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¿Por Quién Doblan Las Campanas?
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 23:52

Текст книги "¿Por Quién Doblan Las Campanas?"


Автор книги: Эрнест Миллер Хемингуэй



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»Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: "¡Agua, agua!", y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: "¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?"

»-En seguida -gritó Pablo desde la puerta del Ayuntamiento-. En seguida va a salir el primero. -Su voz estaba ronca de tanto gritar durante el asalto al cuartel.

»-¿Qué los está retrasando? -gritó uno.

»-Aún están ocupados con sus pecados -contestó Pablo.

»-Claro, como que son veinte -replicó otro.

»-Más -repuso otro.

»-Y entre veinte hay muchos pecados que confesar.

»-Sí, pero me parece que es una treta para ganar tiempo. En un caso como éste, sólo deberían recordar los más grandes.

»-Entonces, tened paciencia, porque para veinte se necesita algún tiempo, aunque no sea más que para los pecados más gordos.

»-Ya la tengo -contestó otro-; pero sería mejor acabar. En bien de ellos y de nosotros. Estamos en julio y hay mucho trabajo. Hemos segado, pero no hemos trillado. Todavía no ha llegado el tiempo de las fiestas y las ferias.

»-Pero esto de hoy será una fiesta y una feria -dijo alguien-. Será la feria de la libertad, y desde hoy, cuando hayamos terminado con éstos, el pueblo y las tierras serán nuestras.

»-Hoy trillamos fascistas -gritó otro-, y de la paja saldrá la libertad de este pueblo.

»-Tenemos que administrarla bien, para merecerla -añadió otro más-. Pilar, ¿cuándo nos reunimos para la reorganización?

»-En seguida que acabemos con éstos -dije yo-. En el mismo edificio del Ayuntamiento.

»Yo llevaba en son de chanza uno de esos tricornios charolados de la Guardia civil y había bajado el disparador de la pistola, sosteniéndolo con el pulgar como me parecía que era preciso hacerlo, y la pistola estaba colgada de una cuerda que llevaba alrededor de la cintura, con el largo cañón metido bajo la cuerda. Cuando me la puse me pareció que era una buena broma, pero luego lamenté no haber cogido el estuche de la pistola, en lugar del sombrero. Y uno de los hombres de las filas me dijo: "Pilar, hija, me parece de mal gusto que lleves ese sombrero, ahora que se ha acabado con cosas como la Guardia civil…"

»-Entonces, me lo quitaré -dije yo, y me lo quité.

»-Dámelo -dijo él-; hay que destruirlo.

»Y como estaba al final de la fila, en donde el paseo corre a lo largo del borde de la barranca que da al río, cogió el sombrero y lo echó a rodar desde lo alto de la barranca, de la misma manera que los pastores cuando tiran una piedra a las reses para que se reúnan. El sombrero salió volando por el vacío y lo vimos hacerse cada vez más pequeño, con el charol brillando a la luz del sol, en dirección al río. Volví a mirar a la plaza y vi que en todas las ventanas y en todos los balcones se apretujaba la gente y la doble fila de hombres atravesaba la plaza hasta el porche del Ayuntamiento y la multitud estaba apelmazada debajo de las ventanas del edificio, y se oía el ruido de mucha gente que hablaba al mismo tiempo; y luego oí un grito y alguien dijo: "Aquí viene el primero." Y era don Benito García, el alcalde, que salía con la cabeza al aire, bajando lentamente los escalones del porche. Y no pasó nada. Don Benito cruzó entre las dos filas de hombres que llevaban los bieldos en la mano y no pasó nada. Y se adelantó entre las filas de hombres, con la cabeza descubierta, la ancha cara redonda de color ceniciento, la mirada fija ante él echando de vez en vez una ojeada a derecha e izquierda y andando con paso firme. Y no pasaba nada.

