Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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Pilar se acercó a él con la mochila.
– Aquí está. Ha quedado muy segura -dijo-. Estas granadas son muy buenas, inglés. Puedes tener confianza en ellas.
– ¿Cómo te encuentras, Pilar?
Ella le miró y movió la cabeza, sonriendo. Jordan se preguntó hasta qué profundidad de su rostro alcanzaba su sonrisa. Le pareció que hasta una hondura considerable.
– Bien -dijo ella-. Dentro de la gravedad.
Luego dijo, agachándose junto a él:
– ¿Qué piensas, ahora que la cosa comienza de veras?
– Que somos muy pocos -respondió en seguida Robert Jordan.
– Yo pienso lo mismo -dijo ella-; muy pocos.
Luego añadió, siempre en voz baja:
– La María puede guardar los caballos. No hace falta que me quede yo para eso. Les pondremos trabas. Son caballos de batalla y el tiroteo no los asustará. Yo iré al puesto de abajo y haré todo lo que debería haber hecho Pablo. De ese modo seremos uno más. o…
– Bueno -dijo él– suponía que tú lo harías así.
– Vamos, inglés -le dijo Pilar, mirándole a los ojos-, no te preocupes; todo irá bien. Recuerda que no esperan un golpe semejante.
– Sí -contestó Robert Jordan.
– Otra cosa, inglés -siguió Pilar, todo lo quedito que le permitía su vozarrón-. Eso de la mano…
– ¿Qué es eso de la mano? -preguntó él, molesto.
– No te enfades, oye. No te enfades, muchacho. A propósito de eso de la mano… Todo eso no son más que trucos de gitana, para darme importancia. Eso no es verdad.
– Déjalo ya -dijo él fríamente.
– No -dijo ella, con voz ronca y cariñosa-; es una mentira que te he dicho. No quisiera que anduvieses preocupado el día de la batalla.
– No me preocupa eso -contestó Robert Jordan.
Ella volvió a sonreírle, con su enorme boca de labios gordos y la hermosa franqueza de su rostro, y dijo:
– Te quiero mucho, inglés.
– No hace falta que me digas eso ahora -contestó-. Ni tú ni Dios.
– Sí -dijo Pilar, volviendo a bajar la voz-. Ya lo sé, pero quería decírtelo. Y no te preocupes; las cosas saldrán bien.
– ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan. Y sólo la superficie de su cara sonrió-. Naturalmente que nos las arreglaremos; todo irá bien.
– ¿Cuándo salimos? -preguntó Pilar.
Robert Jordan consultó su reloj:
– En cualquier momento.
Tendió una de sus mochilas a Anselmo:
El viejo estaba acabando de tallar con el cuchillo una pila de cuñas que había copiado de un modelo que le había dado Robert Jordan. Eran cuñas de repuesto, que llevaban por si pudieran serles necesarias.
– Bien -contestó el viejo, moviendo la cabeza-. Muy bien, hasta ahora. -Extendió la mano.– Mira -dijo sonriendo. Sus manos no temblaban.
– Bueno, ¿y qué? -le dijo Robert Jordan-. Yo puedo extender siempre la mano sin que me tiemble. Pero extiende un dedo.
Anselmo obedeció. El dedo temblaba. Miró a Robert Jordan y movió la cabeza.
– Yo también, hombre -y Robert Jordan extendió un dedo-. Siempre me tiembla; es lo corriente.
– A mí, no -dijo Fernando. Extendió el índice, para que lo viesen; luego, el índice de la otra mano.
– ¿Puedes escupir? -le preguntó Agustín, haciendo un guiño a Robert Jordan.
Fernando carraspeó, y escupió orgullosamente en el suelo de la cueva; luego puso el pie sobre el escupitajo.
– So mula asquerosa -le dijo Pilar-, escupe en el fuego, si quieres mostrarnos tu valentía.
– No hubiera escupido al suelo, Pilar, si no nos fuéramos de este lugar -explicó Fernando cortésmente.
– Ten cuidado donde escupes hoy -le dijo Pilar-. Podría ser en algún sitio que no fueses a abandonar.
– Esa habla como un gato negro -dijo Agustín. Tenía una necesidad nerviosa de bromear, cosa que sentían todos, aunque de manera distinta.
