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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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Sintió cómo Agustín, a su lado, comenzaba a toser, se contenía y tragaba con dificultad. Volvió la mirada hacia el cañón engrasado del fusil y por entre las ramas, con los dedos aún sobre las patas del trípode, vio que el jefe de la partida, haciendo girar a su caballo, señalaba las huellas producidas por Pablo. Los cuatro caballos partieron al trote y se internaron en el bosque, y Agustín exclamó: «¡Cabrones!»

Robert Jordan miró alrededor, hacia las rocas, en donde Anselmo había depositado el árbol.

El gitano se adelantaba hacia ellos llevando un par de alforjas, con el fusil terciado sobre la espalda. Robert Jordan le hizo señas para que se agachara y el gitano desapareció.

– Hubiéramos podido matar a los cuatro -dijo Agustín, en voz baja. Estaba sudando todavía.

– Sí -susurró Robert Jordan-; pero ¿quién sabe lo que hubiera sucedido después?

Entonces oyó el ruido de otra piedra rodando y miró atentamente alrededor. El gitano y Anselmo estaban bien escondidos. Bajó los ojos, echó una mirada al reloj, levantó la cabeza y vio a Primitivo elevar y bajar el fusil varias veces en una serie de pequeñas sacudidas. «Pablo cuenta con cuarenta y cinco minutos de ventaja», pensó Jordan. Luego oyó el ruido de un destacamento de caballería que se acercaba.

– No te apures -susurró a Agustín-; pasarán, como los otros, de largo.

Aparecieron en la linde del bosque, de dos en fondo, veinte jinetes uniformados y armados como los que los habían precedido, con los sables colgando de las monturas y las carabinas en su funda y penetraron por entre los árboles en la misma forma que lo habían hecho los otros.

– ¿Tú ves? -preguntó Robert Jordan a Agustín.

– Eran muchos -dijo Agustín.

– Hubiéramos tenido que habérnoslas con ellos de haber matado a los otros -dijo Robert Jordan. Su corazón había recuperado un ritmo tranquilo; tenía la camisa mojada de la nieve que se derretía. Tenía una sensación de vacío en el pecho.

El sol brillaba sobre la nieve, que se derretía rápidamente. La veía deshacerse alrededor del tronco de los árboles y delante del cañón de la ametralladora; a ojos vistas, la superficie nevada se desleía como un encaje al calor del sol, la tierra aparecía húmeda y despedía una tibieza suave bajo la nieve que la cubría.

Robert Jordan levantó los ojos hacia el puesto de Primitivo y vio que éste le indicaba: «Nada», cruzando las manos con las palmas hacia abajo.

La cabeza de Anselmo apareció por encima de un peñasco y Robert Jordan le hizo señas para que se acercase. El viejo se deslizó de roca en roca, arrastrándose, hasta llegar junto al fusil, a cuyo lado se tendió de bruces.

– Muchos -dijo-. Muchos.

– No me hacen falta los árboles -dijo Robert Jordan-. No vale la pena hacer mejoras forestales.

Anselmo y Agustín sonrieron.

– Todo esto ha soportado muy bien la prueba, y sería peligroso plantar árboles ahora, porque esas gentes van a volver y acaso no sean estúpidas del todo.

Sentía necesidad de hablar, señal en él de que acababa de pasar por un gran peligro. Podía medir siempre la gravedad de un asunto por la necesidad de hablar que sentía luego.

– Es un buen escondrijo, ¿eh?

– Sí -dijo Agustín-; muy bueno. Y que todos los fascistas se vayan a la mierda. Hubiéramos podido matar a cuatro. ¿Has visto? -preguntó a Anselmo.

– Lo he visto.

– Tú -dijo Robert Jordan, dirigiéndose a Anselmo, y tuteándole de repente-. Tienes que ir al puesto de ayer o a otro lugar que elijas, para vigilar el camino como ayer y el movimiento de tropas. Nos hemos retrasado. Quédate allí hasta que oscurezca. Luego vuelve y enviaremos a otro.

