Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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– Eso es magnífico -dijo Primitivo-. Entonces es que tenéis el comunismo en tu país.
– No, eso lo hace la República.
– Para mí -dijo Agustín-, todo puede hacerlo la República. No veo la necesidad de otra forma de gobierno.
– ¿No tenéis grandes propietarios? -preguntó Andrés.
– Muchos.
– Entonces tiene que haber abusos. -Desde luego hay abusos. -¿Pensáis en suprimirlos?
– Tratamos de hacerlo cada vez más; pero hay todavía muchos abusos.
– Pero ¿no hay latifundios que convendría parcelar? -Sí, pero hay muchos que piensan que los impuestos los parcelarán.
– ¿Cómo es eso?
Robert Jordan, rebañando la salsa de su cuenco de barro con un trozo de pan, explicó cómo funcionaba el impuesto sobre la renta y sobre la herencia.
– Pero las grandes propiedades siguen existiendo -dijo-, y hay también impuestos sobre el suelo.
– Pero, seguramente, los grandes propietarios y los ricos harán una revolución contra esos impuestos. Esos impuestos me parecen revolucionarios. Los ricos se levantarán contra el Gobierno cuando se vean amenazados, igual que han hecho aquí los fascistas -dijo Primitivo. -Es posible.
– Entonces tendréis que pelear en vuestro país como lo estamos haciendo aquí.
– Sí, tendríamos que hacerlo. -¿Hay muchos fascistas en vuestro país? -Hay muchos que no saben que lo son, aunque lo descubrirán cuando llegue el momento. -¿No podríais acabar con ellos antes que se subleven?
– No -dijo Robert Jordan-; no podemos acabar con ellos. Pero podemos educar al pueblo de forma que tema al fascismo y que lo reconozca y lo combata en cuanto aparezca.
– ¿Sabes dónde no hay fascistas? -preguntó Andrés.
– ¿Dónde?
– En el pueblo de Pablo -contestó Andrés, y sonrió.
– ¿Sabes lo que se hizo en ese pueblo? -preguntó Primitivo a Robert Jordan.
– Sí, me lo han contado.
– ¿Te lo contó Pilar?
– Sí.
– Ella no ha podido contártelo todo -terció Pablo, con voz estropajosa-; porque no vio el final. Se cayó de la silla cuando estaba mirando por la ventana.
– Cuéntalo tú ahora mismo -dijo Pilar-. Tú conoces la historia; cuéntalo.
– No -dijo Pablo-. Yo no lo he contado jamás.
– No -dijo Pilar-, y no lo contarás nunca. Y ahora querrías además que no hubiese ocurrido.
– No -dijo Pablo-; eso no es verdad. Si todos hubiesen matado a los fascistas como yo, no hubiera habido esta guerra. Pero ahora querría que las cosas no hubiesen sucedido como sucedieron.
– ¿Por qué dices eso? -le preguntó Primitivo-. ¿Es que has cambiado de política?
– No, pero fue algo brutal -dijo Pablo-. En aquella época yo era un bárbaro.
– Y ahora eres un borracho -dijo Pilar.
– Sí-contestó Pablo-; con tu permiso.
– Me gustabas más cuando eras un bruto -dijo la mujer-; de todos los hombres, el borracho es el peor. El ladrón, cuando no roba, es como cualquier hombre. El estafador no estafa a los suyos. El asesino tiene en su casa las manos limpias. Pero el borracho hiede y vomita en su propia cama y disuelve sus órganos en el alcohol.
– Tú eres mujer y no puedes comprenderlo -dijo Pablo con resignación-. Yo me he emborrachado con vino y sería feliz si no fuera por esa gente a la que maté. Esa gente me llena de pesar.
Movió la cabeza con aire lúgubre.
– Dadle un poco de eso que ha traído el Sordo -dijo Pilar-. Dadle alguna cosa que le anime. Se está poniendo triste; se está poniendo insoportable.
– Si pudiera devolverles la vida, se la devolvería -dijo Pablo.
– Vete a la mierda -dijo Agustín-. ¿Qué clase de lugar es éste?
– Les devolvería la vida -dijo tristemente Pablo– a todos.
– ¡Tu madre! -le gritó Agustín-. Deja de hablar como hablas, o lárgate ahora mismo. Los que mataste eran fascistas.
– Pues ya me habéis oído -dijo Pablo-; quisiera devolverles a todos la vida.