– Estaba bromeando -dijo Pilar.
– Yo también -dijo Agustín-. Pero me cago en la leche; ya tengo ganas de que esto comience.
– ¿Dónde está el gitano? -preguntó Robert Jordan a Eladio.
– Con los caballos -contestó Eladio-. Ahí le tienes, a la entrada de la cueva.
– ¿Cómo está?
Eladio sonrió:
– Tiene mucho miedo -dijo. Le tranquilizaba el hablar del miedo de los otros.
– Escucha, inglés -empezó a decir Pilar. Robert Jordan volvió sus ojos hacia ella y vio que su boca se abría y que una expresión de incredulidad se desparramaba por todo su rostro; se volvió rápidamente hacia la entrada de la cueva, con la mano apoyada en la culata de la pistola. Apartando la manta con una mano, con el cañón de la ametralladora apuntando por encima de su espalda, Pablo estaba allí, pequeño, cuadrado, con el rostro mal afeitado, con sus pequeños ojillos porcinos, bordeados de rojo, que no miraban a nadie en particular.
– Tú -dijo Pilar incrédula-. Tú.
– Yo -dijo Pablo calmosamente. Y entró en la cueva-, ¡Hola!, inglés -habló a Jordan-. Tengo a cinco de la cuadrilla de Elías y Alejandro ahí arriba con los caballos.
– ¿Y los fulminantes y los detonadores? -preguntó Robert Jordan-. ¿Y el resto del material?
– Lo he arrojado todo al fondo del río, por la parte de la garganta -dijo Pablo, que seguía sin mirar a nadie-. Pero he discurrido una manera para que salte la carga con una granada.
– Yo también -dijo Robert Jordan.
– ¿Tenéis algo de beber? -preguntó Pablo, con aire cansado.
Robert Jordan le tendió su cantimplora y Pablo bebió con avidez. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Pilar.
– Nada -respondió Pablo, secándose la boca-. Nada. He vuelto.
– ¿Y qué más?
– Nada. Tuve un momento de flojera. Me fui, pero he vuelto. En el fondo, no soy cobarde -dijo, volviéndose hacia Robert Jordan.
«Lo que eres es otra cosa -pensó Robert Jordan-. Ya lo creo que lo eres, cerdo. Pero estoy contento de verte, hijo de puta.»
– Cinco; eso fue todo lo que pude conseguir de Elías y de Alejandro -dijo Pablo-. No me he apeado del caballo desde que salí de aquí. Vosotros nueve, solos, no hubierais podido conseguirlo nunca. Nunca; lo comprendí anoche, cuando el inglés me lo explicó. Nunca. Ellos son siete y un cabo en el puesto de abajo. ¿Y si dan la alarma o se defienden? -Miraba a Robert Jordan-. Al marcharme, pensé que tú te darías cuenta de que era imposible y que no lo intentarías. Pero luego, cuando tiré tu material, cambié de parecer.
– Estoy contento de verte -dijo Robert Jordan. Se acercó a él– Nos arreglaremos con las granadas. Todo irá bien. Lo demás no tiene importancia, por ahora.
– No -dijo Pablo-. No lo hago por ti. Tú eres un bicho de mal agüero. Tú tienes la culpa de todo. También de lo del Sordo. Pero cuando tiré tu material me encontré muy solo.
– Tu madre -exclamó Pilar.
– Entonces fui a buscar a los otros, para que pudiéramos hacerlo. He cogido a los mejores que pude encontrar. Los dejé ahí arriba, para poder hablarte primero. Creen que soy el jefe.
– Tú eres el jefe -dijo Pilar-. Si lo deseas.
Pablo la miró y no dijo nada. Luego añadió simplemente en voz baja:
– He pensado mucho después de lo del Sordo. Creo que si hay que acabar, es mejor acabar todos juntos. Pero a ti, inglés, te odio por habernos traído esto.
– Pero, Pablo -Fernando, con los bolsillos atiborrados de bombas y los cartuchos en bandolera estaba entretenido rebañando su plato de cocido con un pedazo de pan-. Pero, Pablo -comenzó diciendo-, ¿no crees que la operación puede tener éxito? Anteanoche decías que estabas seguro.