»Desde un balcón, alguien gritó: "¿Qué ocurre, cobardes?" Don Benito seguía avanzando entre las filas de hombres y no pasaba nada. Entonces vi, a tres metros de mí, a un hombre que hacía gestos raros con la cara, que se mordía los labios y tenía blancas las manos que sujetaban el bieldo. Le vi que miraba a don Benito y que le veía acercarse. Y seguía sin pasar nada. Entonces, un poco antes de que don Benito pasara por su lado, el hombre levantó el bieldo con tanta fuerza, que casi tira al suelo al que tenía a su lado, y con el bieldo descargó un golpe que dio a don Benito en la cabeza. Don Benito miró al hombre, que volvió a golpearle, gritando: "Esto es para ti, cabrón." Y esta vez le dio en la cara. Don Benito levantó las manos para protegerse la cara y entonces los demás comenzaron a golpearle, hasta que cayó y el hombre que le había golpeado primero llamó a los otros para que le ayudasen y tiró de don Benito por el cuello de la camisa y los otros cogieron a don Benito por los brazos y le arrastraron con la cara contra el polvo, llevándole hasta el borde del barranco, y desde allí le arrojaron al río. Y el hombre que le había golpeado primero se arrodilló junto a las rocas y gritó: "Cabrón. Cabrón. Cabrón." Era un arrendatario de don Benito y nunca se habían entendido bien. Habían tenido una disputa a propósito de un pedazo de tierra cerca del río que don Benito le había quitado y había arrendado a otro, y el rentero, desde entonces, le odiaba. Aquel hombre ya no volvió a las filas después de eso. Se quedó sentado al borde de la barranquera mirando al lugar por donde había caído don Benito.

»Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: "Que salga el toro. Que salga el toro."

«Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: "No quieren moverse. Todos están rezando."

»Otro borracho gritó: "Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo."

»Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.

»Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.

»-No tiene piernas para andar -dijo alguien.

»-¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? -preguntó otro. Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.

»-Vamos -le gritó Pablo desde lo alto de la escalera-. Camina.

»Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.

»Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: "Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar." Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: "Con su permiso", y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.

»Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.

Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un zapatero remendón, que siempre estab»a con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.

»Y Pablo le dijo al cura: "¿A quién le toca ahora?" Y el cura siguió rezando y no le respondió.

»-Escucha -dijo Pablo al cura, con voz ronca-: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?

El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.

»-Vayamos todos juntos -dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.

»-¡Qué va! -dijo Pablo-. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.

»-Entonces, iré yo -dijo don Ricardo-. No estaré nunca más dispuesto que ahora.

El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: "No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos."

»Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. "Adiós -dijo a los que estaban de rodillas-; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques -dijo a Pablo-, no me toques con tu fusil."

»Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: "¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c… en la leche de vuestros padres."

»Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.

»Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: "Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección", estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.

»Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.

»-Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa -gritó alguien.

»-Haced salir al cura.

»-Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.

»-Dos ladrones -dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado-. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.

»-¿El señor de quién? -preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.

»-Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.

»-Ese no es mi señor, ni en broma -dijo el otro-. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.

»-Soy tan buen republicano libertario como tú -dijo el pequeño-. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, ésa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.

»-Me c… en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.

»-Así es como los llamamos aquí.

»-No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor… Ah, mira, aquí viene uno nuevo.

»Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Avila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.

»Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:

»-Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.

»-Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.

»-Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.

»Y uno le gritó:

»-Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?

»Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.

»-Vamos, don Faustino -gritó uno de las filas-. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.

»Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.

»-Don Faustino -gritó alguien-. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?

»-Se está preparando para vomitar -dijo otro, y los hombres se echaron a reír.

»-Don Faustino -gritó un campesino-, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.

»Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.

»Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: "¿Adonde vas, don Faustino, adonde vas?"

»-Va a vomitar -contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.

»Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.

»-Que no lo toque nadie. Dejadle solo -gritó uno.

»Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.

»Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.

»Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:

"Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía."

»Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: "Don Faustino, buen provecho." Y otros decían: "Don Faustino, a sus órdenes", y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: "Don Faustino, matador, a sus órdenes"; y otro dijo: "Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino." Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."

»Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.

»Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.

»-Queremos otro -gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."

»-Ahora ya habrá visto el toro -dijo un tercero-. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.

»-En mi vida -dijo otro campesino-, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.

»-Hay otros -dijo el otro campesino-, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?

»-Ya puede haber gigantes y cabezudos -dijo el primer campesino que había hablado-. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.

»Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.

»-Matar da mucha sed -dijo el hombre que me había tendido la bota.

»-¡Qué va! -dije yo-; ¿has matado tú?

»-Hemos matado a cuatro -dijo orgullosamente-, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles, Pilar?

»-Ni a uno solo -contesté yo-; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.

»-¿De dónde has sacado esa pistola, Pilar?

»-Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.

»-¿Los mató con esa pistola?

»-Con ésta mismamente, y luego me la dio.

»-¿Puedo verla, Pilar? ¿Me la dejas?

»-¿Cómo no, hombre? -dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.

»Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: "Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya."

