Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.
Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.
– Está el día también -dijo la mujer de Pablo-. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. Y se echó a reír.
Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.
– La quiero a usted -dijo-; la quiero a usted mucho.
– Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor -repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente-. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.
Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.
– ¡Hola, conejito! -dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.
– ¡Hola, hola! -dijo.
Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.
– Es una cosa indecente -le dijo a Pilar– y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.
– La cuido -contestó Pilar-; ese camarada es su novio.
– ¡Ah! -exclamó Fernando-, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.
– Me siento muy dichosa de que piense así -dijo la mujer.
– Lo mismo digo -asintió Fernando gravemente-. Salud, Pilar.
– ¿Adonde vas?
– Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.
– ¿A dónde diablos vas? -preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero.
– A cumplir con mi deber -contestó Fernando, con dignidad.
– ¿Tu deber? -preguntó Agustín, burlón-. Me c… en la leche de tu deber. -Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:– ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?
– En la cueva -contestó Pilar-; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.
– Me c… en la leche de tu cansancio -siguió Agustín.
– Entonces vete ye… en ti mismo -dijo Pilar, sin irritarse.
– Y en tu madre -replicó Agustín.
– Tú no has tenido nunca madre -le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.
– ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? -preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.
– Nada -contestó Pilar-; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.
– ¿Animal? -preguntó Agustín paladeando el piropo-. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.
– Lo que es a ti -dijo ella, riendo con estrépito– te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?
– Me c… en la leche de sus motores -contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.
– No está mal -dijo Pilar-. No está mal, aunque es difícil de hacer.
– A esa altura, desde luego -dijo Agustín, sonriendo-. Desde luego. Pero vale más reírse.
– Sí -dijo la mujer de Pablo-; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.
– Escucha, Pilar -dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente-. Algo se está preparando. ¿No es cierto?
– ¿Qué es lo que piensas?
– Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.
– Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?
– ¿Qué crees tú que es lo que preparan?
– Escucha -dijo Pilar-, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?
– Esta guerra -dijo Agustín– es una mierda.
– Sí que lo es -dijo Pilar-. Si no lo fuera, no estaríamos aquí.
– Sí -dijo Agustín-, estamos nadando en mierda desde hace un año. Pero Pablo es astuto. Pablo es muy astuto.
– ¿Por qué dices eso?
– Lo digo porque lo sé.
– Pero tienes que comprender -explicó Pilar– que es demasiado tarde para salvarnos sólo con eso, y él ha perdido todo lo demás.
– Lo sé -dijo Agustín-, y sé que tendremos que irnos. Tenemos que ganar para sobrevivir y es necesario volar el puente. Pero Pablo, para ser lo cobarde que se ha vuelto ahora, sigue siendo muy listo.
– Yo también lo soy.
– No, Pilar -dijo Agustín-; tú no eres lista; tú eres valiente, tú eres muy leal. Tú tienes resolución. Tú adivinas las cosas. Tienes mucha resolución y mucho coraje. Pero no eres lista.
– ¿Lo crees así? -preguntó la mujer, pensativa.
– Sí, Pilar.
– El muchacho es listo -dijo la mujer-. Listo y frío. Muy frío de la cabeza.
– Sí -dijo Agustín-; tiene que conocer su trabajo; si no, no se lo hubieran encargado. Pero no sé si es listo. Pablo sí que sé que es listo.
– Pero no vale para nada por culpa de su cobardía y de su falta de voluntad para la acción.
– Sin embargo, a pesar de todo, sigue siendo listo.
– ¿Y tú qué dices de todo esto?
– Nada. Trato de ver las cosas como puedo. En este momento hay que obrar con mucha inteligencia. Después de lo del puente tendremos que irnos de aquí en seguida. Todo tiene que estar preparado y tendremos que saber hacia dónde tenemos que encaminarnos y de qué manera.
– Naturalmente.
– Para eso no hay nadie como Pablo. Hay que ser muy listo.
– No tengo confianza en Pablo.
– Para eso, sí.
– No. Tú no sabes hasta qué punto está acabado.