– Dale más cocido -dijo irónicamente Pilar a María. Lúego, dirigiéndose a Pablo, con la mirada más suave-: Así es que has vuelto, ¿eh?.
– Sí, mujer -contestó Pablo.
– Bueno, pues sé bien venido -dijo Pilar-. Creí que no estabas tan acabado como parecías.
– Después de lo que hice sentí una soledad que no era soportable -dijo Pablo en voz baja.
– Que no era soportable -repitió ella, burlona-. Que no era soportable para ti durante un cuarto de hora.
– No te burles de mí, mujer; he vuelto.
– Bien venido -repitió ella-. ¿No has oído que te lo he dicho? Bébete tu café, y vámonos. Tanto teatro me fastidia.
– ¿Es café eso? -preguntó Pablo.
– Claro que lo es -dijo Fernando.
– Dame una taza, María -dijo Pablo-. ¿Qué tal te va? -le preguntó a la muchacha, sin mirarla.
– Bien -replicó María, y le dio una taza de café-. ¿Quieres cocido? -Pablo rehusó con la cabeza.
– No me gusta estar solo -dijo Pablo, hablando a Pilar como si los otros no estuvieran allí-. No me gusta estar solo, ¿sabes? Ayer, trabajando por el bien de todos durante el día, no me sentía solo. Pero esta noche, hombre, ¡qué mal lo pasé!
– Judas Iscariote se ahorcó -dijo Pilar.
– No me hables así, mujer -dijo Pablo-. ¿No te das cuenta? He vuelto. No hables de Judas ni de cosas por el estilo. He vuelto.
– ¿Cómo son los muchachos que has traído? -le preguntó Pilar-. ¿Has traído algo que valga la pena?
– Son buenos -dijo Pablo. Se atrevió a mirar a Pilar a la cara. Luego apartó la mirada-: Buenos y bobos. Dispuestos a morir y todo. A tu gusto.
Pablo miró de nuevo a Pilar a los ojos, y esta vez no apartó su mirada. Siguió mirándola de frente, con sus pequeños ojos porcinos, bordeados de rojo.
– Tú -dijo ella, y su voz ronca tenía de nuevo acento de ternura-. Tú. Creo que si un hombre ha tenido algo alguna vez, siempre le queda algo.
– Listo -dijo Pablo, mirándola a la cara, ahora con firmeza-. Estoy dispuesto para lo que el día nos depare.
– Ya veo que has vuelto -dijo Pilar-. Ya lo veo; pero, hombre, ¡qué lejos has estado!
– Dame un trago de esa botella -dijo Pablo a Robert Jordan-. Y después, vámonos.
Capítulo treinta y nueve
Subieron la pendiente en la oscuridad, a través del bosque, hasta llegar al estrecho paso de la cima. Iban todos cargados con mucho peso y subían lentamente. Los caballos llevaban cargas también, atadas a las monturas.
– Podríamos soltar las cargas si hiciera falta, con unos cuantos cortes -dijo Pilar-; pero, con todo, si conseguimos conservarlas, podemos instalar otro campamento.
– ¿Y el resto de las municiones? -preguntó Robert Jordan, al tiempo que ataba sus mochilas.
– Van en esas alforjas.
Robert Jordan sentía el peso de su mochila y en el cuello el roce de su chaqueta, cuyos bolsillos estaban repletos de granadas. Sentía el peso de la pistola, golpeándole la cadera, y el de los bolsillos de su pantalón, cargados hasta rebosar con las cintas del fusil automático. En la mano derecha llevaba el fusil y con la izquierda se estiraba de cuando en cuando el cuello de la chaqueta, para aligerar la tirantez de las correas de la mochila. Aún conservaba en la boca el gusto del café.
– Inglés -le dijo Pablo, que marchaba delante de él en la oscuridad.
– ¿Qué hay, hombre?
– Esos que he traído creen que vamos a tener éxito, porque los he traído yo -dijo Pablo-. No digas nada para no desilusionarlos.
– Bueno -contestó Robert Jordan-; pero procuremos tener éxito.
– Tienen cinco caballos, ¿sabes? -dijo Pablo, cautelosamente, con miedo de pronunciar la palabra.
– Bueno -dijo Robert Jordan-. Guardaremos todos los caballos juntos.
– Bien -dijo Pablo.
