Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"
Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй
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Классическая проза
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Oyó a Pilar que dentro de la cueva gritaba a Agustín. Lúego la vio meterse dentro y que dos hombres salían corriendo, uno con el fusil automático y el trípode colgando sobre su hombro; el otro con un saco lleno de municiones.
– Suba con ellos -dijo Jordan a Anselmo-. Échese al lado del fusil y sujete las patas.
Los tres hombres subieron por el sendero corriendo por entre los árboles.
El sol no había alcanzado la cima de las montañas. Robert Jordan, de pie, se abrochó el pantalón y se ajustó el cinturón. Aún tenía la pistola colgando de la correa de la muñeca. La metió en la funda, una vez asegurado el cinturón, y, corriendo el nudo de la correa, la pasó por encima de su cabeza.
«Alguien te estrangulará un día con esa correa -se dijo-. Bueno, menos mal que la tenías a mano.» Sacó la pistola, quitó el cargador, metió una nueva bala y volvió a colocarlo en su sitio.
Miró entre los árboles hacia donde estaba Primitivo, que sostenía el caballo de las bridas y estaba tratando de desprender el jinete del estribo. El cuerpo cayó de bruces y Primitivo empezó a registrarle los bolsillos.
– Vamos -gritó Jordan-. Trae ese caballo.
Al arrodillarse para atarse las alpargatas, Jordan sintió contra sus rodillas el cuerpo de María, vistiéndose debajo de la manta. En esos momentos no había lugar para ella en su vida.
«Ese jinete no esperaba nada malo -pensó-. No iba siguiendo las huellas de ningún caballo, ni estaba alerta, ni siquiera armado. No seguía la senda que conduce al puesto. Debía de ser de alguna patrulla desparramada por estos montes. Pero cuando sus compañeros noten su ausencia, seguirán sus huellas hasta aquí. A menos que antes se derrita la nieve. O a menos que le ocurra algo a la patrulla.»
– Sería mejor que fueses abajo -le dijo a Pablo.
Todos habían salido ya de la cueva y estaban parados, empuñando las carabinas y llevando granadas sujetas a los cinturones. Pilar tendió a Jordan un saco de cuero lleno de granadas; Jordan tomó tres, y se las metió en los bolsillos. Agachándose entró en la cueva. Se fue hacia sus mochilas, abrió una de ellas, la que guardaba el fusil automático, sacó el cañón y la culata, lo armó, le metió una cinta y se guardó otras tres en el bolsillo. Volvió a cerrar la mochila y se fue hacia la puerta. «Tengo los bolsillos llenos de chatarra. Espero que aguanten las costuras.» Al salir de la cueva le dijo a Pablo:
– Me voy para arriba. ¿Sabe manejar Agustín ese fusil?
– Sí -respondió Pablo. Estaba observando a Primitivo, que se acercaba, llevando el caballo de las riendas-: Mira qué caballo.
El gran tordillo transpiraba y temblaba un poco y Robert Jordan lo palmeó en las ancas.
– Le llevaré con los otros -dijo Pablo.
– No -replicó Jordan-. Ha dejado huellas al venir. Tiene que hacerlas de regreso.
– Es verdad -asintió Pablo-. Voy a montar en él. Le esconderé y le traeré cuando se haya derretido la nieve. Tienes mucha cabeza hoy, inglés.
– Manda a alguno que vigile abajo -dijo Robert Jordan-. Nosotros tenemos que ir allá arriba.
– No hace falta -dijo Pablo-. Los jinetes no pueden llegar por ese lado. Será mejor no dejar huellas, por si vienen los aviones. Dame la bota de vino, Pilar.
– Para largarte y emborracharte -repuso Pilar -. Toma, coge esto en cambio -y le tendió las granadas. Pablo metió la mano, cogió dos y se las guardó en los bolsillos.
– ¡Qué va, emborracharme! -exclamó Pablo-; la situación es grave. Pero dame la bota; no me gusta hacer esto con agua sola. Levantó los brazos, tomó las riendas y saltó a la silla. Sonrió acariciando al nervioso caballo. Jordan vio cómo frotaba las piernas contra los flancos del caballo.