– Pero ¿y las huellas que voy a dejar?

– Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.

– Si usted me lo permite… -insinuó el viejo.

– Pues claro.

– Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.

– ¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? -preguntó Jordan.

– No, cuando la nieve se haya derretido.

– ¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?

– Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.

– Ya lo creo -terció Agustín-. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?

– Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.

– Iré cuando se derrita la nieve -dijo Anselmo-; y se está derritiendo muy de prisa.

– ¿Crees que pueden capturar a Pablo? -preguntó Jordan a Agustín.

– Pablo es muy listo -dijo Agustín-. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?

– A veces, sí.

– Pues a Pablo, no -dijo Agustín-. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.

– ¿Y es tan listo como dicen?

– Mucho más.

– Aquí no ha mostrado mucha habilidad.

– ¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.

Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:

– ¿Es posible ir a La Granja en pleno día?

– No es tan difícil -contestó el viejo-; no iré con una banda militar.

– Ni con un cascabel al cuello -dijo Agustín-. Ni llevando un estandarte.

– ¿Cómo irás, pues?

– Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.

– Pero ¿y si te detienen?

– Tengo documentos.

– Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.

Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.

– ¡Cuántas veces he pensado en eso! -dijo-. Y no me gusta nada comer papel.

– Creo que debiera añadirse un poco de mostaza -dijo Robert Jordan-. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.

El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho.

Demasiado, pensó Robert Jordan.

– Pero oye, Roberto -dijo Agustín-, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?

– Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.

– Entonces vale más que estén en tu camisa -dijo Agustín-. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?

– No -replicó Robert Jordan-; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.

– Es lo que yo digo -intervino Anselmo-: hay que ganar esta guerra.

– Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos -dijo Agustín.

– Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie -dijo Anselmo-. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosostros para que salgan de su error.

– Habrá que fusilar a muchos -dijo Agustín-. A muchos. A muchos. A muchos.

Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.

– Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.

– Ya sé yo qué trabajo les daría -intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.

– ¿Qué clase de trabajo, mala pieza? -preguntó Robert Jordan.

– Dos trabajos muy brillantes.

– ¿De qué se trata?

Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.

– ¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?

– ¿Qué trabajos? -insistió Robert Jordan-. Habla, mala lengua.

– Saltar de un avión sin paracaídas -dijo Agustín con los ojos brillantes-. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.

– Esa manera de hablar es innoble -dijo Anselmo-. Así no tendremos nunca República.

– Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones -dijo Agustín-; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.

– Pero tú sabes por qué no los hemos matado -dijo Robert Jordan sin perder la calma.

– Sí -dijo Agustín-; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.

– Sudabas mucho -dijo Robert Jordan-; pero yo creía que era de miedo.

– De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.

«Sí -pensó Robert Jordan-. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! -se dijo-. A cada tren.

»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.

»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara.»

– Mira si el gitano ha traído comida -dijo a Anselmo-. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.

Capítulo veinticuatro



Era una mañana de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.

– Vas a oler de tal manera, que llegará hasta los fascistas que están al otro lado del bosque -dijo Agustín, con la boca llena.

– Dame la bota para enjuagarme la boca -dijo Robert Jordan, con la boca llena también de carne, queso, cebolla y pan a medio masticar.

No había tenido nunca tanta hambre. Se llenó la boca de vino, que sabía ligeramente a cuero, por el pellejo en que había estado guardado, y luego volvió a beber, empinando la bota, de manera que el chorro le corriese por la garganta. La bota rozó las agujas de pino que cubrían el fusil automático al levantar la mano, echando la cabeza hacia atrás, para dejar que el vino corriese mejor.

– ¿Quieres este emparedado? -le preguntó Agustín, ofreciéndoselo por encima de la ametralladora.

– No, muchas gracias. Es para ti.

– Yo no tengo ganas. No acostumbro a comer tanto por la mañana.

– ¿De verdad no lo quieres?

– No. Tómalo.