Y eso fue todo.
«Ya me figuraba yo que tú no habías sentido una conversión completa en el camino de Tarso, condenado Pablo -pensó Robert Jordan-. No. Pero tu regreso ha sido realmente un milagro. Creo que no vamos a encontrar ninguna dificultad con tu canonización.»
– Con esos cinco me ocuparé yo del puesto de abajo, igual que lo hubiera hecho el Sordo -dijo Pablo-. Cortaré los hilos y volveré al puente como convinimos.
«Hemos hablado de todo eso hace menos de diez minutos -pensó Robert Jordan-. Me pregunto por qué ahora…»
– Hay posibilidad de que lleguemos a Gredos -añadió Pablo-. He pensado mucho en ello.
«Me parece que has tenido una nueva inspiración hace unos minutos -pensó Robert Jordan-. Has tenido una nueva revelación. Pero no me convencerás de que yo haya sido invitado también. No, Pablo. No me pidas que lo crea. Sería demasiado.»
Desde el momento en que Pablo entró en la cueva, y le dijo que tenía cinco hombres, Robert Jordan se sentía mejor. El regreso de Pablo había disipado la atmósfera trágica, en la que toda la operación parecía desplegarse, desde que había comenzado a nevar. Desde el regreso de Pablo, Jordan tenía la impresión, no sólo de que su suerte hubiese cambiado, porque no creía en la suerte; pero sí de que toda la perspectiva del asunto había mejorado y que la cosa se había hecho posible. En lugar de la certidumbre del fracaso, sentía que la confianza iba subiendo en él como un neumático que se llena de aire gracias a una bomba. Al principio es casi imperceptible, como ocurre con la goma de los neumáticos que casi no se desplaza con los primeros soplos de aire, pero luego se parecía aquello a la ascensión regular de la marea o a la de la savia en un árbol. Y comenzó a percibir esa ausencia de aprensión que se convierte a menudo en una verdadera alegría antes de la batalla.
Era su don más preciado. La cualidad que le hacía apto para la guerra; esa facultad, no de ignorar, pero sí de despreciar el final, por desgraciado que fuera. Esa cualidad quedaba, no obstante, destruida cuando tenía que echarse encima responsabilidades de los otros o cuando sentía la necesidad de emprender una tarea mal preparada o mal concebida. Porque en tales circunstancias no podía permitirse el ignorar un final desgraciado, un fracaso. No era ciertamente una posibilidad de catástrofe para él mismo, que podía ignorar. Jordan sabía que él no era nada y sabía que no era nada la muerte. Lo sabía auténticamente; tan auténticamente como todo lo que sabía. En aquellos últimos días había llegado a saber que él, junto con otro ser, podía serlo todo. Pero también sabía que aquello era una excepción. «Hemos tenido esto -pensó-. Y hemos sido muy dichosos. Se me ha otorgado eso quizá porque nunca lo había pedido. Nadie puede quitármelo ni puede perderse. Pero eso es algo pesado, algo que se ha concluido al despuntar el día, y ahora tenemos que hacer nuestro trabajo. Y tú, me alegro de ver que has encontrado algo que te ha faltado condenadamente durante algunos momentos. Estabas muy bajo de forma. He sentido mucha vergüenza de ti allá abajo, durante algunos momentos. Sólo que yo era tú. Y no había otro para juzgarte. Estábamos los dos en baja forma. Tú y yo, los dos. Vamos, vamos. Deja de pensar como un esquizofrénico. Que piense uno detrás de otro, cada cual según su turno. Ahora estás muy bien. Pero, escucha, no tienes que estar pensando todo el día en la muchacha. No puedes hacer nada para protegerla, como no sea alejarla. Y es lo que vas a hacer. Va a haber, sin duda, muchos caballos si tienes que juzgar por los indicios. Lo mejor que puedes hacer por ella es colmar tu trabajo pronto y bien y acabar con él. Pensar en ella sólo servirá para estorbarte. Así es que no te pases todo el tiempo pensando en ella,»
Después de decirlo, esperó que María le alcanzase con Pilar, Rafael y los caballos.
– Eh, guapa -le dijo en la oscuridad-. ¿Cómo te encuentras?
– Me encuentro bien, Roberto -le dijo ella.