– ¡Qué caballo más bonito! -dijo, y volvió a acariciar al gran tordillo-. ¡Qué caballo más hermoso! Vamos; cuanto antes salgamos de aquí, será mejor.
Se inclinó, sacó de su funda el pequeño fusil automático, que era realmente una ametralladora que podía cargarse con munición de nueve milímetros, y la examinó:
– Mira cómo van armados -dijo-. Fíjate lo que es la caballería moderna.
– Ahí está la caballería moderna, de bruces contra el suelo -replicó Robert Jordan-. Vámonos. Tú, Andrés, ensilla los caballos y tenlos dispuestos. Si oyes disparos, llévalos al bosque, detrás del claro, y ve a buscarnos con las armas, mientras las mujeres guardan los caballos. Fernando, cuídese de que me suban también los sacos; sobre todo, de que los lleven con precaución. Y tú, cuida de mis mochilas -le dijo a Pilar, tuteándola-. Asegúrate de que vienen también con los caballos. Vámonos -dijo-. Vamos.
– María y yo vamos a preparar la marcha -dijo Pilar. Luego susurró a Robert Jordan-: Mírale -señalando a Pablo, que montaba el caballo a la manera de los vaqueros; las narices del caballo se dilataron cuando Pablo reemplazó el cargador de la ametralladora-. Mira el efecto que ha producido en él ese caballo.
. Si yo pudiera tener dos caballos -dijo Jordan con vehemencia.
Ya tienes bastante caballo con lo que te gusta el peligro.
Entonces, me conformo con un mulo -dijo Robert Jordan sonriendo-. Desnúdeme a ése -le dijo a Pilar, señalando con un movimiento de cabeza al hombre tendido de bruces, sobre la nieve– y coja todo lo que encuentre, cartas, papeles, todo. Métalos en el bolsillo exterior de mi mochila. ¿Me ha entendido?
– Sí.
– Vámonos.
Pablo iba delante y los dos hombres le seguían, uno detrás de otro, atentos a no dejar huellas en la nieve. Jordan llevaba su ametralladora en la empuñadura, con el cañón hacia abajo. «Me gustaría que se la pudiera cargar con las mismas municiones que esa arma de caballería. Pero no hay ni que pensarlo. Esta es una arma alemana. Era el arma del bueno de Kashkin.»
El sol brillaba ya sobre los picos de las montañas. Soplaba un viento tibio y la nieve se iba derritiendo. Era una hermosa mañana de finales de primavera.
Jordan volvió la vista atrás y vio a María parada junto a Pilar. Luego empezó a correr hacia él por el sendero. Jordan se inclinó por detrás de Primitivo, para hablarle.
– Tú -gritó María-, ¿puedo ir contigo?
– No, ayuda a Pilar.
Corría detrás de él, y cuando llegó a su alcance le puso la mano en el brazo.
– Voy contigo.
– No. De ninguna manera.
Ella siguió caminando a su lado.
– Podría sujetar las patas de la ametralladora, como le has dicho tú a Anselmo que hiciese.
– No vas a sujetar nada, ni la ametralladora ni ninguna otra cosa.
Insistió en seguir andando a su lado, se adelantó ligeramente y metió su mano en el bolsillo de Robert Jordan.
– No -dijo él-; pero cuida bien de tu camisón de boda.
– Bésame -dijo ella-, si te vas.
– Eres una desvergonzada-dijo él.
– Sí; por completo.
– Vuelve ahora mismo. Hay muchas cosas que hacer. Podríamos vernos forzados a combatir aquí mismo si siguen las huellas de este caballo.
– Tú -dijo ella-, ¿no viste lo que llevaba en el pecho?
– Sí, ¿cómo no? Era el Sagrado Corazón.
– Sí, todos los navarros lo llevan. ¿Y le has matado por eso?
– No, disparé más abajo. Vuélvete ahora mismo.
– Tú -insistió ella-, lo he visto todo.
– No has visto nada. No has visto más que a un hombre. A un hombre a caballo. Vete. Vuélvete ahora mismo.
– Dime que me quieres.
– No. Ahora no.
– ¿Ya no me quieres?
– Déjame. Vuélvete. Este no es el momento.
– Quiero sujetar las patas de la ametralladora, y mientras disparas, quererte.
– Estás loca. Vete.
– No estoy loca -dijo ella-; te quiero.
