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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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Podía ver al centinela que, de pie, en su garita, con la espalda vuelta, envuelto en un capote y con un casco en la cabeza, se calentaba las manos en el bidón de gasolina agujereado que le servía de brasero. Robert Jordan oía el ruido del torrente, que golpeaba más abajo, entre las rocas, y veía una ligera humareda gris levantarse de la garita del centinela.

Miró su reloj y se dijo: «¿Habrá llegado Andrés hasta Golz? Si hay que hacer que salte el puente, quisiera respirar muy despacio, prolongar el paso del tiempo y sentirlo pasar. ¿Crees que habrá llegado Andrés? Y en ese caso, ¿renunciarán a la ofensiva? ¿Están todavía a tiempo de renunciar? ¡Qué va! No te preocupes. Sucederá una u otra cosa. Tú no tienes que decidir nada. Y pronto sabrás lo que tienes que hacer. Imagina que la ofensiva fuera un éxito. Golz dice que puede tener éxito, que hay una posibilidad. Con nuestros tanques viniendo por esa carretera, los hombres llegando por la derecha, avanzando hasta más allá de La Granja, rodeando todo el flanco izquierdo del cerro… ¿Por qué no crees que alguna vez podemos ganar? Hemos estado tanto tiempo a la defensiva, que no eres capaz siquiera de imaginarlo. Claro. Pero eso sucedía antes que todo este material subiese por la carretera. Eso era antes de la llegada de los aviones. No seas tan ingenuo. Pero recuerda que si nosotros aguantamos aquí, los fascistas se verán inmovilizados. No pueden atacar por ninguna otra parte antes de haber acabado con nosotros, y no terminarán nunca con nosotros. Si los franceses nos ayudan, sencillamente, si dejan la frontera abierta, y si recibimos aviones de Norteamérica, no podrán jamás acabar con nosotros. Jamás, si recibimos ayuda, por poca que sea. Esta gente se batirá indefinidamente si está bien armada.

»No, no se puede esperar aquí una victoria, al menos en muchos años. Este no es más que un ataque para ir aguantando. No debes hacerte ilusiones sobre eso. ¿Y si se consiguiera hoy abrir realmente una brecha? Este es nuestro primer gran ataque. No te ilusiones. Acuérdate de lo que has visto subir por la carretera. Tú has hecho en esto lo que has podido. Pero haría falta tener transmisores portátiles de onda corta. Con el tiempo, los tendremos. Pero no los tenemos todavía. Ahora dedícate a observar todo lo que te corresponda. Hoy no es más que un día como otro cualquiera de los que van a venir. Pero lo que suceda en los días venideros puede que dependa de lo que hagas hoy. Durante este año ha ocurrido así y en el transcurso de esta guerra ha sido así en muchas ocasiones. Vaya, estás muy pomposo esta mañana. Mira lo que viene ahora.»

Vio a dos hombres envueltos en capotes y cubiertos con sus cascos de acero, que doblaban en aquel momento la curva hacia el puente con los fusiles a la espalda. Uno se detuvo en la orilla opuesta del puente y desapareció en la garita del centinela. El otro cruzó el puente a pasos lentos y pesados. Se detuvo para escupir en el río y luego avanzó hacia el extremo del puente más cerca de donde estaba Robert Jordan. Cambió unas palabras con el otro centinela; luego, el centinela a quien relevaba se encaminó hacia el otro extremo del puente. El que acababa de ser relevado iba más de prisa de lo que había ido el otro. «Sin duda, va a tomarse un café», pensó Robert Jordan. Pero tuvo tiempo para detenerse y escupir al torrente.

«¿Será superstición? -pensó Robert Jordan-. Convendría que yo también escupiera al fondo de esa garganta, si soy capaz de escupir en estos momentos. No. No puede ser un remedio muy poderoso. No puede servir de nada. Pero tengo que probar que no sirve antes de irme de aquí.»

El nuevo centinela entró en la garita y se sentó. Su fusil, con la bayoneta calada, quedó apoyado contra el muro. Robert Jordan sacó los gemelos del bolsillo y los ajustó hasta que aquel extremo del puente apareció nítido y perfilado, con su metal pintado de gris. Luego los dirigió hacia la garita.