– Y después caminaría sobre las aguas -dijo Pilar-. En mi vida he visto un hombre semejante. Hasta ayer aún te quedaba algo de hombría. Pero hoy tienes menos valor que una gata enferma. Ahora, eso sí, te sientes más contento cuanto más mojado te sientes.
– Debiéramos haberlos matado a todos o a nadie -siguió diciendo Pablo, moviendo la cabeza-. A todos o a nadie.
– Escucha, inglés -dijo Agustín-: ¿cómo se te ocurrió venir a España? No hagas caso a Pablo. Está borracho.
– Vine por vez primera hace doce años, para conocer este país y aprender el idioma -dijo Robert Jordan-. Enseño español en la Universidad.
– No tienes cara de profesor -dijo Primitivo.
– No tiene barba -dijo Pablo-. Miradle, no tiene barba.
– ¿Eres de verdad profesor?
– Ayudante.
– Pero ¿das clase?
– Sí.
– ¿Y por qué enseñas español? -preguntó Andrés-. ¿No te resultaría más fácil enseñar inglés, ya que eres inglés?
– Habla el español casi tan bien como nosotros -dijo Anselmo-. ¿Por qué no iba a poder enseñar español?
– Sí, pero es un poco raro para un extranjero enseñar español -dijo Fernando-. Y no es que quiera decir nada contra usted, don Roberto.
– Es un falso profesor -dijo Pablo, muy contento de sí mismo-. Y no tiene barba.
– Seguramente hablará mejor el inglés -dijo Fernando-. ¿No le sería más fácil y más claro enseñar inglés?
– No enseña español a los españoles -empezó a decir Pilar.
– Espero que no -dijo Fernando.
– Déjame acabar, especie de mula -dijo Pilar-: enseña español a los americanos, a los americanos del Norte.
– ¿No saben español? -preguntó Fernando-. Los americanos del Sur lo hablan.
– Pedazo de mulo -dijo Pilar-, enseña español a los americanos del Norte, que hablan inglés.
– Pero, a pesar de todo, sigo pensando que le sería más fácil enseñar inglés, que es lo que habla -insistió Fernando.
– ¿No estás oyendo decir que habla español? -dijo Pilar, haciendo a Robert Jordan un gesto de desconsuelo.
– Sí, pero lo habla con acento.
– ¿De dónde? -preguntó Robert Jordan.
– De Extremadura -aseguró Fernando sentenciosamente.
– ¡Mi madre! -dijo Pilar-. ¡Qué gente!
– Es posible -dijo Robert Jordan-. He estado allí antes de venir aquí.
– Pero si él lo sabía. Escucha tú, especie de monja -dijo Pilar, dirigiéndose a Fernando-, ¿has comido bastante?
– Comería más si lo hubiera -contestó Fernando-; y no crea que tengo nada en contra suya, don Roberto.
– Mierda -dijo sencillamente Agustín-. Y remierda. ¿Es que hemos hecho la revolución para llamar don Roberto a un camarada?
– Para mí la revolución consiste en llamar don a todo el mundo -opinó Fernando-. Y así es como debiera hacerse en la República.
– Leche -dijo Agustín-; j… leche.
– Y pienso además que sería más fácil y más claro para don Roberto que enseñara inglés.
– Don Roberto no tiene barba -dijo Pablo-; es un falso profesor.
– ¿Qué quieres decir con eso de que no tengo barba? -preguntó Robert Jordan. Se pasó la mano por la barba y las mejillas, por donde la barba de tres días formaba una aureola rubia.
– Eso no es una barba -dijo Pablo, moviendo la cabeza. Estaba casi jovial-. Es un falso profesor.
– Me c… en la leche de todo el mundo -dijo Agustín-. Esto parece un manicomio.
– Deberías beber -le aconsejó Pablo-; a mí, todo me parece claro, menos la barba de don Roberto.
María pasó la mano por la mejilla de Jordan.
– Pero si tiene barba -dijo, dirigiéndose a Pablo.
– Tú eres quien tiene que saberlo -dijo Pablo, y Robert Jordan le miró.
«No creo que esté tan borracho -se dijo-. No, no está tan borracho, y haría bien en estar alerta.»
– Dime -preguntó a Pablo-, ¿crees que esta nieve va a durar mucho?
– ¿Qué es lo que crees tú?
– Eso es lo que yo te pregunto.
– Pregúntaselo a otro -dijo Pablo-. Yo no soy tu servicio de información. Tú tienes un papel de tu servicio de información. Pregúntaselo a la mujer. Ella es la que manda.