»Porque las gentes de ese pueblo podían ser tan buenas como crueles y tenían un sentimiento natural de la justicia y un deseo de hacer lo que es justo. Pero la crueldad había penetrado en las filas de los hombres y también la bebida o un comienzo de la borrachera, y las filas no eran ya lo que eran cuando salió don Benito. Yo no sé qué pasa en los otros países y a nadie le gusta la bebida más que a mí; pero en España, cuando la borrachera se produce por otras bebidas que no sean el vino, es una cosa muy fea y la gente hace cosas que no hubiera hecho de otro modo. ¿Es así en tu país, inglés?»

– Así es -dijo Robert Jordan-. Cuando yo tenía siete años, yendo con mi madre a una boda en el estado de Ohio, en donde yo tenía que ser paje de honor y llevar las flores con otra niña…

– ¿Has hecho tú eso? -preguntó María-. ¡Qué bonito!

– En aquella ciudad, un negro fue ahorcado de un farol y después quemado. La lámpara se podía bajar con un mecanismo hasta el pavimento. Se izó primero al negro utilizando el mecanismo que servía para izar la lámpara; pero se rompió…

– ¿Un negro? -preguntó María-. ¡Qué bárbaros!

– ¿Estaba borracha la gente? -preguntó María-. ¿Estaban tan borrachos como para quemar a un negro?

– No lo sé -contestó Robert Jordan-; la casa en donde yo me hallaba estaba situada justamente en una esquina de la calle, frente al farol, y yo miraba por entre los visillos de una ventana. La calle estaba llena de gente, y cuando fueron a izar al negro por segunda vez…

– Si tú no tenías más que siete años y estabas dentro de una casa, no podías saber si estaban borrachos o no -dijo Pilar.

– Como decía, cuando izaron al negro por segunda vez, mi madre me apartó de la ventana y no vi más -dijo Jordan-; pero después me han ocurrido aventuras que prueban que la borrachera es igual en mi país, igual de fea y brutal.

– Eras demasiado pequeño a los siete años -comentó María-. Eras demasiado pequeño para esas cosas. Yo nunca he visto un negro más que en los circos. A menos que los moros sean negros.

– Unos lo son y otros no lo son -dijo Pilar-; podría contarte un montón de cosas sobre los moros.

– No tantas como yo -dijo María-; No; no tantas como yo.

– No hablemos de eso -dijo Pilar-; no es bueno. ¿Donde nos quedamos?

– Hablábamos de la borrachera entre las filas -dijo Robert Jordan-. Continúa.

– No es justo decir borrachera -dijo Pilar-. Porque estaban todavía muy lejos de hallarse borrachos. Pero habían cambiado, y cuando don Guillermo salió y se quedó allí, derecho, miope, con sus cabellos grises, su estatura no más que mediana, con una camisa que tenía un botón en el cuello, aunque no tenía cuello y cuando miró de frente, aunque no veía nada sin sus lentes, y empezó a andar con mucha calma, era como para inspirar piedad. Pero alguien gritó en las filas: "Por aquí, don Guillermo. Por aquí, don Guillermo. En esta dirección. Aquí tenemos todos sus productos."

»Se habían divertido tanto con don Faustino que no se daban cuenta de que don Guillermo era otra cosa y que si hacía falta matar a don Guillermo, era menester matarle en seguida y con dignidad.

»-Don Guillermo -gritó otro-, ¿quieres enviar a alguien a tu casa a buscar tus lentes?

»La casa de don Guillermo no era una casa, porque no tenía mucho dinero; don Guillermo era un fascista sólo por esnobismo y para consolarse de verse obligado a trabajar sin ganar gran cosa en su almacén de utensilios agrícolas. Era un fascista también por la religiosidad de su mujer, que compartía, como si fuera suya, por amor a ella. Don Guillermo vivía en un piso a poca distancia de la plaza. Y mientras don Guillermo estaba allí parado, mirando, con sus ojos miopes, las filas entre las cuales tenía que pasar, una mujer se puso a gritar desde el balcón del piso en donde vivía don Guillermo. Podía verle desde el balcón. Era su mujer.

»-Guillermo -gritaba-. Guillermo, espérame, voy contigo.

»Don Guillermo volvió la cabeza del lado de donde llegaban los gritos. No podía ver a su mujer. Quiso decir algo, pero no pudo. Entonces hizo una seña con la mano hacia donde su mujer le había llamado y se adelantó entre las filas.

»-Guillermo -gritaba ella-. Guillermo. Guillermo. -Se había agarrado con las manos al barandal del balcón y se balanceaba de alante atrás-. ¡Guillermo!

»Don Guillermo hizo otra señal con la mano en la dirección de donde llegaban las voces y se adelantó entre las filas con la cabeza erguida. No se hubiera podido decir lo que le estaba pasando más que por el color de su cara.