– No te preocupes por nada -le dijo él. Y pasándose el arma a la mano izquierda, apoyó la derecha en el hombro de la muchacha.
– No me preocupo -dijo ella.
– Todo está muy bien organizado -prosiguió Jordan-. Rafael se quedará contigo y con los caballos.
– Me gustaría estar contigo.
– No. Es con los caballos como puedes ser más útil.
– Bueno -dijo ella-; me quedaré con los caballos.
En ese momento relinchó uno de los animales del claro que había más abajo de la abertura entre las rocas y respondió otro caballo con un relincho, cuyo eco fue agudizándose en trémolo hasta deshacerse bruscamente.
Robert Jordan distinguió delante de él, en la oscuridad, la masa de los nuevos caballos. Apretó el paso y alcanzó a Pablo. Los hombres estaban de pie, junto a sus monturas.
– Salud -dijo Robert Jordan.
– Salud -respondieron en la oscuridad. No podía verles la cara.
– Este es el inglés que viene con nosotros -dijo Pablo-; el dinamitero.
No respondieron. Quizás asintiesen en la oscuridad.
– Vamos, adelante, Pablo -dijo un hombre-. Pronto va a ser de día.
– ¿Has traído más granadas? -preguntó otro.
– He traído muchas -respondió Pablo-; podréis cogerlas cuando dejemos los caballos.
– Bueno, pues en marcha -dijo otro-. Hemos estado aguardando aquí media noche.
– Hola, Pilar -dijo alguien al acercarse la mujer.
– Que me maten si no es Pepe -dijo Pilar en voz baja-. ¿Cómo va eso, pastor?
– Bien -contestó el hombre-. Dentro de la gravedad.
– ¿Qué caballo llevas? -le preguntó Pilar.
– El tordillo de Pablo. Esto es un caballo.
– Vamos -dijo otro hombre-. Vamos. No sirve de nada ponerse a hablar aquí.
– ¿Qué tal te va, Elicio? -preguntó Pilar cuando el así llamado se disponía a montar.
– ¿Cómo quieres que me vaya? -repuso el otro bruscamente-. Vamos, mujer; tenemos mucho trabajo.
Pablo montaba el gran bayo.
– Cerrad el pico y seguidme. Os llevaré al lugar donde vamos a dejar los caballos.
Capítulo cuarenta
Mientras Robert Jordan dormía, cavilaba en lo del puente y hacía el amor a María, Andrés había estado avanzando muy lentamente. Hasta que llegó a las líneas republicanas, había atravesado los campos y las líneas fascistas con la velocidad que un campesino en buenas condiciones físicas y buen conocedor de la región podía hacerlo en la oscuridad. Pero al llegar al territorio de la República, las cosas cambiaron.
En teoría, hubiera bastado enseñar el salvoconducto que Robert Jordan le había entregado, con el sello del S. I. M. y el mensaje que llevaba el mismo sello, para que se le dejara seguir su camino todo lo más rápidamente posible. Pero el primer tropezón lo tuvo con el jefe de la compañía de primera línea, que había acogido su misión con graves sospechas.
Siguió el jefe de la compañía hasta el cuartel general del batallón, en donde el jefe, que había sido barbero antes del Movimiento, se entusiasmó al oír el relato de su misión. Este comandante, llamado Gómez, maldijo al jefe de la compañía por su estupidez, dio unas palmaditas amistosas a Andrés en el hombro, le dio una copa de mal coñac y le dijo que siempre había deseado ser guerrillero. Luego despertó a uno de sus oficiales, le confió el mando del batallón y mandó a un ordenanza que fuera a despertar a su motociclista. En vez de enviar a Andrés al cuartel general de la brigada con el motorista, Gómez resolvió llevarle él mismo, a fin de activar las cosas. Y con Andrés fuertemente asido al precario asiento de detrás, fueron zumbando y dando tumbos a lo largo de la estrecha carretera de montaña, llena de baches abiertos por las bombas, entre la doble hilera de árboles que los faros iban descubriendo y cuyos troncos, cubiertos de cal, presentaban las huellas de las balas y los cascos de las granadas que los habían averiado en los combates que habían tenido lugar en esa misma carretera el primer verano del Movimiento. Cuando llegaron al pequeño refugio de montaña, de techos demolidos, en donde estaba instalado el cuartel general de la brigada, Gómez frenó como un corredor de carreras, apoyó el vehículo contra la pared de una casa, despertó de un empujón al adormilado centinela que estaba encargado de guardarlo y entró en la gran sala de paredes cubiertas de mapas, donde un of icial dormitaba con una visera verde sobre los ojos, ante una mesa provista de una lámpara, dos teléfonos y un ejemplar de Mundo Obrero.