– Es a ti a quien lo he preguntado.
– Vete a la mierda -le dijo Pablo-. Tú, la mujer y la chica.
– Está borracho -dijo Primitivo-. No le hagas caso, inglés.
– No creo que esté tan borracho -dijo Robert Jordan.
María estaba en pie detrás de él y Robert Jordan vio que Pablo la miraba por encima de su hombro. Sus ojillos de verraco miraban fijamente, emergiendo de aquella cabeza redonda y cubierta de pelos por todas partes, y Robert Jordan pensaba: «He conocido en mi vida muchos asesinos y todos eran distintos. No tenían un solo rasgo común, ni tipo criminal. Pero Pablo es un bellaco.»
– No creo que seas capaz de beber -dijo a Pablo-, ni que estés borracho.
– Estoy borracho -aseguró Pablo con dignidad-. Beber no es nada; lo importante es estar borracho. Estoy muy borracho.
– Lo dudo -dijo Robert Jordan-; lo que sí creo es que eres un cobarde.
Se hizo un silencio súbito en la cueva, de tal modo que podía oírse el siseo de la leña quemándose en el fogón donde Pilar guisaba. Robert Jordan oyó crujir la piel de cordero en que apoyaba sus pies. Creyó oír la nieve que caía fuera. No la oía en realidad, pero oía caer el silencio.
«Quisiera matarle y acabar -pensó Robert Jordan-. No sé lo que va a hacer, pero seguramente nada bueno. Pasado mañana será lo del puente y este hombre es malo y representa un peligro para toda la empresa. Vamos, acabemos con él.»
Pablo le sonrió, levantó un dedo y se lo pasó por la garganta. Movió la cabeza de un lado para otro, con toda la holgura que le consentía su grueso y corto cuello.
– No, inglés -dijo-; no me provoques. -Miró a Pilar y añadió-: No es así como te verás libre de mí.
– Sinvergüenza -le dijo Robert Jordan, decidido a actuar-. ¡Cobarde!
– Es posible -contestó Pablo-; pero no dejaré que me provoquen. Toma un trago, inglés, y ve a decir a la mujer que has fracasado.
– Cállate la boca -dijo Robert Jordan-; si te provoco es por cuenta mía.
– Pierdes el tiempo -le contestó Pablo-. Yo no provoco a nadie.
– Eres un bicho raro -advirtió Jordan, que no quería perder la partida ni marrar el golpe por segunda vez; sabía mientras hablaba que todo había sucedido antes; tenía la impresión de que representaba un papel que se había aprendido de memoria y que se trataba de algo que había leído o soñado, y sentía girar todas las cosas en un círculo prestablecido.
– Muy raro, sí -dijo Pablo-; muy raro y muy borracho. A tu salud, inglés. -Metió una taza en el cuenco de vino y la levantó en alto.– Salud ye…
Un tipo raro, en verdad, y astuto y muy complicado, pensó Robert Jordan, que ya no podía oír el siseo del fuego: de tal forma le golpeaba con fuerza el corazón.
– A tu salud -dijo Robert Jordan, y metió también una taza en el cuenco de vino.
La tradición no significaría nada sin todas aquellas ceremonias, pensó. Adelante, pues, con el brindis:
– Salud -dijo-. Salud y más salud. -«Y vete al diablo con la salud -pensó-, que te haga buen provecho la salud.»
– Don Roberto… -dijo Pablo, con voz torpe.
– Don Pablo… -replicó Robert Jordan.
– Tú no eres profesor, porque no tienes barba -insistió Pablo-. Y además, para deshacerte de mí será menester que me mates, y para eso no tienes c…
Miraba a Robert Jordan con la boca cerrada, tan apretada, que sus labios no eran más que una estrecha línea; como la boca de un pez, pensó Robert Jordan. Con esa cabeza, se diría uno de esos peces que tragan aire y se hinchan una vez fuera del agua.
– Salud, Pablo -dijo Robert Jordan. Levantó la taza y bebió-. Estoy aprendiendo mucho de ti.
– Enseño al profesor -dijo Pablo, moviendo la cabeza-. Vamos, don Roberto, seamos amigos.
– Ya somos amigos.
– Pero ahora vamos a ser buenos amigos.
– Ya somos buenos amigos.
– Ahora mismo me voy -dijo Agustín-. Es verdad que se dice que hace falta comer una tonelada de eso en la vida; pero en estos momentos creo que tengo metida una arroba en cada oreja.