Robert Jordan cogió el emparedado y lo dejó sobre sus rodillas para sacar del bolsillo de su chaqueta, en donde guardaba las granadas, una cebolla; luego abrió su navaja y empezó a cortar. Quitó primero cuidadosamente la ligera película, que se había ensuciado en el bolsillo, y luego cortó una gruesa rodaja. Un segmento exterior cayó al suelo; Robert Jordan lo recogió, lo puso con la rodaja y lo metió todo en el emparedado.

– ¿Siempre comes cebolla tan temprano? -preguntó Agustín.

– Cuando la hay.

– ¿Todo el mundo lo hace en tu país?

– No -contestó Robert Jordan-; allí está mal visto.

– Eso me gusta -dijo Agustín-; siempre tuve a América por país civilizado.

– ¿Qué tienes contra las cebollas?

– El olor. Nada más. Aparte de eso, es como una rosa.

Robert Jordan le sonrió con la boca llena.

– Una rosa -dijo-; es una verdad como un templo. Una cebolla es una rosa y una rosa es una cebolla.

– Se te están subiendo las cebollas a la cabeza -dijo Agustín-. Ten cuidado.

– Una cebolla es una cebolla y una rosa es una rosa -insistió alegremente Robert Jordan, y pensó que una piedra es una roca, es un peñasco, un cascote, un guijarro.

– Enjuágate la boca con el vino -le aconsejó Agustín-. Eres muy raro, inglés. Hay mucha diferencia entre tú y el último dinamitero que trabajó con nosotros.

– Hay, efectivamente, una gran diferencia.

– ¿Cuál?

– Que yo estoy vivo y él muerto -dijo Robert Jordan. Pero en seguida pensó: «¿Qué es lo que te pasa? ¡Vaya una manera de hablar! ¿Es la comida lo que te pone en ese estado de loca felicidad? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás borracho de cebolla? ¿Es eso lo que te pasa? Nunca me importó mucho. Quisiste que fuese algo importante para ti, pero no lo conseguiste. No debes engañarte por el poco tiempo que te queda»-. No -añadió hablando seriamente-. Aquél era un hombre que había sufrido mucho.

– ¿Y tú no has sufrido?

– No -contestó Robert Jordan-; yo soy de los que sufren poco.

– Yo también -dijo Agustín-. Hay quienes sufren y quienes no sufren. Yo sufro muy poco.

– Tanto mejor -dijo Robert Jordan y bebió un nuevo trago de la bota-. Y con esto, todavía menos.

– Yo sufro por los otros.

– Como todos los hombres buenos deberían hacer.

– Pero por mí mismo sufro muy poco.

– ¿Tienes mujer?

– No.

– Yo tampoco.

– Pero ahora tienes a la María.

– Sí.

– Mira qué cosa tan rara -dijo Agustín-. Desde que ella se juntó con nosotros, cuando lo del tren, la Pilar la ha mantenido apartada de todos, tan celosamente como si hubiera estado en un convento de carmelitas. No te puedes imaginar con qué ferocidad la guardaba. Vienes tú y te la da como regalo. ¿Qué te parece?

– No ha sido como tú lo cuentas.

– ¿Cómo fue entonces?

– Me la confió para que cuidase de ella.

– Y por eso la cuidas y j… con ella toda la noche.

– Suerte que tiene uno.

– Vaya una manera de cuidar de ella.

– ¿Tú no entiendes que se pueda cuidar de alguien de ese modo?

– Sí. Pero, por lo que se refiere a ese modo de cuidarla, podíamos haberlo hecho cualquiera de nosotros.

– No hablemos más de eso -dijo Robert Jordan-. La quiero de verdad.

– ¿Lo dices en serio?

– No hay nada más serio en este mundo.

– ¿Y después qué harás, después de lo del puente?

– Ella se vendrá conmigo.

– Entonces -dijo Agustín-, no hablemos más ninguno de los dos. Y que los dos tengáis mucha suerte.

Levantó la bota de vino, bebió un trago y se la tendió luego a Robert Jordan.

– Una cosa más, inglés…

– Todas las que quieras.