El oficial levantó los ojos hacia Gómez y dijo:
– ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No has oído hablar nunca del teléfono?
– Necesito ver al teniente coronel -dijo Gómez.
– Duerme -dijo el oficial-. He estado viendo tus faros desde un kilómetro de distancia en la carretera. ¿Quieres provocar un bombardeo?
– Llama al teniente coronel -insistió Gómez-; es extremadamente grave.
– Está durmiendo; ya te lo he dicho -replicó el oficial-. ¿Quién es esa especie de bandido que viene contigo? -preguntó, señalando a Andrés con un gesto.
– Es un guerrillero que viene del otro lado de las líneas con un mensaje muy importante para el general Golz, que dirige la ofensiva que al amanecer va a desencadenarse al otro lado de Navacerrada -explicó Gómez, grave y excitado al mismo tiempo-. Despierta al teniente coronel, por el amor de Dios.
El oficial le miró fijamente, con sus ojos de gruesos párpados sombreados por la visera de celuloide verde.
– Estáis todos locos -dijo-; no sé nada del general Golz ni de la ofensiva. Llévate a ese deportista y vuélvete a tu batallón.
– Despierta al teniente coronel te digo -gritó Gómez. Y Andrés vio que apretaba la boca en gesto de resolución.
– Vete a la mierda -le dijo indolentemente el oficial, volviéndole la espalda.
Gómez sacó su enorme pistola «Star» de nueve milímetros y la apoyó sobre la espalda del oficial.
– Despiértale, cochino fascista -dijo-. Despiértale, o te mato.
– Cálmate -dijo el oficial-. Vosotros, los barberos, sois gente muy impresionable.
Andrés vio a la luz de la lámpara el rostro de Gómez alterado por el odio. Pero dijo solamente:
– Despiértale.
– Ordenanza -gritó el oficial, con voz despectiva.›
Un soldado apareció en la puerta, saludó y se fue.
– Su novia está con él -dijo el oficial, y se puso de nuevo a leer su periódico-. Con toda seguridad le va a encantar veros.
– Los individuos como tú, obstaculizan todos los esfuerzos para ganar la guerra -dijo Gómez al oficial del Estado Mayor.
El oficial no le prestaba ninguna atención. Luego, mientras proseguía su lectura, comentó, como hablando consigo mismo.
– ¡Qué periódico tan curioso es éste!
– ¿Por qué no lees El Debate? Ese es tu periódico -dijo Gómez, nombrando al principal órgano católico conservador publicado en Madrid antes del Movimiento.
– No olvides que soy tu superior y que un informe mío sobre ti llegaría muy lejos -dijo el oficial, sin levantar los ojos-. No he leído nunca El Debate; no hagas acusaciones falsas.
– No, tú leías el ABC -dijo Gómez-. El ejército está podrido con gente como tú. Pero esto no va a durar mucho. Estamos copados entre ignorantes y cínicos. Pero instruirémos a los unos y eliminaremos a los otros.
– Purga es la expresión que andas buscando -dijo el oficial, sin molestarse en levantar los ojos-. Hay aquí un artículo sobre las purgas de tus famosos rusos. Están purgando más que el aceite de ricino en estos tiempos.
– Llámalo como quieras -dijo Gómez, furioso-. Llámalo como quieras, con tal que los individuos de tu calaña sean liquidados.
– ¿Liquidados? -preguntó el oficial insolentemente, y como si hablara consigo mismo-: Ahí tienes una palabra que casi no se parece al castellano.
– Fusilados entonces -dijo Gómez-; eso es buen castellano ¿no? ¿Lo entiendes?
– Sí, hombre; pero no hables tan fuerte. Además del teniente coronel, hay otros durmiendo en este Estado Mayor, y tus emociones me fatigan. Esa es la razón de que siempre me haya afeitado solo. Nunca me ha gustado la conversación.