– Entonces, vuélvete.
– Bueno, me voy. Y si tú no me quieres, yo te quiero a ti lo suficiente para los dos.
El la miró y le sonrió, sin dejar de pensar en lo que le preocupaba.
– Cuando oigas tiros, ven con los caballos, y ayuda a Pilar con mis mochilas. Puede que no suceda nada. Así lo espero.
– Me voy -dijo ella-. Mira qué caballo lleva Pablo.
El tordillo avanzaba por el sendero.
– Sí, ya lo veo. Pero vete.
– Me voy.
El puño de la muchacha, aferrado fuertemente dentro del bolsillo de Robert Jordan, le golpeó en la cadera. El la miró y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó ella la mano del bolsillo, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó.
– Me voy -dijo-; me voy, me voy.
El volvió la cabeza y la vio parada allí, con el primer sol ¿e la mañana brillándole en la cara morena y en la cabellera, corta y dorada. Ella levantó el puño, en señal de despedida, y dando media vuelta descendió por el sendero con la cabeza baja.
Primitivo volvió la cara para mirarla.
Si no tuviese cortado el pelo de ese modo, sería muy bonita.
– Sí -contestó Robert Jordan-. Estaba pensando en otra cosa.
– ¿Cómo es en la cama? -preguntó Primitivo.
_¿Qué?
– En la cama.
– Cállate la boca.
– Uno no tiene por qué enfadarse si…
– Calla -dijo Robert Jordan. Estaba estudiando las posiciones.
Capítulo veintidós
– Córtame unas cuantas ramas de pino -dijo Robert Jordan a Primitivo– y tráemelas en seguida. No me gusta la ametralladora en esa posición -dijo a Agustín.
– ¿Porqué?
– Colócala ahí y más tarde te lo explicaré -precisó Jordan-. Aquí, así -añadió-. Deja que te ayude. Aquí. -Y se agazapó junto al arma.
Miró a través del estrecho sendero, fijándose especialmente en la altura de las rocas a uno y otro lado.
– Hay que ponerla un poco más allá -dijo-. Bien, aquí. Aquí estará bien hasta que podamos colocarla debidamente. Aquí. Pon piedras alrededor. Aquí hay una. Pon esta otra del otro lado. Deja al cañón holgura para girar con toda libertad. Hay que poner una piedra un poco más allá, por este lado. Anselmo, baje usted a la cueva y tráigame el hacha. Pronto. ¿No habéis tenido nunca un emplazamiento adecuado para la ametralladora? -preguntó a Agustín.
– Siempre la hemos puesto ahí.
– ¿Os dijo Kashkin que la pusierais ahí?
– Cuando trajeron la ametralladora, él ya se había marchado.
– ¿No sabían utilizarla los que os la trajeron?
– No, eran sólo cargadores.
– ¡Qué manera de trabajar! -exclamó Robert Jordan-. ¿Os la dieron así, sin instrucciones?
– Sí, como si fuera un regalo. Una para nosotros y otra para el Sordo. La trajeron cuatro hombres. Anselmo los guió.
– Es un milagro que no la perdieran. Cuatro hombres a través de las líneas.
– Lo mismo pensé yo -dijo Agustín-. Pensé que los que la enviaban tenían ganas de que se perdiera. Pero Anselmo los guió muy bien.
– ¿Sabes manejarla?
– Sí. He probado a hacerlo. Yo sé. Pablo también sabe. Primitivo sabe. Fernando también. Probamos a montarla y a desmontarla sobre la mesa, en la cueva. Una vez la desmontamos y estuvimos dos días sin saber cómo montarla de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a montarla más.
– ¿Dispara bien por lo menos?
– Sí, pero no se la dejamos al gitano ni a los otros, para que no jueguen con ella.
– ¿Ves ahora? Desde donde estaba no servía para nada -dijo Jordan-. Mira, esas rocas que tenían que proteger vuestro flanco, cubrían a los asaltantes. Con una arma como ésta hay que tener un espacio descubierto por delante, para que sirva de campo de tiro. Y además, es preciso atacarlos de lado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora; todo queda dominado.
– Ya lo veo -dijo Agustín-; pero no nos hemos peleado nunca a la defensiva, salvo en nuestro pueblo. En el asunto del tren, los que tenían la máquina eran los soldados.