– Yo la he querido mucho también.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

– Mucho -insistió Agustín-. Mucho. Más de lo que uno es capaz de imaginar.

– Me lo imagino.

– Me hizo una impresión que todavía no se ha borrado.

– Me lo imagino.

– Mira, voy a decirte una cosa muy en serio.

– Dila.

– Nunca la he tocado, ni he tenido nada que ver con ella; pero la quiero muchísimo. Inglés, no la trates a la ligera. Porque aunque duerma contigo no es una puta.

– Tendré cuidado de ella.

– Te creo. Pero hay más. Tú no puedes figurarte cómo sería una muchacha como ella si no hubiese habido una revolución. Tienes mucha responsabilidad. Esa muchacha ha sufrido mucho, de verdad. Ella no es como nosotros.

– Me casaré con ella.

– Bueno. No digo tanto. Eso no es necesario con la revolución. Aunque -y movió la cabeza– sería mejor.

– Me casaré con ella -repitió Robert Jordan, y al decirlo sintió que se le hacía un nudo en su garganta-. La quiero muchísimo.

– Más adelante -dijo Agustín-. Cuando convenga. Lo importante es tener la intención.

– La tengo.

– Oye -dijo Agustín-. Hablo demasiado y de una cosa que no me concierne. Pero ¿has conocido a muchas chicas en tu país?

– A algunas.

– ¿Putas?

– Algunas no lo eran.

– ¿Cuántas?

– Varias.

– ¿Y dormiste con ellas?

– No.

– ¿No ves?

– Sí.

– Lo que digo es que María no hace esto a la ligera. -Ni yo tampoco.

Si yo creyese que lo hacías, te hubiera pegado un tiro anoche, cuando dormías con ella. Por esas cosas matamos mucho aquí.

Oye, amigo. Ha tenido la culpa la falta de tiempo de que no hubiese ceremonia. Lo que nos falta es tiempo. Mañana habrá que luchar. Para mí no tiene importancia. Pero para María y para mí eso quiere decir que tendremos que vivir toda nuestra vida de aquí a entonces.

– Y un día y una noche no es mucho -dijo Agustín.

– No, pero hemos tenido el día de ayer y la noche anterior y anoche.

– Oye, si puedo hacer algo por ti…

– No. Todo va muy bien.

– Si puedo hacer algo por ti o por la rapadita…

– No.

– Verdad que es muy poco lo que un hombre puede hacer por otro.

– No. Es mucho.

– ¿Qué?

– Ocurra lo que ocurra hoy y mañana, en lo que hace a la batalla, confía en mí y obedéceme… Aunque las órdenes te parezcan equivocadas.

– Confío en ti. Después de eso de la caballería y de la idea que tuviste alejando el caballo, tengo confianza en ti.

– Eso no fue nada. Ya ves que trabajamos por un fin preciso: ganar la guerra. Mientras no la ganemos, todo lo demás carece de importancia. Mañana tenemos un trabajo de gran alcance. De verdadero alcance. Y luego habrá una batalla. La batalla requiere mucha disciplina. Porque muchas cosas no son lo que parecen. La disciplina tiene que venir de la confianza.

Agustín escupió al suelo.

– La María y lo demás son cosas aparte -dijo-. Tú y la María conviene que aprovechéis el tiempo que os queda como seres humanos. Si puedo ayudarte en algo, estoy a tus órdenes. Y por lo que hace a mañana, te obedeceré ciegamente. Si hay que morir en el asunto de mañana, uno morirá contento y con el corazón ligero.

– Así pienso yo -dijo Robert Jordan-. Pero el oírtelo decir me da contento.

– Te diré más -siguió Agustín-; ése de ahí arriba -y señaló a Primitivo– es de mucha confianza. La Pilar lo es mucho, mucho más de lo que tú te imaginas. El viejo, Anselmo, es también de mucha confianza. Andrés también. Eladio también. Muy callado, pero de mucha confianza. Y Fernando. No sé qué es lo que tú piensas de él. Es verdad que es más pesado que el plomo. Y está más lleno de aburrimiento que un buey uncido a su carreta en un camino. Pero para pelear y para hacer lo que se le ha dicho es muy hombre. Ya verás.