– Pero es muy vivo. Es muy listo. Y si no somos listos en este asunto, estamos aviados.
– Tengo que pensar en todo eso -dijo Pilar-; tengo todo el día para pensar en todo eso.
– Para los puentes, el mozo -dijo Agustín-; tiene que saber cómo se hace. Fíjate lo bien que organizó el otro lo del tren.
– Sí -dijo Pilar-; fue él quien realmente lo decidió todo.
– Tú, para la energía y la resolución -dijo Agustín-; pero Pablo para la retirada. Oblígale a estudiar eso.
– Eres muy listo tú.
– Sí -dijo Agustín-; pero sin picardía. Pablo es quien la tiene.
– Con su miedo y todo.
– ¿Y qué piensas de eso de los puentes?
– Es necesario. Ya lo sé. Hay dos cosas que tenemos que hacer: salir de aquí y ganar la guerra. Los puentes son necesarios si queremos ganarla.
– Si Pablo es tan listo, ¿por qué no ve las cosas claras?
– Porque quiere que las cosas sigan como están, por flojera. Le gusta quedarse en la m… de su flojera; pero el río viene crecido. Cuando se vea obligado, se las compondrá para salir del paso. Porque es muy listo. Es muy vivo.
– Ha sido una suerte que el muchacho no le matara.
– ¡Qué va! El gitano quería que yo le matara anoche. El gitano es un animal.
– Tú eres también un animal -dijo ella-; pero muy listo.
– Nosotros somos muy listos los dos -dijo Agustín-; pero el verdadero talento es Pablo.
– Pero es difícil de aguantar. No sabes cómo está de acabado.
– Sí, pero tiene talento… Mira, Pilar, para hacer la guerra todo lo que hace falta es inteligencia; pero para ganarla hace falta talento y material.
– Voy a pensar en eso cualquier rato -dijo ella-; pero ahora tenemos que marcharnos. Es tarde. -Luego, elevando la voz:– Inglés -gritó-. Inglés. Vamos. Andando.
Capítulo diez
– Descansemos -dijo Pilar a Robert Jordan-. Siéntate, ¡María, que vamos a descansar.
– No, tenemos que seguir -dijo Jordan-; descansaremos cuando lleguemos arriba. Tengo que ver a ese hombre.
– Ya le verás -dijo la mujer de Pablo-. No hay prisa. Siéntate, María.
– Vamos -dijo Jordan-. Arriba descansaremos.
– Yo voy a descansar ahora mismo -replicó la mujer de Pablo. Y se sentó al borde del arroyo. La muchacha se sentó a su lado, junto a unas matas; el sol hacía brillar sus cabellos. Sólo Robert Jordan se quedó de pie, contemplando la alta pradera, atravesada por el torrente. Había abundancia de matas por aquella parte. Más abajo, inmensos peñascos surgían entre heléchos amarillentos, y más abajo todavía, al borde de la pradera, había una línea oscura de pinos.
– ¿Falta mucho desde aquí hasta donde está el Sordo? -preguntó Jordan.
– No falta mucho -contestó la mujer de Pablo-. Está a la otra parte de estas tierras; hay que atravesar el valle y subir luego hasta el bosque, de donde sale el torrente. Siéntate y olvida tus penas, hombre.
– Quiero ver al Sordo y acabar con esto.
– Yo quiero darme un baño de pies -dijo la mujer de Pablo. Se desató las alpargatas, se quitó la gruesa media de lana que llevaba y metió un pie dentro del agua-. ¡Dios, qué fría está!
– Debiéramos haber traído los caballos -dijo Robert Jordan.
– Pero me hace bien -dijo la mujer-; me estaba haciendo falta. ¿Y a ti qué es lo que te pasa?
– Nada, sólo que tengo poco tiempo.
– Cálmate, hombre; tenemos tiempo de sobra. Vaya un día; y qué contenta me siento de no estar entre pinos. No puedes figurarte cómo se harta una de los pinos. ¿Tú no estás harta de los pinos, guapa?
– A mí me gustan los pinos -dijo la muchacha.