El centinela estaba sentado con la espalda apoyada en la pared. Su casco pendía de un clavo y su rostro era perfectamente visible. Robert Jordan reconoció al hombre que había estado de guardia dos días antes en las primeras horas de la tarde. Llevaba el mismo gorro de punto que parecía una media. Y no se había afeitado. Tenía las mejillas hundidas y los pómulos salientes. Tenía las cejas pobladas, que se unían en medio de la frente. Tenía aire soñoliento, y Robert Jordan le observó mientras bostezaba. Sacó luego del bolsillo una pitillera y un librillo de papel y lió un cigarrillo. Trató de valerse del encendedor, hasta que, al fin, volvió a guardárselo en el bolsillo y, acercándose al brasero, se inclinó, y sacando un tizón lo sacudió en la palma de la mano, encendió el cigarrillo y volvió a arrojar al brasero el trozo de carbón.

Robert Jordan, ayudado por los prismáticos «Zeiss» de ocho aumentos, estudiaba la cara del hombre apoyado en la pared, fumando el cigarrillo. Luego se quitó los prismáticos, los cerró y los metió en su bolsillo.

«No quiero verle más», dijo.

Se quedó tumbado mirando la carretera y tratando de no pensar en nada. Una ardilla lanzaba grititos sobre un pino, a sus espaldas, un poco más abajo, y Robert Jordan la vio descender por el tronco, deteniéndose a medio camino para volver la cabeza y mirar al hombre que la observaba. Vio sus pequeños y brillantes ojillos y su agitada cola. Luego la ardilla se fue a otro árbol avanzando por el suelo, dando largos saltos con su cuerpecillo de patas cortas y cola desproporcionada. Al llegar al árbol se volvió hacia Robert Jordan, se puso a trepar por el tronco y desapareció. Unos minutos después Jordan oyó a la ardilla que chillaba en una de las ramas más altas del pino y la vio tendida boca abajo sobre una rama, moviendo la cola.

Robert Jordan apartó la vista de los pinos y la dirigió de nuevo a la garita del centinela. Le hubiera gustado meterse a la ardilla en un bolsillo. Le hubiera gustado tocar cualquier cosa. Frotó sus codos contra las agujas de pino, pero no era lo mismo. «Nadie sabe lo solo que se encuentra uno cuando tiene que hacer un trabajo así. Yo sí que lo sé. Espero que la gatita salga con bien de todo. Pero déjate de esas cosas. Bueno, tengo derecho a esperar algo, y espero. Lo que espero es hacer saltar bien el puente y que ella salga bien de todo. Bien, eso es todo; eso es todo lo que espero.»

Siguió tumbado allí, y apartando los ojos de la carretera y de la garita, los paseó por las montañas lejanas. Trató de no pensar en nada. Estaba allí tumbado, inmóvil, viendo cómo nacía la mañana. Era una hermosa mañana de comienzos de verano y en esa época del año, a fines de mayo, la mañana nace muy de prisa. Un motociclista con casco y chaquetón de cuero y el fusil automático en la funda, sujeto a la pierna izquierda, llegó del otro lado del puente y subió por la carretera. Algo más tarde, una ambulancia cruzó el puente, pasó un poco más abajo de Jordan y siguió subiendo la carretera. Pero eso fue todo. Le llegaba el olor de los pinos y el rumor del torrente, y el puente aparecía con toda claridad en aquellos momentos, muy hermoso a la luz de la mañana. Estaba tumbado detrás del pino con su ametralladora apoyada en su antebrazo izquierdo y no volvió a mirar a la garita del centinela hasta que, cuando parecía que no iba a suceder nada, que no podía ocurrir nada en una mañana tan hermosa de fines de mayo, oyó el estruendo repentino, cerrado y atronador de las bombas.

Al oír las bombas, el primer estampido, antes que el eco volviera a repetirlo atronando las montañas, Robert Jordan respiró hondamente y levantó de donde estaba el fusil ametrallador. El brazo se le había entumecido por el peso y los dedos se resistían a moverse.