– Tenemos suerte.

– No, tenemos dos elementos flojos: el gitano y Pablo. Pero la cuadrilla del Sordo es mejor que nosotros tanto como nosotros podemos ser mejores que la cagarruta de una cabra.

– Entonces, todo va bien.

– Sí -concluyó Agustín-. Pero me gustaría que fuese para hoy.

– A mí también. Para acabar con eso. Pero no será.

– ¿Crees que va a ser la cosa dura?

– Puede que sí.

– Pero estás ahora muy contento, inglés.

– Sí.

– Yo también. Pese a todo lo de María y a todo lo demás.

– ¿Sabes por qué?

– No.

– Yo tampoco. Quizá sea el día. El día es hermoso.

– ¡Quién sabe! Quizá sea que vamos a tener jarana.

– Yo creo que es eso. Pero no será hoy. Hoy tenemos que evitar cualquier incidente. Es muy importante.

Según hablaban, oyó algo. Era un ruido lejano que dominaba el soplo de brisa entre los árboles. No estaba seguro de haber oído bien y se quedó con la boca abierta, escuchando, sin quitarle ojo a Primitivo. Apenas creía haberlo oído cuando se disipaba. El viento soplaba entre los pinos y Robert Jordan se mantuvo atento escuchando. Oyó al fin un ruido tenue llevado por el viento.

– Para mí, esto no tiene nada de trágico -estaba diciendo Agustín-. El que no pueda tener a la María no importa. Iré de putas, como he hecho siempre.

– Cállate -dijo Jordan sin escucharle. Y se tumbó junto a él con la cabeza vuelta del otro lado. Agustín le miró.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Robert Jordan se puso la mano en la boca y siguió escuchando. Lo oyó de nuevo. Era un ruido débil, sordo, seco y lejano; pero no cabía la menor duda: era el ruido crepitante y sordo de ráfagas de ametralladora. Hubiérase dicho que pequeñísimos fuegos artificiales estallaban en los linderos de lo audible.

Robert Jordan levantó los ojos hacia Primitivo, que estaba con la cabeza erguida, mirando hacia donde ellos se encontraban con una mano sobre la oreja. Al mirarle, Primitivo, señaló las montañas más altas.

– Están peleando en el campamento del Sordo -dijo Robert Jordan.

– Vamos a ayudarlos -dijo Agustín-. Reúne a la gente… Vámonos.

– No -dijo Robert Jordan-. Hay que quedarse aquí.

Capítulo veinticinco



Robert Jordan levantó sus ojos hacia donde Primitivo se había parado en su puesto de observación empuñando el fusil y señalando. Jordan asintió con la cabeza para indicarle que había comprendido; pero el hombre siguió señalando, llevandose la mano a la oreja y volviendo a señalar insistentemente, como si fuera posible que no le hubiesen entendido.

– Quédate tú ahí, con la ametralladora, y no dispares hasta que no estés seguro, seguro, pero seguro que vienen hacia acá, y eso únicamente cuando hayan llegado a esas matas -le indicó Robert Jordan-. ¿Entiendes?

– Sí, pero…

– Nada de peros; después te lo explicaré. Voy a ver a Primitivo.

A Anselmo, que estaba junto a él, le dijo:

– Viejo, quédate aquí con Agustín y la ametralladora. -Hablaba tranquilamente, sin prisa.– No debe disparar, a menos que la caballería se dirija realmente hacia acá. Si aparecen, tiene que dejarlos tranquilos, como hemos hecho un rato antes. Si tiene que disparar, sosténle las patas del trípode y pásale las municiones.

– Bueno -contestó el viejo-. ¿Y La Granja?

– Luego.