Gómez miró a Andrés y movió la cabeza. Sus ojos brillaban con la humedad que provocan la rabia y el despecho. Pero sacudió la cabeza y no dijo nada, dejando todo aquello para un futuro más o menos próximo. Había ido dejando muchas cosas en el año y medio que estuvo en el puesto como jefe de batallón de la Sierra. Al entrar el teniente coronel en pijama, Gómez se levantó y saludó.
El teniente coronel Miranda era un hombre bajo, de cara grisácea, que había estado en el ejército toda su vida, que había perdido el amor de su esposa en Madrid y el apetito en Marruecos y que se había hecho republicano al descubrir que no podía divorciarse -de recobrar la buena digestión no hubo ninguna posibilidad-; había entrado en la guerra civil como teniente coronel y su única aspiración era terminarla con el mismo grado. Había defendido bien la Sierra y quería que se le dejara tranquilo para seguir defendiéndola. Se encontraba mucho mejor en guerra que en paz, sin duda a causa del régimen dietético que se veía forzado a seguir; tenía una inmensa reserva de bicarbonato de sosa, bebía whisky todas las noches; su amante, de veintitrés años, iba a tener un niño, como casi todas las muchachas que se habían hecho milicianas en julio del año anterior, y al entrar en la sala respondió con un cabeceo al saludo de Gómez, y le tendió la mano.
– ¿Qué te trae por aquí, Gómez? -preguntó; y luego, dirigiéndose al oficial sentado a la mesa, que era su ayudante, dijo-: Dame un cigarrillo, Pepe, por favor.
Gómez le enseñó los papeles de Andrés y el mensaje. El teniente coronel examinó rápidamente el salvoconducto, miró a Andrés, le saludó asimismo con la cabeza, sonrió y después se puso a estudiar ávidamente el mensaje. Palpó el sello, pasándole el índice, y por último devolvió el salvoconducto y el mensaje a Andrés.
– ¿Es muy dura la vida en las montañas?
– No, mi teniente coronel -contestó Andrés.
– ¿Te han señalado el lugar más próximo al Cuartel General del general Golz?
– Navacerrada, mi teniente coronel -dijo Andrés-. El inglés ha dicho que estaría en alguna parte cerca de Navacerrada, detrás de las líneas, a la derecha de aquí.
– ¿Qué inglés? -le preguntó cortésmente el teniente coronel.
– El inglés que está con nosotros como dinamitero.
El teniente coronel asintió con la cabeza. No era más que uno de tantos fenómenos inesperados e inexplicables de la guerra. «El inglés que está con nosotros de dinamitero.»
– Será mejor que lo lleves tú en la moto, Gómez -dijo el teniente coronel-. Prepárale un salvoconducto enérgico para el Estado Mayor del general Golz; yo lo firmaré -dijo al oficial de la visera de celuloide verde-. Escríbelo a máquina, Pepe. Ahí están los detalles. -Hizo un gesto a Andrés para que le entregara el salvoconducto-. Y ponle dos sellos. -Se volvió hacia Gómez-. Tendréis necesidad esta noche de un documento en regla. Así tiene que ser. Hay que ser prudentes cuando se prepara una ofensiva. Voy a daros algo todo lo enérgico que sea posible. -Luego, dirigiéndose a Andrés con cariño-: ¿Quieres algo? ¿Quieres algo de beber o de comer?
– No, mi teniente coronel -dijo Andrés-; no tengo hambre. Me han dado un coñac en el último puesto de mando y si tomo algo más acabaré por marearme.
– ¿Has visto movimientos o actividad al otro lado de mi frente cuando lo atravesaste? -preguntó cortésmente el teniente coronel a Andrés.
– Estaba todo como siempre, mi teniente coronel; tranquilo, tranquilo.
El teniente coronel preguntó:
, -¿No te he visto yo en Cercedilla hace cosa de tres meses?
– Sí, mi teniente coronel.
– Ya me lo parecía. -El teniente coronel le golpeó cariñosamente en la espalda-. Estabas con el viejo Anselmo. ¿Cómo está Anselmo?
Andrés respondió:
– Está muy bien, mi teniente coronel.
