iluminado por el sol. Disparó, y oyó el ruido que hacía la bala al chocar contra la cubierta de acero. El pequeño tanque dio marcha atrás, refugiándose tras la muralla rocosa. Vigilando el recodo, Robert Jordan vio asomar nuevamente la nariz del artefacto, luego el borde de la torrecilla y por último toda la torrecilla, hasta que el cañón de la ametralladora quedó enfilado a lo largo de la carretera.

– Parece un ratón saliendo de su agujero -dijo Agustín-.Mira, inglés.

– No está muy confiado -dijo Robert Jordan.

– Ese es el animal con que Pablo tuvo que pelear -dijo Agustín-. Dispara otra vez.

– No. No puedo hacerle daño. Y no quiero que se dé cuenta de dónde estamos.

El tanque comenzó a disparar sobre la carretera. Las balas rebotaban contra el suelo y resonaban contra los hierros del puente. Era la misma ametralladora que habían oído disparar más abajo.

– Cabrón -dijo Agustín-. Ese es uno de sus famosos tanques, ¿no, inglés?

– Sí, es un «Bebé».

– Cabrón. Si yo tuviese un biberón lleno de gasolina, se lo tiraría encima y le prendería fuego. ¿Qué vamos a hacer, inglés?

– Esperar un poco hasta que se asome de nuevo.

– Y eso es lo que mete tanto miedo -dijo en tono despectivo Agustín-. Mira, inglés. Está matando otra vez a los centinelas.

– Ya que no tiene otro blanco -dijo Robert Jordan Déjale.

Pero para sus adentros pensó: «Búrlate de él, anda. Imagínate que eres tú, que vuelves a un territorio ocupado por los tuyos y que te encuentras con que te disparan en la carretera principal; luego, con que salta un puente. ¿No creerías que había sido minado o bien que se trataba de una trampa? Claro que sí. Así es que hace lo que tiene que hacer. Está aguardando que venga alguien en su ayuda. Entretanto, distrae al enemigo. El enemigo somos nosotros; pero no puede saberlo. Mira al muy hijo de puta.»

El tanquecillo asomaba ligeramente el morro por el recodo.

Entonces vio Agustín aparecer a Pablo, saliendo del desfiladero, y le vio trepar, arrastrándose, con el barbudo rostro lleno de sudor.

– Ahí viene ese hijo de puta -anunció.

– ¿Quién?

– Pablo.

Robert Jordan vio a Pablo y comenzó a disparar sobre la torrecilla camuflada del tanquecillo, hacia el punto en donde sabía que tenía que estar la hendidura que servía de mira más abajo de la ametralladora. El tanquecillo retrocedió, desapareció y Jordan recogió el fusil ametrallador, plegó las patas del trípode y se lo echó al hombro. El cañón estaba todavía caliente; tan caliente, que le quemaba la piel. Jordan lo echó hacia atrás, de forma que la culata descansara en la palma de su mano.

– Trae el saco de las municiones y mi pequeña máquina, y date prisa. Vamos.

Robert Jordan subió corriendo por entre los pinos. Agustín iba detrás de él y Pablo un poco más lejos.

– Pilar -gritó Jordan-. Vamos, mujer.

Subían la empinada cuesta todo lo de prisa que podían. No podían correr porque era demasiado empinada. Pablo, que no llevaba más impedimenta que el fusil automático de caballería, llegó pronto hasta ellos.

– ¿Y tu gente? -preguntó Agustín a Pablo, con la boca seca.

– Han muerto todos -dijo Pablo. Apenas si podía respirar. Agustín volvió la cabeza y le miró fijamente.

– Ahora tenemos muchos caballos, inglés -dijo Pablo, jadeando.

– Bueno -dijo Robert Jordan. «Este bastardo asesino», pensó.

– ¿Qué os ha pasado?

– Nos ha pasado de todo -dijo Pablo, respirando penosamente-. ¿Qué tal le fue a Pilar?

– Ha perdido a Fernando y al hermano.

– Eladio -explicó Agustín.

– ¿Y tú? -preguntó Pablo.

– He perdido a Anselmo.

– Hay muchos caballos -dijo Pablo-; tendremos hasta para los equipajes.

Agustín se mordió los labios, miró a Jordan e hizo un movimiento con la cabeza. Debajo de ellos, oculto por los árboles, oyeron al tanque, que volvía a disparar sobre la carretera y el puente. Robert Jordan volvió la cabeza.

– ¿Qué fue lo que sucedió, pues? -preguntó a Pablo. Quería evitar mirar a Pablo y olerle, pero quería enterarse.

– No podía salir por allí con ese artefacto -dijo Pablo-. Estábamos atrapados en el puesto. Por fin, se alejó para ir en busca de no sé qué cosa, y yo escapé.

– ¿Contra quién disparabas ahí abajo? -preguntó brutalmente Agustín.

Pablo le miró, esbozó una sonrisa, se arrepintió y no dijo nada.