Robert Jordan trepó, dando la vuelta por los peñascos grises, que sentía húmedos ahora, cuando apoyaba las manos para subir. El sol hacía que la nieve se fundiera rápidamente. En lo alto, las rocas estaban secas y, a medida que ascendía, pudo ver, más allá del campo abierto, los pinos y la larga hondonada que llegaba hasta donde empezaban otra vez las montañas más altas. Al llegar junto a Primitivo se dejó caer en un hueco entre dos rocas, y el hombrecillo de cara atezada le dijo:

– Están atacando al Sordo. ¿Qué hacemos?

– Nada -contestó Robert Jordan.

Oía claramente el tiroteo en aquellos momentos, y mirando hacia delante, al otro lado del monte, vio, cruzando el valle en el lugar en que la montaña se hacía más escarpada, una tropa de caballería, que, saliendo de entre los árboles, se encaminaba al lugar del tiroteo. Vio la doble hilera de jinetes y caballos destacándose contra la blancura de la nieve, en el momento en que escalaban la ladera por la parte más empinada. Al llegar a lo alto del reborde se internaron en el monte.

– Tenemos que ayudarlos -dijo Primitivo. Su voz era ronca y seca.

– Es imposible -le dijo Robert Jordan-. Me lo estaba temiendo desde esta mañana.

– ¿Qué dices?

– Fueron a robar caballos anoche. La nieve dejó de caer y les han seguido las huellas.

– Pero hay que ir a ayudarlos -insistió Primitivo-. No se les puede dejar solos de esta manera. Son nuestros camaradas.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

– No se puede hacer nada. Si pudiéramos hacer algo, lo haríamos.

– Hay una manera de llegar hasta allí por arriba. Se puede tomar ese camino con los dos caballos y las dos máquinas. La que está ahí y la tuya. Así podrían ser ayudados.

– Escucha -dijo Robert Jordan.

– Eso es lo que escucho -dijo Primitivo.

Les llegaba el tiroteo en oleadas, una sobre otra. Luego oyeron el estampido de las granadas de mano, pesado y sordo, entre el seco crepitar de ametralladora.

– Están perdidos -dijo Robert Jordan-. Estuvieron perdidos desde el momento en que la nieve cesó. Si vamos nosotros, nos veremos perdidos también. No podemos dividir las pocas fuerzas que tenemos.

Una pelambre gris cubría la mandíbula, el labio superior y el cuello de Primitivo. El resto de su cara era de un moreno apagado, con la nariz rota y aplastada y los ojos grises, muy hundidos; mientras le miraba, Robert Jordan vio que le temblaban los pelos grises en las comisuras de los labios y en los músculos del cuello.

– Oye -dijo-, eso es una matanza.

– Sí, están cercados en la hondonada -dijo Robert Jordan-; pero quizás hayan podido escapar algunos.

– Si fuéramos ahora podríamos atacarlos por la espalda -dijo Primitivo-. Vamos los cuatro con los caballos.

– ¿Y luego? ¿Qué pasará cuando los hayas atacado por detrás?

– Nos uniremos al Sordo.

– Para morir allí. Mira al sol. El día es largo.

El cielo aparecía límpido, sin una nube, y el sol les calentaba ya la espalda. Había grandes masas nítidas de nieve sobre la ladera sur, por encima de ellos, y toda la nieve de los pinos había caído. Más abajo, un ligero vapor se elevaba a los rayos tibios del sol de las rocas, húmedas de nieve derretida.

– Hay que aguantarse -resolvió Robert Jordan-. Son cosas que suceden en la guerra.

– Pero ¿no se puede hacer nada? ¿De veras? -Primitivo le miraba fijamente y Robert Jordan vio que tenía confianza en él-. ¿No podrías enviarme con otro y con la ametralladora pequeña?

– No serviría de nada -contestó Robert Jordan.

En ese momento le pareció ver algo que había estado aguardando, pero no era más que un halcón, que se dejaba mecer en el viento y que remontó luego el vuelo por encima de la línea más alejada del bosque de pinos.

– No serviría de nada aunque fuéramos todos.

El tiroteo redobló en intensidad, puntuado por el estallido plúmbeo de las bombas.