– ¿Qué es lo que te gusta de los pinos?
– Me gusta el olor y me gusta sentir las agujas debajo de mis pies. Me gusta oír el viento entre las copas y el ruido que hacen las ramas cuando se dan unas contra otras.
– A ti te gusta todo -dijo Pilar-; serías una alhaja para cualquier hombre si fueses mejor cocinera. Pues a mí los pinos son algo que me harta. ¿No has visto nunca un bosque de hayas, de castaños, de nogales? Esos son bosques. En esos bosques todos los árboles son distintos, lo que les da fuerza y hermosura. Un bosque de pinos es un aburrimiento. ¿Qué dices tú a eso, inglés?
– A mí también me gustan los pinos.
– Pero venga -dijo Pilar-, los dos igual. A mí también me gustan los pinos, pero hemos estado demasiado tiempo entre ellos. Y estoy harta de estas montañas. En las montañas no hay más que dos caminos: arriba y abajo, y cuando se va para abajo se llega a la carretera y a los pueblos de los fascistas.
– ¿Va usted algunas veces a Segovia?
– ¡Qué va! ¿Con mi cara? Esta cara es demasiado conocida. ¿Qué te parecería si fueras tan fea como yo, guapa? -preguntó la mujer de Pablo a María.
– Tú no eres fea.
– Vamos, que yo no soy fea. Soy fea de nacimiento. He sido fea toda mi vida. Tú, inglés, que no sabes nada de mujeres, ¿sabes lo que se siente cuando se es una mujer fea? ¿Sabes tú lo que es ser fea toda la vida y sentir por dentro que una es guapa? Es algo muy raro -dijo, metiendo el otro pie en el agua y retirándolo rápidamente-. ¡Dios, qué fría está! Mira la pajarita de las nieves -dijo, señalando con el dedo un pájaro, parecido a una pequeña bola gris que revoloteaba de piedra en piedra remontando el torrente-. No es buena para nada. Ni para cantar ni para comer. Todo lo que sabe hacer es mover la cola. Dame un cigarrillo, inglés -dijo, y, tomando el que le ofrecía, lo encendió con un yesquero que sacó del bolsillo de su camisa. Aspiró una bocanada y miró a María y a Jordan.
– Esta vida es una cosa muy cómica -dijo, echando el humo por la nariz-• Yo hubiera hecho un hombre estupendo; pero soy mujer de los pies a la cabeza y una mujer fea. Sin embargo, me han querido muchos hombres y yo he querido también a muchos. Es cómico. Oye esto, inglés, es interesante. Mírame; mira qué fea soy. Mírame de cerca, inglés.
– Tú no eres fea -dijo Robert Jordan tuteándola sin saber por qué.
– ¿Que no? No quieras engañarme. O será -y rió con su risa profunda– que empiezo a hacerte impresión. No, estoy bromeando. Mira bien lo fea que soy. Y sin embargo, una lleva dentro algo que ciega a un hombre mientras el hombre la quiere a una. Con ese sentimiento se ciega el hombre y se ciega una misma. Y luego un día, sin saber por qué, el hombre te ve tan fea como realmente eres y se le cae la venda de los ojos, y pierdes al hombre y el sentimiento. ¿Comprendes, guapa? -Y dio unos golpes en el hombro de la muchacha.
– No -contestó María-; no lo entiendo; porque tú no eres fea.
– Trata de valerte de la cabeza y no del corazón, y escucha -dijo Pilar-. Os estoy diciendo cosas muy interesantes. ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
– Sí, pero convendría que nos fuéramos.
– ¿Irnos? Yo estoy muy bien aquí. Así, pues -continuó diciendo, dirigiéndose ahora a Robert Jordan, como si estuviese hablando a un grupo de alumnos (se hubiera dicho casi que estaba pronunciando una conferencia)– que al cabo de cierto tiempo, cuando se es tan fea como yo, que es todo lo fea que una mujer puede ser, al cabo de cierto tiempo, como digo, la sensación idiota de que una es guapa te vuelve suavemente. Es algo que crece dentro de una como una col. Y entonces, cuando ha crecido lo suficiente, otro hombre te ve, te encuentra guapa, y todo vuelve a comenzar. Ahora creo que he dejado atrás la edad de esas cosas; pero podría volver. Tienes suerte, guapa, por no ser fea.