– ¿Qué es lo que te pasa, negro? -le preguntó Pablo-. ¿No quieres ver que don Roberto y yo somos amigos?
– Cuidado con llamarme negro -dijo Agustín, acercándose a Pablo y deteniéndose delante de él, con un ademán amenazador.
– Así es como te llaman todos -dijo Pablo.
– Pero no tú.
– Bueno, entonces te llamaré blanco.
– Tampoco eso.
– ¿Entonces, qué es lo que eres tú, rojo?
– Sí, rojo. Con la estrella roja del Ejército en el pecho y a favor de la República. Y me llamo Agustín.
– ¡Qué patriota! -dijo Pablo-. Fíjate bien, inglés; es un patriota modelo.
Agustín le golpeó duramente en la boca con el dorso de la mano izquierda. Pablo siguió sentado. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de vino y su expresión no cambió; pero Robert Jordan vio que sus ojos se achicaban como las pupilas de un gato, bajo los efectos de una intensa luz.
– Eso no cuenta -dijo Pablo-. No cuentes con eso, mujer. -Volvió la cabeza mirando a Pilar-. No me dejaré provocar.
Agustín le golpeó de nuevo. Esta vez le dio con el puño en la boca. Robert Jordan sostenía la pistola por debajo de la mesa con el seguro levantado. Empujó a María hacia atrás con su mano izquierda. La muchacha retrocedió con desgana y él la empujó con fuerza, dándole con la mano un golpe fuerte en la espalda, para que se retirase enteramente. La muchacha obedeció por fin y Jordan vio con el rabillo del ojo que se deslizaba a lo largo de la pared hacia el fogón. Entonces Robert Jordan volvió la vista hacia Pablo.
Este permanecía sentado, con su cráneo redondo, mirando a Agustín con sus pequeños ojos entornados. Las pupilas se habían hecho todavía más pequeñas. Se pasó la lengua por los labios, levantó un brazo, se limpió la boca con el revés de la mano, y al bajar la vista, se la vio llena de sangre. Pasó suavemente la lengua por los labios y escupió.
– Esto no cuenta -dijo-; no soy un idiota. Yo no he provocado a nadie.
– Cabrón -gritó Agustín.
– Tú tienes que saberlo -dijo Pablo-. Conoces a la mujer.
Agustín le golpeó de nuevo con fuerza en la boca y Pablo se echó a reír, dejando al descubierto unos dientes amarillos, rotos, gastados, entre la línea ensangrentada de los labios.
– Acaba ya -dijo. Y cogió su taza para tomar nuevamente vino del cuenco-. Aquí no tiene nadie c… para matarme. Y todo eso de pegar es una tontería.
– ¡Cobarde! -gritó Agustín.
– Eso no son más que palabras -dijo Pablo. Hizo buches con el vino para enjuagarse la boca y luego escupió al suelo-. Las palabras no me hacen mella.
Agustín permaneció parado junto a él, injuriándole; hablaba con lentitud, claridad y desdén, y le injuriaba de una forma tan regular como si estuviera arrojando estiércol en un campo, descargándolo de un carro.
– Tampoco eso vale. Tampoco eso vale. Acaba ya, Agustin, y no me pegues más. Vas a hacerte daño en las manos.
Agustín se apartó de él y se fue hacia la puerta.
– No salgas -dijo Pablo-; está nevando afuera. Quédate aquí al calor.
– Tú, tú… -Agustín se volvió para hablarle, poniendo todo su desprecio en el monosílabo-. Tú, tú…
– Sí, yo, y estaré todavía vivo cuando tú estés enterrado.
Llenó de nuevo la taza de vino, la elevó hacia Robert Jordan y dijo:
– Por el profesor. -Luego, dirigiéndose a Pilar:– Por la señora comandanta. -Y mirando a todos alrededor:– Por los ilusos.
Agustín se le acercó y, con un golpe rudo, le arrancó la taza de las manos.
– Ganas de perder el tiempo -dijo Pablo-. Es una tontería.
Agustín le insultó de un modo todavía más grosero.
– No -replicó Pablo, metiendo otra taza en el barreño-. Estoy borracho; ya lo ves. Cuando no estoy borracho, no hablo. Tú no me has visto nunca hablar tanto. Pero un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse algunas veces para poder pasar el tiempo con los imbéciles.