El centinela en su garita se levantó al oír el ruido de las bombas. Robert Jordan vio al hombre coger su fusil y salir de la garita en actitud de alerta. Se quedó parado en medio de la carretera iluminado por el sol. Llevaba el gorro de punto a un lado y la luz del sol le dio de lleno en la cara, barbuda, al elevar la vista hacia el cielo, mirando al lugar de donde provenía el ruido de las bombas.

Ya no había niebla sobre la carretera y Robert Jordan vio al hombre claramente, nítidamente, parado allí, contemplando el cielo. La luz del sol le daba de plano, colándose por entre los árboles.

Robert Jordan sintió que se le oprimía el pecho como si un hilo de alambre se lo apretase, y apoyándose en los codos, sintiendo entre sus dedos las rugosidades del gatillo, alineó la mira, colocada ya en el centro del alza, apuntó en medio del pecho al centinela y apretó suavemente el disparador.

Sintió el culatazo, rápido, violento y espasmódico del fusil contra su hombro y el hombre que parecía haber sido sorprendido, cayó en la carretera, de rodillas, y dio con la cabeza en el suelo. Su fusil cayó al mismo tiempo y se quedó allí con la bayoneta apuntada a lo largo de la carretera, y con uno de sus dedos enredado en el gatillo.

Robert Jordan apartó la vista del hombre que yacía en el suelo, doblado, y miró hacia el puente y al centinela del extremo opuesto. No podía verlo y miró hacia la parte derecha de la ladera, hacia el sitio en donde estaba escondido Agustín. Oyó disparar entonces a Anselmo; y el tiro despertó un eco en la garganta. Luego le oyó disparar otra vez.

Al tiempo de producirse el segundo disparo le llegó el estampido de las granadas, arrojadas a la vuelta del recodo, más allá del puente. Luego hubo otro estallido de granadas hacia la izquierda, muy por encima de la carretera. Por fin oyó un tiroteo en la carretera y el ruido de la ametralladora de caballería de Pablo -clac clac clac– confundido con la explosión de las granadas. Vio entonces a Anselmo, que se deslizaba por la pendiente, al otro lado del puente, y cargándose la ametralladora a la espalda, cogió las dos mochilas que estaban detrás de los pinos y, con una en cada mano, pesándole tanto la carga que temía que los tendones se le rompieran en la espalda, descendió corriendo, dejándose casi llevar, por la pendiente abrupta que acababa en la carretera.

Mientras corría, oyó gritar a Agustín:

– Buena caza, inglés. Buena caza.

Y pensó: «Buena caza. Al diablo tu buena caza.» Entonces oyó disparar a Anselmo al otro lado del puente. El estampido del disparo hacía vibrar las vigas de acero. Pasó junto al centinela tendido en el suelo y corrió hacia el puente, balanceando su carga.

El viejo corrió a su encuentro, con la carabina en la mano.

– Sin novedad -gritó-. No ha salido nada mal. Tuve que rematarle.

Robert Jordan, que estaba arrodillado abriendo las mochilas en el centro del puente para coger el material, vio correr las lágrimas por las mejillas de Anselmo entre la barba gris.

– Yo maté a uno también -dijo a Anselmo. Y señaló con la cabeza hacia el centinela, que yacía en la carretera, al final del puente.

– Sí, hombre, sí -dijo Anselmo-; tenemos que matarlos, y los matamos.

Robert Jordan empezó a descender por entre los hierros de la armazón del puente. Las vigas estaban frías y húmedas por el rocío y tuvo que descender con precaución, mientras sentía el calor del sol a sus espaldas. Se sentó a horcajadas en una de las traviesas. Oía bajo sus pies el ruido del agua golpeando contra el lecho de piedra y oía el tiroteo, demasiado tiroteo, en el puesto superior de la carretera. Empezó a sudar abundantemente. Hacía frío bajo el puente. Llevaba un rollo de alambre alrededor del brazo y un par de pinzas suspendidas de una correa en torno a la muñeca.

– Pásame las cargas, una a una, viejo -gritó a Anselmo. El viejo se inclinó sobre la barandilla, tendiéndole los bloques de explosivos rectangulares, y Robert Jordan se irguió para alcanzarlos; los colocó donde tenía que colocarlos, apretándolos bien y sujetándolos bien.