– Pero si soy fea… -afirmó María.
– Pregúntaselo a él -dijo Pilar-; y no metas tanto los pies en el agua, que se te van a quedar helados.
– Roberto dice que deberíamos seguir, y yo creo que sería mejor -intervino María.
– Escucha bien lo que te digo -dijo Pilar-: este asunto me interesa tanto como a tu Roberto, y te digo que se está aquí muy bien, descansando junto al agua, y que tenemos tiempo de sobra. Además, me gusta hablar. Es la única cosa civilizada que nos queda. ¿Qué otra cosa tenemos para pasar el rato? ¿No te interesa lo que te digo, inglés?
– Habla usted muy bien, pero hay otras cosas que me interesan más que la belleza o la fealdad.
– Entonces, hablemos de lo que te interesa.
– ¿Dónde estaba usted a comienzos del Movimiento?
– En mi pueblo.
– ¿Avila?
– ¡Qué va, Avila!
– Pablo me dijo que era de Avila.
– Miente. Le gustaría ser de una ciudad grande. Su pueblo es… -y nombró un pueblo muy pequeño.
– ¿Y qué fue lo que sucedió?
– Muchas cosas -contestó la mujer-. Muchas, muchas, y todas bellacas. Todas, incluso las gloriosas.
– Cuente -dijo Robert Jordan.
– Es algo brutal -dijo la mujer de Pablo-. No me gusta hablar de eso delante de la pequeña.
– Cuente, cuente -dijo Robert Jordan-. Y si no va con ella, que no escuche.
– Puedo escuchar -dijo María, y puso su mano en la de Jordan-. No hay nada que yo no pueda escuchar.
– No se trata de saber si puedes escuchar -dijo Pilar-; sino de saber si debo contarlo delante de ti y darte pesadillas.
– No hay nada que pueda darme pesadillas. ¿Crees que después de lo que me ha pasado podría tener pesadillas por nada de lo que cuentes?
– Quizá se las dé al inglés.
– Cuénteme usted, y veremos…
– No, inglés, no estoy de bromas. ¿Has visto el comienzo del Movimiento en los pueblos?
– No -contestó Robert Jordan.
– Entonces no has visto nada. Sólo has visto a Pablo ahora, desinflado. Pero era cosa de haberle visto entonces.
– Cuente, cuente usted.
– No, no tengo ganas.
– Cuente.
– Bueno, contaré la verdad, tal como pasó. Pero tú, guapa, si llega un momento en que te molesta, dímelo.
– Si llega un momento en que me moleste, trataré de no escuchar -replicó María-; pero no puede ser peor que otras cosas que he visto.
– Creo que sí que lo es -dijo la mujer de Pablo-. Dame otro cigarrillo, inglés, y vámonos.
La joven se recostó en las matas que bordeaban la orilla en pendiente del arroyo y Robert Jordan se tumbó en el suelo, con la cabeza apoyada sobre una de las matas. Extendió el brazo buscando la mano de María; la encontró y frotó suavemente la mano de la muchacha junto con la suya contra la maleza hasta que ella abrió la mano, y, mientras escuchaba, la dejó quieta sobre la de Robert Jordan.
– Fue por la mañana temprano cuando los civiles del cuartel se rindieron -empezó diciendo Pilar.
– ¿Habían atacado ustedes el cuartel? -preguntó Robert Jordan.
– Pablo lo había cercado por la noche. Cortó los hilos del teléfono, colocó dinamita bajo una de las tapias y gritó a los guardias que se rindieran. No quisieron. Entonces, al despuntar el día, hizo saltar la tapia. Hubo lucha. Dos guardias civiles quedaron muertos. Cuatro fueron heridos y cuatro se rindieron.
»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.
»-¿Queda alguno dentro? -gritó Pablo.
»-Están los heridos.