– Entonces aprenderemos todos juntos -repuso Robert Jordan-. Hay que fijarse en algunas cosas. ¿Dónde está el gitano? Ya debería estar aquí.
– No lo sé.
– ¿Adonde puede haberse ido?
– No lo sé.
Pablo fue cabalgando por el sendero y dio una vuelta por el espacio llano que formaba el campo de tiro del fusil automático. Robert Jordan le vio bajar la cuesta en aquellos momentos a lo largo de las huellas que el caballo había trazado al subir. Luego desapareció entre los árboles, doblando hacia la izquierda.
– «Espero que no tropiece con la caballería -pensó Robert Jordan-. Temo que nos lo devuelvan como un regalo.»
Primitivo trajo ramas de pino y Robert Jordan las plantó en la nieve, hasta llegar a la tierra blanda, arqueándola alrededor del fusil.
– Trae más -dijo-; hay que hacer un refugio para los dos hombres que sirven la pieza. Esto no sirve de mucho, pero tendremos que valernos de ello hasta que nos traigan el hacha, y escucha -añadió-: Si oyes un avión, échate al suelo, dondequiera que estés, ponte al cobijo de las rocas. Yo me quedo aquí con la ametralladora.
El sol estaba alto y soplaba un viento tibio que hacía agradable el encontrarse junto a las rocas iluminadas, brillando a su resplandor.
«Cuatro caballos -pensó Robert Jordan-. Las dos mujeres y yo. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín… ¿Cómo diablos se llama el otro hermano? Esto hacen ocho. Sin contar al gitano, que haría nueve. Y además, hay que contar con Pablo, que ahora se ha ido con el caballo, que haría diez. ¡Ah, sí, el otro hermano se llama Andrés! Y el otro también, Eladio. Así suman once. Ni siquiera la mitad de un caballo para cada uno. Tres hombres pueden aguantar aquí y cuatro marcharse. Cinco, con Pablo. Pero quedan dos. Tres con Eladio. ¿Dónde diablos estará? Dios sabe lo que le espera al Sordo hoy, si encuentran la huella de los caballos en la nieve. Ha sido mala suerte que dejase de nevar de repente. Aunque, si se derrite, las cosas se nivelarán. Pero no para el Sordo. Me temo que sea demasiado tarde para que las cosas puedan arreglarse para el Sordo. Si logramos pasar el día sin tener que combatir, podremos lanzarnos mañana al asunto con todos los medios de que disponemos. Sé que podemos. No muy bien, pero podemos. No como hubiéramos querido hacerlo; pero, utilizando a todo el mundo, podemos intentar el golpe si no tenemos que luchar hoy. Si tenemos hoy que pelear, Dios nos proteja.
»Entretanto, no creo que haya un lugar mejor que éste para instalarnos. Si nos movemos ahora, lo único que haremos es dejar huellas. Este lugar no es peor que otro, y si las cosas van mal, hay tres escapatorias. Después vendrá la noche y desde cualquier punto donde estemos en estas montañas, podré acercarme al puente y volarlo con luz de día. No sé por qué tengo que preocuparme. Todo esto parece ahora bastante fácil. Espero que la aviación saldrá a tiempo siquiera sea una vez. Sí, espero que sea así. Mañana será un día de mucho polvo en la carretera.
»Bueno, el día de hoy tiene que ser muy interesante o muy aburrido. Gracias a Dios que hemos apartado de aquí a ese caballo. Aunque vinieran derechos hacia acá no creo que pudieran seguir las huellas en la forma que están ahora. Creerán que se paró en ese lugar y dio media vuelta, y seguirán las huellas de Pablo. Me gustaría saber adonde ha ido ese cochino. A buen seguro que estará dejando huellas como un viejo búfalo que anda dando vueltas y metiéndose por todas partes, alejándose para volver cuando la nieve se haya derretido. Ese caballo realmente le ha cambiado. Quizá lo haya aprovechado para largarse. Bueno, ya sabe cuidarse de sí mismo. Ha pasado mucho tiempo manejándose solo. Pero, con todo eso, me inspira menos confianza que si tuviera que habérmelas con el Everest.