– Me c… en ellos -dijo Primitivo con una especie de fervor dentro de su grosería, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas temblorosas-. Por Dios y por la Virgen, me c… en esos cobardes, y en la leche de su madre.

– Cálmate -dijo Robert Jordan-. Vas a pelearte con ellos antes de lo que te figuras. Mira, aquí está Pilar.

Pilar subía hacia ellos apoyándose en las rocas con dificultad.

Agustín continuó blasfemando:

– Puercos. Dios y la Virgen, me c… en ellos -cada vez que el viento llevaba una andanada de tiros.

Robert Jordan se escurrió de la roca en donde estaba para ayudar a Pilar.

– ¿Qué tal, mujer? -preguntó sujetándola por las muñecas, para ayudarla a trasponer el último peñasco.

– Tus prismáticos -dijo ella, quitándose la correa de encima de los hombros-. Así que le ha tocado al Sordo.

– Así es.

– ¡Pobre! -dijo ella compasivamente-. ¡Pobre Sordo!

Respiraba entrecortadamente a causa de la ascensión; cogió la mano de Robert Jordan y la apretó con fuerza entre las suyas, sin dejar de mirar a lo lejos.

– ¿Cómo va la cosa? ¿Qué crees?

– Mal, muy mal.

– Está j…

– Creo que sí.

– ¡Pobre! -dijo ella-. Por culpa de los caballos, ¿no?

– Probablemente.

– ¡Pobre! -exclamó Pilar. Luego añadió-: Rafael me ha contado montones de puñeterías sobre los movimientos de la caballería. ¿Qué fue lo que pasó?

– Una patrulla y un destacamento.

– ¿Hasta dónde llegaron?

Robert Jordan señaló el lugar en donde se había detenido la patrulla y el refugio de la ametralladora. Desde el lugar en que estaban podían ver una bota de Agustín que asomaba por debajo del refugio de ramas.

– El gitano me ha contado que llegaron tan cerca de vosotros, que el cañón de la ametralladora tocaba el pecho del caballo del jefe -cortó Pilar-. ¡Qué gitanos! Tus prismáticos estaban en la cueva.

– ¿Has recogido todas las cosas?

– Todo lo que se puede llevar. ¿Hay noticias de Pablo?

– Les llevaba cuarenta minutos de ventaja. Le iban siguiendo las huellas.

Pilar sonrió y le soltó la mano.

– No le encontrarán nunca. Lo malo es el Sordo. ¿No se puede hacer nada?

– Nada.

– ¡Pobre! -exclamó ella-. Quería mucho al Sordo. ¿Estás seguro, seguro de que está j…?

– Sí, he visto mucha caballería.

– ¿Más de la que vino por aquí?

– Un destacamento más que subía allá arriba.

– Escucha -dijo Pilar-. ¡Pobre, pobre Sordo!

Escucharon el tiroteo.

– Primitivo quería ir -dijo Robert Jordan.

– ¿Estás loco? -preguntó Pilar al hombre de la cara aplastada-. ¿Qué clase de locos estamos criando por aquí?

– Querría ir a ayudarles.

– ¡Qué va! Otro romántico. ¿No te parece que vas a morir lo bastante aprisa sin necesidad de hacer viajes inútiles?

Robert Jordan la miró, observó su cara, ancha y morena, con los pómulos altos, como los de los indios, los ojos oscuros, muy separados, y la boca burlona, con el labio inferior grueso y amargo.

– Pórtate como un hombre -le dijo a Primitivo-. Como una persona mayor. Piensa en tus cabellos grises.

– No te burles de mí -dijo Primitivo hoscamente-. Por poco corazón y poca imaginación que uno tenga…

– Hay que aprender a hacerlos callar -dijo Pilar-. Ya morirás pronto con nosotros, hombre; no hay necesidad de ir a buscar complicaciones con los forasteros. En cuanto a la imaginación, el gitano la tiene para todos. Vaya un puñetero romance que me ha contado.

– Si hubieras visto lo que pasó no hablarías de romance -dijo Primitivo-. Nos hemos escapado por un pelo.


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