– Me c… en la leche de tu cobardía -dijo Pilar-. Estoy harta de ti y de tu cobardía.
– ¡Cómo habla esta mujer! -dijo Pablo-. Voy a ver a los caballos. -Ve a encularlos -dijo Agustín-. ¿No es eso lo que haces con ellos?
– No -dijo Pablo, negando con la cabeza. Se puso a descolgar su enorme capote de la pared, sin perder de vista a Agustín-. Tú, tú y tu mala lengua -dijo.
– ¿Qué es lo que vas a hacer entonces con los caballos? -preguntó Agustín.
– Observarlos -contestó Pablo.
– Encularlos-dijo Agustín-. Maricón de caballos.
– Quiero mucho a mis caballos -dijo Pablo-. Incluso por detrás son más hermosos y tienen más talento que otras personas. Divertíos -dijo, sonriendo-. Háblales del puente, inglés. Diles lo que tiene que hacer cada uno en el ataque. Diles cómo tienen que hacer la retirada. ¿Adonde les llevarás, inglés, después de lo del puente? ¿Adonde llevarás a tus patriotas? Me he pasado todo el día pensando en ello mientras bebía.
– ¿Y qué has pensado? -preguntó Agustín.
– ¿Qué es lo que he pensado? -preguntó Pablo, pasandose la lengua con cuidado por el interior de la boca-. ¿Qué te importa a ti lo que he pensado?
– Dilo -insistió Agustín.
– Muchas cosas -dijo Pablo, metiendo su enorme cabeza por el agujero de la manta sucia que le hacía de capote-. He pensado muchas cosas.
– Dilo -contestó Agustín-; di lo que has pensado.
– He pensado que sois un grupo de ilusos -dijo Pablo-. Un grupo de ilusos conducidos por una mujer que tiene los sesos entre las nalgas y un extranjero que viene a acabar con todos.
– Lárgate -dijo Pilar-. Vete a evacuar a la nieve. Vete a arrastrar tu mala leche por otra parte, maricón de caballos.
– Eso es hablar -dijo Agustín con admiración y distraídamente a la vez. Se había quedado preocupado.
– Ya me voy -dijo Pablo-; pero volveré pronto.
Levantó la manta de la entrada de la cueva y salió. Luego, desde la puerta gritó:
– Aún sigue nevando, inglés.
Capítulo diecisiete
No se oía en la cueva más ruido que el silbido que hacía la chimenea cuando caía la nieve por el agujero del techo sobre los carbones del fogón.
– Pilar -preguntó Fernando-, ¿ha quedado cocido?
– Cállate -dijo la mujer. Pero María cogió la escudilla de Fernando, la acercó a la marmita grande, que estaba apartada del fuego, y la llenó. Puso otra vez la escudilla sobre la mesa y dio un golpecito suave en el hombro de Fernando, que se había echado hacia delante para comer. Estuvo unos momentos junto a él; pero Fernando no levantó los ojos del plato. Estaba entregado enteramente a su cocido.
Agustín seguía de pie junto al fuego. Los otros estaban sentados. Pilar, a la mesa, junto a Robert Jordan.
– Ahora, inglés -dijo-, ya sabes cómo están las cosas.
– ¿Qué es lo que crees tú que hará? -preguntó Robert Jordan.
– Cualquier cosa -repuso la mujer, mirando fijamente a la mesa-. Cualquier cosa. Es capaz. Es capaz de hacer cualquier cosa.
– ¿Dónde está el fusil automático? -preguntó Robert Jordan.
– Allí, en aquel rincón, envuelto en una manta -contestó Primitivo-. ¿Lo quieres?
– Luego -dijo Robert Jordan-; quería saber dónde estaba.
– Está ahí -dijo Primitivo-; lo he metido dentro y lo he envuelto en mi manta, para que se mantenga seco. Los platos están en esa mochila.
– No se atreverá a eso -dijo Pilar-; no hará nada con la máquina.
– Decías que haría cualquier cosa.
– Sí -contestó ella-; pero no conoce la máquina. Sería capaz de arrojar una bomba. Eso es más de su estilo.
– Es una estupidez y una flojera el no haberle matado -dijo el gitano, que no había participado en la conversación de la noche hasta entonces-. Anoche debió matarle Roberto.
– Matadle -dijo Pilar. Su enorme rostro se había vuelto sombrío y respiraba con fatiga-. Estoy resuelta.