»Creo que será más hábil usar de estas rocas como refugio y cubrir bien la ametralladora, en vez de ponernos a construir un emplazamiento en la debida forma. Si llegaran ellos con los aviones, nos sorprenderían cuando estuviéramos haciendo las trincheras. Tal y como está colocada, servirá para defender esta posición todo el tiempo que valga la pena defenderla. Y de todas maneras, yo no podré quedarme aquí para pelear. Tengo que irme con todo mi material y tengo que llevarme a Anselmo. ¿Quién se quedará para cubrir nuestra retirada, si tenemos que pelear en este sitio?»
En ese momento, mientras escrutaba atentamente todo el espacio visible, vio acercarse al gitano por entre las rocas de la izquierda. Venía con paso tranquilo, cadencioso, con la carabina terciada sobre la espalda, la cara morena, sonriente y llevando en cada mano una gran liebre, sujeta de las patas traseras y con la cabeza balanceándose a un lado y a otro.
– Hola, Roberto -gritó alegremente.
Robert Jordan se llevó un dedo a los labios, y el gitano pareció asustarse. Se deslizó por detrás de las rocas hasta donde estaba Jordan agazapado junto a la ametralladora, escondida entre las ramas. Se acurrucó a su lado y depositó las liebres sobre la nieve.
Robert Jordan le miró fríamente.
– Tú, hijo de la gran puta -susurró-. ¿Dónde c… has estado?
– He seguido sus huellas -contestó el gitano-. Las cacé a las dos. Estaban haciéndose el amor sobre la nieve.
– ¿Y tu puesto?
– No falté mucho tiempo -susurró el gitano-. ¿Qué pasa? ¿Hay alarma?
– La caballería anda por aquí.
– ¡Rediós! -exclamó el gitano-. ¿Los has visto?
– Ahora hay uno en el campamento -contestó Robert Jordan-. Vino a buscar el desayuno.
– Me pareció oír un tiro o algo semejante -dijo el gitano-. Me c… en la leche. ¿Vino por aquí?
– Por aquí, pasando por tu puesto.
– ¡Ay, mi madre! -exclamó el gitano-. ¡Qué mala suerte tengo!
– Si no fueras gitano, te habría pegado un tiro.
– No, Roberto; no digas eso. Lo siento mucho. Fue por las liebres. Antes del amanecer oí al macho correteando por la nieve. No puedes imaginarte la juerga que se traían. Fui hacia el lugar de donde salía el ruido; pero se habían ido. Seguí las huellas por la nieve, y más arriba las encontré juntas y las maté a las dos. Tócalas, fíjate qué gordas están para esta época del año. Piensa en lo que Pilar hará con ellas. Lo siento mucho, Roberto. Lo siento tanto como tú. ¿Matásteis al de la caballería?
– Sí.
– ¿Le mataste tú?
– Sí.
– ¡Qué tío! -exclamó el gitano, tratando de adularle-. Eres un verdadero fenómeno.
– Tu madre -replicó Jordan. No pudo evitar el sonreírle-. Coge tus liebres y llévatelas al campamento, y tráenos algo para el desayuno.
Extendió una mano y palpó a las liebres, que estaban en la nieve, grandes, pesadas, cubiertas de una piel espesa, con sus patas largas, sus largas orejas, sus ojos, oscuros y redondos enteramente abiertos.
– Son gordas de veras -dijo.
– Gordas -exclamó el gitano-. Cada una tiene un tonel de grasa en los costillares. En mi vida he visto semejantes liebres; ni en sueños.
– Vamos, vete -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguída con el desayuno. Y tráeme la documentación de ese requeté. Pídesela a Pilar.
– ¿No estás enfadado conmigo, Roberto?
– No estoy enfadado. Estoy disgustado porque has abandonado tu puesto. Imagínate que hubiera sido toda una tropa de caballería.
– ¡Rediós! -exclamó el gitano-. ¡Cuánta razón tienes!
– Oye, no puedes dejar el puesto de ninguna manera. Nunca. Y no hablo en broma cuando digo que te pegaría un tiro.
– Claro que no. Pero te diré una cosa. Nunca volverá a presentarse en mi vida una oportunidad como la de estas dos liebres. Hay cosas que no ocurren dos veces en la vida.