– Bueno; me alegro -dijo el teniente coronel. El oficial le mostró lo que acababa de escribir a máquina; el teniente coronel lo leyó y lo firmó-. Ahora tenéis que daros prisa -dijo a Gómez y a Andrés-. Atención con la moto -dijo a Gómez-. Utiliza las luces. No puede pasar nada por una simple motocicleta, y tienes que ser muy cuidadoso para que no os ocurra nada. Dadle recuerdos al camarada Golz de mi parte. Nos conocimos después de lo de Peguerinos. -Les dio la mano a los dos-. Pon los papeles en el bolsillo de tu camisa y abróchatela bien -dijo-. Se coge mucho aire cuando se va en moto.
Cuando se fueron, abrió un armario, sacó un vaso y una botella, se sirvió un poco de whisky y llenó el vaso de agua, que tomó de un botijo que había en el suelo, junto a la pared. Luego, con el vaso en la mano, bebiendo a pequeños sorbos, se acercó al gran mapa colgado en la pared y estudió las posibilidades de la ofensiva al norte de Navacerrada.
– Me alegro de que le toque a Golz y no a mí -dijo al oficial que estaba sentado delante de la mesa. El oficial no contestó y, cuando el teniente coronel levantó los ojos del mapa para mirarle, vio que estaba dormido con la cabeza sobre los brazos. El teniente coronel se acercó a la mesa y colocó los dos teléfonos de manera que rozasen la cabeza del oficial, uno a cada lado. Luego se volvió al armario, se sirvió un nuevo whisky con agua y de nuevo se puso a estudiar el mapa.
Sujetándose con fuerza al asiento, mientras Gómez bregaba con el motor, Andrés agachó la cabeza, para sortear el viento, y la motocicleta comenzó su carrera, entre el estrépito de las explosiones, hendiendo con sus luces la oscuridad de la carretera bordeada de álamos; la luz de los faros se hacía más suave cuando la carretera descendía por entre las brumas del lecho de un arroyo y más intensa cuando volvía a subir el camino.
Frente a ellos, un poco más allá, en un cruce de caminos, el faro alumbró la masa de los camiones vacíos que regresaban de las montañas.
Capítulo cuarenta y uno
Pablo se detuvo y se apeó del caballo. Robert Jordan oyó en la oscuridad el crujido de las monturas y el pesado resoplar de los hombres según ponían pie a tierra, así como el tintineo del freno de un caballo que sacudía la cabeza. El olor de los caballos, el olor de los hombres, olor agrio de personas sin aseo, acostumbradas a dormir vestidas, y el olor rancio, a leña ahumada, de los de la cueva se confundió en uno solo. Pablo estaba de pie a su lado y le llegaba un olor a vino y a hierro viejo, semejante al gusto de una moneda de cobre cuando se mete en la boca. Encendió un cigarrillo, cuidando bien de cubrir la llama con sus manos, aspiró profundamente y oyó decir a Pablo en voz muy baja:
– Coge el saco de las granadas, Pilar, mientras atamos a los caballos.
– Agustín -dijo Robert Jordan en el mismo tono de 'voz-, Anselmo y tú venís conmigo al puente. ¿Tienes el saco de los platos para la máquina?
– Sí-dijo Agustín; ¿cómo no?
Robert Jordan fue hasta donde Pilar estaba descargando uno de los caballos, ayudada por Primitivo.
– Oye, mujer -susurró.
– ¿Qué pasa? -le contestó ella, tratando de amoldar al mismo tono su ronca voz, mientras desataba una cincha.
– ¿Has comprendido bien que no se debe comenzar el ataque mientras no oigas caer las bombas?
– ¿Cuántas veces tienes que repetírmelo? -preguntó Pilar-. Te estás volviendo una vieja gruñona, inglés.
– Es sólo para estar seguro -dijo Robert Jordan-; y después de la destrucción del puesto te repliegas sobre el puente y cubres la carretera desde arriba, para proteger mi flanco izquierdo.
– Lo comprendí la primera vez que lo explicaste. ¿O es que no comprendo nada? -susurró Pilar-. Ocúpate de tus asuntos.
– Que nadie haga ningún movimiento, que nadie dispare ni arroje una bomba antes que se haya oído el ruido de la voladura -dijo Robert Jordan, siempre en voz baja.