– Yo estaba contra ello antes -dijo Agustín, parado delante del fuego, con los brazos colgando sobre los costados; tenía las mejillas cubiertas por una espesa barba y los pómulos señalados por el resplandor del fuego-. Ahora estoy a favor. Ahora es peligroso y querría vernos muertos a todos.
– Que hablen todos -dijo Pilar, con voz cansada-. ¿Qué es lo que dices tú, Andrés?
– Matadlo -dijo el hermano del mechón oscuro y abundante sobre la frente, al tiempo que asentía con la cabeza.
– ¿Y Eladio?
– Lo mismo -repuso el otro hermano-. Para mí es un gran peligro. Y no sirve para nada.
– ¿Primitivo?
– Lo mismo.
– ¿Fernando?
– ¿No podríamos guardarle como prisionero? -preguntó Fernando.
– ¿Y quién le guardaría? -preguntó Primitivo-. Hacen falta dos hombres para guardar un prisionero. ¿Y qué haríamos con él al final?
– Podríamos vendérselo a los fascistas -contestó el gitano.
– Nada de eso -dijo Agustín-. Nada de hacer porquerías.
– Era solamente una idea -alegó Rafael, el gitano-. Me parece que los facciosos se alegrarían de tenerle.
– Basta -dijo Agustín-; eso es una cochinada.
– No más sucia que lo que hace Pablo -dijo el gitano, para justificarse.
– Una porquería no justificaría otra -sentenció Agustín-. Bueno, ya estamos todos. Salvo el viejo y el inglés.
– Ellos nada tienen que ver en esto -dijo Pilar-. Pablo no ha sido su jefe.
– Un momento -dijo Fernando-; yo no he acabado de hablar.
– Pues habla -dijo Pilar-. Habla hasta que vuelva él. Y sigue hablando hasta que nos arroje una granada de mano por encima de la manta y nos haga volar, con dinamita y todo.
– Me parece que exageras, Pilar -dijo Fernando-; no creo que tenga tales intenciones.
– Yo no lo creo tampoco -dijo Agustín-. Porque con eso, acabaría también con el vino, y va a volver dentro de poco para seguir bebiendo.
– ¿Por qué no entregárselo al Sordo y dejar que el Sordo se lo venda a los fascistas? -propuso Rafael-. Podríamos arrancarle los ojos y sería fácil llevarle.
– Cállate -dijo Pilar-; cuando hablas así creo que debiéramos hacer también algo contigo.
– Además, los fascistas no pagarían nada por él -dijo Primitivo-. Esas cosas han sido ya ensayadas por otros; pero no pagan nada. Y encima son capaces de fusilarte a ti.
– Creo que si le arrancásemos los ojos podríamos venderle por algo -insistió Rafael.
– Cállate -dijo Pilar-. Habla de arrancarle los ojos y vas a seguir su mismo camino.
– Pero él, Pablo, arrancó los ojos al guardia civil herido -insistió el gitano-. ¿Te has olvidado de eso?
– Cállate la boca -dijo Pilar. Le enfadaba el oír hablar así delante de Robert Jordan.
– No me habéis dejado acabar -interrumpió Fernando.
– Acaba -le dijo Pilar-; vamos, acaba.
– Ya que no sería práctico guardar a Pablo como prisionero -comenzó a decir Fernando– y puesto que sería repugnante entregarle…
– Acaba -dijo Pilar-. Por el amor de Dios, acaba.
– …en cualquier clase de negociaciones… -prosiguió tranquilamente Fernando-, soy de la opinión que sería preferible eliminarle, a fin de que las operaciones proyectadas contasen con las mayores posibilidades de éxito.
Pilar miró al hombrecillo, sacudió la cabeza, se mordió los labios y no dijo nada.
– Esa es mi opinión -dijo Fernando-. Creo que tenemos derecho a pensar que Pablo constituye un peligro para la República…
– ¡Madre de Dios! -exclamó Pilar-. Hasta aquí mismo puede hacer burocracia un hombre sin más que despegar sus labios.
– Tanto por sus propias palabras como por su conducta reciente -continuó Fernando-, y aunque es verdad que merece nuestro reconocimiento por sus actividades en los comienzos del Movimiento y hasta hace poco tiempo…
Pilar, que había vuelto junto al fogón, se acercó de nuevo a la mesa.
– Fernando -dijo tranquilamente, ofreciéndole una escudilla-, cómete esto, te lo ruego, con las debidas formalidades; llénate la boca y cállate. Hemos tenido conocimiento de tu opinión.