– Anda -dijo Robert Jordan-, y vuelve en seguida.
El gitano recogió sus liebres y se alejó, deslizándose por entre las rocas. Robert Jordan se puso a estudiar el campo de tiro y las pendientes de las colinas. Dos cuervos volaron en círculo por encima de su cabeza y fueron a posarse en una rama de un pino, más abajo. Otro cuervo se unió a ellos y Robert Jordan, viéndolos, pensó: «Ahí están mis centinelas. Mientras estén quietos, nadie se acercará por entre los árboles.
¡Qué gitano! No vale para nada. No tiene sentido político ni disciplina, ni se puede contar con él para nada. Pero tendré necesidad de él mañana. Mañana tengo un trabajo para él. Es raro ver un gitano en esta guerra. Debieran estar exentos, como los objetores de conciencia. O como los que no son aptos para el servicio, física o moralmente. No valen para nada. Pero los objetores de conciencia no están exentos en esta guerra. Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante. Sí, la guerra ha llegado ahora hasta aquí, hasta este grupo de holgazanes disparatados. Ya tienen lo suyo, por el momento.»
Agustín y Primitivo llegaron con las ramas, y Robert Jordan confeccionó un buen refugio para la ametralladora; un refugio que la haría invisible desde el aire y parecería natural visto desde el bosque. Les indicó dónde deberían colocar a un hombre, en lo alto de la muralla rocosa, a la derecha, para que pudiese vigilar toda la región desde ese lado, y un segúndo hombre desde un segundo lugar, para vigilar el único acceso que tenía la montaña rocosa por la izquierda.
– No disparéis desde arriba si aparece alguien -ordenó Robert Jordan-. Dejad caer una piedra, en señal de alarma, y haced una señal con el fusil de esta forma -y levantó el rifle, sosteniéndolo sobre su cabeza, como para resguardarla-. Para señalar el número de hombres, así -y movió el rifle de arriba abajo varias veces-. Si vienen a pie hay que apuntar con el cañón del fusil hacia el suelo. Así no hay que disparar un solo tiro hasta que empiece a hablar la máquina. Al disparar desde esa altura hay que apuntar a las rodillas. Si me oís silbar dos veces, venid para acá, cuidando de manteneros bien ocultos. Venid a estas rocas, en donde está la máquina.
Primitivo levantó el rifle.
– Lo he entendido -dijo-. Es muy sencillo.
– Arroja primero una piedra, para prevenirnos, e indica la dirección y el número de los que se acerquen. Cuida de no ser visto.
– Sí -contestó Primitivo-. ¿Puedo arrojar una granada?
– No, hasta que no haya empezado a hablar la máquina. Es posible que los de la caballería vengan buscando a su camarada sin atreverse a acercarse. Puede también que vayan siguiendo las huellas de Pablo. No queremos combatir si es posible evitarlo. Y tenemos que evitarlo por encima de todo. Ahora, vete allá arriba.
– Me voy -dijo Primitivo. Y comenzó a ascender por la muralla rocosa, con su carabina al hombro.
– Tú, Agustín -exclamó Robert Jordan-, ¿qué sabes acerca de la máquina?
Agustín, agazapado junto a él, alto, moreno, con su mandíbula enérgica, sus ojos hundidos, su boca delgada y sus grandes manos señaladas por el trabajo, respondió:
– Pues cargarla. Apuntarla. Dispararla. Nada más.
– No debes disparar hasta que estén a cincuenta metros, y cuando tengas la seguridad de que se disponen a subir el sendero que conduce a la cueva -dijo Robert Jordan.
– De acuerdo. ¿Qué distancia es ésa?
Como de aquí a esa roca. Si hay un oficial entre ellos;; dispárale primero. Después, mueve la máquina para apuntar a los demás. Muévela suavemente. No hace falta mucho movimiento. Le enseñaré a Fernando a mantenerla quieta. Tienes que sujetar bien el cañón, de modo que no rebote, y apuntar cuidadosamente. No dispares más de seis tiros de una vez, si puedes evitarlo. Porque al disparar, el cañón salta hacia arriba. Apunta cada vez a un hombre y en seguida apunta a otro. Para un hombre a caballo, apunta al vientre.
– Sí.