– ¿Fuiste tú quien los mató a todos? -preguntó Agustín.

Robert Jordan pensaba: «No te metas en eso. No hay que meterse en ello por el momento. Han hecho todo lo que tú querías e incluso más. Esta es una pelea de tribus. No te metas a juzgar a nadie. ¿Qué podías esperar de un asesino? Estás trabajando con un asesino. No te metas en eso. Ya sabías que lo era antes de empezar. No es ninguna sorpresa. Pero ¡qué cochino bastardo! ¡Qué cochino, inmundo bastardo!»

Le dolía el pecho de la escalada y pensaba que" iba a abrírsele en dos. Al fin, más arriba, entre los árboles, vio los caballos.

– Vamos -decía Agustín-. ¿Por qué no confiesas que fuiste tú quién los mató?

– Calla la boca -dijo Pablo-. He peleado mucho hoy y muy bien. Pregúntaselo al inglés.

– Y ahora, sácanos de aquí -dijo Robert Jordan-. Eres tú el que tenía un plan para sacarnos.

– Tengo un buen plan -dijo Pablo-; con un poco de suerte, todo irá bien.

Empezaba a respirar con más holgura. -No tendrás intenciones de matarnos, ¿eh? -preguntó Agustín-. Porque estoy dispuesto a matarte yo ahora mismo.

– Cierra el pico -dijo Pablo-; tengo que ocuparme de tus intereses y de los de la banda. Es la guerra. No se puede hacer lo que se quiere.

– Cabrón -dijo Agustín-; te llevas todos los premios. -Dime qué ocurrió allá abajo -dijo Robert Jordan a Pablo.

– Pasó de todo -contestó Pablo. Respiraba trabajosamente, como si le doliera el pecho, pero podía hablar con claridad. Su cara y su cráneo estaban empapados de sudor y tenía los hombros y el pecho asimismo empapados. Miró a Robert Jordan con precaución, para ver si no se. mostraba realmente hostil, y luego sonrió-: Me pasó de todo -dijo-. Primero tomamos el puesto. Después apareció un motociclista. Después, otro. Después, una ambulancia. Luego, un camión. Más tarde llegó el tanque. Un momento antes de que tú volaras el puente.

– ¿Y luego?

– El tanque no podía alcanzarnos, pero tampoco podíamos salir porque dominaba la carretera. Por fin se marchó, y entonces pude salir.

– ¿Y tu gente? -preguntó Agustín, buscando todavía camorra.

– Cállate -dijo Pablo, mirándole a la cara, y su cara era la de un hombre que se había batido bien antes de que sucediera lo otro-. No eran de nuestra banda.

Podían ver ahora a los caballos atados a los árboles. El sol les daba de lleno por entre las ramas y los animales, inquietos, sacudían la cabeza y tiraban de las trabas. Robert Jordan vio a María y un instante después la estrechaba entre sus brazos. La abrazó con tanta vehemencia, que el tapallamas del fusil ametrallador se le hundió en las costillas. María dijo:

– Roberto, Tú. Tú. Tú.

– Sí, conejito, conejito mío. Ahora nos iremos de aquí. -Pero ¿eres tú de verdad? -Sí, sí, de verdad.

No había pensado nunca que pudiera llegarse a saber que una mujer podía existir durante una batalla ni que ninguna parte de sí mismo pudiera saberlo o responder a ello; ni que, si había realmente una mujer, pudiera tener pequeños senos redondos y duros apretados contra uno, a través de una camisa; ni que se pudiera tener conciencia de esos senos durante una batalla. «Pero es verdad -pensó-. Y es bueno. Es bueno. No hubiera creído jamás en esto.» La apretó contra él, fuerte, muy fuerte, pero no la miró y le dio un cachete en un lugar donde no se lo había dado nunca, diciéndole:

– Sube a ese caballo, guapa.

Luego desataron las bridas. Robert Jordan había devuelto el arma automática a Agustín y había cogido su fusil ametrallador, cargándoselo al hombro. Sacó las granadas de los bolsillos para meterlas en las alforjas; luego metió una de las mochilas vacías en la otra y las ató detrás de la montura. Pilar llegó tan agotada por la cuesta, que no podía hablar más que por gestos.

Pablo metió en unas alforjas las tres maniotas que tenía en la mano, se irguió y dijo: -¿Qué tal, mujer? Ella le contestó con un gesto para tranquilizarle, y todos montaron en los caballos.

Robert Jordan iba sobre el gran tordillo, que había visto por vez primera la víspera, por la mañana, bajo la nieve, y sus piernas y manos sentían lo que valía aquel magnífico caballo.

Como llevaba alpargatas de suela de cáñamo, los estribos le quedaban un poco cortos. Llevaba el fusil al hombro, los bolsillos repletos de municiones, y, una vez montado, con las riendas debajo del brazo, cambió el cargador, echando de vez en cuando una mirada a Pilar, que aparecía en lo alto de una extraña pirámide de mantas y paquetes atados a la silla.


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