– Pero entonces, ¿cómo? -preguntó Primitivo, dejando la frase sin terminar.
– Estoy listo -dijo Robert Jordan-; estoy dispuesto. Ya que todos habéis resuelto que debe hacerse, es un servicio que estoy dispuesto a hacer.
«¿Qué me pasa? -pensó-. A fuerza de oírle acabo por hablar como Fernando. Ese lenguaje debe ser contagioso. El francés es la lengua de la diplomacia; el español es la lengua de la burocracia.»
– No -dijo María-. No.
– Esto no va contigo -dijo Pilar a la muchacha-. Ten la boca cerrada.
– Puedo hacerlo esta noche -dijo Robert Jordan. Vio que Pilar le miraba, poniéndose un dedo sobre los labios. Con un gesto señaló la entrada de la cueva.
Se levantó la manta que cubría la entrada y apareció la cabeza de Pablo. Sonrió a todos, entró y se volvió para dejar caer la manta detrás de él. Luego se quedó allí parado, haciéndoles frente, se quitó la manta que le cubría la cabeza y se sacudió la nieve.
– ¿Estábais hablando de mí? -Se dirigía a todos-. ¿Ojito he interrumpido?
Nadie le respondió. Colgó su capote de una estaca clavada en el muro y se acercó a la mesa.
¿Qué tal? -preguntó. Cogió la taza que había dejado sobre la mesa y la metió en el barreño-. No queda vino dijo a María-. Anda, saca algo del pellejo.
María cogió el cuenco, se fue hasta el pellejo polvoriento, deforme y ennegrecido, suspendido del muro, con el pescuezo para abajo, y soltó el tapón de una de las patas. Pablo la miró mientras se arrodillaba levantando el cuenco y observó atentamente cómo el ligero vino rojo caía en el cuenco haciendo ruido.
– Cuidado -dijo-; el vino está ya más abajo de la altura del pecho. Nadie dijo nada.
– Me he bebido desde el ombligo hasta el pecho -dijo Pablo-. Es la ración del día. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Habéis perdido todos la lengua? Nadie dijo nada.
– Ciérralo bien, María -ordenó-. No le dejes que se derrame.
– Hay mucho vino todavía -dijo Agustín-. Podrás emborracharte.
– Uno que ha encontrado su lengua -dijo Pablo, haciendo un gesto hacia Agustín-. Enhorabuena. Creí que algo te había dejado mudo.
– ¿El qué? -preguntó Agustín. -Mi vuelta.
– ¿Crees que tu vuelta tiene importancia? «Está acaso preparándose para ello -pensó Robert Jordan-. Quizás Agustín vaya a dar el golpe. Desde luego, le odia como para eso. Yo no le odio. No, no le odio. Me desagrada, pero no le odio. Aunque esa historia de los ojos arrancados le coloca en una clase aparte. Pero, al fin y al cabo, es su guerra. No podemos tenerle con nosotros durante estos dos días. Voy a quedarme a un lado de todo esto. He hecho una vez el imbécil esta noche y estoy resuelto a liquidarle. Pero no tengo ganas de hacer otra vez el imbécil. Y no conviene montar un duelo a pistola ni provocar un escándalo con toda esa dinamita en la cueva. Pablo ha pensado en ello, naturalmente, y tú, ¿habías pensado en ello? Y Agustín, tampoco. Mereces todo lo que pueda sucederte.»
– Agustín -llamó.
– ¿Qué? -contestó Agustín, elevando una mirada hosca y apartándola de Pablo.
– Tengo que hablar contigo -dijo Robert Jordan.
– Luego.
– No, ahora -dijo Robert Jordan-. Por favor.
Robert Jordan se había acercado a la entrada de la cueva y Pablo seguía sus movimientos con los ojos. Agustín, alto, con las mejillas hundidas, se puso en pie y se le acercó. Se movía a disgusto y despectivamente.
– ¿Has olvidado lo que hay en los sacos? -le preguntó Robert Jordan en voz baja.
– Leche -dijo Agustín-. Uno se habitúa a todo y luego se olvida.
– Yo también lo había olvidado.
– Leche -repitió Agustín-. ¡Leche! Somos unos imbéciles. -Se volvió despreocupadamente hacia la mesa y tomó asiento junto a ella-. Toma un trago, Pablo, hombre -dijo-. ¿Qué tal van los caballos?
– Muy bien -contestó Pablo-. Y ahora nieva menos.