– Las cuñas, viejo; dame las cuñas.

Percibía el perfume a madera fresca de las cuñas recientemente talladas, al golpearlas con fuerza para afirmar las cargas entre las vigas.

Mientras trabajaba, colocando, afirmando, acuñando y sujetando las cargas por medio del alambre, pensando solamente en la demolición, trabajando rápida y minuciosamente, como lo haría un cirujano, oyó un tiroteo que llegaba desde el puesto de abajo, seguido de la explosión de una granada y luego de la explosión de otra, cuyo retumbar se sobreponía al rumor del agua, que corría bajo sus pies. Luego se hizo un silencio absoluto por aquella parte.

«Maldito sea -pensó-. ¿Qué les habrá pasado?» Seguían disparando en el puesto de arriba. Había demasiado tiroteo por todas partes. Continuó sujetando dos granadas, la una al lado de la otra, encima de los bloques de explosivos y enrollando el hilo en torno a las rugosidades, para apretarlas bien, y retorciendo los alambres con las tenazas. Palpó el conjunto y después, para consolidarlo, introdujo otra cuña por encima de las granadas, a fin de que toda la carga quedara bien sujeta contra las vigas de acero.

– Al otro lado ahora, viejo -gritó a Anselmo. Y atravesó el puente por la armazón como un Tarzán condenado a vivir en una selva de acero templado, según pensó. Luego salió de debajo del puente hacia la luz, con el río sonando siempre bajo sus pies, levantó la cabeza y vio a Anselmo, que le tendía las cargas de explosivos. «Tiene buena cara -pensó-. Ya no llora. Tanto mejor. Ya hay un lado hecho. Vamos a hacer este otro, y acabamos. Vamos a volarlo como un castillo de naipes. Vamos. No te pongas nervioso. Vamos. Hazlo como debes, como has hecho el otro lado. No te embarulles. Calma. No quieras ir más de prisa de lo que debes. Ahora no puedes fallar. Nadie te impedirá que vuele uno de los lados. Lo estas haciendo muy bien. Hace frío aquí. Cristo, esto está fresco como una bodega y sin moho. Por lo general, debajo de los puentes suele haber moho. Este es un puente de ensueño. Un condenado puente de ensueño. Es el viejo quien está arriba, en un sitio peligroso. No trates de ir más de prisa de lo que debes. Quisiera que todo este tiroteo acabase.»

– Alcánzame unas cuñas, viejo.

«Este tiroteo no me gusta nada. Pilar debe de andar metida en algún lío. Algún hombre del puesto debía de estar fuera. Fuera y a espaldas de ellos, o bien a espaldas del aserradero. Siguen disparando. Eso prueba que hay alguien en el aserradero. Y todo ese condenado serrín. Esos grandes montones de serrín. El serrín, cuando es viejo y está bien apretado, es una cosa buena para parapetarse detrás. Pero tiene que haber todavía combatiendo varios de ellos. Por el lado de Pablo todo está silencioso. Me pregunto qué significa ese segundo tiroteo. Ha debido de ser un coche o un motociclista. Dios quiera que no traigan por aquí coches blindados o tanques. Continúa. Coloca todo esto lo más rápidamente que puedas, sujétalo bien y átalo después con fuerza. Estás temblando como una mujercita. ¿Qué diablos te ocurre? Quieres ir demasiado de prisa. Apuesto a que esa condenada mujer no tiembla allá arriba. La Pilar esa. Puede que tiemble también. Tengo la impresión de que está metida en un buen lío. Debe de estar temblando en estos momentos. Como cualquier otro en su lugar.»

Salió de bajo del puente, hacia la luz del sol, y tendió la mano para coger lo que Anselmo le pasaba. Ahora que su cabeza estaba fuera del ruido del agua, oyó como arreciaba la intensidad del tiroteo y volvió a distinguir el ruido de la explosión de las granadas. Más granadas todavía.