– Alguien debiera sostener el trípode, para que la máquina no salte. Así. Y debiera cargarla.
– ¿Y tú dónde estarás?
– Aquí a la izquierda, un poco más arriba, desde donde pueda ver lo que pasa y cubrir tu izquierda con esta pequeña máquina. Si vienen, es posible que tengamos una matanza. Pero no tienes que disparar hasta que no estén muy cerca.
– Creo que podríamos darles para el pelo. ¡Menuda matanza!
– Aunque espero que no vengan.
– Si no fuera por tu puente, podríamos hacer aquí una buena y después huir.
– No nos valdría de nada. El puente forma parte de un plan para ganar la guerra. Lo otro no sería más que un sencillo incidente. Nada.
– ¡Qué va a ser un incidente! Cada fascista que muere es un fascista menos.
– Sí, pero con esto del puente, puede que tomemos Segóvia, la capital de la provincia. Piensa en ello. Sería la primera vez que tomásemos una ciudad.
– ¿Lo crees en serio? ¿Crees que podríamos tomar Segovia?
– Sí; haciendo volar el puente como es debido, es posible.
– Me gustaría que hiciéramos la matanza aquí y también lo del puente.
– Tienes tú mucho apetito -dijo Robert Jordan.
Durante todo ese tiempo estuvo observando a los cuervos. Se dio cuenta de que uno de ellos estaba vigilando algo.
El pajarraco graznó y se fue volando.
Pero el otro permaneció tranquilamente en el árbol.
Robert Jordan miró hacia arriba, hacia el puesto de Primitivo, en lo alto de las rocas. Le vio vigilando todo el terreno alrededor, aunque sin hacer ninguna señal. Jordan se echó hacia delante y corrió el cerrojo del fusil automático, se aseguró de que el cargador estaba bien en su sitio y volvió a cerrarlo. El cuervo seguía en el árbol. Su compañero describió un vasto círculo sobre la nieve y vino a posarse en el mismo árbol. Al calor del sol, y con el viento tibio que soplaba, la nieve depositada en las ramas de los pinos iba cayendo suavemente al suelo.
– Te tengo reservada una matanza para mañana por la mañana -anunció Robert Jordan-. Será necesario exterminar el puesto del aserradero.
– Estoy dispuesto -dijo Agustín-; estoy listo.
– Y también la casilla del peón caminero, más abajo del puente.
– Estoy dispuesto -repitió Agustín– para una cosa o para la otra. O para las dos.
– Para las dos, no; tendrán que hacerse al mismo tiempo -replicó Jordan.
– Entonces para una o para la otra -dijo Agustín-. Llevo mucho tiempo deseando que tengamos ocasión de entrar en esta guerra. Pablo nos ha estado pudriendo aquí sin hacer nada.
Anselmo llegó con el hacha.
– ¿Quiere usted más ramas? -preguntó-. A mí me parece que está bien oculto.
– No quiero ramas -replicó Jordan-; quiero dos arbolitos pequeños que podamos poner aquí y hacer que parezcan naturales. No hay aquí árboles bastantes como para que esto pase inadvertido.
– Los traeré entonces.
– Córtalos bien hasta abajo, para que no se vean los tacones.
Robert Jordan oyó el ruido de hachazos en el monte, a sus espaldas. Miró hacia arriba y vio a Primitivo entre las rocas, y luego volvió a mirar hacia abajo, entre los pinos, más allá del claro. Uno de los cuervos seguía en su sitio. Luego oyó el zumbido sordo de un avión a gran altura. Miró a lo alto y lo vio, pequeño y plateado, a la luz del sol. Apenas parecía moverse en el cielo.
– No nos pueden ver desde allí -dijo a Agustín-; pero es mejor estar escondidos. Ya es el segundo avión de observación que pasa hoy.
– ¿Y los de ayer? -preguntó Agustín.
– Ahora me parecen una pesadilla -dijo Robert Jordan.
– Deben de estar en Segovia. Las pesadillas aguardan allí para hacerse realidad.
El avión se había perdido de vista por encima de las montañas, pero el zumbido de sus motores aún persistía.
Mientras Robert Jordan miraba a lo alto, vio al cuervo volar. Volaba derecho, hasta que se perdió entre los árboles, sin soltar un graznido.