«Entonces, un borracho gritó: "Guillermo", imitando la voz aguda y rota de la mujer. Don Guillermo se arrojó sobre aquel hombre, ciego, sin ver, y las lágrimas le corrían por las mejillas. El hombre le dio un golpe con el bieldo en el rostro y, bajo el golpe, don Guillermo cayó al suelo sentado, y se quedó allí sentado, llorando, aunque no de miedo, mientras los borrachos le golpeaban; y un borracho saltó a caballo sobre sus espaldas y le golpeó, dándole con una botella. Después de eso, muchos abandonaron las filas y su lugar fue ocupado por los borrachos, que eran los que habían estado escandalizando y diciendo cosas de mal gusto desde las ventanas del Ayuntamiento.

»Yo me había quedado muy impresionada al ver a Pablo matar a los guardias civiles; fue una cosa muy fea, pero yo me decía: "Hay que hacerlo así. Así es como hay que hacerlo." Y, al menos, en ello no hubo crueldad; sólo les quitamos la vida, cosa que, como hemos aprendido en estos últimos años, es fea, pero también necesaria si queremos ganar y salvar a la República.

»Cuando se cerró la plaza y se formaron las filas, yo admiré y comprendí lo hecho como una idea de Pablo, que me parecía, sin embargo, un poco fantástica y me decía que todo aquello tenía que hacerse con buen gusto para que no fuese repugnante. Si los fascistas habían de ser ejecutados por el pueblo, era mejor, desde luego, que todo el pueblo tomase parte, y yo quería tomar parte y ser culpable como cualquier otro, ya que también esperaba participar en los beneficios cuando el pueblo fuera nuestro del todo. Pero después de lo de don Guillermo experimenté un sentimiento de vergüenza y de desagrado, y cuando los borrachos entraron en las filas y los otros empezaron a marcharse como protesta, yo hubiera querido no tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo entre las filas y opté por alejarme. Crucé la plaza y me senté en un banco, debajo de los grandes árboles que daban sombra a la plaza.

»Dos campesinos de entre las filas venían hablando entre sí y uno de ellos me dijo: "¿Qué es lo que te pasa, Pilar?"

»-Nada, hombre -le respondí.

»-Sí -dijo-; habla, algo te pasa.

»-Creo que estoy harta de esto -le dije.

»-Nosotros también -dijo él, y se sentaron en el banco junto a mí. Había uno que llevaba una bota de vino y me la ofreció.

»-Mójate la boca -me dijo, y el otro siguiendo la conversación que habían comenzado, agregó-: Lo peor es que esto acarrea desgracia. Nadie me hará creer que cosas como, matar a don Guillermo de esta manera no traigan desgracia.

Entonces el otro dijo:

»-Si hace falta verdaderamente matarlos a todos, y no estoy seguro de que sea necesario, que se les mate al menos de una manera decente y sin burlarse de ellos.

»-La burla está justificada en el caso de don Faustino -dijo el otro-. Porque ha sido siempre un fantasmón y jamás un hombre serio. Pero burlarse de un hombre serio como don Guillermo no es justo.

»-Tengo llenas las tripas de todo esto -le dije, y era absolutamente verdad, porque sentía un verdadero malestar dentro de mí y sudores y náuseas como si hubiese comido pescado podrido.

»-Entonces, nada -dijo el primero-. No vamos a pringarnos más. Pero me pregunto qué es lo que pasa en los otros pueblos.

»-No han reparado todavía las líneas telefónicas -dije yo-. Va a haber que ocuparse de ello.

»-Claro -dijo el campesino-. ¿Quién sabe si no haríamos mejor ocupándonos de la defensa del pueblo en vez de asesinar a la gente con esa lentitud y esta brutalidad?

»-Voy a hablar de eso con Pablo -les dije, y me levanté del banco para ir a los porches que conducían a la puerta del Ayuntamiento, de donde salían las filas. Estas no tenían orden ni concierto, y había mucha borrachera y muy grave. Dos hombres estaban tumbados en el suelo y permanecían tendidos boca arriba, en medio de la plaza, pasándose una botella de uno a otro. Uno de ellos tomó un trago y gritó después: "Viva la anarquía", sin moverse del suelo, boca arriba, gritando como si fuera un loco. Llevaba un pañuelo negro y rojo en torno al cuello. El otro gritó: "Viva la libertad", y empezó a dar patadas en el aire, y luego gritó de nuevo: "Viva la libertad." Tenía también un pañuelo rojo y negro y lo agitaba con una mano, mientras que con la otra agitaba una botella.


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