«Han atacado el aserradero. Es una suerte que tenga los explosivos en bloques y no barras. ¡Qué diablo, es más limpio! Pero un condenado saco lleno de gelatina sería mucho más rápido. Sería mucho más rápido. Dos sacos. No. Con uno sería suficiente. Y si tuviéramos los detonadores y el viejo fulminante… Ese hijo de perra tiró el fulminante al río. Esa vieja caja que ha estado en tantos sitios. Fue a este río adonde la tiró ese hijo de puta de Pablo. Les está dando para el pelo en estos momentos.»

– Dame algunas más, viejo.

«El viejo lo hace todo muy bien. Está en un sitio muy peligroso ahí arriba en estos momentos. El viejo sentía horror ante la idea de matar al centinela. Yo también; pero no lo pensé. Y no lo pienso ya en estos momentos. Hay que hacerlo. Sí. Pero Anselmo tuvo que hacerlo con una carabina vieja. Sé lo que es eso. Matar con arma automática es más fácil. Para el que mata, por supuesto. Es cosa distinta. Tras el primer apretón al gatillo, es el arma quien dispara. No tú. Bueno, ya pensarás en eso más tarde. Tú, con esa cabeza tan buena. Tienes una cabeza muy buena de pensador, viejo camarada Jordan. Vuélvete, Jordan, vuélvete. Te gritaban eso en el fútbol, cuando tenías la pelota. ¿Sabes que en realidad no es más grande el río Jordán que este riachuelo que está ahí abajo? En su origen, quiero decir. Claro que eso puede decirse de cualquier cosa en su origen. Se está muy bien bajo este puente. Es una especie de hogar lejos del hogar. Vamos, Jordan, recóbrate. Esto es una cosa seria, Jordan. ¿No lo comprendes? Una cosa seria. Aunque va siendo cada vez menos seria. Fíjate en el otro lado. ¿Para qué? Ya estoy listo ahora, pase lo que pase. Como vaya el Maine irá la nación. Como vaya el Jordán irán esos condenados israelitas. Quiero decir, el puente. Como vaya Jordan, así irá el condenado puente. O más bien al revés.»

– Dame unas pocas más, Anselmo, hombre -dijo. El viejo asintió-. Estamos casi terminando -dijo Robert Jordan. El viejo asintió de nuevo.

Mientras terminaba de sujetar las granadas con alambre, dejó de oír el tiroteo en la parte alta de la carretera. De repente se encontró con que el único ruido que acompañaba su trabajo era el rumor de la corriente. Miró hacia abajo y vio las hirvientes aguas blanquecinas despeñándose por entre las rocas que poco trecho más abajo formaban un remanso de aguas quietas en las que giraba velozmente una cuña que, momentos antes, había dejado escapar. Una trucha se levantó para atrapar algún insecto, formando un círculo en la superficie del agua, muy cercano del lugar en donde giraba la astilla. Mientras retorcía el alambre con la tenaza para mantener las dos granadas en su sitio, vio a través de la armazón metálica del puente la verde ladera de la colina iluminada por el sol. «Hace tres días tenía un color más bien pardusco», pensó.

Salió de la oscuridad fresca del puente hacia el sol brillante, y gritó a Anselmo, que tenía la cara inclinada hacia él:

– Dame el rollo grande de alambre.

«Por amor de Dios, no dejes que se aflojen. Esto las sostendrá sujetas. Quisieras poder atarlas a fondo. Pero con la extensión de hilo que empleas quedará bien», pensó Robert Jordan palpando las clavijas de las granadas. Se aseguró de que las granadas sujetas de lado tenían suficiente espacio para permitir a las cucharas levantarse cuando se tirase de las clavijas (el hilo que las mantenía sujetas pasaba por debajo de las cucharas), luego fijó un trozo de cable a una de las anillas, lo sujetó con el cable principal que pasaba por el anillo de la granada exterior, soltó algunas vueltas del rollo y pasó el hilo al través de una viga de acero. Por último, tendió el rollo a Anselmo:

– Sujétalo bien.

Saltó a lo alto del puente, tomó el rollo de las manos del viejo y retrocedió todo lo deprisa que pudo hacia el sitio donde el centinela yacía en medio de la carretera; sacó el alambre por encima de la balaustrada y fue soltando cable a medida que avanzaba.