– ¿Crees que va a dejar de nevar?
– Sí -dijo Pablo-. Cae menos nieve y los copos son ahora pequeños y duros. El viento va a continuar, pero la nieve se va. El viento ha cambiado..
– ¿Crees que estará claro mañana por la mañana? -le preguntó Robert Jordan.
– Sí -contestó Pablo-. Creo que mañana hará frío, pero estará despejado. Se está levantando el viento.
«Mírale -se dijo Robert Jordan-. Ahora es un santurrón. Ha cambiado como el viento. Tiene la cara y el cuerpo de un cerdo y sé que es un asesino de categoría; pero tiene la sensibilidad de un buen barómetro. Sí, también el cerdo es un animal muy inteligente. Pablo nos odia; o quizá no nos odie y odie solamente nuestros proyectos. Nos mete en un callejón sin salida con su odio y sus insultos, pero cuando ve que estamos dispuestos a acabar con él, cambia de actitud y vuelve a empezar como si no hubiera pasado nada.»
– Tendremos buen tiempo para lo del puente, inglés -dijo Pablo a Robert Jordan.
– ¿Lo tendremos? -preguntó Pilar-. ¿Quiénes?
– Nosotros -contestó Pablo, y bebió un trago de vino-. ¿Por qué no? Lo he pensado bien mientras estaba afuera. ¿Por qué no ponernos todos de acuerdo?
– ¿En qué? -preguntó la mujer-. ¿En qué tenemos que ponernos de acuerdo?
– En todo -le contestó Pablo-; en ese asunto del puente. Yo estoy ahora contigo.
– ¿Estás ahora con nosotros? -le preguntó Agustín-. ¿Después de lo que has dicho?
– Sí -dijo Pablo-; con este cambio del tiempo he cambiado también yo.
Agustín movió la cabeza.
– El tiempo -dijo, y volvió a mover la cabeza-. Después de los bofetones que te he dado.
– Así es -dijo Pablo sonriendo y pasándose la mano por la boca-. Después de eso, también.
Robert Jordan observaba a Pilar, que, a su vez, miraba a Pablo como si fuera un animal extraño. Quedaba aún en el rostro de ella la sombra que la conversación de los ojos arrancados había extendido. Como queriendo alejarla, movió la cabeza; luego la echó hacia atrás y dijo:
– Oye -dirigiéndose a Pablo.
– ¿Qué quieres?
– ¿Qué es lo que te pasa?
– Nada -contestó Pablo-. He cambiado de opinión, y eso es todo.
– Has estado escuchando a la puerta -dijo ella.
– Sí -dijo él-; pero no pude oír nada.
– Tienes miedo de que te maten.
– No -dijo, mirando por encima de la taza-; no tengo miedo. Y tú lo sabes.
– Entonces, ¿qué te ha pasado? -preguntó Agustín-. Hace un momento estabas borracho, nos insultabas a todos, no querías trabajar en el asunto que llevamos entre manos, hablabas de que podíamos morir de una manera sucia, insultabas a las mujeres y te oponías a todo lo que había que hacer.
– Estaba borracho.
– ¿Y ahora?
– Ahora ya no estoy borracho -dijo Pablo-, y he cambiado de parecer.
– Que te crea el que quiera -dijo Agustín-; yo, no.
– Me creas o no me creas -dijo Pablo-, no hay nadie como yo para llevarte a Gredos.
– ¿A Gredos?
– Es el único sitio adonde podremos ir después de volar el puente.
Robert Jordan miró a Pilar y se llevó la mano a la oreja, del lado que no veía Pablo, golpeándola ligeramente con un gesto interrogativo.
La mujer aseveró y volvió a aseverar. Dijo algo a María y la muchacha se acercó a Jordan.
– Dice que es seguro que lo ha oído todo -susurró María al oído de Robert Jordan.
– Entonces, Pablo -dijo Fernando, con mucha formalidad-, ¿estás ahora de acuerdo con nosotros sobre el asunto del puente?
– Sí, hombre -contestó Pablo, y miró a Fernando a los ojos, mientras asentía con la cabeza.
– ¿De veras? -preguntó Primitivo.
– De veras -replicó Pablo.
– ¿Y crees que podemos tener éxito? -preguntó Fernándo-. ¿Tienes ahora confianza en ello?
– ¿Cómo no? ¿No tienes confianza tú?
– Sí; pero yo he tenido siempre confianza.
– Tendré que irme de aquí -dijo Agustín.