»-Vigilad a ésos -dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando-. Quedaos ahí, contra la pared -dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.
»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.
»-Mira, Pilar -dijo-. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú -dijo a uno de los guardias-, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.
»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.
»-Tú -dijo Pablo al que estaba más cerca de él-, dime cómo funciona esto.
»-Baja la palanca -le dijo el guardia con voz incolora-. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.
»-¿Qué es la recámara? -preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles-. ¿Qué es la recámara?
»-Lo que está encima del gatillo.
»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.
Se ha atascado.
»-Y ahora ¿qué? -dijo-. Se ha atascado. Me has engañado.
»-Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante -dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.
»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.
»-¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? -preguntó uno de ellos.
»-Mataros -respondió Pablo.
»-¿Cuándo? -preguntó el hombre, con la misma voz gris.
»-Ahora mismo -contestó Pablo.
»-¿Dónde? -preguntó el guardia.
»-Aquí -contestó Pablo-. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?
»-Nada -contestó el civil-. Nada. Pero no es cosa bien hecha.
»-Tú eres el que no estás bien hecho -dijo Pablo-. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.
»-Yo no he matado nunca a nadie -dijo el civil-. Y te ruego que no hables así de mi madre.
»-Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más | que matar.
»-No hace falta insultarnos -dijo otro de los civiles-. Y nosotros sabemos morir -dijo otro.
»-De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro -ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.
»-De rodillas he dicho -insistió Pablo-. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.
»-¿Qué te parece, Paco? -preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.
»-Da lo mismo arrodillarse -contestó éste-. No tiene importancia.
»-Es más cerca de la tierra -dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.
»-Entonces, arrodillémonos -dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.
»-Guárdame esto, Pilar -dijo-. No sé cómo bajar el disparador -y me tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.
«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."
»-Bueno, ahora vamos a tomar el café -dije yo.
»-Bien, Pilar, bien -dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»
– ¿Qué pasó con los otros? -preguntó Robert Jordan-. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?
– ¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos no los matamos a tiros.
– ¿Qué fue lo que se hizo con ellos?
– Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.
– ¿A los vein te?
– Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.
El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros a pico desde allí hasta el río.
»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza.
En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante.»
– Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?
– Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.
Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos.»
– Y ¿dónde se hizo eso?
– En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.
»Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas.
»Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.
»Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a éstos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.
»Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.
»Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: "¿Habrá mujeres?" Y el otro contestó: "Espero que no, Cristo."
»Entonces, un tercero dijo: "Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha, Pilar. ¿Va a haber mujeres?"
»Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: "No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?"
»Y él dijo: "Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar? "
»-En cuanto acabe el cura -le dije yo.
»-¿Y el cura?
»-No lo sé -le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.
»-Nunca he matado a un hombre -dijo.
»-Entonces, ahora aprenderás -le contestó el que estaba a su lado-. Pero no creo que un golpe de ésos mate a un hombre -y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.
»-Ahí está lo bueno -dijo el otro-. Hay que dar muchos golpes.
»-Ellos han tomado Valladolid -dijo alguien-; han tomado Avila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.
»-Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe -dije yo.
»-Pablo es muy capaz -dijo otro-. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así, Pilar?
»-Sí -contesté yo-; pero ahora vais a participar vosotros en todo.
»-Sí -dijo él-. Esto está bien organizado. Pero ¿por qué no oímos noticias del Movimiento?
»-Pablo ha cortado los hilos del teléfono antes del ataque al cuartel. Todavía no se han reparado.
»-¡Ah! -dijo él-; es por eso por lo que no se sabe nada. Yo he oído algunas noticias en la radio del peón caminero esta mañana, muy temprano.
»-¿Por qué vamos a hacer esto así, Pilar? -me preguntó otro.
»-Para economizar balas -contesté yo– y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.
»-Entonces, que comience. Que comience. Que comience -le miré y vi que estaba llorando.
»-¿Por qué lloras, Joaquín? -le pregunté-. No hay por qué llorar.
»-No puedo evitarlo, Pilar -dijo él-. No he matado nunca a nadie.
Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y ésos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.