– Trae las mochilas -gritó a Anselmo sin detenerse, marchando siempre de espaldas. Al pasar se inclinó para recoger la ametralladora, que colgó otra vez de su hombro.

Fue entonces cuando, al levantar los ojos, vio a lo lejos, en lo alto de la carretera, a los que volvían del puesto de arriba.

Vio que eran cuatro, pero inmediatamente tuvo que ocuparse del hilo de alambre, para que no se enredara en los salientes del puente. Eladio no estaba entre los que volvían.

Llevó el alambre hasta el extremo del puente, hizo un rizo alrededor del último puntal y luego corrió hacia la carretera, hasta un poyo de piedra, en donde se detuvo, cortó el alambre y le entregó el extremo a Anselmo.

– Sujeta eso, viejo. Y ahora, vuelve conmigo al puente. Ve recogiendo el alambre a medida que avanzas. No. Lo haré yo.

Una vez en el puente, soltó el enganche que había hecho unos momentos antes y, dejando el alambre de manera que ya no estuviese enredado en ninguna parte desde el extremo que unía las granadas hasta el que llevaba en la mano, se lo entregó de nuevo a Anselmo.

– Lleva esto hasta esa piedra que está allí. Sujétalo con firmeza, pero sin tirar; no hagas fuerza. Cuando tengas que tirar, tira fuerte, de golpe, y el puente volará. ¿Comprendes?

Sí -Llévalo suavemente, pero no lo dejes que se arrastre para que no se enrede. Sujétalo fuerte, pero no tires hasta que tengas que tirar de golpe. ¿Comprendes?

– Sí.

– Cuando tires, tira de golpe, no poco a poco.

Mientras hablaba, Robert Jordan seguía mirando hacia arriba por la carretera, en donde estaban los restos de la banda de Pilar. Estaban muy cerca ya y vio que a Fernando le sostenían Primitivo y Rafael. Parecía que le hubiesen herido en la ingle, porque se sujetaba el vientre con las dos manos, mientras el hombre y el muchacho le sostenían por las axilas. Arrastraba la pierna derecha y el zapato se deslizaba de costado, rozando el suelo. Pilar subía la cuesta camino del bosque, llevando al hombro tres fusiles. Robert Jordan no podía verle la cara, pero ella iba con la cabeza erguida y andaba todo lo de prisa que podía.

– ¿Cómo va eso? -gritó Primitivo.

– Bien, casi hemos acabado -contestó Robert Jordan, gritando también.

No era menester preguntar cómo les había ido a ellos. En el momento que apartó la vista del grupo estaban todos a la altura de la cuneta y Fernando movía la cabeza cuando los otros dos querían hacerle subir por la pendiente.

– Dadme un fusil y dejadme aquí -le oyó decir Robert Jordan con voz débil.

– No, hombre; te llevaremos hasta donde están los caballos.

– ¿Y para qué quiero yo un caballo? -contestó Fernándo-. Estoy bien aquí.

Robert Jordan no pudo oír lo que siguieron diciendo, porque se puso a hablar a Anselmo.

– Hazlo saltar si vienen tanques -dijo al viejo-; pero solamente si están ya sobre el puente. Hazlo saltar si aparecen coches blindados. Pero si los tienes ya del todo encima. Si se trata de otra cosa, Pablo se encargará de detenerlos.

– No voy a volar el puente mientras estés tú debajo.

– No te cuides de mí. Hazlo saltar en caso de que sea necesario. Voy a sujetar el otro alambre y vuelvo. Luego lo volaremos juntos.

Salió corriendo hacia el centro del puente.