Capítulo veintitrés
– Agáchate -susurró Robert Jordan a Agustín.
Y volviéndose, le hizo señas con la mano para indicarle «abajo, abajo» a Anselmo, que se acercaba por el claro con un pino sobre sus espaldas que parecía un árbol de Navidad. Vio cómo el viejo dejaba el árbol tras una roca y desaparecía. Luego se puso a observar el espacio abierto en la dirección del bosque. No veía nada; no oía nada, pero sentía latir su corazón. Luego oyó el choque de una piedra que caía rodando y golpeaba en otras piedras, haciendo saltar ligeros pedazos de roca. Volvió la cabeza hacia la derecha y, levantando los ojos, vio el fusil de Primitivo elevarse y descender horizontalmente cuatro veces. Después no vio más que el blanco espacio frente a él, con la huella circular dejada por el caballo gris y, más abajo, la línea del bosque.
– Caballería -susurró Agustín, que le miró. Y sus mejillas, oscuras y sombrías, se distendieron en una sonrisa.
Robert Jordan advirtió que estaba sudando. Alargó la mano y se la puso en el hombro. En aquel momento vieron a cuatro jinetes salir del bosque y Robert Jordan sintió los músculos de la espalda de Agustín, que se crispaban bajo su mano.
Un jinete iba delante y tres cabalgaban detrás. El que los guiaba seguía las huellas del caballo gris. Cabalgaba con los ojos fijos en el suelo. Los otros tres, dispuestos en abanico, iban escudriñándolo todo cuidadosamente en el bosque. Todos estaban alerta. Robert Jordan sintió latir su corazón contra el suelo cubierto de nieve, en el que estaba extendido, con los codos separados, observando por la mira del fusil automático.
El hombre que marchaba delante siguió las huellas hasta el lugar en que Pablo había girado en círculo y luego se detuvo. Los otros tres le alcanzaron y al llegar a su altura se detuvieron también.
Robert Jordan los veía claramente por encima del cañón de azulado acero de la ametralladora. Distinguía los rostros de los hombres, los sables colgantes, los ijares de los caballos brillantes de sudor, el cono de sus capotes y las boinas navarras echadas a un lado. El jefe dirigió su caballo hacia la brecha entre las rocas, en donde estaba colocada el arma automática, y Robert Jordan vio su rostro juvenil, curtido por el viento y el sol, sus ojos muy juntos, su nariz aquilina, y el mentón saliente en forma de cuña.
Desde su silla, por encima de la cabeza del caballo, levantada en alto, frente por frente a Robert Jordan, con la culata del ligero fusil automático asomando fuera de la funda, que colgaba a la derecha de la montura, el jefe señaló hacia la abertura en la que estaba colocado el fusil. Robert Jordan hundió sus codos en la tierra y observó, a lo largo del cañón, a los cuatro jinetes detenidos frente a él sobre la nieve. Tres de ellos habían sacado sus armas. Dos las llevaban terciadas sobre la montura. El otro la llevaba colgando a su derecha, con la culata rozándole la cadera.
«Es raro verlos tan de cerca -pensó-. Mucho más raro es aún verlos a lo largo del cañón de un fusil como éste. Generalmente los vemos con la mira levantada y nos parecen hombres en miniatura, y es condenadamente difícil disparar sobre ellos. O bien se acercan corriendo, echándose a tierra, se vuelven a levantar y hay que barrer una ladera con las balas u obstruir una calle o castigar constantemente las ventanas de un edificio. A veces se los ve de lejos, marchando por una carretera. Únicamente asaltando un tren has podido verlos así, como están ahora. A esta distancia, a través de la mira, parece que tienen dos veces su estatura. Tú, -pensó, mirando por la mira y siguiendo una línea que llegaba hasta el pecho del jefe de la partida, un poco a la derecha de la enseña roja que relucía al sol de la mañana contra el fondo oscuro del capote-. Tú -siguió pensando en español, en tanto extendía los dedos, apoyándolos sobre las patas de la ametralladora, para evitar que una presión a destiempo sobre el gatillo pusiera en movimiento con una corta sacudida la cinta de los proyectiles-. Tú, tú estás muerto en plena juventud. Y tú, y tú, y tú. Pero que no suceda. Que no suceda.»