Anselmo vio a Robert Jordan correr por el puente con el rollo de alambre debajo del brazo, las tenazas colgadas de la muñeca y la ametralladora a la espalda. Le vio trepar por la barandilla y desaparecer, con el hilo en la mano derecha. Anselmo se acurrucó detrás de un poyo de piedra y se puso a mirar la carretera y el terreno más allá del puente. A mitad de camino entre el puente y él estaba el centinela, que parecía más aplastado sobre la superficie lisa de la carretera, ahora que el sol le daba en la espalda. El fusil estaba en el suelo con la bayoneta calada apuntando hacia Anselmo. El viejo miró más allá del puente, sombreado por los vástagos de la barandilla, hasta el lugar en que la carretera torcía hacia la izquierda, siguiendo la garganta, y volvía a torcer para desaparecer tras la pared rocosa. Miró la garita más alejada, iluminada por el sol, y luego, siempre con el hilo en la mano, volvió la cabeza hacia donde estaba Fernando hablando con Primitivo y el gitano.

– Dejadme aquí -decía Fernando-; me duele mucho y tengo una hemorragia interna. Lo siento cada vez que me muevo.

– Déjanos llevarte allí arriba -dijo Primitivo-. Échanos los brazos por el cuello, que vamos a cogerte por las piernas.

– Es inútil -dijo Fernando-; ponedme ahí detrás de una piedra. Aquí soy tan útil como arriba.

– Pero ¿y cuando tengamos que irnos? -preguntó Primitivo.

– Déjame aquí -dijo Fernando-; no se puede andar conmigo tal como estoy. Así que tendréis un caballo más; estoy muy bien aquí. Y ellos no tardarán en llegar.

– Podríamos subirte fácilmente hasta lo alto del cerro -dijo el gitano. Sentía a todas luces prisa por marcharse, como Primitivo. Pero como le habían llevado ya hasta allí, no querían dejarle.

– No -dijo Fernando-; estoy muy bien aquí. ¿Qué le ha pasado a Eladio?

El gitano se llevó un dedo a la cabeza para indicar el sitio de la herida:

– Aquí -dijo-; después que tú. Cuando cargamos contra ellos.

– Dejadme -dijo Fernando.

Anselmo veía que Fernando estaba padeciendo mucho. Se sujetaba la ingle con las dos manos. Tenía la cabeza apoyada contra la ladera, las piernas extendidas ante él y su cara estaba gris y transida de sudor.

– Dejadme ya; haced el favor. Os lo ruego -dijo. Sus ojos estaban cerrados por el dolor y los labios le temblaban-: Estoy bien aquí.

– Aquí tienes un fusil y algunas balas -dijo Primitivo.

– ¿Es mi fusil? -preguntó Fernando, sin abrir los ojos.

– No. Pilar tiene el tuyo -dijo Primitivo-. Este es el mío.

– Hubiese preferido el mío -dijo Fernando-; le conozco mejor.

– Yo te lo traeré -dijo el gitano, mintiendo a conciencia-. Ten éste mientras tanto.

– Estoy muy bien situado aquí -dijo Fernando-; tanto para cubrir la carretera como para el puente. -Abrió los ojos, volvió la cabeza y miró al otro lado del puente; luego volvió a cerrarlos al sentir un nuevo acceso de dolor.

El gitano se golpeó la cabeza y con el pulgar hizo un gesto a Primitivo para marcharse.

– Volveremos a buscarte -dijo Primitivo. Y se puso a subir la cuesta detrás del gitano, que trepaba rápidamente.

Fernando se pegó a la pendiente. Delante de él había una de esas piedras blancas que señalan el borde de la carretera. Tenía la cabeza a la sombra, pero el sol daba sobre su herida taponada y vendada y sobre sus manos arqueadas que la cubrían. Las piernas y los pies también los tenía al sol. El fusil estaba a su lado y había tres cargadores que brillaban al sol cerca del fusil. Una mosca se puso a pasearse por su mano, pero no sentía el cosquilleo por el dolor.

– Fernando -gritó Anselmo, desde el sitio en donde estaba acurrucado con el alambre en la mano.

Había hecho una lazada y se la había puesto alrededor de la muñeca.

– Fernando -gritó nuevamente.

Fernando abrió los ojos y le miró.

– ¿Cómo va eso? -preguntó Fernando.

– Muy bien -dijo Anselmo-. Dentro de un minuto vamos a hacerlo saltar.

– Me alegro. Si os hago falta, para lo que sea, decídmelo -dijo Fernando.

Y cerró los ojos abrumado por el dolor.

Anselmo apartó la mirada y se puso a observar el puente.

Esperaba el momento en que el rollo de alambre fuese arrojado sobre el puente, seguido por la cabeza bronceada del inglés que volvería a subir. Al mismo tiempo miraba más allá del puente para ver si aparecía algo por el recodo de la carretera. No tenía miedo de nada; no había tenido miedo de nada aquel día. «Fue todo tan rápido y tan normal -pensó-. No me gustó matar al centinela y me impresionó; pero ahora ya ha pasado todo. ¿Cómo pudo decir el inglés que disparar sobre un hombre es lo mismo que disparar sobre un animal? En la caza sentí siempre alegría y nunca tuve la sensación de hacer daño. Pero matar al hombre causa la misma sensación que si se pega a un hermano cuando se es mayor. Y disparar varias veces para matarle… No, no pienses en ello. Te ha producido demasiada emoción y has llorado como una mujer, al correr por el puente. Ahora todo se ha acabado. Y podrás tratar de expiar eso y todo lo demás. Ahora tienes lo que pedías ayer por la noche, al cruzar los montes, de regreso a la cueva. Estás en el combate y eso no te plantea ningún problema. Si muero esta mañana, todo estará bien.»

Miró a Fernando, tendido contra la pendiente, con las manos arqueadas por encima del vientre, los labios azulados, los ojos cerrados, la respiración pesada y lenta, y pensó: «Si muéro, que sea de prisa. No, he dicho que no pediría nada si conseguía hoy lo que hacía falta. Así es que no pido nada. ¿Entendido? No pido nada de ninguna manera. Dame lo que te he pedido y abandono todo lo demás a tu voluntad.»

Escuchó el fragor lejano de la batalla en el puerto, y se dijo: «Verdaderamente, hoy es un gran día. Es preciso que piense y que sepa qué clase de día es.»

Pero no abrigaba alegría ni entusiasmo en su corazón. Todo aquello había pasado y sólo quedaba la calma. Y ahora, acurrucado detrás del poyo, con una lazada de hierro en sus manos y otra alrededor de su muñeca y la gravilla del borde de la carretera bajo sus rodillas, no se sentía aislado, no se sentía solo en absoluto. Estaba unido al hilo de hierro que tenía en la mano, unido al puente y unido a las cargas que el inglés había colocado. Estaba unido al inglés, que trabajaba debajo del puente; estaba unido a toda la batalla y estaba unido a la República. Pero no sentía entusiasmo. Todo estaba tranquilo. El sol le daba en la nuca y en los hombros, y cuando levantó los ojos vio el cielo sin una nube y la pendiente de la montaña que se levantaba tras la garganta, y no se sintió dichoso, pero tampoco solo ni asustado.

En lo alto de la cuesta, Pilar, acurrucada detrás de un árbol, observaba el fragmento de carretera que descendía del puerto. Tenía tres fusiles cargados y tendió uno de ellos a Primitivo cuando éste fue a colocarse a su lado.

– Ponte ahí -le dijo-, detrás de ese árbol. Tú, gitano, más abajo -y señaló un árbol más abajo-. ¿Ha muerto?

– No. Todavía no -dijo Primitivo.

– ¡Qué mala suerte! -dijo Pilar-. Si hubiéramos sido dos más, no hubiera sucedido. Fernando debería haberse tumbado detrás de los montones de serrín. ¿Está bien donde le habéis dejado?

Primitivo afirmó con la cabeza.

– Cuando el inglés vuele el puente, ¿llegarán hasta aquí los pedazos? -preguntó el gitano detrás del árbol.

– No lo sé -dijo Pilar-; pero Agustín, con la máquina, está más cerca que tú. El inglés no le hubiera colocado allí si estuviera demasiado cerca.

– Me acuerdo de que cuando hicimos saltar el tren, la lámpara de la locomotora pasó por encima de mi cabeza y los trozos de acero volaban como golondrinas.

– Tienes recuerdos muy poéticos -dijo Pilar-. Como golondrinas. ¡Joder! Oye, gitano, te has portado bien hoy. Ahora, cuidado no vaya a cogerte otra vez el miedo.


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